Toda fiesta es una afirmación, un sí a la vida, un juicio favorable
sobre nuestra existencia y la del mundo entero. Por eso, para poder
celebrar una fiesta, la vida tiene que tener sentido; si la existencia
se considera como un absurdo, como una mera frustración, celebrarla
resulta imposible. La fiesta no nace en el vacío, expresa una
abundancia, que proviene de la estima calurosa por lo habitual.
Festejar significa, por tanto, explicitar la cotidiana aprobación de la vida, en una ocasión especial, y de manera no cotidiana.
Toda filosofía del absurdo desangra la fiesta; la alegría presupone un juicio positivo de valor; si nada vale la pena, es absurdo estar alegre.
Pero, ¿pueden justificarse alegría y fiesta? Al fin y al cabo, celebrar una vida pasajera y destinada a la muerte puede tacharse de superficialidad o inconsciencia. ¿No será la fiesta un vértigo pretendido para perder de vista el fin? Esta crítica vale contra la diversión, no contra la fiesta. La diversión es un paréntesis en el bostezo y el tedio. La fiesta, por el contrario, brota del amor a la vida y afirma su fuerza; el hombre siente que ha nacido para vivir y gozar y afirma esto contra la evidencia de la muerte. No es una convicción intelectual, filosófica, demostrable, sino vital; es una rebelión de su ser contra la destrucción y la decadencia. En el fondo es fe, no sostenida por datos experimentales, en la fuerza de la vida misma. No se formula necesariamente en términos teológicos, pero, a menos de confesarse puramente ilusoria, esa fe acabará por apoyarse en un cimiento suprapersonal, al menos implícito. Sin esa fe no hay fiesta.
La fiesta expresa una solidaridad con el mundo, se adhiere al "muy bueno" que Dios pronunció sobre él. Pero aquí surge otra dificultad: ¿cómo aprobar al mundo, enfermo de injusticia y de mal?, ¿no es la fiesta una afirmación bien parcial y, en consecuencia, irreal e imaginaria?
El hombre en fiesta no ignora el mal, pero sostiene que todo es radicalmente bueno y está dispuesto a morir a manos del mal para afirmarlo. Celebra el mundo, aunque el mal de momento lo afee, porque sabe que los estratos malos son superficiales y están destinados a desaparecer; en la fiesta, por tanto, tremola también una esperanza; al afirmar el triunfo de la vida sobre la muerte, asevera el del bien sobre el mal. El hombre adivina que el fondo de la realidad no es un engranaje impasible, que el dolor y la muerte no son la última palabra. En otros términos, que el mundo no está manejado por un destino impersonal, sino animado por un dinamismo o un poder que lo llevan a la vida y a la felicidad.
Felicidad, sin embargo, no es la beata ausencia de prueba y dolor, sino la vitalidad exaltada capaz de arrostrar lo difícil, el vigor que puede cargar con responsabilidades y durezas. Eso es lo que celebra la fiesta: no se desentiende del dolor de la vida, pero afirma la fuerte alegría que lo integra y lo supera. Infelicidad es, por el contrario, la apatía, la falta de interés, el déficit de vitalidad. Es felicidad para el atleta tensar el músculo para conseguir el salto; para el estudioso, concentrar su mente para resolver el problema intrincado; para el mecánico, mancharse las manos para reparar la biela. No es la dificultad lo que crea infelicidad y tristeza, sino la sensación de impotencia, de inhabilidad, de fracaso. La fiesta expresa y obtiene ánimo y aliento, salud y libertad; lo dulce nace también de lo amargo y lo áspero, integrado en la energía y el vigor de la vida.
La gran palabra hebrea y cristiana para expresar afirmación es el amén, que es un sí seguro del presente, "así es", y con intrépida esperanza del futuro, "así sea". Las promesas de Dios al hombre estaban pendientes de realización, pero "en Cristo se ha pronunciado el sí -el amén- a todas las promesas de Dios" (2 Cor 1,20). Cristo es el sí total de Dios al hombre; para corresponder a él, "respondemos a la doxología -aclamación a su gloria- con el amén a Dios por Jesucristo" (ibíd.). La fiesta cristiana es el sí de respuesta del hombre a Dios. Dios afirmó al hombre sin reservas para salvarlo; el hombre, en la fiesta, afirma el mundo que Dios le ha dado, no anuncia su mal, sino su salud.
Al afirmar y celebrar el mundo, el cristiano celebra con él a su creador, fuente de su bien y autor de su esperanza; su respuesta a Dios resuena de alabanza y agradecimiento. Reconoce y proclama a Dios que actúa y anuncia una esperanza en esta tierra; de ella nace la alegría, que quisiera encontrar eco univeral: "¡Aclamad al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad! ¡Tocad la cítara para el Señor, suenen los instrumentos! ¡Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas!" (Sal 97,4-5.1).
Festejar significa, por tanto, explicitar la cotidiana aprobación de la vida, en una ocasión especial, y de manera no cotidiana.
Toda filosofía del absurdo desangra la fiesta; la alegría presupone un juicio positivo de valor; si nada vale la pena, es absurdo estar alegre.
Pero, ¿pueden justificarse alegría y fiesta? Al fin y al cabo, celebrar una vida pasajera y destinada a la muerte puede tacharse de superficialidad o inconsciencia. ¿No será la fiesta un vértigo pretendido para perder de vista el fin? Esta crítica vale contra la diversión, no contra la fiesta. La diversión es un paréntesis en el bostezo y el tedio. La fiesta, por el contrario, brota del amor a la vida y afirma su fuerza; el hombre siente que ha nacido para vivir y gozar y afirma esto contra la evidencia de la muerte. No es una convicción intelectual, filosófica, demostrable, sino vital; es una rebelión de su ser contra la destrucción y la decadencia. En el fondo es fe, no sostenida por datos experimentales, en la fuerza de la vida misma. No se formula necesariamente en términos teológicos, pero, a menos de confesarse puramente ilusoria, esa fe acabará por apoyarse en un cimiento suprapersonal, al menos implícito. Sin esa fe no hay fiesta.
La fiesta expresa una solidaridad con el mundo, se adhiere al "muy bueno" que Dios pronunció sobre él. Pero aquí surge otra dificultad: ¿cómo aprobar al mundo, enfermo de injusticia y de mal?, ¿no es la fiesta una afirmación bien parcial y, en consecuencia, irreal e imaginaria?
El hombre en fiesta no ignora el mal, pero sostiene que todo es radicalmente bueno y está dispuesto a morir a manos del mal para afirmarlo. Celebra el mundo, aunque el mal de momento lo afee, porque sabe que los estratos malos son superficiales y están destinados a desaparecer; en la fiesta, por tanto, tremola también una esperanza; al afirmar el triunfo de la vida sobre la muerte, asevera el del bien sobre el mal. El hombre adivina que el fondo de la realidad no es un engranaje impasible, que el dolor y la muerte no son la última palabra. En otros términos, que el mundo no está manejado por un destino impersonal, sino animado por un dinamismo o un poder que lo llevan a la vida y a la felicidad.
Felicidad, sin embargo, no es la beata ausencia de prueba y dolor, sino la vitalidad exaltada capaz de arrostrar lo difícil, el vigor que puede cargar con responsabilidades y durezas. Eso es lo que celebra la fiesta: no se desentiende del dolor de la vida, pero afirma la fuerte alegría que lo integra y lo supera. Infelicidad es, por el contrario, la apatía, la falta de interés, el déficit de vitalidad. Es felicidad para el atleta tensar el músculo para conseguir el salto; para el estudioso, concentrar su mente para resolver el problema intrincado; para el mecánico, mancharse las manos para reparar la biela. No es la dificultad lo que crea infelicidad y tristeza, sino la sensación de impotencia, de inhabilidad, de fracaso. La fiesta expresa y obtiene ánimo y aliento, salud y libertad; lo dulce nace también de lo amargo y lo áspero, integrado en la energía y el vigor de la vida.
La gran palabra hebrea y cristiana para expresar afirmación es el amén, que es un sí seguro del presente, "así es", y con intrépida esperanza del futuro, "así sea". Las promesas de Dios al hombre estaban pendientes de realización, pero "en Cristo se ha pronunciado el sí -el amén- a todas las promesas de Dios" (2 Cor 1,20). Cristo es el sí total de Dios al hombre; para corresponder a él, "respondemos a la doxología -aclamación a su gloria- con el amén a Dios por Jesucristo" (ibíd.). La fiesta cristiana es el sí de respuesta del hombre a Dios. Dios afirmó al hombre sin reservas para salvarlo; el hombre, en la fiesta, afirma el mundo que Dios le ha dado, no anuncia su mal, sino su salud.
Al afirmar y celebrar el mundo, el cristiano celebra con él a su creador, fuente de su bien y autor de su esperanza; su respuesta a Dios resuena de alabanza y agradecimiento. Reconoce y proclama a Dios que actúa y anuncia una esperanza en esta tierra; de ella nace la alegría, que quisiera encontrar eco univeral: "¡Aclamad al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad! ¡Tocad la cítara para el Señor, suenen los instrumentos! ¡Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas!" (Sal 97,4-5.1).
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