En la estructura económica se considera al hombre como sujeto de
necesidades que han de ser satisfechas. El individuo tiene derecho a esa
satisfacción y debe contribuir con su trabajo a la satisfacción de las
necesidades ajenas. En cuanto estructura, éste es el rasgo dominante de
la sociedad actual; las demás actividades humanas quedan fuera de ese
marco y se dejan a la iniciativa del individuo.
La conjunción de empleo con salario fuerza a entrar en la estructura. No hay modo de satisfacer a las propias necesidades -objetivo del individuo- si no es contribuyendo a la producción con la propia actividad. La comunicación que fluye de la estructura económica no es personal, sino de productor-consumidor, mediada por los objetos que se intercambian.
Por oposición dialéctica, en esta misma sociedad deshumanizada en su estructura florece el individualismo por medio de la iniciativa privada. La sociedad de consumo pone además a disposición del individuo una variedad enorme de posibilidades para responder a sus gustos o preferencias. El ámbito de la libertad es ilimitado y, en la esfera privada, toda clase de comunicación es posible.
Se acusa, sin embargo, a esta sociedad de ser despersonalizante incluso en la esfera privada, impidiendo la auténtica comunicación humana. He aquí la prueba que se aduce: la organizaciónc crea el individuo-mercancía, objeto vendible, que en el mercado ofrece sus habilidades al mejor postor. La ley de la oferta y la demanda no se aplica sólo a los productos, sino igualmente a las personas.
Este hecho tiene graves consecuencias para la comunicación. La primera es que impide al hombre presentarse como es, puesto que tiene que esforzarse por aparecer como los demás quieren y esperan que sea. Ha de adaptarse a la moda del mercado, a lo requerido por la demanda. En lugar del yo transparente se adopta la máscara funcional. Un ejemplo: la imagen del doctor es el hombre seguro de sí mismo, bondadoso y paternal; el que quiera aspirar a un puesto o ganarse una clientela deberá esforzarse por encarnarla. El retrato del hombre de negocios será el tipo socialmente conservador, reservado, reflexivo, correcto y frío; habrá que ponerse esa careta para representar el papel. Y así sucesivamente. Como además, aparte de la esfera íntima, la sociedad es fuertemente competidora y contendiente, cuidará de mantenerse en guardia para evitar que pueda transparentarse una personalidad diferente; correría peligro de descrédito o de zancadilla por parte de los rivales. Esto origina un trato las más de las veces artificial, un contacto no de personas, sino de máscaras, de funciones.
A través de los medios de comunicación, la sociedad impone modelos a los que el individuo debe ajustarse para poder sobrevivir en la competición económica. La peor acusación que puede levantarse contra alguien es considerarlo "especial", "original", "no encajado". El juego de egoísmos individuales en que se basa la sociedad industrial tiende a despersonalizar al hombre, imponiéndole fisonomías, so pena de exclusión del torneo competitivo. La libertad de ser como uno quiera, como le sale de dentro, resulta una ilusión.
Todo esto tiene incidencia sobre la fiesta. El hombre adaptado, despersonalizado, no conoce por experiencia la alegría compartida propia de la fiesta; no atisba siquiera el horizonte de la vida plena, no siente el gozo de la igualdad ni protesta interiormente contra la limitación impuesta por lo convencional. Se ajusta al medio sin reservas, renuncia a los ideales, que él llama utopías, para hacerse "realista", es decir, para someterse y amoldarse al ambiente. Esto significa perder la espontaneidad, creatividad y originalidad propias de cada ser humano, aceptar el patrón imperante, llevar la careta fabricada en serie de lo que está bien visto, dejar de ser uno mismo.
La conjunción de empleo con salario fuerza a entrar en la estructura. No hay modo de satisfacer a las propias necesidades -objetivo del individuo- si no es contribuyendo a la producción con la propia actividad. La comunicación que fluye de la estructura económica no es personal, sino de productor-consumidor, mediada por los objetos que se intercambian.
Por oposición dialéctica, en esta misma sociedad deshumanizada en su estructura florece el individualismo por medio de la iniciativa privada. La sociedad de consumo pone además a disposición del individuo una variedad enorme de posibilidades para responder a sus gustos o preferencias. El ámbito de la libertad es ilimitado y, en la esfera privada, toda clase de comunicación es posible.
Se acusa, sin embargo, a esta sociedad de ser despersonalizante incluso en la esfera privada, impidiendo la auténtica comunicación humana. He aquí la prueba que se aduce: la organizaciónc crea el individuo-mercancía, objeto vendible, que en el mercado ofrece sus habilidades al mejor postor. La ley de la oferta y la demanda no se aplica sólo a los productos, sino igualmente a las personas.
Este hecho tiene graves consecuencias para la comunicación. La primera es que impide al hombre presentarse como es, puesto que tiene que esforzarse por aparecer como los demás quieren y esperan que sea. Ha de adaptarse a la moda del mercado, a lo requerido por la demanda. En lugar del yo transparente se adopta la máscara funcional. Un ejemplo: la imagen del doctor es el hombre seguro de sí mismo, bondadoso y paternal; el que quiera aspirar a un puesto o ganarse una clientela deberá esforzarse por encarnarla. El retrato del hombre de negocios será el tipo socialmente conservador, reservado, reflexivo, correcto y frío; habrá que ponerse esa careta para representar el papel. Y así sucesivamente. Como además, aparte de la esfera íntima, la sociedad es fuertemente competidora y contendiente, cuidará de mantenerse en guardia para evitar que pueda transparentarse una personalidad diferente; correría peligro de descrédito o de zancadilla por parte de los rivales. Esto origina un trato las más de las veces artificial, un contacto no de personas, sino de máscaras, de funciones.
A través de los medios de comunicación, la sociedad impone modelos a los que el individuo debe ajustarse para poder sobrevivir en la competición económica. La peor acusación que puede levantarse contra alguien es considerarlo "especial", "original", "no encajado". El juego de egoísmos individuales en que se basa la sociedad industrial tiende a despersonalizar al hombre, imponiéndole fisonomías, so pena de exclusión del torneo competitivo. La libertad de ser como uno quiera, como le sale de dentro, resulta una ilusión.
Todo esto tiene incidencia sobre la fiesta. El hombre adaptado, despersonalizado, no conoce por experiencia la alegría compartida propia de la fiesta; no atisba siquiera el horizonte de la vida plena, no siente el gozo de la igualdad ni protesta interiormente contra la limitación impuesta por lo convencional. Se ajusta al medio sin reservas, renuncia a los ideales, que él llama utopías, para hacerse "realista", es decir, para someterse y amoldarse al ambiente. Esto significa perder la espontaneidad, creatividad y originalidad propias de cada ser humano, aceptar el patrón imperante, llevar la careta fabricada en serie de lo que está bien visto, dejar de ser uno mismo.
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