Ignacio, obispo de Antioquía
de Siria, fue condenado a las fieras en su ancianidad, en la época de Trajano (hacia el
año 110). Enviado a Roma con un piquete de soldados para morir en los juegos
gladiatorios, fue escribiendo durante el camino varias cartas (poseemos siete, no todas de
autenticidad asegurada) a las diversas comunidades cristianas por las que había pasado, a
la comunidad romana adonde se dirigía, o al venerable obispo Policarpo de Esmirna. Estas
cartas están escritas en momentos de gran intensidad interior, reflejando la actitud
espiritual de un hombre que ha aceptado ya plenamente la muerte por Cristo y sólo anhela
el momento de ir a unirse definitivamente con él. El deseo de «alcanzar a Cristo» se
expresa en ellas con vigor inigualable. Al mismo tiempo afloran las preocupaciones del
santo obispo con respecto a los peligros doctrinales de las Iglesias. Por una parte quiere
asegurar la recta interpretación del sentido de la encarnación de Cristo, tanto contra
los judaizantes que minimizaban el valor de la venida de Cristo en la carne como
superación de la antigua dispensación, como contra los docetistas, que negaban la
realidad de la misma encarnación, afirmando que el Verbo de Dios sólo había tomado una
apariencia humana. De esta forma hallamos ya en Ignacio las bases de la cristología
ortodoxa posterior. Por otra parte, Ignacio está preocupado por asegurar la unidad
amenazada dentro de las Iglesias: por ello insiste en la unión con el obispo como
principio de unidad. Además hay indicios de que aun algunas de las cartas auténticas
pueden contener interpolaciones de época posterior. La colección de cartas de Ignacio
fue ampliada en época bastante posterior con otras cartas, hoy universalmente reconocidas
como apócrifas.
JOSEP VIVES
* * * * *
La vuelta del emperador
Trajano a Roma, tras la conquista de la Dacia—la actual Rumania—, fue celebrada
con ciento veintitrés días de espectáculos. Diez mil gladiadores perecieron en los
juegos circenses. También fueron devorados por las fieras muchos condenados, por el mero
hecho de ser cristianos. Entre ellos el obispo de Antioquía, Ignacio. Detenido y juzgado,
el prisionero abandonó la gran metrópoli de Siria hacia Roma, cargado de cadenas y bien
escoltado por un pelotón de diez soldados de la cohorte Lepidiana, llamados leopardos.
Corría probablemente el año 106, o principios del 107.
Ignacio era el segundo o
tercer sucesor de San Pedro en la sede de Antioquía, pues los testimonios no son
unánimes. Ante todo era un pastor de almas, enamorado de Cristo y preocupado tan sólo de
custodiar el rebaño que le habÍa sido confiado. Su mejor retrato nos lo proporciona él
mismo en las cartas que escribió a varias comunidades cristianas mientras se encontraba
de camino hacia Roma.
Por su contenido, esta cartas
tienen un gran interés doctrinal. Bastantes de los temas que tratan están determinados
por la polémica contra las herejías más difundidas, especialmente el docetismo, que
negaba la realidad de la encarnación del Verbo. San Ignacio afirma con energía la
verdadera divinidad y la verdadera humanidad del Hijo de Dios. Otro punto importante es la
doctrina sobre la Iglesia. San Ignacio considera que el ser de la Iglesia está
profundamente anclado en la Trinidad y, a la vez, expone la doctrina de la Iglesia como
Cuerpo de Cristo. Su unidad se hace visible en la estructura jerárquica, sin la cual no
hay Iglesia y sin la que tampoco es posible celebrar la Eucaristía. La Jerarquía aparece
constituida por obispos, presbíteros y diáconos. Se trata de un testimomo precioso, por
su claridad y antigüedad. Toda la comunidad debe obedecer al obispo, que representa a
Dios, el obispo invisible. Al obispo deben someterse el presbiterio y los diáconos hasta
el punto de que, si alguien obra algo a margen de la jerarquía, afirma, «no es puro en
su conciencia».
Ignacio muestra ser un hombre
de gran corazón. Agradece emocionado la finura de la fraternidad de los primeros
cristianos, que—apenas conocer su cautiverio—se prodigan con él, le
proporcionan lo necesario para el viaje, se ofrecen a acompañarle y a compartir su
suerte. Corren a confortarle desde las ciudades vecinas, pero son ellos quienes tornan
removidos y contagiados del amor a Dios. Gracias a su intensa vida interior, San Ignacio
intenta hacer el mayor bien posible en los lugares por donde pasa, abriendo a los demás
el tesoro de los dones que el Espíritu Santo le ha concedido. Con una gran humildad
afirma: «no os doy órdenes como si fuese alguien», pero su caridad sabe usar tonos
enérgicos cuando es necesario: no esquiva corregir aunque duela, ni denunciar la herejía
o la desviación disciplinar.
Este es el propósito
principal de las epístolas ignacianas. A lo largo de su viaje, observa y escucha lo que
ocurre: rápidamente discierne los viejos errores ya repetidamente combatidos por los
Apóstoles, cuya raíz maligna sigue brotando por doquier: el docetismo, que propugnaba un
Cristo aparente, no realmente encarnado; el gnosticismo, que disuelve el cristianismo para
reducirlo a una ciencia de autosalvación basada en el conocimiento de verdades
pseudofilosóficas; las tendencias judaizantes, el rigorismo ético... Y sobre todo, una
doctrina que quiere dividir a la Iglesia en dos bioques contrapuestos, enfrentando a los
fieles con el obispo y su presbiterio.
LOARTE
* * * * *
Como hemos dicho,
Ignacio escribió sus famosas siete cartas de camino hacia Roma, a donde era
llevado a sufrir el martirio.
Cuatro fueron
escritas desde Esmirna a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Tralles y Roma; en ellas les da las
gracias por las muestras de afecto hacia su persona, les pone en guardia contra
las herejías y les anima a estar unidos a sus obispos; en la dirigida a los
romanos, les ruega que no hagan nada por evitar su martirio, que es su máxima
aspiración.
Las otras tres las
escribió desde Tróade: a la Iglesia de Esmirna y a su obispo Policarpo, a los
que agradece sus atenciones, y a la Iglesia de Filadelfia; son semejantes a las
otras cuatro, añadiendo la noticia gozosa de que la persecución en Antioquía ha
terminado y, en la dirigida a Policarpo, da unos consejos sobre la manera de
desempeñar sus deberes de obispo.
Estas cartas son
una fuente espléndida para el conocimiento de la vida interna de la primitiva
Iglesia, con su clima de mutua solicitud y afecto; nos muestran también los
sentimientos de Ignacio, llenos de amor a Cristo.
A través de ellas,
Ignacio deja ver con especial claridad la pacífica posesión de algunas de las
verdades fundamentales de la fe, lo que resulta aún de mayor interés por lo
temprano de su testimonio. Así, Cristo ocupa un lugar central en la historia de
la salvación, y ya los profetas que anunciaron su venida eran en espíritu
discípulos suyos; Cristo es Dios y se hizo hombre, es Hijo de Dios e hijo de
María, virgen; es verdaderamente hombre, su cuerpo es un cuerpo verdadero y sus
sufrimientos fueron reales, todo lo cual lo dice frente a los docetas (del
griego dokéo, parecer), que sostenían que el cuerpo de Cristo era
apariencia.
Es en estas cartas
donde encontramos por vez primera la expresión «Iglesia católica» para referirse
al conjunto de los cristianos. La Iglesia es llamada «el lugar del sacrificio»;
es probable que con esto se refiera a la Eucaristía como sacrificio de la
Iglesia, pues también la Didajé llama «sacrificio» a la Eucaristía; además, «la
Eucaristía es la Carne de Cristo, la misma que padeció por nuestros pecados».
La jerarquía de la
Iglesia, formada por obispos, presbíteros y diáconos, con sus respectivas
funciones, aparece con tanta claridad en sus escritos, que ésta fue una de las
razones principales por las que se llegó a negar que las cartas fueran
auténticas por parte de quienes opinaban que se habría dado un desarrollo más
lento y gradual de la organización eclesiástica; pero esta autenticidad está hoy
fuera de toda duda.
El obispo
representa a Cristo; es el maestro; quien está unido a él está unido a Cristo;
es el sumo sacerdote y el que administra los sacramentos, de manera que sin
contar con él no se puede administrar ni el bautismo ni la Eucaristía, y hasta
el matrimonio es conveniente que se celebre con su conocimiento. Respecto a
éste, Ignacio sigue de cerca la enseñanza de San Pablo: que las mujeres amen a
sus maridos y los maridos a sus mujeres, como el Señor ama a su Iglesia; pero a
los que se sientan capaces les recomienda la virginidad.
En el saludo
inicial de la carta a los romanos, Ignacio se excede y trata a la Iglesia de
Roma de forma distinta a como trata a las demás, con especiales alabanzas. El
tono general de la salutación se puede tomar como un testimonio del primado de
Roma, aún de mayor interés por provenir del obispo de la sede de Antioquía: una
sede antigua, que cuenta a San Pedro como su primer obispo, establecida en una
de las ciudades mayores y más influyentes del Imperio, en la que además
comenzaron a llamarse cristianos los seguidores de Cristo. Alguna de sus frases,
aunque de interpretación difícil, subraya esta impresión: es la Iglesia «puesta
a la cabeza de la caridad», cuyo significado más probable parece ser que es la
Iglesia que tiene la autoridad para dirigir en lo que se refiere a lo esencial
del mensaje de Cristo.
Para San Ignacio,
la vida del cristiano consiste en imitar a Cristo, como Él imitó al Padre. Esa
imitación ha de ir más allá de seguir sus enseñanzas, ha de llegar a imitarle
especialmente en su pasión y muerte; es de ahí de donde nace su ansia por el
martirio: «soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras,
para poder ser presentado como pan limpio de Cristo». Por otra parte, esa
imitación viene facilitada porque Cristo vive en nosotros como en un templo y
nosotros llegamos a vivir en Él; por eso los cristianos estamos unidos entre
nosotros, porque estamos unidos a Cristo.
MOLINÉ
* * * * *
TEXTOS
... Puesto en cadenas por
Cristo Jesús, espero poder saludaros si por voluntad del Señor soy digno de llegar hasta
el fin. Por lo menos los comienzos están bien puestos, y ojalá alcance la gracia de
lograr sin tropiezo la herencia que me toca: porque temo que el amor que me tenéis me
perjudique, porque para vosotros es fácil alcanzar lo que os proponéis, y en cambio a
mí, si no tenéis consideración conmigo (abandonando todo intento de alcanzar un
indulto) me va a ser difícil alcanzar a Dios...
Porque yo jamás tendré otra
tal oportunidad de alcanzar a Dios, ni vosotros podréis colaborar a otra obra mejor sólo
con que nada digáis. Porque si vosotros nada decís acerca de mi, yo me convertiré en
palabra de Dios, mientras que si ponéis vuestro afecto en mi existencia carnal me quedo
de nuevo en mera voz humana. No me procuréis otra cosa sino el poder ser ofrecido en
libación a Dios mientras hay todavía un altar preparado: de esta suerte, vosotros,
formando un solo coro en la caridad, cantaréis un canto al Padre en Jesucristo, porque
Dios se dignó que el obispo de Siria apareciera en occidente, habiéndole hecho venir de
oriente. Bello es mi ocaso de este mundo para Dios, de suerte que tenga en él una nueva
aurora...
Lo único que para mi habéis
de pedir es fuerza interior y exterior, a fin de que no sólo de palabra, sino también de
voluntad me llame cristiano y me muestre como tal... Escribo a todas las Iglesias, y a
todas les encarezco que estoy presto a morir de buena gana por Dios, si vosotros no lo
impedís. A vosotros os suplico que no tengáis para conmigo una benevolencia
intempestiva. Dejadme ser alimento de las fieras, por medio de las cuales pueda yo
alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios que ha de ser molido por los dientes de las fieras,
para ser presentado como pan limpio de Cristo. En todo caso, más bien halagad a las
fieras para que se conviertan en sepulcro mío sin dejar rastro de mi cuerpo: así no
seré molesto a nadie ni después de muerto. Cuando mi cuerpo haya desaparecido de este
mundo, entonces seré verdadero discípulo de Jesucristo. Haced súplicas a Cristo por mí
para que por medio de esos instrumentos pueda yo ser sacrificado para Dios... Hasta el
presente yo soy esclavo: pero si sufro el martirio, seré liberto de Jesucristo, y
resucitaré libre en él. Y ahora, estando encadenado, aprendo a no tener deseo alguno.
Desde Siria hasta Roma vengo
luchando con fieras, por tierra y por mar, de noche y de día, atado a diez leopardos, que
eso son los soldados del piquete, los cuales, cuanto más atenciones les tiene uno, peores
se vuelven. Pero yo con sus malos tratos aprendo a ser mejor discípulo, aunque no por
esto me tengo por justificado. Estoy anhelando las fieras que me están preparadas, y pido
que pronto se echen sobre mi. Yo mismo las azuzaré para que me devoren al punto, y no
suceda lo que en algunos casos, que amedrentadas no se acercan a sus víctimas. Si no
quisieran hacerlo de grado, yo las forzaré. Perdonadme que diga esto: yo sé lo que me
conviene. Ahora es cuando empiezo a ser discípulo. Que nada de lo visible o de lo
invisible me impida maliciosamente alcanzar a Jesucristo. Vengan sobre mí el fuego, la
cruz, manadas de fieras, quebrantamientos de huesos, descoyuntamientos de miembros,
trituraciones de todo mi cuerpo, torturas atroces del diablo, sólo con que pueda yo
alcanzar a Cristo.
De nada me aprovecharán los
confines del mundo ni los reinos de este siglo. Para mí es más bello morir y pasar a
Cristo, que reinar sobre los confines de la tierra. Voy en pos de aquel que murió por
nosotros: voy en pos de aquel que resucitó por nosotros. Mi parto está ya inminente.
Perdonad lo que digo, hermanos: no me impidáis vivir, no os empeñéis en que no muera;
no me entreguéis al mundo, cuando yo quiero ser de Dios, ni me engañéis con las cosas
materiales. Dejadme llegar a la luz pura, que una vez llegado allí seré verdaderamente
hombre. Dejadme que sea imitador de la pasión de mi Dios. Si alguno le tiene dentro de
sí, entenderá mi actitud, y tendrá los mismos sentimientos que yo, pues sabrá qué es
lo que me apremia.
...Os escribo estando vivo,
pero anhelando la muerte. Mi amor está crucificado, y no queda ya en mí fuego para
consumir la materia, sino sólo una agua viva que habla dentro de mí diciéndome desde mi
interior: «Ven al Padre.» Ya no encuentro gusto en el alimento corruptible y en los
placeres de esta vida. Anhelo por el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, del
linaje de David; y por bebida quiero su sangre, que es amor inmarcesible (De la Carta a
los Romanos, 5-6).
2. Jesucristo.
Nuestro Dios, Jesucristo, fue
concebido en el seno de María, según el designio de Dios, siendo por una parte del
linaje de David, y por otra del Espíritu Santo. Él nació, y fue bautizado, para
purificar el agua con su pasión. La virginidad y el parto de María quedaron ocultos al
príncipe de este mundo, así como también la muerte del Señor. Son estos tres misterios
sonoros, que se cumplieron en el silencio de Dios. Mas, ¿cómo se manifestaron a los
siglos? Brilló en los cielos un astro por encima de todos los astros, cuya luz era
inexplicable y cuya novedad causaba extrañeza. Y todos los demás astros, juntamente con
el sol y la luna, hicieron coro a aquel astro, cuya luz sobrepujaba a la de todos los
demás.
Turbáronse las gentes,
preguntándose de dónde venía aquella novedad tan distinta de las demás estrellas.
Desde entonces quedó destruida toda hechicería y desaparecieron las cadenas de la
iniquidad: quedó eliminada la ignorancia, y destruido el antiguo imperio desde el momento
en que Dios se manifestó en forma humana para conferir la novedad de la vida eterna.
Entonces empezó a cumplirse lo que Dios ya tenía preparado. Todo se puso en conmoción
en cuanto empezó a ponerse por obra la destrucción de la muerte... Tengo intención de
escribiros un segundo escrito ampliando mi explicación acerca del designio divino en
orden al hombre nuevo, que es Jesucristo, y que estriba en la fe y en la caridad para con
él, en su pasión y en su resurrección... (Carta a los Efesios, 18-20).
Un médico hay, que es a la
vez carnal y espiritual, engendrado y no engendrado, Dios hecho carne, vida verdadera
aunque mortal, hijo de María e hijo de Dios, primero pasible y luego impasible,
Jesucristo nuestro Señor (Carta a los Efesios, 7).
Tapaos los oídos cuando
alguien os diga algo fuera de Jesucristo, el cual es del linaje de David e hijo de María,
que nació verdaderamente, comió y bebió, fue verdaderamente perseguido por Poncio
Pilato, verdaderamente crucificado, y murió a la vista de los que habitan el cielo, la
tierra y los infiernos. Él mismo resucitó verdaderamente de entre los muertos, siendo
resucitado por su propio Padre. Y de manera semejante, a nosotros, los que hemos creído
en él, nos resucitará su Padre en Cristo Jesús, fuera del cual no tenemos vida
verdadera. Pero si, como dicen ciertos hombres sin Dios, es decir, sin fe, solamente
padeció en apariencia —ellos si que son apariencia—, ¿por qué estoy en
cadenas? ¿Por qué anhelo luchar con las fieras? Vana sería mi muerte y falso mi
testimonio acerca del Señor. Huid de esos malos retoños que llevan fruto mortífero,
pues el que comiere de él morirá. Esos no son del huerto del Padre, que si lo fueran
mostrarían las ramas de la cruz y llevarían fruto incorruptible. Es por la cruz por la
que el Señor os invita a su pasión, pues sois sus miembros. No puede darse la cabeza
separada de los miembros, y el mismo Señor nos promete la unión, que es él mismo (Carta
a los Tralianos, 9-11).
Glorifico a Jesucristo, Dios,
quien os ha comunicado tan grande sabiduría: porque pude observar que estáis bien
asegurados en una fe inconmovible, como si estuvieseis clavados en carne y espíritu en la
cruz del Señor Jesucristo, bien establecidos en la caridad por la sangre de Cristo,
perfectamente instruidos en lo que se refiere a nuestro Señor, a saber, en que es
verdaderamente del linaje de David según la carne, e Hijo de Dios por la voluntad y el
poder de Dios, nacido verdaderamente de una virgen, bautizado por Juan, para que se
cumpliera en él toda justicia (cf. Mi 3, 15), verdaderamente crucificado en la carne bajo
Poncio Pilato y el tetrarca Herodes, de cuya divina y bienaventurada pasión somos fruto
nosotros, para levantar una bandera por los siglos mediante su resurrección, entre sus
santos y fieles, ya sean judíos o gentiles, en un solo cuerpo que es su Iglesia. Todo
esto padeció el Señor por nosotros, para salvarnos: y lo sufrió verdaderamente, así
como también verdaderamente se resucitó a sí mismo, y no como dicen algunos infieles
que sólo padeció en apariencia. A éstos les sucederá como ellos piensan, quedándose
en entes incorpóreos y fantasmales. Yo sé bien y creo que después de su resurrección
anduvo en la carne, y cuando vino a los que estaban con Pedro les dijo: «Tocadme,
palpadme y ved que no soy un fantasma incorpóreo», y al punto le tocaron y creyeron,
quedando compenetrados con su carne y con su espíritu. Por esto despreciaron ellos la
muerte, y se mostraron superiores a la misma muerte. Y después de su resurrección comió
y bebió con ellos como un hombre de carne, aunque espiritualmente estaba unido con el
Padre.
Carísimos, os encarezco
esto, por más que sé que éste es vuestro sentir. Pero es que soy para vosotros como
centinela contra esas fieras en forma humana, a las que no sólo no debéis admitir entre
vosotros, sino ni aun siquiera toparos con ellas en lo posible. Sólo debéis rogar por
ellas, por si se convierten, cosa que es difícil. Pero aun para eso tiene poder
Jesucristo, nuestra vida verdadera... Por lo que se refiere a sus nombres, siendo de
gentes infieles, no me parece bien consignarlos aquí por escrito, sino que ni quiero
acordarme de ellos, hasta que no se conviertan a aquella pasión que es nuestra
resurrección...
Que nadie se engañe: aun las
potestades celestes, y la gloria de los ángeles, y los príncipes visibles e invisibles,
estarán sujetos a juicio si no creen en la sangre de Cristo. El que pueda entender que
entienda. Que nadie se envanezca por el lugar que ocupa, porque todo depende de la fe y de
la caridad, y ningún valor va por delante de éstas. Reconoced a los que son heterodoxos
con respecto a la gracia de Jesucristo que ha venido a vosotros, viendo cuán contrarios
son a la voluntad de Dios: pues no se preocupan para nada de la caridad, no les importan
ni la viuda, ni el huérfano, ni el atribulado, ni se preocupan de que uno esté en
prisiones o libre, hambriento o sediento. Igualmente se apartan de la eucaristía y de la
oración, pues no confiesan que la eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo
con la que padeció por nuestros pecados, la cual resucitó el Padre en su bondad. Así
pues, los que contradicen al don de Dios, perecen en sus disquisiciones. Mejor les fuera
celebrar el ágape, para que pudieran resucitar. Por tanto, es conveniente apartarse de
los tales y no hablar de ellos ni en privado ni en público, prestando en cambio atención
a los profetas y particularmente al Evangelio, en el cual se nos hace patente su pasión y
vemos cumplida su resurrección. Huid de toda división como de origen de males (Carta a
los de Esmirna, 1-7).
No os dejéis engañar con
doctrinas extrañas ni con esas viejas fábulas que ya no tienen utilidad. Porque si aun
ahora vivimos según el judaísmo, confesamos con ello que todavía no hemos recibido la
gracia. Los divinos profetas vivieron según Cristo Jesús, y por eso fueron perseguidos,
estando inspirados por su gracia para convencer a los incrédulos de que hay un solo Dios
que se manifestó en Jesucristo, su Hijo, que es la Palabra suya proferida en el silencio,
y que agradó en todo al que le había enviado. Ahora bien, los que se habían criado en
el antiguo orden de cosas, vinieron a una nueva esperanza, y ya no vivían guardando el
sábado, sino el domingo, el día en que amaneció nuestra vida por gracia del Señor y de
su muerte. Pero algunos niegan este misterio, por el cual recibimos la fe y soportamos el
sufrir, para ser hallados discípulos de Jesucristo, nuestro único maestro. ¿Cómo
podríamos nosotros vivir sin él, a quien esperaban como maestro los profetas, siendo ya
discípulos suyos en el espíritu? Por esto, por haberlo esperado justamente, cuando vino
en realidad los resucitó de entre los muertos. ..
El que se llama con otro
nombre que el de cristiano, no es de Dios. Arrojad, pues, la mala levadura, que se ha
hecho ya vieja y agria, y transformaos en la levadura nueva que es Jesucristo. Dejaos
salar en él, para que nadie de entre vosotros se corrompa, ya que por vuestro olor
seréis reconocidos. Es absurdo hablar de Jesucristo y vivir judaicamente. No fue el
cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo, que ha
congregado a toda lengua que cree en Dios... (Carta a los de Magnesia, 8-10).
3. La Eucaristía.
Poned todo empeño en usar
de una sola eucaristía, pues una es la carne de nuestro Señor Jesucristo, y uno solo el
cáliz que nos une con su sangre, y uno el altar, como uno es el obispo juntamente con el
colegio de ancianos y los diáconos, consiervos míos. De esta suerte, obrando así
obraréis según Dios (Carta a los de Filadelfia, 4).
Poned empeño en reuniros
más frecuentemente para celebrar la eucaristía de Dios y glorificarle. Porque cuando
frecuentemente os reunís en común, queda destruido el poder de Satanás, y por la
concordia de vuestra fe queda aniquilado su poder destructor. Nada hay más precioso que
la paz, por la cual se desbarata la guerra de las potestades celestes y terrestres. Nada
de todo esto se os oculta a vosotros si poseéis de manera perfecta la fe en Cristo y la
caridad, que son principio y término de la vida. La fe es el principio, la caridad es el
término. Las dos, trabadas en unidad, son Dios, y todas las virtudes morales se siguen de
ellas. Nadie que proclama la fe peca, y nadie que posee la caridad odia. El árbol se
manifiesta por sus frutos. Así, los que se profesan ser de Cristo, se pondrán de
manifiesto por sus obras... (Carta a los Efesios, 13-14).
OBISPO/UNIDAD-I:
Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de ancianos (presbyteroi)
como a los apóstoles. En cuanto a los diáconos, reverenciadlos como al mandamiento de
Dios. Que nadie sin el obispo haga nada de lo que atañe a la Iglesia. Sólo aquella
eucaristía ha de ser tenida por válida que se hace por el obispo o por quien tiene
autorización de él. Dondequiera que aparece el obispo, acuda allí el pueblo, así como
dondequiera que esté Cristo, allí está la Iglesia universal (katholiké). No es lícito
celebrar el bautismo o la eucaristía sin el obispo. Lo que él aprobare, eso es también
lo agradable a Dios, a fin de que todo cuanto hagáis sea firme y válido... El que honra
al obispo, es honrado de Dios. El que hace algo a ocultas del obispo, rinde culto al
diablo. Que todo, pues, redunde en gracia para vosotros... (Carta a los de Esmirna, 8-9).
Os conviene concurrir con el
sentir de vuestro obispo, como ya lo hacéis, porque, en efecto, vuestro colegio de
ancianos, digno de este nombre y digno de Dios, está con vuestro obispo en una armonía
comparable a la de las cuerdas en la cítara: vuestra concordia y vuestra unísona caridad
levantan así un himno a Cristo. También los particulares tenéis que formar como un
coro, de suerte que, unísonos en vuestra concordia, y tomando unánimemente el tono de
Dios, cantéis a una voz al Padre por medio de Jesucristo, y así os escuche y os
reconozca por vuestras buenas obras como melodía de su propio Hijo. Os conviene, pues,
manteneros en unidad irreprochable, a fin de estar en todo momento en comunión con Dios.
Yo en poco tiempo he podido
llegar a una gran intimidad con vuestro obispo —intimidad no humana. sino
espiritual—, ¿cuánto más os he de llamar dichosos a vosotros, que estáis
compenetrados con él, como la Iglesia con Jesucristo, y como Jesucristo con el Padre, a
fin de que todo resuene armoniosamente en la unidad? Que nadie se engañe: si uno no está
dentro del ámbito del altar, se priva del pan de Dios. Porque si la oración de uno o dos
tiene tanta fuerza, mucha mayor será la del obispo con toda la Iglesia. El que no acude a
la reunión común, ése es ya un soberbio y se condena a si mismo, pues está escrito:
«Dios resiste a los soberbios.» Pongamos, pues, empeño en no enfrentarnos con el
obispo, de suerte que así estemos sometidos a Dios. Cuanto uno vea más callado a su
obispo, más ha de respetarle. Porque a todo el que envía el padre de familias para
gobernar su casa hemos de recibirle como al mismo que lo envía. Es, pues, evidente, que
hemos de mirar al obispo como al mismo Señor... (Carta a los Efesios, 4-6).
Os exhorto a que pongáis
empeño en hacerlo todo en la concordia de Dios, bajo la presidencia del obispo, que tiene
el lugar de Dios, y de los presbíteros que tienen el lugar del colegio de los apóstoles,
y de los diáconos, para mí dulcísimos, que tienen confiado el servicio de Jesucristo,
quien estaba con el Padre desde antes de los siglos, y se manifestó al fin de los
tiempos. Así pues, conformaos todos con el proceder de Dios, respetaos mutuamente, y
nadie mire a su prójimo según la carne, sino amaos en todo momento los unos a los otros
en Jesucristo. Nada haya en vosotros que pueda dividiros, sino formad todos una unidad con
el obispo y con los que os presiden a imagen y siguiendo la enseñanza de la realidad
incorruptible. Así como el Señor no hizo nada sin el Padre, siendo una cosa con él
—nada ni por sí mismo ni por los apóstoles— así tampoco vosotros hagáis nada
sin el obispo y los presbíteros. No intentéis presentar vuestras opiniones particulares
como razonables, sino que haya una sola oración en común, una sola súplica, una sola
mente, una esperanza en la caridad, en la alegría sin mancha, que es Jesucristo. Nada hay
mejor que él. Corred todos a una, como a un único templo de Dios, como a un solo altar,
a un solo Jesucristo, que procede de un solo Padre, el único a quien volvió y con quien
está... (Carta a los de Magnesia, 6-7).
* * * * *
(Carta a los Romanos, intr. y
cap. 4, 6-7)
Ignacio, llamado también
Teóforo [portador de Dios], a la Iglesia que ha alcanzado misericordia en la
magnificencia del Padre Altísimo y de Jesucristo, su único Hijo, a la Iglesia amada e
iluminada en la Voluntad del que ha querido todo lo que existe conforme al amor de
Jesucristo, Nuestro Dios; Iglesia que preside en la región de los romanos, y es digna de
Dios, digna de honor, digna de bienaventuranza, digna de alabanza, digna de éxito, digna
de pureza, Ia que está a la cabeza de la caridad, depositaria de la ley de Cristo y
adornada con el nombre del Padre: a ella la saludo en el nombre de Jesucristo, Hijo del
Padre. A los que están unidos en carne y en espíritu con todo mandamiento suyo, a los
que están inquebrantablemente llenos de la gracia de Dios y a los que están purificados
de todo extraño tinte, les deseo una abundante alegría sin mancha, en Jesucristo,
Nuestro Dios (...).
Escribo a todas las Iglesias
y anuncio a todos que voluntariamente muero por Dios si vosotros no lo impedís. Os ruego
que no tengáis para mí una benevolencia inoportuna. Dejadme ser pasto de las fieras por
medio de las cuales podré alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y soy molido por los dientes
de las fieras para mostrarme como pan puro de Cristo. Excitad más bien a las fieras para
que sean mi sepulcro y no dejen rastro de mi cuerpo a fin de que, una vez muerto, no sea
molesto a nadie (...). Pedid a Cristo por mí para que, por medio de estos instrumentos,
logre ser un sacrificio para Dios. No os doy órdenes como Pedro y Pablo. Aquellos eran
Apóstoles; yo soy un condenado; aquellos, libres; yo, hasta ahora, un esclavo. Pero si
sufro el martirio, seré un liberto de Jesucristo y en Él resucitaré libre. Ahora
encadenado, aprendo a no desear nada (...).
MU/REALIZACION:
Para mí es mejor morir para Jesucristo que reinar sobre los confines de la tierra. Busco
a Aquél que murió por nosotros. Quiero a Aquél que resucitó por nosotros. Mi partida
es inminente. Perdonadme, hermanos. No impidáis que viva; no queráis que muera. No
entreguéis al mundo al que quiere ser de Dios, ni lo engañéis con la materia. Dejadme
alcanzar la luz pura. Cuando eso suceda, seré un hombre. Permitidme ser imitador de la
Pasión de mi Dios (...).
Mi deseo está crucificado y
en mí no hay fuego que ame la materia. Pero un agua viva habla dentro de mí y, en lo
íntimo, me dice: Ven al Padre. No siento gusto por el alimento de corrupción ni por los
placeres de esta vida. Quiero Pan de Dios, que es la Carne de Jesucristo, el de la
descendencia de David, y como bebida quiero su Sangre, que es el amor incorruptible.
* * * * *
(Carta a los Efesios, 3-7,
9-10, 12-13)
No os doy órdenes como si
fuese alguien. Pues si estoy encadenado a causa de Nuestro Señor, todavía no he
alcanzado la perfección en Jesucristo. Ahora, en efecto, comienzo a ser discípulo y os
hablo como a condiscípulos. Pues era necesario que vosotros me ungieseis con vuestra fe,
exhortación, paciencia y grandeza de ánimo. Pero, puesto que la caridad no me permite
guardar silencio acerca de vosotros, me he adelantado a exhortaros para que corráis
unidos en la Voluntad de Dios. Pues, además, Jesucristo, nuestro inseparable vivir, es la
Voluntad del Padre, así como también los obispos, establecidos por los confines de la
tierra, están en la Voluntad de Jesucristo.
Por tanto, os conviene correr
a una con la voluntad del obispo, lo que ciertamente hacéis. Vuestro presbiterio, digno
de fama y digno de Dios, está en armonía con el obispo como las cuerdas con la cítara.
Por esto, Jesucristo entona un canto por medio de vuestra concordia y de vuestra armoniosa
caridad. Cada uno de vosotros sea un coro para que, afinados en la concordia, a una con la
melodía de Dios, cantéis al unísono al Padre por medio de Jesucristo para que os
escuche y reconozca, por vuestras buenas obras, que sois miembros de su Hijo. Así pues,
es bueno que vosotros permanezcáis en la unidad inmaculada para que siempre participéis
de Dios (...).
Que nadie os engañe. Si
alguien no está dentro del altar del sacrificio, carece del pan de Dios. Pues, si la
oración de uno o dos tiene tal fuerza, ¡cuánto más la del obispo y la de toda la
Iglesia! (...).
No escuchéis a nadie más
que al que os hable de Jesucristo en verdad. Pues algunos acostumbran a divulgar sobre
Jesucristo con perverso engaño, y además hacen cosas indignas de Dios. A ésos es
necesario que los evitéis lo mismo que a las fieras, pues son perros rabiosos que muerden
a traición, de los cuales es necesario que os guardéis pues sus mordeduras son
difíciles de curar. Hay un solo Médico corporal y espiritual, creado e increado, Dios
hecho carne, vida verdadera en la muerte, nacido de María y de Dios, primero pasible y,
luego, impasible, Jesucristo Nuestro Señor (...).
He sabido que han pasado
algunos que venían de por ahí abajo con mala doctrina, a los cuales no habéis permitido
sembrar entre vosotros, cerrando los oídos para no recibir lo que siembran, como piedras
que sois del templo del Padre, dispuestos para la edificación de Dios Padre, elevadas a
lo alto por la máquina de Jesucristo, que es la Cruz, y ayudados del Espíritu Santo que
es la cuerda. Vuestra fe es vuestra cabria y el amor, el camino que os conduce a Dios
(...).
Orad sin interrupción (1 Tes
5, 17) por los demás hombres para que alcancen a Dios, pues en ellos hay esperanza de
conversión. Así pues, concededles que puedan aprender de vuestras obras. Ante su ira,
vosotros sed mansos; ante su jactancia, vosotros sed humildes; ante sus blasfemias,
vosotros [elevad] oraciones; ante su error, vosotros [permaneced] cimentados en la fe (Col
1, 23) (...).
Sé quién soy y a quiénes
escribo. Yo soy un condenado; vosotros habéis alcanzado misericordia. Yo estoy en
peligro; vosotros, firmes. Sois camino de paso para los que, por la muerte, son levantados
hacia Dios; en la iniciación de los misterios [fuisteis] compañeros de Pablo, el santo,
el celebrado, el digno de bienaventuranza—en cuyas huellas, cuando alcance a Dios,
desearía ser encontrado—, el cual en todas sus cartas os recuerda en Jesucristo.
Así pues, esforzaos en
reuniros frecuentemente para la Eucaristía y gloria de Dios. Pues cuando os reunís con
frecuencia, las fuerzas de Satanás son destruidas, y su ruina se deshace por la concordia
de vuestra fe.
* * * * *
(Carta a Policarpo, 1-ó)
Yo te exhorto, por la gracia
de que estás revestido, a que aceleres el paso en tu carrera y a que tú, por tu parte,
exhortes a todos para que se salven. Desempeña el cargo que ocupas con toda diligencia de
cuerpo y espíritu. Preocúpate de la unidad, pues no existe nada mejor que ella.
Llévalos a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor. Sopórtalos a todos con
espíritu de caridad, como ya lo haces. Dedícate sin pausa a la oración. Pide mayor
inteligencia de la que ya tienes. Permanece alerta, como espíritu que desconoce el
sueño. Habla a los hombres del pueblo al estilo de Dios. Carga sobre ti, como perfecto
atleta, las enfermedades de todos. Donde mayor es el trabajo, allí hay más ganancia.
Si sólo amas a los buenos
discípulos, ningún mérito tienes. El mérito está en que sometas con mansedumbre a los
más pestíferos. No toda herida se cura con el mismo emplasto. Los accesos de fiebre
cálmalos con aplicaciones húmedas.
Sé en todas las cosas
prudente como la serpiente, y al mismo tiempo sencillo como la paloma. Por esto justamente
eres a la par corporal y espiritual, para que trates con dulzura aquellas cosas que se
muestran a tus ojos, y las invisibles ruegues que te sean reveladas. De este modo nada te
faltará, sino que abundarás en todo don de la gracia.
El tiempo requiere de ti que
aspires a alcanzar a Dios como el piloto anhela prósperos vientos, y el navegante,
sorprendido por la tormenta, desea el puerto. Sé sobrio, como un atleta de Dios. El
premio es la incorrupción y la vida eterna, de la que también tú estás persuadido. En
todo y por todo soy rescate tuyo, y conmigo mis cadenas que tú amaste.
Que no te amedrenten los que
se dan aires de hombres dignos de todo crédito y, sin embargo, enseñan doctrinas
extrañas a la fe. Por tu parte manténte firme, como un yunque golpeado por el martillo.
Es propio de un gran atleta ser desollado y, sin embargo, vencer. ¡Pues cuánto más
hemos de soportarlo todo por Dios, a fin de que también Él nos soporte a nosotros!
Sé todavía más diligente
de lo que eres. Date cabal cuenta de los tiempos. Aguarda al que está por encima del
tiempo, al Intemporal; al Invisible, que por nosotros se hizo visible; al Impalpable; al
Impasible, que por nosotros se hizo pasible; al que sufrió por nosotros de todas las
maneras posibles.
Que las viudas no sean
desatendidas: después del Señor, tú has de ser quien cuide de ellas. No se haga nada
sin tu conocimiento, ni tú tampoco actúes sin contar con Dios, como efectivamente haces.
Manténte firme. Celébrense reuniones con más frecuencia. Búscalos a todos por su
nombre.
(...). Huye de las malas
artes o, mejor aún, ten conversación con los fieles para precaverles contra ellas.
Recomienda a mis hermanas que amen al Señor y que se contenten con sus maridos, en la
carne y en el espíritu. Igualmente, predica a mis hermanos, en nombre de Jesucristo, que
amen a sus esposas como el Señor a la Iglesia.
Si alguno se siente capaz de
permanecer en castidad para honrar la carne del Señor, que lo haga sin engreimiento. Si
se llena de soberbia está perdido, y si se estimare en más que el obispo, está
corrompido. Respecto a los que se casan, esposas y esposos, conviene que celebren su
enlace con conocimiento del obispo, a fin de que las bodas se hagan conforme al Señor y
no por solo deseo. Que todo se haga para honra de Dios.
Atended al obispo, a fin de
que Dios os atienda a vosotros. Yo me ofrezco como rescate por quienes se someten al
obispo, a los presbíteros y a los diáconos. ¡Y ojalá que con ellos se me concediera
entrar a la parte de Dios! Trabajad unos junto a otros, luchad unidos, corred todos a una,
sufrid, dormid, despertad todos a la vez, como administradores de Dios, como sus
asistentes y servidores.
Tratad de ser gratos al
Capitán bajo cuyas banderas militáis, y de quien habéis de recibir el sueldo. Que
ninguno de vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de ser como una armadura,
la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las
armas. Vuestra caja de caudales han de ser vuestras buenas obras, de las que recibiréis
luego magníficos intereses. Así, pues, sed largos de ánimo los unos con los otros, con
mansedumbre, como lo es Dios con vosotros.
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