La resurrección es la victoria de Dios y el triunfo de Cristo. La lucha
que pareció acabar con la muerte no había terminado. Faltaba aún el
resultado final; el árbitro no era el hombre, sino Dios, y él mostró que
el llamado vencido salía vencedor, el condenado resultaba inocente, el
ejecutado recobraba la vida; vida inmortal, gloriosa, eterna.
Empieza la nueva creación, el cielo nuevo y la tierra nueva, se ha puesto el primer sillar del universo renovado. La resurrección es la sonrisa de Dios y del universo entero: es el primer producto no sólo muy bueno como en la primera creación, sino perfecto, acabado, definitivo, exento de corrupción y decadencia.
Dios ha mostrado de nuevo la fuerza de su brazo. El Antiguo Testamento celebraba la redención efectuada por Dios sacando a su pueblo de Egipto, del país de la esclavitud, a la tierra donde manaba leche y miel; del trabajo forzado, a la prosperidad de Canaán; de la servidumbre, a la libertad. Pero aquel éxodo era sólo figura del gran éxodo que se cumple en Cristo. El verdadero Egipto era el reino de la muerte, reino sin fronteras y sin salida, que oprimía al género humano bajo la angustia de lo irremediable. Jesús entra en la muerte para vencerla, y Dios lo rescata de su dominio: "Llamé a mi Hijo para que saliera de Egipto". Esta es la victoria definitiva sobre el mal. La muerte, abismo de desesperanza, alejamiento de Dios, ruina de la existencia, privación de la vida, fracaso supremo del hombre, se convierte gracias a Cristo en esperanza de vida y de felicidad, en puerta del reino de Dios. La destrucción es semilla de resurrección; la debilidad, de fuerza; la miseria, de gloria.
Cristo concentra en sí la vida y el Espíritu para derramarlos sobre todo viviente. El que recapitula el universo entero es fuente de vida para toda criatura.
En esto precisamente consiste su reino; no es reino de dominio, sino de transformación, no de poderío, sino de salud, no es un reino que oprime, sino que hace renacer; sus súbditos no se encorvan bajo el peso de una ley, se yerguen animados por una vitalidad nueva. Su triunfo está en vivificar, no en doblegar.
Empieza la nueva creación, el cielo nuevo y la tierra nueva, se ha puesto el primer sillar del universo renovado. La resurrección es la sonrisa de Dios y del universo entero: es el primer producto no sólo muy bueno como en la primera creación, sino perfecto, acabado, definitivo, exento de corrupción y decadencia.
Dios ha mostrado de nuevo la fuerza de su brazo. El Antiguo Testamento celebraba la redención efectuada por Dios sacando a su pueblo de Egipto, del país de la esclavitud, a la tierra donde manaba leche y miel; del trabajo forzado, a la prosperidad de Canaán; de la servidumbre, a la libertad. Pero aquel éxodo era sólo figura del gran éxodo que se cumple en Cristo. El verdadero Egipto era el reino de la muerte, reino sin fronteras y sin salida, que oprimía al género humano bajo la angustia de lo irremediable. Jesús entra en la muerte para vencerla, y Dios lo rescata de su dominio: "Llamé a mi Hijo para que saliera de Egipto". Esta es la victoria definitiva sobre el mal. La muerte, abismo de desesperanza, alejamiento de Dios, ruina de la existencia, privación de la vida, fracaso supremo del hombre, se convierte gracias a Cristo en esperanza de vida y de felicidad, en puerta del reino de Dios. La destrucción es semilla de resurrección; la debilidad, de fuerza; la miseria, de gloria.
Cristo concentra en sí la vida y el Espíritu para derramarlos sobre todo viviente. El que recapitula el universo entero es fuente de vida para toda criatura.
En esto precisamente consiste su reino; no es reino de dominio, sino de transformación, no de poderío, sino de salud, no es un reino que oprime, sino que hace renacer; sus súbditos no se encorvan bajo el peso de una ley, se yerguen animados por una vitalidad nueva. Su triunfo está en vivificar, no en doblegar.
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