Dios dio al hombre el dominio de la creación, constituyéndolo señor de
la tierra; pero el hombre se sometió a la tierra, haciéndose esclavo de
los elementos del mundo; el dominio, el cambio, lo ejercitó sobre su
semejante. Cristo, liberándolo de la esclavitud y del egoísmo, le señala
el sendero de la ayuda a los demás y el sacrificio por ellos. Seguir
ese camino es crecer en libertad; escoger el opuesto es volver a la
servidumbre.
La capacidad de amar es proporcional a la libertad de que se goza; Cristo amó hasta el final porque era libre hasta el fondo de su ser. Toda atadura de pecado o de temor es impedimento para el amor y la dedicación. Por eso san Pablo proclama tan alto su libertad cristiana: "Soy libre y nadie es mi amo" (1 Cor 9,19), y la recomienda a los cristianos: "Pagaron para compraros, no os hagáis esclavos de hombres" (ibid.7,27); "no somos hijos de esclava, sino de la mujer libre" (Gál 4,31); "para que seamos libres nos ha liberado Cristo..., no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud" (ibíd. 5,1). Incluso quien socialmente era esclavo debía eliminar de sí el espíritu servil: "Si el Señor ha llamado a uno que era esclavo, el Señor le ha dado la libertad" (1 Cor 7,22).
La libertad es efecto y expresión de la nueva condición de hijos, de la mayoría de edad del hombre proclamada por Cristo:
"Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, pues, aunque es dueño de todo, lo tienen bajo tutores y curadores hasta la fecha fijada por su padre. Igual nosotros, cuando éramos menores, estábamos esclavizados por lo elemental del mundo.
"Pero cuando se cumplió el plazo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, sometido a la ley, para rescatar a los que estaban sometidos a la ley, para que recibiéramos la condición de hijos. Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo que grita: ¡Abba! ¡Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por obra de Dios" (Gál 4,1-7).
Antes de que viniera Cristo, los hombres, aun siendo hijos de Dios, estaban de hecho en condición de esclavos, "prisioneros del pecado", "custodiados por la ley", "esclavizados por lo elemental" (Gál 3,22-23; 4.3), sometidos a la niñera: "La Ley fue nuestra niñera, hasta que llegase Cristo y fuéramos rehabilitados por la fe" (ibíd. 3,24).
La fe en Cristo hace al hombre mayor de edad, hijo adulto e imagen del Hijo, y, según lo expresa san Pablo en términos de su cultura, recibe la túnica que muestra su nueva condición: "Porque todos, al ser bautizados para vincularlos a Cristo, os vestisteis de Cristo" (Gál 3,27). La nueva dignidad de hijos quita toda importancia a las diferencias anteriores: "Se acabó el judío y el griego (diferencia de raza y cultura), el siervo y el libre (de clase social), el varón y la hembra (de sexo): vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús" (ibíd. 28).
La prueba de que somos hijos de Dios no es un acto jurídico exterior, sino una experiencia interna del Espíritu, que inaugura una nueva relación con Dios, semejante a la de Cristo; la intimidad y la confianza con Dios se expresan en el apelativo "Padre mío" (Abba). El Espíritu de Cristo nos hace parecidos a él, hijos adultos que tratan familiarmente con su Padre, que aceptan las tareas que él les encarga, con disponibilidad libre y cariñosa. San Pablo insiste: "Ya no eres esclavo, sino hijo y heredero" (Gál 4,7); en este supuesto de dignidad y libertad se ejercita la obediencia a Dios.
Poseyendo el mismo Espíritu, todos los hombres tienen acceso al Padre (Ef 2,18), "gracias a Cristo todos tenemos libre acceso con la confianza que da la fe en él" (ibíd. 3,12). La puerta de Dios no está controlada por ningún hombre, es el Espíritu mismo quien hace entrar y aleja todo temor: "Mirad, no recibisteis un Espíritu que os haga esclavos y os vuelva al temor, recibisteis un Espíritu que os hace hijos y que os permite gritar: ¡Abba! ¡Padre!" (Rom 8,15).
San Pablo parece haber penetrado más que ningún otro el mensaje de mayoría de edad promulgado por Cristo. Sólo él lo propone explícitamente, con su corolario: que el hombre ha superado todo lo elemental, todos los rudimentos esclavizadores (Gál 4,3.9). El cambio de situación puede resumirse en un texto: "Ahora, en cambio, al morir a lo que nos tenía cogidos, quedamos exentos de la Ley; así podemos servir en virtud de un espíritu nuevo, no de un código anticuado" (Rom 7,6).
El Apóstol lleva a la práctica su doctrina en Corinto, donde la comunidad debe regirse prácticamente por sí sola, bajo la inspección más bien lejana del Apóstol. La inmadurez de los corintios, bien aparente en muchos pasajes de las cartas, no hizo que Pablo les limitase la libertad; la mayoría de edad dada por Cristo, ninguno tenía autoridad para coartarla, se identificaba con el don del Espíritu conferido en el bautismo. El Apóstol se mantiene en el diálogo con la comunidad, reprocha, aconseja; a veces, manda; pero siempre dando razones para persuadir, como a hombres adultos, nunca imponiendo simplemente su parecer. Hay que alcanzar la madurez con el uso mismo de la libertad, arriesgándose al error.
No conocemos el resultado de aquella línea de conducta; pero en cartas posteriores a san Pablo, como las pastorales, aparece una organización eclesiástica bastante más conforme a los antiguos patrones religiosos. La Iglesia no siguió en su conjunto la línea de san Pablo; se insistió mucho menos en la acción del Espíritu, y la fe misma se consideró más como la fidelidad a un depósito que como una respuesta espontánea y personal a la revelación del amor de Dios.
Nos parece que el cambio se explica porque la época no estaba madura. Cuando la esclavitud era una institución social aceptada y el sentido de dependencia estaba tan arraigado, no podía parecer real un don tan extraordinario. La misma situación de miseria económica, de inseguridad, hacían al hombre servil. Pero había que meter la levadura en la masa, para que fermentase a su tiempo. Hasta que no ha llegado la época de la liberación social del hombre no se ha podido entender el ámbito de la liberación efectuada por Cristo y actuada por san Pablo. Aparece aquí probablemente uno de los efectos más visibles de la acción del Señor en la humanidad entera; nos referimos a las sucesivas revoluciones que han marcado la historia, cambiando sus estructuras sociales y llevando al hombre a una mayor emancipación, libertad e independencia. Parece que Dios las iba suscitando para crear ambiente a su evangelio; de hecho, los cristianos entienden ahora mejor que hace unos siglos su vocación a la libertad. Dios ha empezado por lo civil y, liberando al hombre en el mundo, lo ha liberado en la Iglesia. Ella fue la primera en recibir el mensaje y comienza a darse cuenta de su vocación de pionera; va tomando como propia la causa de la libertad y madurez del hombre.
La lucha no se combate únicamente en lo exterior, sino paralelamente en la liberación interior de la superstición, el temor y el servilismo. Pero la libertad es un riesgo, y como han demostrado acontecimientos recientes, muchos prefieren abdicar y cederla a uno que suma la responsabilidad de las decisiones; el hombre rehúye la libertad. Para animar al mundo a ser lo que Dios quiere, la Iglesia debería esmerarse en mostrar la seriedad y la alegría del hombre verdaderamente libre.
La capacidad de amar es proporcional a la libertad de que se goza; Cristo amó hasta el final porque era libre hasta el fondo de su ser. Toda atadura de pecado o de temor es impedimento para el amor y la dedicación. Por eso san Pablo proclama tan alto su libertad cristiana: "Soy libre y nadie es mi amo" (1 Cor 9,19), y la recomienda a los cristianos: "Pagaron para compraros, no os hagáis esclavos de hombres" (ibid.7,27); "no somos hijos de esclava, sino de la mujer libre" (Gál 4,31); "para que seamos libres nos ha liberado Cristo..., no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud" (ibíd. 5,1). Incluso quien socialmente era esclavo debía eliminar de sí el espíritu servil: "Si el Señor ha llamado a uno que era esclavo, el Señor le ha dado la libertad" (1 Cor 7,22).
La libertad es efecto y expresión de la nueva condición de hijos, de la mayoría de edad del hombre proclamada por Cristo:
"Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, pues, aunque es dueño de todo, lo tienen bajo tutores y curadores hasta la fecha fijada por su padre. Igual nosotros, cuando éramos menores, estábamos esclavizados por lo elemental del mundo.
"Pero cuando se cumplió el plazo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, sometido a la ley, para rescatar a los que estaban sometidos a la ley, para que recibiéramos la condición de hijos. Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo que grita: ¡Abba! ¡Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por obra de Dios" (Gál 4,1-7).
Antes de que viniera Cristo, los hombres, aun siendo hijos de Dios, estaban de hecho en condición de esclavos, "prisioneros del pecado", "custodiados por la ley", "esclavizados por lo elemental" (Gál 3,22-23; 4.3), sometidos a la niñera: "La Ley fue nuestra niñera, hasta que llegase Cristo y fuéramos rehabilitados por la fe" (ibíd. 3,24).
La fe en Cristo hace al hombre mayor de edad, hijo adulto e imagen del Hijo, y, según lo expresa san Pablo en términos de su cultura, recibe la túnica que muestra su nueva condición: "Porque todos, al ser bautizados para vincularlos a Cristo, os vestisteis de Cristo" (Gál 3,27). La nueva dignidad de hijos quita toda importancia a las diferencias anteriores: "Se acabó el judío y el griego (diferencia de raza y cultura), el siervo y el libre (de clase social), el varón y la hembra (de sexo): vosotros hacéis todos uno con Cristo Jesús" (ibíd. 28).
La prueba de que somos hijos de Dios no es un acto jurídico exterior, sino una experiencia interna del Espíritu, que inaugura una nueva relación con Dios, semejante a la de Cristo; la intimidad y la confianza con Dios se expresan en el apelativo "Padre mío" (Abba). El Espíritu de Cristo nos hace parecidos a él, hijos adultos que tratan familiarmente con su Padre, que aceptan las tareas que él les encarga, con disponibilidad libre y cariñosa. San Pablo insiste: "Ya no eres esclavo, sino hijo y heredero" (Gál 4,7); en este supuesto de dignidad y libertad se ejercita la obediencia a Dios.
Poseyendo el mismo Espíritu, todos los hombres tienen acceso al Padre (Ef 2,18), "gracias a Cristo todos tenemos libre acceso con la confianza que da la fe en él" (ibíd. 3,12). La puerta de Dios no está controlada por ningún hombre, es el Espíritu mismo quien hace entrar y aleja todo temor: "Mirad, no recibisteis un Espíritu que os haga esclavos y os vuelva al temor, recibisteis un Espíritu que os hace hijos y que os permite gritar: ¡Abba! ¡Padre!" (Rom 8,15).
San Pablo parece haber penetrado más que ningún otro el mensaje de mayoría de edad promulgado por Cristo. Sólo él lo propone explícitamente, con su corolario: que el hombre ha superado todo lo elemental, todos los rudimentos esclavizadores (Gál 4,3.9). El cambio de situación puede resumirse en un texto: "Ahora, en cambio, al morir a lo que nos tenía cogidos, quedamos exentos de la Ley; así podemos servir en virtud de un espíritu nuevo, no de un código anticuado" (Rom 7,6).
El Apóstol lleva a la práctica su doctrina en Corinto, donde la comunidad debe regirse prácticamente por sí sola, bajo la inspección más bien lejana del Apóstol. La inmadurez de los corintios, bien aparente en muchos pasajes de las cartas, no hizo que Pablo les limitase la libertad; la mayoría de edad dada por Cristo, ninguno tenía autoridad para coartarla, se identificaba con el don del Espíritu conferido en el bautismo. El Apóstol se mantiene en el diálogo con la comunidad, reprocha, aconseja; a veces, manda; pero siempre dando razones para persuadir, como a hombres adultos, nunca imponiendo simplemente su parecer. Hay que alcanzar la madurez con el uso mismo de la libertad, arriesgándose al error.
No conocemos el resultado de aquella línea de conducta; pero en cartas posteriores a san Pablo, como las pastorales, aparece una organización eclesiástica bastante más conforme a los antiguos patrones religiosos. La Iglesia no siguió en su conjunto la línea de san Pablo; se insistió mucho menos en la acción del Espíritu, y la fe misma se consideró más como la fidelidad a un depósito que como una respuesta espontánea y personal a la revelación del amor de Dios.
Nos parece que el cambio se explica porque la época no estaba madura. Cuando la esclavitud era una institución social aceptada y el sentido de dependencia estaba tan arraigado, no podía parecer real un don tan extraordinario. La misma situación de miseria económica, de inseguridad, hacían al hombre servil. Pero había que meter la levadura en la masa, para que fermentase a su tiempo. Hasta que no ha llegado la época de la liberación social del hombre no se ha podido entender el ámbito de la liberación efectuada por Cristo y actuada por san Pablo. Aparece aquí probablemente uno de los efectos más visibles de la acción del Señor en la humanidad entera; nos referimos a las sucesivas revoluciones que han marcado la historia, cambiando sus estructuras sociales y llevando al hombre a una mayor emancipación, libertad e independencia. Parece que Dios las iba suscitando para crear ambiente a su evangelio; de hecho, los cristianos entienden ahora mejor que hace unos siglos su vocación a la libertad. Dios ha empezado por lo civil y, liberando al hombre en el mundo, lo ha liberado en la Iglesia. Ella fue la primera en recibir el mensaje y comienza a darse cuenta de su vocación de pionera; va tomando como propia la causa de la libertad y madurez del hombre.
La lucha no se combate únicamente en lo exterior, sino paralelamente en la liberación interior de la superstición, el temor y el servilismo. Pero la libertad es un riesgo, y como han demostrado acontecimientos recientes, muchos prefieren abdicar y cederla a uno que suma la responsabilidad de las decisiones; el hombre rehúye la libertad. Para animar al mundo a ser lo que Dios quiere, la Iglesia debería esmerarse en mostrar la seriedad y la alegría del hombre verdaderamente libre.
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