Para el cristiano,libre de códigos escritos, la norma de vida es la
persona de Cristo. Una frase del evangelio podrá iluminar la cuestión:
"No he venido a derogar, sino a dar cumplimiento" (Mt 5,17). Jesucristo
encarna ahora la Ley en su persona; la Ley se cumple en su manera de
vivir y de morir; ninguna otra interpretación es válida. Con este aserto
orienta el Señor al Cristiano: su manera de cumplir la ley es mirar
cómo él vive e imitarlo; ser hijo de Dios, vivir como hijo de Dios a la
manera de Cristo; y su manera fue vivir para los demás y morir por
ellos; ésta es la ley, el don total de sí mismo; cada pormenor no hace
más que explicitar tal disposición en un caso particular.
No es extraño, pues, que la postura cristiana, fruto de la fe, sea más exigente que la antigua legislación; si antes se prohibía matar, ahora se excluyen la ira y el insulto (Mt 5,21-22); si antes el adulterio consistía en una acción, el pecado está ahora en la decisión misma de cometerlo (ibíd. 27-28). pero la motiviación es diferente: la conducta del cristiano no tiene su raíz en la fidelidad a un código escrito, ni siquiera a las palabras de Cristo en el evangelio, sino en el descubrimiento por la fe de la persona de Cristo, que Dios le revela (Gál 1,16), y en el vínculo de unión y amor que crea el Espíritu. No es una moral heteónoma que sigue normas externas, sino autónoma, que nace de una persuasión y un dinamismo interior. Ese dinamismo no es vago ni amorfo, sino preciso: amar como Cristo, y por eso el impulso evitará necesariamente ciertas direcciones y seguirá otras, según su misma naturaleza. La unión de voluntad que crea el Espíritu hace que su alimento sea hacer la voluntad del que lo envió y realizar su obra (Jn 4,34). Los mismos mandamientos tienen validez sólo en cuanto son expresión de la conducta de Cristo; pasando por la adhesión a su persona, guiarán el impulso interior.
El profeta Jeremías, en nombre de Dios, anunció esa ley interna de la nueva alianza (31,33); la Carta a los Hebreos recoge la profecía, caracterizando con ella la condición cristiana: "Al dar mis leyes las escribiré en su razón y en sus corazones" (8,10). Esa ley se opone a la antigua, exterior, escrita en tablas; la nueva ley está dentro del hombre. Como dinamismo, reside en el centro de la persona, simbolizado por el corazón; como persuasión, en su mente. Dios escribe sus leyes en la razón del hombre, es decir, que éste llegua a asimilarlas por convicción propia, no simplemente enseñando desde fuera; y las pone en práctica por un impulso personal, no por coacción exterior; así, continúa el profeta, "yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (ibíd.). En consecuencia, "un hombre no tendrá que instruir a su conciudadano, ni el otro a su hermano, diciéndole: "Reconoce al Señor", porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados" (Jr 31-33-34; Heb 8,10-12).
En la nueva edad, inaugurada por Cristo, el hombre, reconciliado con Dios y libre de la obsesión del pecado, no tiene por última norma códigos externos ni enseñanzas exteriores; cada uno, elaborando los datos que Dios le da, debe encontrar su línea de conducta y, con el dinamismo de amor que Dios le infunde, seguirla.
Para el autor de la Carta a los Hebreos, la concepción legalista está superada y agonizante, porque al llamar Dios nueva a esta alianza, "ha dejado anticuada la primera, y lo que se vuelve antiguo y envejece está próximo a desaparecer" (8,13).
En la Carta a los Romanos (7,7-25) describe san Pablo la tragedia del hombre que busca la perfección moral con la observancia de una ley; el resultado es la alienación, por la discordancia entre querer y obrar. En la Carta a los Filipenses, en cambio, describe la condición cristiana en términos opuestos, como una integración de voluntad y obra efectuada por Dios: "Porque es Dios quien activa en vosotros ese querer y ese actuar que sobrepasan la buena voluntad (Flp 2,13).
El maestro del hombre es Dios mismo, como lo afirma Jesús: "Todos serán discípulos de Dios" (Jn 6,45; Is 54,13). San Pablo recoge la frase y precisa la asignatura: "Acerca del cariño de hermanos no necesitáis que os escriba, Dios mismo os enseña a amaros unos a otros" (1 Tes 4,9). Por otro camino aparece la persuasión interna propia del Nuevo Testamento.
Por no estar regulado por una Ley, habrá casos en que el Espíritu lleve al cristiano a darse sin regateos, mucho más delo que ninguna norma puede exigir, como hizo Cristo mismo. Es una moral muy exigente, pero totalmente libre al mismo tiempo, pues nace de la espontaneidad interior. No mira a cumplir un deber sino a expresar un amor.
Esta es la que Santiago llama "la ley del Reino", que tiene por mandamiento amar al prójimo como a sí mismo (Sant 2,8), "la ley de hombres libres" que ha de dirigir la conducta (ibíd. 12). Esta es la esencia de la moral cristiana, aunque los cristianos no lleguen siempre a ese ideal. Es una imitación de Dios mismo: "Sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre del cielo". La bondad infinita de Dios es rasgo de su ser, pero es además pauta para la vida humana; ser buenos al máximo es el único modo de realizar el mundo muy bueno que constituirá el reino de Dios. El cristiano realiza ese mundo nuevo, ante todo, en sí mismo, y su espontaneidad confiada, su libertad alegre y su generosidad irán contagiándolo alrededor. Así puede exhortar la Carta a los Hebreos: "Observaos unos a otros, para estímulo constante del amor y del bien obrar" (10,24). La conducta cristiana está sostenida por el ejemplo mutuo.
No es extraño, pues, que la postura cristiana, fruto de la fe, sea más exigente que la antigua legislación; si antes se prohibía matar, ahora se excluyen la ira y el insulto (Mt 5,21-22); si antes el adulterio consistía en una acción, el pecado está ahora en la decisión misma de cometerlo (ibíd. 27-28). pero la motiviación es diferente: la conducta del cristiano no tiene su raíz en la fidelidad a un código escrito, ni siquiera a las palabras de Cristo en el evangelio, sino en el descubrimiento por la fe de la persona de Cristo, que Dios le revela (Gál 1,16), y en el vínculo de unión y amor que crea el Espíritu. No es una moral heteónoma que sigue normas externas, sino autónoma, que nace de una persuasión y un dinamismo interior. Ese dinamismo no es vago ni amorfo, sino preciso: amar como Cristo, y por eso el impulso evitará necesariamente ciertas direcciones y seguirá otras, según su misma naturaleza. La unión de voluntad que crea el Espíritu hace que su alimento sea hacer la voluntad del que lo envió y realizar su obra (Jn 4,34). Los mismos mandamientos tienen validez sólo en cuanto son expresión de la conducta de Cristo; pasando por la adhesión a su persona, guiarán el impulso interior.
El profeta Jeremías, en nombre de Dios, anunció esa ley interna de la nueva alianza (31,33); la Carta a los Hebreos recoge la profecía, caracterizando con ella la condición cristiana: "Al dar mis leyes las escribiré en su razón y en sus corazones" (8,10). Esa ley se opone a la antigua, exterior, escrita en tablas; la nueva ley está dentro del hombre. Como dinamismo, reside en el centro de la persona, simbolizado por el corazón; como persuasión, en su mente. Dios escribe sus leyes en la razón del hombre, es decir, que éste llegua a asimilarlas por convicción propia, no simplemente enseñando desde fuera; y las pone en práctica por un impulso personal, no por coacción exterior; así, continúa el profeta, "yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (ibíd.). En consecuencia, "un hombre no tendrá que instruir a su conciudadano, ni el otro a su hermano, diciéndole: "Reconoce al Señor", porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados" (Jr 31-33-34; Heb 8,10-12).
En la nueva edad, inaugurada por Cristo, el hombre, reconciliado con Dios y libre de la obsesión del pecado, no tiene por última norma códigos externos ni enseñanzas exteriores; cada uno, elaborando los datos que Dios le da, debe encontrar su línea de conducta y, con el dinamismo de amor que Dios le infunde, seguirla.
Para el autor de la Carta a los Hebreos, la concepción legalista está superada y agonizante, porque al llamar Dios nueva a esta alianza, "ha dejado anticuada la primera, y lo que se vuelve antiguo y envejece está próximo a desaparecer" (8,13).
En la Carta a los Romanos (7,7-25) describe san Pablo la tragedia del hombre que busca la perfección moral con la observancia de una ley; el resultado es la alienación, por la discordancia entre querer y obrar. En la Carta a los Filipenses, en cambio, describe la condición cristiana en términos opuestos, como una integración de voluntad y obra efectuada por Dios: "Porque es Dios quien activa en vosotros ese querer y ese actuar que sobrepasan la buena voluntad (Flp 2,13).
El maestro del hombre es Dios mismo, como lo afirma Jesús: "Todos serán discípulos de Dios" (Jn 6,45; Is 54,13). San Pablo recoge la frase y precisa la asignatura: "Acerca del cariño de hermanos no necesitáis que os escriba, Dios mismo os enseña a amaros unos a otros" (1 Tes 4,9). Por otro camino aparece la persuasión interna propia del Nuevo Testamento.
Por no estar regulado por una Ley, habrá casos en que el Espíritu lleve al cristiano a darse sin regateos, mucho más delo que ninguna norma puede exigir, como hizo Cristo mismo. Es una moral muy exigente, pero totalmente libre al mismo tiempo, pues nace de la espontaneidad interior. No mira a cumplir un deber sino a expresar un amor.
Esta es la que Santiago llama "la ley del Reino", que tiene por mandamiento amar al prójimo como a sí mismo (Sant 2,8), "la ley de hombres libres" que ha de dirigir la conducta (ibíd. 12). Esta es la esencia de la moral cristiana, aunque los cristianos no lleguen siempre a ese ideal. Es una imitación de Dios mismo: "Sed buenos del todo como es bueno vuestro Padre del cielo". La bondad infinita de Dios es rasgo de su ser, pero es además pauta para la vida humana; ser buenos al máximo es el único modo de realizar el mundo muy bueno que constituirá el reino de Dios. El cristiano realiza ese mundo nuevo, ante todo, en sí mismo, y su espontaneidad confiada, su libertad alegre y su generosidad irán contagiándolo alrededor. Así puede exhortar la Carta a los Hebreos: "Observaos unos a otros, para estímulo constante del amor y del bien obrar" (10,24). La conducta cristiana está sostenida por el ejemplo mutuo.
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