domingo, 4 de enero de 2015

ORÍGENES. HOMILÍA SOBRE EL ÉXODO.

INTRODUCCIÓN

1. La obediencia a la Palabra
Hay un párrafo de las Homilías origenistas que es sumamente indicativo de la forma de  leer la Escritura que tenía Origenes, es decir, según él mismo declaraba, de cómo  practicaba la ascesis verdadera:  «Quien no combate en la lucha y no es moderado con respecto a todas las cosas, y no  quiere ejercitarse en la Palabra de Dios y meditar día y noche en la Ley del Señor, aunque  se le pueda llamar hombre, no puede, sin embargo, decirse de él que es un hombre  virtuoso» (In Num. Hom. XXV, 5).  El vocablo latino exerceri traduce aquí, con sentido preciso, el griego askesis, en el que  se equiparan dos elementos fundamentales y complementarios: el estudio de la Escritura y  la práctica constante de la virtud. Así lo afirma en este pasaje del Contra Celsum:  BI/ESTUDIO: «Para quien se dispone a leer (la Escritura), está claro que muchas cosas  pueden tener un sentido más profundo de lo que parece a primera vista, y este sentido se  manifiesta a aquellos que se aplican al examen de la Palabra en proporción al tiempo que se  dedica a ella y en proporción a la entrega en su estudio (ascesis)» (VII, 60).  De un modo semejante a Origenes, Eusebio habla de «ascesis» con referencia a los  discursos divinos y, «en lo que respecta a las enseñanzas divinas», y justamente  refiriéndose a Origenes, dice que éste «practicaba la ascesis» con respecto a la Palabra (cf.  Hist. Eccl. VI, III 8-9). Con fondo y expresiones parecidas al pasaje de la Homilía sobre el  libro de los Números, antes citada, Melodio de Olimpo veía la participación en la fiesta de los  tabernáculos es decir, en la «alegría del Señor», como fruto de la fe y de la «ascesis y  meditación de la Escritura» (El Banquete, IX, 4).  HO/SERMON: Uno de los inconfundibles aspectos de esta ascesis global de la Palabra,  que condiciona a los demás, es la obediencia a la Palabra en cuanto tal. Si ésta es la  característica de toda la lectura origenista de la Escritura, en las Homilias lo es de una  manera programática. Un comentario bíblico, por su naturaleza, puede ser utilizado para  hacer un sermón con tesis, mientras que la homilía, explicación eclesial que obedece a una  exposición continua y unitaria de la Palabra, renuncia, de antemano, a cualquier intento de  elaboración «teológica» para exponer el puro proyecto divino que resulta de las páginas  bíblicas.  ¿Cuáles son las características de esta obediencia a la Palabra?  Ante todo, hay un dato de Iglesia, al que Orígenes se somete, y que, más bien, es el suyo por excelencia: la lectura constante de la Palabra. La  Iglesia anuncia pero no selecciona la Palabra, como si en ella hubiese puntos más o menos  válidos. Precisamente porque es una semilla, la Palabra es asumida en su totalidad: «...así  sucede también con esta Palabra de los libros divinos que se nos ha proclamado si  encuentra un experto y diligente cultivador; aunque al primer contacto parezca menuda y  breve, en cuanto comienza a ser cultivada y tratada con arte espiritual, crece como un  árbol...» (In Ex. Hom. 1, 1). 
La Palabra es una trompeta de guerra, que excita a la lucha (cf. In Ex. Hom. lll, 3) y por  ello debe plantearse en toda su plenitud, para poder disfrutar de su pujanza victoriosa (cf. In  Ex. Hom. IV, 9). La lectura continua permite, además, seguir la línea de la historia de la  salvación en la continuidad que, desde la Ley, conduce a las fuentes del Nuevo Testamento:  «...encontramos el orden de la fe. El pueblo es conducido primero a la letra de la Ley;  mientras permanece en su amargura, no puede alejarse de ella; pero cuando ha sido  transformada en dulce por el árbol de la vida (cf. Pr. 3,18) y ha comenzado a ser  espiritualmente comprendida, entonces del Antiguo Testamento se pasa al Nuevo, y se llega  a las doce fuentes apostólicas» (In Ex. Hom. Vil, 3). 
Es hermoso descubrir esta frase: el orden de la fe. Una vez establecida la primacía  ontológica de Cristo, y, por tanto, del cristianismo, es posible recorrer de nuevo en su pleno  sentido los acontecimientos de la historia bíblica, penetrando en ellos. Si éste es un tema  común a toda la exégesis origenista, en las Homilías sobre el Éxodo alcanza pasajes de  extraordinaria inspiración, como en el célebre de la Homilía II, en el que la Ley se contempla  como los pañales deslucidos y rústicos que envuelven a Moisés, niño bellísimo, de los  cuales lo desata y libera la Iglesia, la hija del Faraón, venida de entre los gentiles.  «Tengamos un Moisés grande y fuerte, no pensemos de él nada pequeño, nada  mezquino, sino todo magnffico, egregio, hermoso... y oremos a nuestro Señor Jesucristo,  para que Él nos revele y nos muestre cuán grande (cf. Ex. 11, 3) y cuán sublime es Moisés»  (11, 4). 
Esta lectura fiel, que no pretende apartarse de la más mínima frase de la Escritura,  permite captar una dimensión ulterior: en la primera alianza se contiene, como en un  fecundo capullo de promesas, toda la maravillosa floración de la Nueva Alianza. Pensemos  en Moisés, que recibe el consejo de su suegro Jetró, sacerdote de Madián, es decir, un  gentil: 
«Moisés, que era un hombre manso, más que todos los demás (Num 12, 3), acepta el  consejo de un inferior para proporcionar a los jefes de los pueblos un modelo de humildad y  para indicar la imagen del misterio futuro. Sabía que había de llegar el tiempo en que los  paganos daríaun un buen consejo a Moisés, ofreciendo una inteligencia buena y espiritual  de la Ley de Dios; y sabía que la Ley los escucharía y que haría todo lo que ellos dijeran»  (In Ex. Hom. Xl, 6). 
2. El Nuevo Testamento, exégesis del Antiguo
Nos apremia, ante todo, concretar la relación de Orígenes con San Pablo. En estas  Homilías, Origenes se refiere a Pablo muchas veces; cuando se trata de profundizar en el  misterio de los patriarcas, se expresa en estos términos: «Así pues, si alguno puede explicar  estas cosas en sentido espiritual y seguir la interpretación del Apóstol. . . » (In Ex. Hom. 1,  2); y en el comienzo de la Homilía V, al recordar la interpretación auténtica, sacramental, del  Éxodo, dice: «Doctor de los pueblos en la fe y en la verdad (cf. I Tm 2, 7), el apóstol Pablo  ha transmitido a la Iglesia cómo deben ser usados los libros de la Ley, que fueron recibidos  por otros y que eran desconocidos y muy extraños para ella. . . » (V, 1), y concluye: «Por  tanto, cultivemos las semillas de la inteligencia espiritual recibidas del santo apóstol Pablo,  en la medida en que se digna iluminarnos el Señor gracias a vuestras oraciones» (V, 1).  Cuando se trata de acoger con humilde verdad las luces que vienen de los gentiles en  orden a las cosas de Dios, todavía el Apóstol nos advierte: «La Escritura dice: Escuchó  Moisés la voz de su suegro e hizo todo lo que le habia dicho (Ex. 18, 24). «También  nosotros, si alguna vez por casualidad encontramos algo sabiamente dicho por los paganos,  no debemos despreciar las palabras junto con el nombre de su autor, ni conviene, por el  hecho de poseer la Ley dada por Dios, hincharnos de soberbia y despreciar las palabras de  los prudentes, sino como dice el Apóstol: Probándolo todo, retened lo bueno (1 Ts 5, 21)»  (In Ex. Hom. XI, 6). 
Al Apóstol es referida, también, la ley exegética fundamental, la conversión. Es éste el  gran tema de la Homilia XII: Y cuando nos convertimos al Señor se arranca el velo: «Como  dice el Apóstol, está puesto un velo en la lectura del Antiguo Testamento (2 Co 3, 14), y  habla ahora Moisés con el rostro glorificado, pero nosotros no podemos contemplar la gloria  que está en su rostro... Pero cuando uno se convierta al Señor, el velo será removido (2 Co  3, 16)» (XII, 1). 
Es evidente que, al asumir el Apóstol la clave exegética, cuando uno se convierta al  Señor el velo será removido, Origenes se refiere a Pablo, no tanto en cuanto a un maestro  extraño, sino que va más allá: recurre a la lectura paulina de la Escritura como fuente de  vida en sí misma. Es decir, Origenes reencuentro a Pablo en la comunión de los santos y  acepta el magisterio sobre la Escritura como un dato revelado. 
En lo que respecta a la Iglesia como intérprete de la Escritura en su ser comunión de los  santos, ¡deberíamos citar gran parte de las Homilías sobre el Éxodo para recoger todo el  pensamiento de Orígenes! Por lo menos, citaremos un fragmento que precisa perfectamente  la fe contenida en la interpretación bíblica de la Iglesia:  «No creo que puedan ser explicadas las divergencias y diferencias de estos inmensos  acontecimientos, si no las explica el mismo Espíritu por quien fueron realizados, porque dice  el apóstol Pablo: El Espiritu de los profetas está sometido a los profetas (I Co 14, 32). Por  tanto, no se dice que los dichos de los profetas estén sometidos—para explicarlos—a  cualquiera, sino a los profetas. Pero puesto que el mismo santo Apóstol nos manda  hacernos imitadores de esta gracia, es decir, del don profético, como si al menos, en parte,  estuviese a nuestro alcance, cuando dice: Aspirad a los bienes mejores, pero sobre todo a  la profecía) (cf. 1 Co 14, I y 12, 31)... Por tanto, no nos entreguemos al silencio por  desesperación, ya que eso ciertamente no edifica a la Iglesia de Dios» (IV, 5). 
Y todavía en la Homilía V, al comentar la lectura del Éxodo, hecha en (I Co 10, 1-4):  « Ya veis cuánto se distingue la lectura histórica de la interpretación de Pablo: lo que los  judíos piensan que es el paso del mar, Pablo lo llama bautismo; lo que ellos consideran  nube, Pablo lo presenta como el Espíriitu Santo... Aún más, el maná, que los judíos  consideran como alimento del vientre y saciedad de la garganta, Pablo lo llama alimento  espiritual (cf. 1 Co 10, 3)... En cuanto a la roca que les seguía, dice abiertamente Pablo: la  roca era Cristo (I Co 10, 4). ¿Qué haremos, pues, nosotros que hemos recibido de Pablo,  maestro de la Iglesia, tales reglas de interpretación? ¿Acaso no es justo que observemos en  diversos casos esta regla que nos ha transmitido en un ejemplo similar?» (V, 1). 
AT/INTERPRETACION: Este interrogante de Origenes expresa bien la fe. Para él, Pablo  está en una situación especial, así como los demás autores del Nuevo Testamento: la  inspiración que les hace autores del Nuevo Testamento, les convierte en los verdaderos  intérpretes del Antiguo. Es éste un dato hermenéutico fundamental, que Origenes entrega a  la Iglesia: la interpretación que el Nuevo Testamento nos da del Antiguo proviene desde el  interior, es decir, de la autoridad del Espíritu Santo. 
Según tales interpretaciones, el espíritu de la carta es Cristo mismo (cf. Giovanni Scoto,  In Joann, fr. 2, PL 122, 331 B), porque «el don profético hacia el cual tiende el sentido de  toda la profecía es Cristo» (cf. también Origenes, Selecta in Thren, PG 13, 659-660 C).  Las Homilías sobre el Éxodo contienen un bellísimo símbolo, que tendrá un gran alcance  en la tradición exegética posterior; en la Homilía VII, al comentar el pasaje: no podían beber  agua de Mará, porque era amarga... y el Señor le mostró una vara; la introdujo en el agua y  el agua se volvió dulce (Ex 15, 23, 25), Origenes dice: «Yo creo que la Ley, si es  interpretada literalmente, es muy amarga y es lo que representa Mará... Pero si Dios  muestra la vara que ha introducido en esta amargura para que se vuelva dulce el agua de la  Ley, entonces puede beber de ella... Si, pues, la vara de la sabiduría de Cristo fuese  introducida en la Ley... entonces se volvería dulce el agua de Mará, la amargura de la letra  de la Ley sería convertida en la dulzura de la inteligencia espiritual y entonces podría beber  el pueblo de Dios» (VII, 1). 
CZ/ENDULZA-AMARGO: Esta imagen será ampliamente recogida: «la amargura de la  Ley, vencida por la amargura de la cruz» (Bruno di Segni, In Ex., PL 164, 267 B); «El leño,  sumergido en el agua amarga, la endulza» (Abelardo, Hymni, In resto Inv. Sanctae Crucis,  Ad Laudes et Vesperas, PL 178, 1797); «Amarga es la letra de la Ley, sin el misterio de la  cruz, y de ella dice el Apóstol: la letra mata (2 Co 3, 6)» (Ps.Ambr., Sermo XIX, 5, PL 17, 663  B); «Para los gentiles que llegan a la fe de Cristo, la amargura de la Ley se convierte en  dulzura por la pasión y la resurrección de Cristo, ya que ellos la entienden espiritualmente,  no carnalmente» (Berengaudio, In ap. 3, PL 17, 909 D). 
Atribuyendo a Pablo la Carta a los Hebreos, al menos en sus lineas espirituales (aunque  sea el propio Origenes quien afirma que, en cuanto a la redacción, sólo Dios podría decir  quién la ha escrito: cf. Eusebio de Cesarea, Hist. Eccl. VI, 25, 11-14), en la Homilía IX  Origenes, por una parte, ve todavía en las palabras de Hb 9, 5: más no es éste el momento  de hablar de todo ello en detalle, la imposibilidad de acceder al misterio en su fondo: «por la  grandeza de los misterios, todo el tiempo de la vida presente no sería suficiente para  explicarlos» (In Ex. Hom. IX, 1). Por otra parte, se ve que la rendija está abierta para todo  aquel que quiera penetrar en el tabernáculo admirable hasta la casa de Dios (cf. Sal 42  {411, 4-5): 
«Por tanto, si alguno quiere comprender el sentido de Pablo, puede advertir el océano de  inteligencia que nos ha abierto por estas pocas palabras el que ha interpretado el  tabernáculo interior como la carne de Cristo, el Santo como el cielo o los cielos, el pontífice  Cristo el Señor, y dice de él que ha entrado de una vez por todas en el Santo, habiendo  obtenido una redención eterna (Hb 9 12)» (In Ex. Hom. IX, 1).  Por tanto, de hecho, es como si, al explicar al pueblo la infinita amplitud de este anhelo  del tabernáculo admirable, Origenes les condujese a los propios oyentes, arrastrándoles en  la magnifica perspectiva de una gran abertura de la Iglesia, revelándoles a ellos mismos el  misterio del que forman parte. 
La linea es unitaria: el conocimiento del tabernáculo es una cima de la subida espiritual;  esto es un misterio en los salmos, en los profetas, en los escritos de los apóstoles, y en el  Evangelio. «Es extraordinariamente difícil descubrir talas cosas», escribe Origenes en De  Principiis (I V, 11, 2); sin embargo, ese misterio, que la mente es incapaz de explorar, el  cristiano está justamente llamado a vivirlo, y penetrará en el conocimiento del tabernáculo a  medida que lo construya. 
«La razón por la que debía hacerse el tabernáculo, se encuentra indicada un poco antes  cuando dice el Señor a Moisés: Me harás un santuario y allí me mostraré a vosotros (Ex 25,  8). Así, pues, Dios quiere que le hagamos un santuario. Y promete que, si le hacemos un  santuario, podrá aparecerse a nosotros» (In Ex. Hom. IX, 3). 
Para concluir el punto, considerado más en general: Origenes, al ver y al anunciar el  misterio de la Iglesia, el hermoso tabernáculo que muestra sus estructuras y conexiones en  los apóstoles, profetas y doctores, en los que la virtud lleva la belleza de los colores y de los  materiales preciosos, y que Cristo cubre con vestiduras que son Él mismo (cf. Rm 13, 14),  da, por un lado, las indicaciones de una exégesis que considera a los apóstoles como los  primeros expositores de la Escritura, predicadores del Nuevo Testamento y reveladores del  Antiguo (como dice Gregorio, In Ez ll; Hom lll, 17, PL 76, 967 D) y, por otra parte, ve  exactamente la función de la predicación eclesial, continuadora de la apostólica, como  misterio de verdad y fermento de fe: «en la que verdadera es la fe e íntegro el anuncio de la  Palabra de Dios» (Orígenes, In Num. Hom. IX, 1). 
¡Qué grandeza tiene este ministerio de la Palabra, así concebido! En él se perpetúa el  milagro de Pentecostés: los discípulos quedaron llenos del Espíritu Santo, haciéndose ellos  mismos semejantes a un libro escrito por dentro y adornado por fuera: «Por dentro, sus  corazones fueron colmados del conocimiento de las Escrituras y por fuera se escuchaban  varias lenguas» (Gerhohus, Libellus de ordine donorum, Opera inedita, Roma 1955, 1, p.  127). En las Homilías sobre Josué, Origenes explica la belleza de esta tarea que, desde los  apóstoles a los doctores, consiste en remover la superficie de la letra» (In Jos Hom. XX, 5);  los cristianos, dice en De Principiis, «entienden el significado de la Escritura según el  pensamiento de los apóstoles» (11, Xl, 3) y, en Contra Celsum, dice: «Nosotros,  componentes de la Iglesia, no transgredimos la Ley, pero hemos rechazado los argumentos  de los judíos y juntos tratamos de llegar a ser doctos y a instruirnos en la mística visión de la  Ley y de los profetas» (11, 6). 
Esta amorosa acogida a la exégesis apostólica, de Pablo y de todos los escritores del  Nuevo Testamento, viene siempre actuada en el interior del mismo cuerpo, del que Cristo es  cabeza, y la Iglesia. En esto, Origenes es un maestro. La Homilía Xlll sobre el Éxodo, que  vuelve a tratar el tema del tabernáculo al considerar las ofrendas, se detendrá, ya en la  esencia del don—Reservad de vuestros bienes una ofrenda para Yahveh (Ex 35, 5)—, ya  en cada uno de los dones ofrecidos.  Aquí, Orígenes convierte en oración su explicación. Primeramente considera la diferencia  entre el Señor y el príncipe de este mundo: cada uno de nosotros, cuando está próximo al  pecado, experimenta que apenas el "Maligno " llega a nuestra alma, trata de encontrar allí  las malas acciones que son suyas y las reclama; el Señor, por el contrario, al visitar su  tabernáculo, busca misericordiosamente aquello que es suyo, para defendernos y llamarnos  suyos. El que nos lo ha dado todo, nos pide el oro de la fe en el corazón y la plata de la  confesión en los labios (cf. In Ex. Hom. XIII, 2-3; cf. Rm 10, 8-9). De aquí, la súplica:  «¡Señor Jesús, concédeme merecer tener algún memorial en tu tabernáculo!» (XIII, 3).  Y he aquí como se completa esta visión de la Iglesia: los cristianos son los materiales  donados al Cuerpo, elementos pasivos de ofrenda y de holocausto, pero, asumidos por El,  se transforman en parte activa y preciosa; pueden ser llamados la boca del Señor (Elinando,  Sermo XXI V, PL 212, 679 D), los ojos de la Iglesia, las mejillas, los pechos (cf. Gregorio, In  Cant., PL, 79, 485 A), el cuello, los dientes, en definitiva, pueden significar todas las partes  que el Cantar contempla en la belleza del Esposo y de la Esposa. 
En este sentido, Pablo, el exegeta admirable (egregius explanator; cf. Origenes, In Rom  III, 7 PC 14, 942 A), cuanto más contempla, tanto más anuncia y explica y, sobre su modelo,  cada uno en la Iglesia tanto más catequiza y predica, cuanto más es. 
3. El pueblo de los santos que compone la Iglesia
Esto nos lleva a ver, una vez más, a través de las Homilías sobre el Éxodo, como  Orígenes considera a los destinatarios de ellas, ese auditorio que tiene delante, mutable  pero incesante en la perpetuidad de la Iglesia, pobre y, sin embargo, rico de la plenitud de  los dones del Espíritu. 
Del conjunto de las Homilías, de las protestas, de los reproches y de las exhortaciones de  algunas, se deduce que el auditorio visible de Orígenes era el de siempre: en aquel  entonces, una cristianidad joven, ciertamente, y en algunos aspectos ardiente, pero llena de  desidia, de costumbres, de sugestiones mundanas, de miradas hacia atrás.  Algunos son los cristianos «de los domingos» (cf. In Gen. Hom. X, 3), los hambrientos de  indulgencias, absorbidos por dedicaciones y negocios de otra clase (cf. In Gen. Hom. X, C,  que regresan, sedientos, «del pozo de agua viva» (cf. In Gen. Hom. XI, 3) aquellos que  explícitamente fingen la conversión que la Escritura exige, con la aversión no negada a su  ser (cf. In Ex. Hom. XII, 2), aquellos que contradicen al don de la palabra con la locuacidad  de su inquieto espíritu (cf. In Ex. Hom. XIII, 3) 
Y, sin embargo, es precisamente, de este histórico auditorio, encarnado, del que  Origenes no se desespera, sino que más bien lo honra con la riqueza y plenitud de su  ministerio. Porque ese auditorio medio, mediocre y pecador, es, también, la Iglesia, es el  pueblo de los santos en la posibilidad concreta de perfección, que le es dada por su  elección de Cristo. 
El Éxodo es, de por si, un texto privilegiado para introducirnos en la comprensión de la  vida cristiana, que es por esencia el camino pascual, el itinerario de los tres días:  «...Moisés decía al Faraón: Haremos un camino de tres días por el  desierto, y allí ofreceremos sacrificios al Señor Dios nuestro (Ex 5, 3). El Faraón no permitía  que los hijos de Israel llegasen al lugar de los signos, no les permitía avanzar hasta el punto  de poder gozar de los misterios del tercer día... El Apóstol nos enseña con razón que en  estas palabras se contienen los misterios del bautismo (cf. 1 Co 10, 2)... Que los que han  sido bautizados en Cristo, hayan sido bautizados en su muerte y con Él hayan sido  sepultados (cf. Rm 6, 3-4) y con Él, al tercer día, resuciten de entre los muertos... Por tanto,  cuando hayas sido recibido en el misterio del tercer día, Dios comenzará a conducirte y Él  mismo te mostrará el camino de la salvación» (In Ex. Hom. V, 2; cf. lll, 3). 
Este camino nuevo y vivo (cf. Hb 10, 20) es la señal de la era inaugurada por Cristo en su  encarnación-pasión-resurrección: la perfección no es un nivel moral que hay que alcanzar,  es participar de esta realidad ontológica del ser cristiano. Por ello, el bautismo, por sí mismo,  desbarata al mal y es «perfección». Y, ¿si el camino es fatigoso y peligroso, y el paso  inestable? La respuesta de Origenes es de aquellas que realmente han marcado el camino  espiritual de la Iglesia: «Es mejor morir en el camino buscando una vida perfecta que no  partir en búsqueda de la perfección» (In Ex. Hom. V, 4). 
Por otra parte, la muerte no es más que una interrupción  aparente para quien ha entrado en Cristo: quien muere con Cristo por el bautismo, en  verdad resucita con Él, y la muerte no tiene más dominio real sobre él, pero se transforma  en fecundidad inagotable, que hace brotar vida; Orígenes, al comentar la muerte de José,  dijo al pueblo de Dios: «Murió José... y los hijos de Israel crecieron y se multiplicaron (Ex 1,  6-7)... Antes de que muriese nuestro José, aquel que fue vendido por treinta monedas por  uno de sus hermanos, Judas (cf. Mt 26, 15), eran muy pocos los hijos de Israel. Pero cuando  por todos gustó la muerte... fue multiplicado el pueblo de los fieles» (In Ex. Hom. 1, 4)  Lo que es válido para el sentido místico, lo es también para la interpretación moral,  referida al alma individual: la muerte al pecado de los «miembros» (cf. 2 Co 4,10), fructifica  en obras de vida: «Pues si son mortificados los sentidos de la carne, crecen los sentidos del  espíriitu y cada día, muriendo en ti los vicios, se aumenta el número de las virtudes» (In Ex.  Hom, 1,4). 
Todaviá más: ya no hay ruptura de la relación con Dios cuando se está injertado en la  mediación de Cristo; las caídas, las contradicciones, no tienen fuerza para apagar la voz del  Espíritu, que grita más allá de nuestro silencio; esto está expuesto en un pasaje de la  Homilía V, con expresiones de arrebatadora belleza:  ORA/CLAMOR: «Entre tanto, Moisés clama al Señor. ¿Cómo clama? No se oye la voz de  su grito y, sin embargo, Dios le dice:  ¿Por qué clamas a mi? (Ex 14,15). Querría yo saber cómo los santos claman a Dios sin  usar la voz. El Apóstol enseña: Dios nos ha dado el Espiritu de su Hijo que grita en nuestros  corazones: ¡Abba, Padre! (Ga 4,6), y añade: el mismo Espiritu intercede por nosotros con  gemidos inefables (Rm 8,26)... El clamor silencioso de los santos se oye en el cielo por la  intercesión del Espíriitu Santo» (V,4). 
Y también en el Comentario a Juan dice Orígenes: «En cuanto a la voz inteligible de los  que oran, (incluso) en el caso de que no sea ni grande ni larga y ellos no aumenten el  estrépito y los gritos, Dios escucha a los que oran de esa forma... (Moisés) clamaba  estrepitosamente durante su oración, con una voz que sólo podrá ser oída por Dios» (VI,  18). 
La catequesis, las exhortaciones y las explicaciones que Origenes transmite en las  Homilías, en especial en las que estamos considerando, revelan y descubren, tanto a quien  es consciente como a quien se haya olvidado, el poder de la vocación cristiana: el misterio  del pueblo nuevo, el puebio de los santos, se ve en su conexión con todo el proyecto  salvffico, en relación al primer Israel y a la liberación de Cristo. Es, especialmente, la Homilía  VI la que considera este movimiento salvífico, al comentar un párrafo del cántico de la  liberación: Los hizo enmudecer como una piedra, hasta que pasó tu pueblo, oh Yahveh,  hasta pasar el pueblo que compraste (Ex 15,16). 
El endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los  gentiles (cf. Rm 11,25): el Dios Creador no es el endurecedor, como sostiene la herejía  marcionita y como repiten las herejías de todos los tiempos, rompiendo el misterio y  escogiendo las palabras de la Escritura, según el juicio del momento. Ellos «oyen la palabra:  destruiré, pero no oyen la otra: resucitaré; oyen la palabra: golpearé y rehusan citar:  sanaré. Se sirven de tales cosas para calumniar al Creador» (cf. Orígenes, In Luc. Hom.  XVI,4). 
Por tanto, Cristo no es el libertador bueno, que nos ha comprado a un Creador impasible  para salvarnos del despotismo de un cielo gnóstico, lleno de seres petrificados, sino que es  el Redentor que nos rescata del demonio para conducirnos a la misericordiosa paternidad  de Dios: «Así parece que recibe como suyos a los que había creado, y que adquiere como  si fuesen extranjeros a los que, al pecar, se habían buscado un dueño extraño» (In Ex.Hom.  Vl, 9). 
En un relato similar, en el Comentario a Juan, Origenes dice que Cristo unió a sí al  hombre; «pero el que ligó a si al hombre, ligó también a sí al (hombre) muerto: Cristo murió y  volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (In Joann. Comm. Vl, 35: cf.  Rm. 14,9). 
Queda por considerar todavía alguno de los dones de los que Origenes ve revestido al  pueblo del Éxodo, que es aquel mismo pueblo al cual se dirige su anuncio, su homilética:  estos dones se expresan fundamentalmente en la libertad y en la cruz.  MDTS/LIBERTAD: Ante todo, el cristiano es un hombre libre, porque está liberado, y  Orígenes habla de su vinculación a la obediencia a Dios, en la Homilía VIII, con luminosas  expresiones sobre el comienzo del Decálogo: los mandamientos son los preceptos de la  libertad y son en nosotros como la señal del amor de Dios, que nos ha transferido de la  esclavitud de las tinieblas al servicio de su reino. Lejos de ver en la obediencia a la Ley una  cadena, es preciso que reconozcamos con gratitud en ella una llamada al amor: «Si antes  no has cumplido muchos trabajos, si no has superado muchas pruebas y tentaciones, no  merecerás recibir los preceptos de la libertad y escuchar del Señor: Yo soy el Señor, tu  Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud (Ex 20,2)» (In Ex. Hom.  Vlll, 1). 
Con ello, Orígenes no hace otra cosa que explicar el contenido directo de la Escritura;  pensemos en lo que afirma el Deuteronomio en tal sentido: Cuando el día de mañana te  pregunte tu hijo: ¿qué son estos estatutos, estos preceptos y estas normas que Yahveh  nuestro Dios os ha prescrito?, dirás a tu hijo: Éramos exclavos de Faraón en Egipto y  Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte (Dt 6, 20-21); la primera Carta de Juan: En esto  sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos (I Jn 2,3); la Carta de  Santiago en la que habla de la ley perfecta de la libertad (St 1,25).  En esta libertad consiste la perfección ontológica del cristiano, llamado a la compresión  de la cruz. A este propósito señalemos un texto ambiguo de las Homilías sobre el Éxodo, en  la Homilía Xll, en la que Origenes parece ver un paso, un crecimiento entre el conocimiento  de Cristo como crucificado (cf. I Co 2,2) y el conocimiento de Cristo como Sabiduría (cf. I Co  2,6-7): «A los que él había considerado incapaces dice: No he intentado entre vosotros  saber otra cosa, sino a Jesucristo y éste crucificado» (I Cor 2,2)... Otros, a los que decía:  Hablamos entre los perfectos de la Sabiduria,...de la Sabiduría de Dios escondida en el  misterio (I Co 2,6-7), éstos no tenían necesidad de recibir la Palabra de Dios en cuanto  hecha carne (Jn 1,14), sino en cuanto Sabiduría escondida en el misterio» (cf. I Co 2,7)  (X11,4). 
Es preciso prestar atención porque, si aquí el concepto de perfección parece deslizarse  hacia la acepción de una gnosis más elevada y esotérica, sin embargo, esto no es el fondo  continuo ni último del pensamiento de Origenes. Además, una formulación «intelectual» de  la perfección, como ésta, no afecta a la ortodoxia de la fe origenista en la cruz salvffica de  Cristo. Veamos el Contra Celsum, en donde Origenes se expresa con precisión:  «La muerte (de Cristo) por la humanidad, ha traído la salvación al mundo entero...  (Celso), no ha intuido qué profunda sabiduría reveló Pablo al respecto» (11,6).  Es cierto que el pasaje de la Homilía Xll sobre el Éxodo refleja el trabajo del pensamiento  origenista con respecto al misterio del Logos y de la participación al Logos; cuando  Origenes, en el Comentario a Juan, escribe: «Algunos se adornan del Logos en sí mismo;  otros, en cambio, de un (Logos) que está cercano (al Logos) y que parece el mismo primer  Logos: son aquellos que no reconocen sino a Jesucristo y éste crucificado (I Co 2,2) y  solamente ven el Logos (hecho) carne>> (II,3); es evidente que él lee el texto paulino con un  sentido paralelo al de conocer a Cristo según la carne (cf. 2 Co 5,16). 
Nos parece que algunos de los textos del Comentario al Cantar de los Cantares dan la  más clara formulación del pensamiento origenista a este respecto: la encarnación del Verbo  ha redimido a la humanidad pecadora y, al mismo tiempo, ha hecho posible que el hombre  se acerque a Dios mediante el Logos hecho carne. En tal sentido, el conocimiento «según la  carne» es propedéutico y, a medida que el cristiano progresa, puede acercarse siempre  más a la divinidad del Logos; pero esto no establece una jerarquLa de cristianos, sino un  crecimiento y purificación de los sucesivos estados del alma de cada uno de ellos. A  continuación, reproducimos un bellísimo fragmento: 
«Perfume derramado es tu nombre, por eso las doncellas te amaron y te atrajeron en pos  de sí. Correremos al olor de tus perfumes (Ct/01/03-04)... Por causa de estas almas  doncellas y en pleno crecimiento y progreso de la vida, se anonadó (cf. Flp 2,7) aquel que  tenía la condición de Dios, a fin de que su nombre se convirtiera en perfume derramado, de  modo que el Verbo no siguiera habitando únicamente en una luz inaccesible, ni  permaneciera en su condición divina (cf. I Tm 6,16; Flp 2, 7) sino que se hiciera carne (cf. Jn  1,14) para que estas almas doncellas y en pleno crecimiento y progreso no sólo pudieran  amarlo, sino también atraerlo hacia sí. Efectivamente, cada alma atrae y toma para sí al  Verbo de Dios, según el grado de su capacidad y de su fe. Ahora bien, cuando las almas  hayan atraído a sí al Verbo de Dios y lo hayan introducido en sus sentidos y en sus  inteligencias y hayan sentido la suavidad de su encanto y de su olor; cuando hayan  percibido la fragancia de sus perfumes, a saber: cuando hayan conocido la razón de su  venida, las causas de la redención y de la pasión y el amor que movió al inmortal a llegar  hasta la muerte de cruz por salvar a todos (Flp 2,8) estimuladas por todo esto como por el  olor de un perfume inefable y divino, las doncellas, esto es, las almas llenas de fuerza y de  vivo entusiasmo, corren en pos de Él y al olor de su fragancia» (In Cant. Comm. 1, 3-4; cf.  también Prefacio; conclusiones de 1, 3-4 y 1, 11-12). 
De esta forma la Iglesia, el pueblo del Éxodo, permanece como pueblo de la ciencia de la  cruz, el pueblo que se ofrece en el tabernáculo como lienzo de lino doblado, consumido en  la abstinencia, en las vigilias, en la fatiga de las meditaciones (cf. In. Ex. Hom. X111,5), que  entona el cántico de la libertad con el timbal entre las manos, esto es, con la insignia de la  cruz: «Dirás estas palabras mejor y más dignamente si tienes un pandero en tu mano, esto  es, si crucificas tu carne con sus vicios y concupiscencias (cf. Ga 5,24) y si mortificas tus  miembros terrenos (cf. Col. 3,5)» (In Ex. Hom. Vl,l). 
Esta condición de la Iglesia está entre las dos glorificaciones de Cristo: la gloria de la cruz  y la magnifica gloria del último retorno:  «Padre, llega la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique (Jn 17,1). Por tanto  para El, la pasión de la cruz era también una gloria;... cuando resplandezca... y después de  la primera llegada en humildad, nos muestre su segunda llegada en gloria, entonces no sólo  se cubrirá de gloria el Señor, sino que se cubrirá gloriosamente de gloria (cf. Ex 15,1)» (In  Ex. Hom. Vl,l). 
4. La concepción del Verbo
La lucha espiritual es toda ella reconducible a un nacimiento, al misterio de la  encarnación del Verbo en el alma: hoy, cada día (cf. Contra Celsum, IV, 6: el «continuo  advenimiento del Verbo»); es preciso que, en cada alma, Cristo sea incesantemente  concebido y formado, porque otras tantas veces se renovará la gran alegría que los ángeles  anunciaron un día. 
Cuando Orígenes dice que expone la Palabra de Dios para la edificación del que escucha  (cf. In Ex. Hom. 1,1: «edificación de los oyentes»), se atribuye una función magisterial, que,  al mismo tiempo, es mayéutica: no quiere acariciar el oído de los santos con alocuciones  pías, sino ayudarlos en la generación del Verbo, con una operación que, ante Dios y ante  los hombres, hace preciosos los nombres de las dos comadronas que salvaron de la muerte  a los pequeños hebreos (cf. In Ex. Hom. 11,2). «Estas dos comadronas pueden ser figura de  ambos Testamentos, y Séfora, que se traduce por ''gorrión'', puede corresponder a la Ley  que es espiritual (cf. Rm 7,14), mientras que Pua, "que se ruboriza" o es "vergonzosa",  puede designar los Evangelios, que se "ruborizan" por la sangre de Cristo y resplandecen  en el mundo entero por la sangre de su pasión». 
Después, la obra de la Iglesia se identifica con este «hacer vivir al (niño) varón», que está  en nosotros, en el cuidar y fortalecer a este «hombre interior» (cf. In Ex. Hom. 11,2) y  después en conducir al alma a descubrir su pequeñez y, al mismo tiempo, la grandeza del  Verbo que está llamada a dar a luz. Moisés, que es un gran conocedor de la ciencia de los  egipcios, es mudo en lo que respecta a la Sabiduría divina, y «se proclamó mudo cuando  comenzó a conocer esta verdadera Palabra que estaba en el principio junto a Dios (cf. Jn  1,1)» (In Ex. Hom. lll,l). 
El Verbo viene a nosotros del cielo, es el maná que nunca acaba de nuestro domingo  eterno (cf. In Ex. Hom VIl, 5), y en nuestra boca entra el alimento salido de la boca del mismo  Dios; y toda nuestra vida es este sexto día: «En este día, por tanto, debemos guardar como  reserva tanto que baste también para el día futuro» (In Ex. Hom. VII, 5). El Verbo se ha  hecho carne por nosotros en la tarde del mundo y «esta carne del Verbo de Dios no es  comida ni por la mañana, ni al mediodía, sino por la tarde» (In Ex. Hom. VII, 8), y sin  embargo, ¡nosotros nos encontramos saciados de pan por la mañana! «Porque Él ha  encendido para el mundo la nueva luz del conocimiento, porque, de alguna manera, por la  mañana Él ha creado su propio día, como Sol de justicia (cf. M14,2) ha producido su propia  mañana, y, en esta mañana, se saciarán de pan los que cumplen sus mandamientos» (ibid  8). 
En la medida en que este Pan sacia, capacita a los creyentes su asimilación y su  conformación con Él, les hace posible concebirlo y engendrarlo:  «No sólo en María, a la sombra de El, se ha iniciado su nacimiento, sino también en ti, si  eres digno, nace el Verbo de Dios» (In Cant. Hom. 2,ó).  Dios habló una vez y su Palabra permanece constante y no cesa de alcanzarnos y de  hacerse «generar» por cuantos la acogen: Si hubiese algunos más capaces de acoger al  Verbo de Dios... en ellos exulta y salta el Verbo de Dios de la manera más digna, que ha  venido a ser en ellos, por la abundancia de doctrina, fuente de agua viva, que salta hasta la  vida eterna» (In Cant. 2,8). 
Un gran origenista del Medievo, se expresará inequívocamente de esta manera: «Tamar  se defendió: Del hombre a quien esto pertenece estoy encinta, ...Examina, por favor, de  quién es este sello, este cordón y este bastón (Gn 38,25) ...Escucha a mi alma que dice: Del  hombre a quien esto pertenece estoy encinta. En realidad reflexiono sobre cualquier cosa  que me haya sucedido sensiblemente, para poder así decir sin vacilación que esta dádiva o  don viene de lo alto, y desciende del Padre de las luces». (cf. St 1,17) (Ruperto di Deutz,  Super quaedam capitula Regulae S. Benedicti, 1. PL 170, 498 B).  Una Homilía completa, la X, comenta el pasaje de /Ex/21/22, que trata de la pena que se  debe infligir a quien haya golpeado a una mujer encinta. 
«La mujer encinta es el alma que acaba de concebir la Palabra de  Dios....Así, cuando los hombres discuten y en su discusión ofrecen motivo de escándalo—lo  que suele ocurrir en las discusiones de palabras—este alma, que ahora es llamada "mujer"  a causa de su debilidad, es golpeada y escandalizada, de modo que pierde y rechaza la  palabra de la fe, que ella había débilmente concebido» X, 3.  La Palabra es verdaderamente alimentadas calentada en el seno, y las disputas la matan,  porque la expulsan del alma. Que no nos sorprenda, comenta Orígenes, que la Palabra se  diga que está ya formada en algunos y no lo está todavía en otros: «Escucha al Apóstol,  cuando dice: Hasta que Cristo esté formado en vosotros (/Ga/04/19); Cristo es la Palabra de  Dios. Con ello muestra que, en el momento en que escribía, todavía no estaba formada en  ellos la Palabra de Dios» (X,3). 
Esta Homilía X está considerada como un ejemplo de sutileza, y no es del mejor Origenes;  nos parece, sin embargo, que contiene algunas indicaciones de gran delicadeza espiritual:  La Iglesia es el lugar donde las almas deben encontrar pacificación y luz al acoger la  Palabra y al llevarla en el corazón para dar a luz el fruto vivo. Se plantean las disputas, las  disquisiciones que hieren el alma y hacen abortar de ella el fruto divino del Verbo: Pero si ya  estuviese formado el niño, entonces pagará vida por vida (Ex 21,23). El niño formado puede  ser la Palabra de Dios en el corazón del alma que ha alcanzado la gracia del bautismo, o  que concibe, con más evidencia y más claramente la palabra de la fe. Si esta alma,  golpeada por una excesiva discusión de los doctores, arrojase la palabra, y se encontrase  entre aquellas de las que decía el Apóstol: Ya algunas se han vuelto atrás, detrás de  Satanás (I Tm 5,15), entonces pagará vida por vida (cf. Ex 21,23)» (X, 4). 
PD/CONCEBIR-A-J: La fórmula más hermosa, con la que Orígenes explica la concepción  del Verbo en el alma, se encuentra en la Homilia XIII sobre el Éxodo: Concebir en el corazón  la Escritura.  «No podrás ofrecer a Dios algo de tu pensamiento, o de tu palabra, a no ser que antes  hayas concebido en tu corazón la Escritura; a no ser que hayas estado atento y hayas  escuchado con diligencia, no puede tu oro ser probado, ni tampoco tu plata; se exige que  sean probados...Por tanto, si has concebido en tu corazón la Escritura, tu oro, es decir, tu  pensamiento, será probado, y tu plata, que es tu palabra, será probada» (XIII, 2).  El alma cristiana vive el misterio de María en quien es única la concepción: del Logos que  se hace carne, y de las palabras que ella guardaba en su corazón, porque el Verbo es  único: «Dios reunió en el útero de la Virgen toda la universalidad de la Escritura, todo su  Verbo» (Ruperto di Dentó, In Is. 31, PL 167, 1362 B). 
Verbo abreviado en el niño de Belén, Verbo abreviado en la Escritura diseminada a lo  largo de los siglos, que se recoge en Él: la encarnación del Verbo es la apertura del libro,  cuya multiplicidad exterior permite divisar ya la única médula de la cual se nutren los fieles.  La Palabra se ha vuelto comestible y la Escritura se une en las manos de Jesús, como el  pan eucarístico. Este tema, recogido por la exégesis medieval, está muy presente en las  Homilías que estamos considerando:  «Nadie puede oír la Palabra de Dios, si no es antes santificado...En efecto, poco después  ha de entrar a la cena nupcial, ha de comer la carne del Cordero, ha de beber la copa de la  salvación» (In Ex. Hom. Xl,7). 
PD/CUIDAR-MIGAJAS: «Cuando recibís el Cuerpo del Señor, lo conserváis con toda  cautela y veneración, para que no caiga la mínima parte de él, para que no se pierda nada  del Don consagrado... Pues, si tenemos tanta cautela para conservar su Cuerpo, y la  tenemos con razón, ¿por qué creéis que despreciar la Palabra de Dios es menor sacrilegio  que despreciar su Cuerpo? (In Ex. Hom. X111,3).  Pan de vida, vid verdadera: Cristo y, en Él, por divina condescendencia, los suyos:  «El Logos nos separa de las cosas humanas, nos llena de divino entusiasmo y de una  embriaguez, no irracional, sino divina... es, con todo derecho, la vid verdadera; y es  verdadera precisamente porque sus racimos contienen la verdad y sus sarmientos  contienen a sus discípulos quienes, a imitación de ella, dan origen a su vez a la verdad»  (Oríg., In Joann. Comm. 1,30). 
5. Actualidad de las Homilías sobre el Éxodo
Los contemporáneos de Origenes que supieron aceptar su  genio sin envidias ni prevenciones, captaron todo el valor de las Homilías como enseñanza  viva y ayuda concreta para la vida cristiana. Cuando, en el año 215, una insurrección  consiguió que Alejandría se alzase contra Caracalla, Orígenes «marchó a Palestina y  permaneció en Cesarea. Allí, los obispos del país le pidieron que diese conferencias y  explicase las Escrituras divinas a la asamblea de la Iglesia, aunque todavía no había  recibido la ordenación sacerdotal» (Eusebio, Hist. Eccl. VI,XIX, 16). Cuando Demetrio de  Alejandría protestó contra todo esto, los obispos de Cesarea le contestaron: «Allí donde  haya hombres capaces de prestar servicio a los hermanos, ellos serán invitados por los  santos obispos a dirigirse al pueblo» (ibíd, XIX, 18). Eusebio continúa informándonos: «En  aquellos tiempos brillaba Firmiliano, obispo de Cesarea de Capadocia, y tenía tal afecto por  Origenes que le llamó a su país para utilidad de la Iglesia; después, marchó junto a el a  Judea y pasó algún tiempo con él para perfeccionarse en las cosas divinas. Además, el  pastor de la Iglesia de Jerusalén, Alejandro, y Teoctisto de Cesarea se juntaron a él como al  maestro único, y le permitieron ocuparse de todo lo concerniente a la interpretación de las  divinas Escrituras y del resto de las enseñanzas eclesiásticas» (Hist. Eccl. VI, XX VB). Hacia  el final de las páginas dedicadas a Orígenes, Eusebio recuerda todavía que el maestro,  probado por la persecución y por las torturas, próximo ya a su muerte «dejó palabras llenas  de utilidad para quienes tuviesen necesidad de ser reconfortados» (Hist. Eccl. XXXIX, 5).  Estas palabras de Eusebio exponen una constante: la posibilidad y la gracia concedida a  Orígenes de servir a los hermanos, de ser útil a la Iglesia, de confortar; su pasión por la  Palabra de Dios le llevó a un deseo ardiente de que las Escrituras fuesen comunicadas a las  almas, introduciéndolas en comunión sacramental con la presencia de Dios en el mundo.  Todo cuanto él reconoce de don en sí, gratuitamente recibido del  Dador de los dones, todo ello lo desea dar: si hay uno que está más adelantado, lo es sólo  para combatir en función de los miembros más débiles del cuerpo místico; si uno es más  sabio, es decir, si ha estado más iluminado por la sabiduría de Cristo, lo es sólo para  transmitir esta luz al hermano menos adelantado. 
Origenes tiene una alta conciencia de los deberes que le imponen sus funciones:  «Considero necesario que el que está dispuesto a hacerlo con sinceridad de intenciones se  alce en defensa de la doctrina de la Iglesia, para confundir a esos manipuladores de lo que  falsamente es llamado gnosis, para contraponer a las fantasías de los herejes la sublimidad  de la predicación evangélica» (In Joann. Comm. V,8). 
VERDAD/TRADICION: A los fieles de Cesarea—que son los que consideramos teniendo  presentes las Homilías sobre el Éxodo—Origenes les abrió la riqueza de su inteligencia, la  plenitud de su fe, su venerada aceptación de la tradición: «se debe considerar verdad  solamente aquella que en ningún punto se aparte de la tradición eclesiástica y apostólica»  (De Principiis, Introducción, 2), su amor ardiente para que las almas se salven.  Este amor es una fuerza tal que le arrastra casi a lo íntimo del corazón de los oyentes, y  es también la fuerza que se dirige hacia nosotros, los lectores que nos beneficiamos de  aquellas lejanas palabras: «Os suplico. . . que no os volváis atrás. Que ninguno de vosotros  ceda al temor o al miedo. Seguid a Jesús, que camina delante de vosotros. Él os atrae hacia  la salvación, os congrega en la Iglesia que hoy es ciertamente terrenal; mas, si lleváis frutos  dignos, os reunirá en la Iglesia de los primogénitos inscritos en los cielos (Hb 12,23)» (Orig.  In Lc. Hom. V11, 8). 
¡Qué ansia apostólica! ¡Qué deseo salvffico en las predicaciones origenistas!  «Suplicamos a la misericordia de Dios...hacer recaer sobre nuestras almas el diluvio de su  agua y cancelar en nosotros lo que Él sabe que debe ser cancelado, y vivificar lo que  considere que debe ser vivificado» (In Gen. Hom. 11,6). 
ORA/LUGAR-J: Origenes sigue a sus hermanos hasta el lugar de la oración: «cuando se  reza bien, cualquier lugar es adecuado...Para que se pueda hacer la propia oración con más  tranquilidad y sin distracciones, cada uno puede escoger un sitio especial y predispuesto en  su habitación privada, si es, por así decirlo, un lugar más santo, y allí rezar» (De orat. XXXI,  4). Y les dice también a sus hermanos que busquen la oración en Jesús, el Lugar por  excelencia. Notemos con qué maravillosa ternura se expresa: «Mi Jesús no puede  encontrarse en la multitud. Aprende dónde le encuentran los que le buscan..., le  encontraron en el templo (/Lc/02/46)... Búscalo en la Iglesia, búscalo cerca de los maestros  que están en el templo y no salen... Y, además, si alguno se dice maestro y no posee a  Jesús, de maestro sólo tiene el nombre... También ahora Jesús está presente, nos interroga  y nos escucha» (In Lc. Hom. XVIII, 2-3). 
J/HABLAR-DE-EL: ¿Cómo no volver a escuchar en estas palabras el eco apasionado de  la afirmación de Ignacio de Antioquía?: «Haceos sordos cuando alguien os habla, a no ser  de Jesucristo» (Ignacio, Trall. 9,1); «Pero si ninguno os habla de Jesucristo, éstos son para  mi lápidas y sepulcros de muertos sobre los que sólo hay escritos nombres de hombres»  (Ignacio, Philad. 6,1). 
Origenes sabe que los maestros, los didaskali, son elegidos por Dios e investidos de un  carisma; que no hay allí orgullo, ni privilegio; lo esencial es que todos conozcamos a Dios,  que todos alcancemos su luz: «no todos los que ven están iluminados por Cristo de igual  manera, sino que cada uno lo está en la medida en que es capaz de recibir la fuerza de la  luz>> (In Gen. Hom. I, 7); pero hay una dimensión que nos lleva a la luz más plena, que es la  cruz: «Si nos quedamos siempre con Él, en todas sus tribulaciones, entonces, en secreto, El  nos explica y nos clarifica las cosas que dijo a las multitudes y nos ilumina mucho más  claramente» (ibíd.). 
Cada vez más, las Homilías de Origenes son el indicador de una progresiva simplificación  del Espíritu: al vivir junto a las almas y viviendo por las almas, él deja caer aquello que  inicialmente pudiera suponer un arrebato intelectual de su genio filosófico, aunque sea  agudo e importante; cada vez más, reza y nos enseña a rezar.  Si bien es cierto que pocos como él conocen las heridas de la Iglesia y las laceraciones  de sus pecados, y es cierto que pocos como él han sabido profundizar en las debilidades de  la Esposa, también es cierto que él conoce hasta el fondo las admirables ascensiones  operadas en el corazón de los fieles, por intervención del Esposo: y esto es lo que él solicita,  yendo derecho, como sacerdote que intercede al corazón de Dios. 
A este propósito, recordamos las palabras de viva actualidad en el momento en que  Orígenes las pronunció, pero, ¿quién se atrevería a no sentirlas nuestras, de hoy? Cuando  el Maestro iniciaba sus Homilías sobre los Jueces, se temía una reanudación de la  persecución de Maximino (estamos en el 235 d.C.); de esta forma, la exposición del libro de  los Jueces, con el relato de las luchas de Israel, asume una realidad palpitante para quien lo  escucha. 
«Suplicamos al Señor—dice Origenes a sus hermanos—, confesándole nuestra debilidad,  que no nos entregue en manos de Madián, que no entregue a las fieras las almas de  quienes lo confiesan, que no nos entregue en manos de los poderosos, que dicen: ¿Cuándo  llegará el momento en que nos sea dado poder sobre los cristianos, cuándo nos serán  entregados los que dicen que poseen y conocen a Dios? Pero, si somos entregados y se  adueñan de nosotros, pedimos recibir de Dios la tuerza necesaria para poder soportarlo,  para que nuestra fe sea más luminosa en las angustias y en las tribulaciones y, mediante  nuestra paciencia, pueda ser vencida su arrogancia y, como dijo el Señor, salvamos  nuestras almas con nuestra paciencia (cf. /Lc/21/19), porque la tribulación engendra  paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza (Rm/05/03-04)»  (Origenes, In Judit. Hom. V11, 2). 
Este hombre que anuncia el éxodo como la realidad permanente del primer y segundo  Israel, la Iglesia, no es un desencarnado, no es un asocial; bastaría tener entre manos  ciertos bellísimos textos del Contra Celsum, en los que se analiza con admirable lucidez las  relaciones entre el Estado y la Iglesia, y donde se reconoce al Estado, incluso siendo  perseguidor, una ordenación divina. Él sabe que, en la medida en que el cristiano diga sí al  Estado, queda anclado al cielo y, en la medida en que tenga que decir no, no rehúsa el  orden social, porque todo ello viene de las manos del Padre: «Los cristianos hacen más bien  a su patria que el resto de la humanidad al educar a los ciudadanos, al enseñarles la piedad  hacia Dios que custodia a la ciudad, al elevar a una ciudad divina y celestial a quienes han  vivido bien en las ciudades más pequeñas. A éstos, se les podría decir: Tú has sido fiel en  una ciudad pequeñísima; pues bien, ¡entra ahora en la grande! (Contra Celsum, Vlll, 74). 
La actualidad de las Homilías sobre el Éxodo estriba en su ayuda para volver a descubrir  nuestro camino cristiano como itinerario, status viae, como se decía en el Medievo, al  repetirnos que «es mucho mejor morir en este camino, si fuera necesario, que, por  permanecer entre los egipcios, ser entregado a la muerte y ser engullido por saladas y  amargas olas» (In Ex. Hom. V, 4); al volver al misterio de nuestro sacerdocio bautismal: «el  santuario que todos hacemos es quizá la Iglesia» (In Ex. Hom. IX, 3); al repetirnos  incesantemente que el hombre está llamado a hacerse a Dios y que sus actos tienen un  sentido en la medida en que se pliegan a celebrar el misterio de esta divinización: «en el  alma puede ejercer el pontificado la parte más preciosa de todas, que algunos llaman la  parte principal del corazón, otros el sentido espiritual o la sustancia intelectual, o de  cualquier otro modo que se pueda nombrar entre nosotros esta parte que nos hace capaces  de Dios» (In Ex. Hom. IX, 4). 
El éxodo es el retorno al Padre, sobre la base de esta esperanza: ¿No está escrito en  vuestra Ley: Yo he dicho: dioses sois?...Y no puede fallar la Escritura (Jn 10,34-35; cf. Sal  82[81],6).

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