El cristianismo proclama una redención efectuada por Cristo. Esta
afirmación central y esencial puede ser mal interpretada. Sería falso
concebir la redención como el paso fugaz por la tierra de un ser divino,
de un personaje mítico-histórico que trajera a los hombres la
posibilidad de escape a un más allá.
La redención, por el contrario, equipa al hombre para su tarea en el más acá. Jesucristo lo libera de las ataduras que le impedían el movimiento. La esclavitud del egoísmo, que lo incapacitaba para la relación con sus semejantes desaparece por el perdón de Dios y el don del Espíritu. El hombre puede descargarse de su pasado, olvidar su remordimiento, para empezar a obrar con un alma nueva. Liberado del dominio del mal, está preparado para liberar a otros. Redención es liberación para liberar; los redimidos no son expatriados, sino avanzadilla, se incorporan a las fuerzas de la verdad y del Espíritu.
La salvación no se verifica en el extremo de la existencia, sino en su centro; no al final de la carrera, sino al principio. Recordemos de nuevo a los apóstoles embebidos después de la ascensión y a los dos hombres que los sacan de su pasmo (Hch 1,11); era el momento de empezar la tarea, de ir a Jerusalén para llegar después con su testimonio hasta el confín de la tierra.
Entre los que viven añorando ayeres o profetizando mañanas, el cristiano se aferra al presente por la luz del anteayer - la cruz y la resurrección - y la del pasado mañana - la manifestación del reino de Dios-. Cristo es Señor hoy y es preciso secundar su acción en cada momento. El creyente mira al pasado con estima, pero sin superstición; al futuro con esperanza, pero sin optimismos superficiales. Ni a uno ni a otro los toma como refugio; su roca es la fe, los ojos que disciernen la acción de Cristo en el revoltijo humano, la verdad y bondad de Cristo en el confusionismo ambiente; la fe que ve despuntar el verde de la vida en el fanguizal de la corrupción.
La fe es su trampolín; apoyado en ella se lanza a colaborar en la empresa social y cultural del mundo. Es también su brújula, que orienta su actividad y su colaboración. La gracia que ha recibido le hace valorar la creación y encaminarla con cariño. Quien está salvado quiere salvarlo todo consigo.
Juzgadas así las cosas, incluso el mal del mundo aparece con otra luz. El filósofo se preocupa del origen del mal; al cristiano interesa más su término. Sabe que no es mero fruto de la ignorancia, sino vicio de la voluntad; que mal y creación no se identifican, pues el mal no salió de las manos de Dios. Es una herida, y Dios envió a Cristo para curarla; por eso aun el mal está bañado por una luz de esperanza.
La redención, por el contrario, equipa al hombre para su tarea en el más acá. Jesucristo lo libera de las ataduras que le impedían el movimiento. La esclavitud del egoísmo, que lo incapacitaba para la relación con sus semejantes desaparece por el perdón de Dios y el don del Espíritu. El hombre puede descargarse de su pasado, olvidar su remordimiento, para empezar a obrar con un alma nueva. Liberado del dominio del mal, está preparado para liberar a otros. Redención es liberación para liberar; los redimidos no son expatriados, sino avanzadilla, se incorporan a las fuerzas de la verdad y del Espíritu.
La salvación no se verifica en el extremo de la existencia, sino en su centro; no al final de la carrera, sino al principio. Recordemos de nuevo a los apóstoles embebidos después de la ascensión y a los dos hombres que los sacan de su pasmo (Hch 1,11); era el momento de empezar la tarea, de ir a Jerusalén para llegar después con su testimonio hasta el confín de la tierra.
Entre los que viven añorando ayeres o profetizando mañanas, el cristiano se aferra al presente por la luz del anteayer - la cruz y la resurrección - y la del pasado mañana - la manifestación del reino de Dios-. Cristo es Señor hoy y es preciso secundar su acción en cada momento. El creyente mira al pasado con estima, pero sin superstición; al futuro con esperanza, pero sin optimismos superficiales. Ni a uno ni a otro los toma como refugio; su roca es la fe, los ojos que disciernen la acción de Cristo en el revoltijo humano, la verdad y bondad de Cristo en el confusionismo ambiente; la fe que ve despuntar el verde de la vida en el fanguizal de la corrupción.
La fe es su trampolín; apoyado en ella se lanza a colaborar en la empresa social y cultural del mundo. Es también su brújula, que orienta su actividad y su colaboración. La gracia que ha recibido le hace valorar la creación y encaminarla con cariño. Quien está salvado quiere salvarlo todo consigo.
Juzgadas así las cosas, incluso el mal del mundo aparece con otra luz. El filósofo se preocupa del origen del mal; al cristiano interesa más su término. Sabe que no es mero fruto de la ignorancia, sino vicio de la voluntad; que mal y creación no se identifican, pues el mal no salió de las manos de Dios. Es una herida, y Dios envió a Cristo para curarla; por eso aun el mal está bañado por una luz de esperanza.
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