San
Cipriano nació hacia el año 200, probablemente en Cartago, de familia rica y
culta. Se dedicó en su juventud a la retórica. El disgusto que sentía ante la
inmoralidad de los ambientes paganos, contrastado con la pureza de costumbres de
los cristianos, le indujo a abrazar el cristianismo hacia el año 246. Poco
después, en 248, fue elegido obispo de Cartago. Al arreciar la persecución de
Decio, en 250, juzgó mejor retirarse a un lugar apartado, para poder seguir
ocupándose de su grey. Algunos juzgaron esta actitud como una huida cobarde, y
Cipriano hubo de explicar su conducta (carta 20).
De
él se conservan una docena de opúsculos sobre varios temas del momento y,
particularmente, una preciosa colección de 81 cartas, en las que da muestra de
su extraordinaria clarividencia y energía en los asuntos referentes a la fe y a
la vida de la Iglesia. Más que un hombre de ideas fue sobre todo un hombre de
gobierno y de acción. Su doctrina coincide sustancialmente con la de
Tertuliano, del que era lector asiduo y a quien consideraba como «maestro».
Dos
problemas particularmente graves reclamaron su atención: el primero era el de
la actitud que convenía tomar con los que habían cedido durante la
persecución accediendo a ofrecer sacrificios a los ídolos. Muchos de ellos
quisieron luego volver a la Iglesia, y para ello solicitaban de los
«confesores», que habían permanecido firmes sufriendo gravísimos tormentos
por la fe, unos certificados en que declaraban que hacían participantes de sus
méritos a los que se habían mostrado débiles, con lo que éstos creían ya
tener derecho sin más a ser readmitidos a la comunión. Cipriano mantuvo
firmemente que el grave pecado de apostasía requería una proporcionada
penitencia, y que los certificados de los confesores no podían considerarse
como una absolución automática, sino que la absolución tenía que concederse
por la Iglesia a través de sus ministros, por medio de la imposición de manos,
que sólo debía tener lugar después que constase de un auténtico
arrepentimiento garantizado por una congrua satisfacción. Las discusiones
acerca de esta cuestión son de gran interés histórico, pues a través de
ellas conocemos la práctica de la disciplina penitencial en la Iglesia antigua.
Otro
problema, que llegó a presentar suma gravedad, surgió cuando un número
notable de personas que se habían criado en la herejía pidieron ser admitidos
en la Iglesia católica. La práctica de las Iglesias de Africa en tales casos
era la de bautizar a todo hereje que pedía ser admitido, aunque hubiese
recibido ya el bautismo en su secta, pues no se consideraba que el bautismo
conferido por herejes pudiera ser válido. La Iglesia romana, en cambio,
defendía que la validez del bautismo no dependía de las disposiciones o la
santidad del ministro que lo confería, sino que todo bautismo hecho con la
intención de hacer lo que Cristo había mandado era válido, y, por tanto, no
debía repetirse. A este respecto mantuvo Cipriano una áspera disputa epistolar
con el obispo de Romas Esteban, quien pretendía imponer a las Iglesias de
Africa la práctica romana. Ambas partes se mostraron irreductibles, hasta el
punto de que era de temer un verdadero cisma, que sólo fue evitado al
sobrevenir la persecución de Valeriano, en la que ambos contendientes hubieron
de dar su vida por Cristo, sin que pudieran llevar adelante sus controversias
doctrinales. En realidad la doctrina y práctica romanas se fueron imponiendo
luego a toda la Iglesia.
El
confrontalmiento con la herejía, así como los problemas de los apóstatas y de
las relaciones con los demás obispos, obligaron a Cipriano a elaborar una
teoría de la Iglesia, que desarrolló las ideas que antes habían expresado
Ignacio de Antioquía e Ireneo. En su tratado Sobre la unidad de la Iglesia
afirma Cipriano que la Iglesia es esencialmente una, imitando la unidad de Dios
en la Trinidad. Esta unidad tiene su expresión en la unidad del colegio
episcopal cuyos miembros participan in solidum de un único episcopado, como lo
significa el hecho de que Cristo fundara sobre uno solo, sobre Pedro, su Iglesia
y le diera a él una única autoridad. Sin embargo, no parece que Cipriano
conciba esta autoridad de Pedro como superior a la de los demás obispos, sino
que todos los obispos participan por igual de aquella misma autoridad que fue
dada en Pedro.
JOSEP
VIVES
LOS PADRES APOSTÓLICOS
HERDER. BARCELONA 1981
LOS PADRES APOSTÓLICOS
HERDER. BARCELONA 1981
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* * * *
A
principios del siglo III, Cartago, en el norte de África, era una de las
grandes ciudades del Imperio Romano. Allí nació San Cipriano, hacia el año
205, en el seno de una familia pagana, rica y culta. Como correspondía a su
categoría social recibió una esmerada formación en Filosofía y Retórica.
También participó de las ventajas de su fortuna, del lujo, placeres y honores
propios de las costumbres de la época. Pero en la edad madura, siendo muy
conocido en su ciudad como maestro de Retórica, se convirtió al Cristianismo.
A los pocos años, en el 248, fue nombrado Obispo de Cartago.
Su
episcopado, de diez años, se desarrolló en circunstancias difíciles para la
Iglesia. Los cristianos sufrieron las violentas persecuciones de los emperadores
Decio y Valeriano. San Cipriano se dedicó a fortalecer a sus hermanos en la fe,
mientras salía al paso de los errores que se propagaban en tal situación,
llegando a comprometer gravemente la unidad de la Iglesia, como los cismas de
Novaciano y Felicísimo, que se mostraban excesivamente rigoristas a la hora de
volver a admitir a la comunión eclesial a los lapsi, a los que habían
apostatado durante la persecución. El mismo Cipriano murió mártir el 14 de
septiembre del año 258.
Sus
obras—tratados y cartas—se pueden agrupar en dos tipos: las de carácter
apologético, donde utiliza toda su rica formación filosófica en defender la
fe de Cristo contra los paganos; y las pastorales, en las que habla como obispo,
con una clara concepción sobre la Iglesia católica y el episcopado.
LOARTE
La readmisión de
los apóstatas
NOVACIANO y
SAN CIPRIANO se encuentran estrechamente relacionados
entre sí, y vamos a presentarlos juntos, aunque luego tratemos separadamente de
ellos y de sus obras.
A mediados del
siglo III hubo una controversia en Occidente sobre el perdón del pecado de
apostasía. Hasta entonces, ese pecado estaba excluido de la penitencia
eclesiástica, y el apóstata, separado déla comunidad de los fieles hasta el
final de su vida, tenía que confiar en que Dios oiría sus súplicas privadas. Sin
embargo, había la costumbre de que el obispo readmitiera a aquellos apóstatas
por los que intercedían los que estaban o habían estado presos esperando el
martirio, los llamados «confesores» porque habían confesado la fe.
Pero la persecución
general de Decio, de la que ya hemos hablado, acababa de producir un número
excepcional de apóstatas, de diversos grados. Ante la obligación de sacrificar a
los dioses, algunos lo habían hecho, otros lo habían simulado a través de una
tercera persona o bien se habían conseguido por algún medio un certificado de
haber sacrificado sin haberlo hecho realmente; en algunos lugares eran más que
los que habían permanecido fieles. Y había largas colas ante los confesores, que
intercedían incluso por personas que no conocían, y hasta había uno que lo hacía
en general, por todos los apóstatas dondequiera que se encontrasen; además, esas
intercesiones se estaban haciendo a veces con una cierta arrogancia, como si sus
súplicas al obispo fueran órdenes.
Cipriano, obispo de
Cartago desde 248 hasta 258, modificó esta práctica. En adelante, estas súplicas
se examinarían con cuidado, cuando cesara la persecución, y los interesados
serían admitidos a la penitencia pública pero no reconciliados sin más. Ante la
oposición de muchos pero con el apoyo de los obispos de África reunidos en
sínodo, Cipriano escribió a Roma explicando el asunto. En Roma, el papa San
Fabián acababa de morir mártir, y en la sede vacante gobernaba la Iglesia romana
el presbítero Novaciano, a quien le pareció bien la decisión de Cipriano, aunque
era innovadora.
Poco después fue
elegido un nuevo papa, San Cornelio, que aprobó también la práctica de San
Cipriano. Pero Novaciano, al parecer herido por no haber sido elegido él, y
movido por su tendencia rigorista, rompió con Cornelio, comenzando a sostener
que no se debía admitir a la penitencia a los apóstatas. Aunque Cornelio condenó
esta doctrina y excomulgó a Novaciano y a sus seguidores en un sínodo romano, a
éste le apoyaban algunos presbíteros y confesores y fundó una secta, la de los
novacianos, con su jerarquía y sus iglesias. Esa secta, al encontrar eco en la
tendencia rigorista que también existía en otras partes, se extendió bastante;
más adelante, en el año 326, sería hasta legalmente reconocida por Constantino.
Un siglo después tenía aún una iglesia en Roma, y en África y en Oriente perduró
todavía más tiempo; aún a comienzos del siglo VII se escribiría en Alejandría un
tratado contra los novacianos.
Otra controversia
tuvo lugar, esta vez entre Cipriano y el sucesor del papa Cornelio, Esteban;
Cipriano negaba el valor del bautismo conferido por los herejes, en contra de lo
que era práctica común en Alejandría y en Roma, como también lo había sido en
África hasta unos 30 años antes; controversia a la que puso fin la muerte de San
Cipriano en el martirio.
SAN CIPRIANO nació en África, probablemente en Cartago, en la primera década del siglo. Su familia era pagana, acomodada y culta. Fue maestro de elocuencia en Cartago, donde consiguió fama, hasta que se convirtió, dio sus riquezas a los pobres y poco después fue ordenado sacerdote. Al año de su elección en el 248 como obispo de Cartago, comenzó la persecución general de Decio del 250 y, pensando en el bien de la comunidad, Cipriano se escondió y procuró, desde su escondite, ayudar y dirigir a sus fieles. En cambio, unos años después, en la persecución de Valeriano, Cipriano no huyó, fue primero desterrado y luego, llamado del destierro, vuelto a juzgar y decapitado en el año 258. Las actas de su martirio se conservan.
Hombre culto y
equilibrado, aunque admiraba mucho a Tertuliano supo evitar sus extremismos; no
tiene sin embargo la penetración de éste. Sus escritos son de carácter práctico;
le interesan más las almas que las ideas, y a menudo trata de justificar sus
acertadas actuaciones con teorías que lo son menos, o que resultan
contradictorias con las establecidas por él mismo en otra ocasión. Fue muy leído
en el medievo, como lo atestigua el gran número de manuscritos de sus obras que
nos han llegado.
Su primera obra, A
Donato, es una explicación de los motivos de su conversión, y una
invitación a que muchos le sigan. Sobre el vestido de las vírgenes trata
de las costumbres que éstas deben observar, y depende de la obra de Tertuliano
sobre el vestido de las mujeres, pero evitando estridencias en el fondo y en la
forma. Sobre los apóstatas, escrito a su regreso después de la
persecución de Decio, establece las normas que se seguirán para la readmisión de
aquéllos. Sobre la unidad de la Iglesia, uno de sus tratados más
influyentes a lo largo de los tiempos, está escrito sobre el trasfondo del cisma
de Novaciano: hay una sola Iglesia, edificada sobre Pedro, y fuera de ella no
hay salvación, «no puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por
Madre». La autenticidad de unos párrafos sobre el primado de Pedro ha sido
objeto de una larga controversia que dista de estar cerrada.
La oración del
Señor está basada en el tratado de Tertuliano sobre la oración, pero es más
completo y profundo, y está más centrado en la exposición del padrenuestro. A
Demetriano, un escrito original y lleno de fuerza, recuerda la literatura
apologética, y responde a las acusaciones de que los cristianos son responsables
de los males que azotan a la humanidad, con la idea de reforzar al mismo tiempo
la fe de los cristianos. Sobre la mortalidad, escrito bajo el recuerdo de
la persecución de Decio y de una peste que le sucedió poco después, da una
interpretación profundamente humana y cristiana sobre el hecho inevitable de la
muerte.
Sobre las buenas
obras y las limosnas es una invitación a la limosna, especialmente necesaria
en las circunstancias de miseria acabadas de aludir, y muy leída en la
antigüedad. Las ventajas de la paciencia depende muy de cerca del tratado
sobre la paciencia de Tertuliano, y parece tratarse de un sermón. Sobre los
celos y la envidia explica cómo éstos son los mayores enemigos de la unidad
de la Iglesia y cómo son vencidos únicamente por el amor al prójimo. A
Fortunato, exhortación al martirio, escrito a petición de éste, recoge
pasajes y sentencias bíblicas sobre el tema. A Quirino, tres libros de
testimonios es una apología contra los judíos, una explicación de cómo
Cristo era el Mesías que ellos esperaban y de cómo hizo cuanto de Él había sido
escrito, y un resumen de los deberes cristianos,tratados cada uno de estos tres
temas en uno de los libros. Finalmente, Que los ídolos no son dioses es
una obra de carácter apologético que responde a su título; su autenticidad es
discutida, y muchas de sus ideas están tomadas de apologías latinas anteriores.
Por último, hay que
mencionar las Cartas de San Cipriano, una colección de sesenta y cinco
escritas por él a la que acompañan dieciséis que recibió, de Novaciano y del
papa Cornelio entre otros, y que son una fuente extraordinariamente valiosa para
la historia, especialmente eclesiástica, del período. También tienen interés
para el filólogo, pues reproducen muy de cerca el lenguaje hablado del momento.
*
* * * *
TEXTOS
La obra de San
Cipriano está publicada con su versión castellana, por J. CAMPOS,
Obras de San Cipriano BAC n. 241. Madrid
1964, de donde tomamos los fragmentos que siguen.
Tratado sobre el
Padrenuestro
Los cristianos son
hijos de Dios, y se juntan para rezar:
Ante todo no quiso
el Doctor de la paz y Maestro de la unidad que orara cada uno por sí y
privadamente, de modo que cada uno, cuando ora, ruegue sólo por sí. No decimos
«Padre mío, que estás en los cielos», ni «el pan mío dame hoy», ni pide cada uno
que se le perdone a él solo su deuda o que no sea dejado en la tentación y
librado de mal. Es pública y común nuestra oración, y, cuando oramos, no oramos
por uno solo, sino por todo el pueblo, porque todo el pueblo forma una sola
cosa. El Dios de la paz, que nos enseña la concordia y la unidad, quiso que uno
solo orase por todos, como Él llevó a todos en sí solo. Esta ley de la oración
observaron los tres jóvenes encerrados en el horno, puesto que oraron a una y
unánimes y concordes en el espíritu. Nos lo atestigua la palabra de la Sagrada
Escritura, y, cuando refiere cómo oraron éstos, nos propone un ejemplo a la vez
para imitarlo en nuestras oraciones, de modo que seamos semejantes a ellos:
Entonces, dice, los tres como con una
sola boca cantaban un himno y bendecían al Señor.
Hablaban como por una sola boca, y eso que todavía
no había enseñado Cristo a orar. Y por lo mismo fue su oración tan poderosa y
eficaz, pues no podía menos de merecer del Señor aquella súplica tan unida y
espiritual. Así también vemos que oraron los apóstoles junto con los discipulos
a raíz de la ascensión del Señor: Perseveraban, dice, todos unánimes
en la oración junto con las mujeres y con María, que era la madre de Jesús, y
sus hermanos. Esta perseverancia en unanimidad de oración daba a entender el
fervor, a la vez que la concordia de su oración, porque Dios, que hace que
habiten unidos en la casa, no admite en su morada eterna del cielo más que a los
que se unen en la oración.
Pero ¡qué
misterios, hermanos amadísimos, se encierran en la oración del Padre nuestro!
¡Cuántos y cuán grandes, recogidos en resumen, pero especialmente fecundos por
su eficacia, de tal manera que no ha dejado nada que no esté comprendido en esta
breve fórmula llena de doctrina celestial! Así, dice, debéis orar: Padre
nuestro, que estás en los cielos: «Padre», dice en primer lugar el hombre
nuevo, regenerado y restituido a su Dios por la gracia, porque ya ha empezado a
ser hijo. Vino a los suyos dice, y
los suyos no lo recibieron. A cuantos lo recibieron, les dio poder de hacerse
hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
El que, por tanto, ha creído en su nombre y se ha
hecho hijo de Dios, debe empezar por eso a dar gracias y hacer profesión de hijo
de Dios, puesto que llama Padre a Dios, que está en los cielos (...)
¡Cuán grande es la
clemencia del Señor, cuán grande la difusión de su gracia y bondad, pues que
quiso que orásemos frecuentemente en presencia de Dios y le llamemos Padre; y
así como Cristo es Hijo de Dios, así nos llamemos nosotros hijos de Dios!
Ninguno de nosotros osaría pronunciar tal nombre en la oración si no nos lo
hubiese permitido Él mismo. Hemos de acordarnos, por tanto, hermanos amadísimos,
y saber que, cuando llamamos Padre a Dios, es consecuencia que obremos como
hijos de Dios, con el fin de que, así como nosotros nos honramos con tenerle por
Padre, Él pueda honrarse de nosotros. Hemos de portarnos como templos de Dios,
para que sea una prueba de que habita en nosotros el Señor y no desdigan
nuestros actos del espíritu recibido, de modo que los que hemos empezado a ser
celestiales y espirituales no pensemos y obremos más que cosas espirituales y
celestiales, porque el mismo Señor y Dios ha dicho: Glorificaré a los que me
glorifican, y será despreciado el que me desprecia. También el santo Apóstol
consignó en una de sus cartas: No sois dueños de vosotros, pues habéis ciclo
comprados a gran precio. Glorificad y
llevad a Dios en vuestro cuerpo.
(8; 9a; 11; BAC
241, 204-209)
Hágase tu voluntad,
así en la tierra como en el cielo:
Añadimos después
esto: «Cúmplase tu voluntad en la tierra como en el cielo». No en el sentido de
que Dios haga lo que quiere, sino en cuanto nosotros podamos hacer lo que Dios
quiere. Pues ¿quién puede estorbar a Dios de que haga lo que quiera? Pero porque
a nosotros se nos opone el diablo para que no esté totalmente sumisa a Dios
nuestra mente y vida, pedimos y rogamos que se cumpla en nosotros la voluntad de
Dios; y para que se cumpla en nosotros, necesitamos de esa misma voluntad, es
decir, de su ayuda y protección, porque nadie es fuerte por sus propias fuerzas,
sino por la bondad y misericordia de Dios. En fin, también el Señor, para
mostrar la debilidad del hombre, cuya naturaleza llevaba, dice: Padre, si
puede ser, que pase de mí este cáliz, y para dar ejemplo a sus discípulos de
que no hicieran su propia voluntad, sino la de Dios, añadió lo siguiente: Con
todo, no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres. Y en otro pasaje
dice: No bajé del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me
envió. Por lo cual, si el Hijo obedeció hasta hacer la voluntad del Padre,
cuánto más debe obedecer el servidor para cumplir la voluntad de su señor, como
exhorta y enseña en una de sus epístolas Juan a cumplir la voluntad de Dios,
diciendo: No améis al mundo ni lo que hay
en el mundo. Si alguno amare al mundo, no hay en él amor del Padre, porque todo
lo que hay en éste es concupiscencia de la carne y concupiscencia de los ojos, y
ambición de la vida, que no viene del Padre, sino de la concupiscencia del
mundo; y el mundo pasará y su concupiscencia, mas el que cumpliere la voluntad
de Dios permanecerá para siempre, como Dios permanece eternamente.
Los que queremos permanecer siempre, debemos hacer
la voluntad de Dios, que es eterno.
La voluntad de Dios
es la que Cristo enseñó y cumplió: humildad en la conducta, firmeza en la fe,
reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras,
orden en las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se
hacen, guardar paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque
es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer nada a Cristo, porque tampoco Él
antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a su amor, abrazarse a su cruz
con fortaleza y confianza; si se ventila su nombre y honor, mostrar en las
palabras la firmeza con la que le confesamos; en los tormentos, la confianza con
que luchamos; en la muerte, la paciencia por la que somos coronados. Esto es
querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios, esto es
cumplir la voluntad del Padre.
Pedimos que se
cumpla la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra; en ambos consiste el
acabamiento de nuestra felicidad y salvación. En efecto, teniendo un cuerpo
terreno y un espíritu que viene del cielo, somos a la vez tierra y cielo, y
oramos para que en ambos, es decir, en el cuerpo y en el espíritu, se cumpla su
voluntad. Pues hay lucha entre la carne y el espíritu y cotidiana guerra, de
modo que no hacemos lo que queremos, ya que el espíritu va tras lo celestial y
divino, mas la carne se siente arrastrada a lo terreno y temporal. Y por eso
pedimos que haya paz entre estos dos adversarios con la ayuda y auxilio de Dios,
a fin de que, si se cumple la voluntad de Dios en el espíritu y en la carne, el
alma, que ha renacido por Él, se salve. Es lo que pone de manifiesto y declara
abiertamente el apóstol Pablo: La carne, dice, apetece contra el
espíritu, y el espíritu contra la carne; estos dos son adversarios el uno contra
el otro, por manera que no hacéis lo que queréis. Bien conocidas son las obras
de la carne, cuales son los adulterios, fornicaciones, impurezas, torpezas,
idolatrías, envenenamientos, homicidios, enemistades, altercados, rivalidades,
animosidades, provocaciones, riñas, desavenencias, herejías, envidias,
embriagueces, comilonas y otros vicios semejantes; los que tales cosas cometen
no poseerán el reino de Dios. Al contrario, los frutos del Espíritu son caridad,
gozo, paz, magnanimidad, bondad, lealtad, mansedumbre, continencia, castidad.
Por eso debemos pedir con cotidianas y aun continuas oraciones que se cumpla
sobre nosotros la voluntad de Dios tanto en el cielo como en la tierra: porque
ésta es la voluntad de Dios, que lo terreno se posponga a lo celestial, que
prevalezca lo espiritual y divino.
También puede darse
otro sentido, hermanos amadísimos, que, puesto que manda y amonesta el Señor que
amemos hasta a los enemigos y oremos también por los que nos persiguen, pidamos
igualmente por los que aún son terrenos y no han empezado todavía a ser
celestes, para que asimismo se cumpla sobre ellos la voluntad de Dios, que
Cristo cumplió conservando y reparando al hombre. Porque si ya no llama Él a los
discípulos tierra, sino sal de la tierra, y el Apóstol dice que el primer hombre
salió del barro de la tierra y el segundo del cielo, nosotros, que debemos ser
semejantes a Dios, que hace salir el sol sobre buenos y malos y llueve sobre
justos e injustos, con razón pedimos y rogamos, ante el aviso de Cristo, por
la salud de todos, que como en el cielo, esto es, en nosotros, se cumplió la
voluntad de Dios por nuestra fe para ser del cielo, así también se cumpla su
voluntad en la tierra, esto es, en los que no creen, a fin de que los que
todavía son terrenos por su primer nacimiento empiecen a ser celestiales por su
nacimiento segundo del agua y del Espíritu.
(14-17; BAC 241,
210-213)
Carta de
Cipriano, desde el lugar donde se escondió al comenzar la persecución de Decio,
a los presbíteros y a los diáconos de Cartago; de principios del año 250.
Cipriano a los
presbíteros y diáconos, sus hermanos carísimos, salud.
Os saludo,
encontrándome bien por la gracia de Dios, hermanos carísimos, y me alegro de
saber no hay novedad en lo que se refiere asimismo a vuestra salud. Y ya que las
circunstancias no permiten estar ahora con vosotros, os ruego en razón de
vuestra fe y religión, que desempeñéis vuestras funciones y las nuestras, de
modo que nada haya que desear en cuanto a la disciplina y el celo. Respecto al
suministro de recursos, os ruego que nada falte, tanto a los que por confesar
gloriosamente al Señor están en la cárcel, como a los que viéndose en pobreza y
necesidad, permanecen, no obstante, fieles al Señor; pues todo el dinero
recogido ahí, está distribuido entre los miembros del clero para casos de este
género, de manera que haya muchos que puedan subvenir a las necesidades y apuros
particulares.
También os ruego
que no decaiga vuestro celo e interés por que no se perturbe la tranquilidad.
Claro que los hermanos están deseando, por el gran cariño que les tienen, ir a
visitar a los buenos confesores, que la gracia divina ha hecho ya ilustres con
un glorioso principio; no obstante, creo que esto debe practicarse con
discreción, no en grupos y en gran número de una vez, para no excitar con ello
la hostilidad y que se deniegue la facultad de entrar; y en tanto que por exceso
queramos demasiado, lo perdamos todo. Así que proveed con prudencia para que se
lleve esto a cabo con la mayor seguridad, de modo que hasta los presbíteros, que
en la cárcel ofrecen el sacrificio ante los confesores, alternen por turnos,
cada uno con un diácono distinto, porque el cambio de personas y la variedad de
los visitantes disminuye la animosidad. En todo, pues, debemos acomodarnos a las
circunstancias con mansedumbre y humildad, como conviene a los siervos de Dios,
y mirar por la tranquilidad, y atender al
pueblo. Os deseo, hermanos carísimos y amadísimos,
que gocéis siempre de completa salud, y os acordéis de nosotros. Saludad a toda
la comunidad de hermanos. Os saluda el diácono y los que están conmigo. Adiós.
(Carta 5: Migne 4;
BAC 241. 377-378)
Carta de
Cipriano, desde su escondite, a los presbíteros y diáconos de Cartago, sobre el
cuidado de la comunidad. Principios del 250.
Cipriano a los
presbíteros y diáconos, sus hermanos carísimos, salud.
Os saludo,
carísimos hermanos, encontrándome bien por la bondad de Dios y deseando llegarme
enseguida a veros, para dar satisfacción a mi deseo, que es el vuestro y el de
todos los hermanos. No hay más remedio, sin embargo, que velar por la paz común
y, aunque con pesar mío, estar ausente provisionalmente de vosotros, para no
provocar con nuestra presencia la animosidad y violencias de los gentiles y no
ser responsable de la pérdida de la paz, ya que más bien debemos mirar por la
tranquilidad de todos. Así que, cuando me escribáis que todo está en paz y que
ya puedo volver, o si Dios se dignare mostrarlo antes, entonces me juntaré a
vosotros. Pues ¿dónde voy a estar mejor o más satisfecho que allí donde Dios
quiso concederme la fe y el crecimiento? Os ruego tengáis extrema solicitud de
las viudas, de los enfermos y de todos los necesitados. Pero aun para los
forasteros, si fueren necesitados, tomad socorros de mi peculio que dejé en
poder de Rogaciano, nuestro copresbítero. Y por si este fondo se hubiere ya
distribuido, he remitido al mismo Rogaciano otra suma por el acólito Narico, con
el fin de que con toda largueza y prontitud pueda hacerse la distribución. Os
deseo, hermanos carísimos, constante y cumplida salud.
(Carta 7: Migne 36;
BAC 241, 383-384)
Carta de
Cipriano a los presbíteros y diáconos de Cartago, sobre el problema de los
lapsi; verano del 250.
Cipriano a los
presbíteros y diáconos, sus hermanos, salud. Estoy extrañado de que vosotros,
hermanos carísimos, no hayáis respondido nada a las muchas cartas que con
frecuencia os remito, dado que la utilidad y necesidad de la comunidad de
nuestros hermanos exige indudablemente que yo sea informado por vosotros de los
negocios a resolver, y así pueda precisar las determinaciones. Pero como veo que
no hay ocasión de reunirme con vosotros, y ya ha empezado el verano, en el que
suelen atacar las enfermedades graves y frecuentes, considero que se ha de
ayudar a los hermanos. Así que los que recibieron billetes de recomendación de
los mártires y pueden ser ayudados por su intercesión ante Dios, si se vieren en
trance de peligro o de enfermedad, sin esperar mi presencia, pueden cumplir la
exomológesis de su delito ante cualquier presbítero presente, o, si no se
encontrare un presbítero y urgiera el peligro de muerte, ante un diácono
también, a fin de que, impuesta la mano como signo de reconciliacion, vayan al
Señor con la paz que nos solicitaron los mártires se les concediera en sus
cartas.
En cuanto a la otra
parte del pueblo que cayó, asistidles con vuestras personas y reconfortadles con
vuestros auxilios, para que no se aparten de la fe y misericordia del Señor. No
deben, pues, ser privados de la ayuda y socorro del Señor los que con
mansedumbre y humildad, y verdaderamente arrepentidos, perseveraren en sus
buenas intenciones, puesto que a ellos también ha de atendérseles con el remedio
divino. No debe tampoco faltar vuestra solicitud a los catecúmenos, si les
sobreviniere peligro y último extremo de muerte, y, si imploraren el perdón de
Dios, no se les niegue la misericordia del Señor.
Os deseo, hermanos
carísimos, que siempre disfrutéis de buena salud, y os acordéis de mí. Un saludo
de mi parte a toda la comunidad de hermanos, y recomendadles un recuerdo para
mí. Adiós.
(Carta 18: Migne
12; BAC 241, 422-423)
Carta de
Cipriano a los presbíteros, a los diáconos y a todo el pueblo de Cartago, sobre
los méritos de un confesor; otoño del 250.
Cipriano a sus
hermanos amadísimos y deseadísimos los presbíteros, diáconos y a todo el pueblo,
salud. Es deber mío anunciaros, carísimos hermanos, las noticias que os pueden
dar contento a todos y afectan al mayor honor de nuestra Iglesia. Y, en efecto,
debéis saber que nos ha advertido e intimado la bondad divina inscribir en el
número de los presbíteros de Cartago al presbítero Numídico y admitirlo a
sentarse entre nuestro clero, siendo tan ilustre por la brillante conducta de su
confesión y tan eminente por el prestigio que le han dado su valor y su fe.
Además, éste ha enviado por delante de sí, merced a sus arengas, a una falange
de gloriosos mártires que murieron lapidados y quemados, y hasta miró con gozo a
su esposa, fiel a su lado, cuando se consumía en medio de las llamas con los
demás, y más bien diría yo se conservaba. Él mismo, medio quemado y medio
enterrado por las piedras, fue dado ya por muerto; después, cuando su hija, con
sentimientos de piedad filial, buscaba el cadáver de su padre, es cuando se lo
encontró respirando aún, y retirado y confortado, quedó contra su gusto separado
de sus compañeros, a quienes él mismo había enviado por delante. Pero el motivo
de quedarse fue, como vemos, para que el Señor lo agregara a nuestro clero y
para dotar de prestigiosos sacerdotes nuestro grupo, desolado por la caída de
algunos presbíteros.
Ciertamente se le
promoverá, con la permisión de Dios, a un puesto más elevado de la Iglesia
cuando con la gracia de Dios estemos ahí presentes. Entre tanto, cúmplase lo que
se indica: recibamos con acción de gracias este don de Dios, esperando de la
misericordia del Señor muchos beneficios de esta clase, a fin de que vuelva el
vigor a su Iglesia y conceda, para honor nuestro, que se sienten con nosotros en
las asambleas presbíteros tan mansos y humildes.
Os deseo, hermanos
carísimos y deseadísimos, que conservéis sin interrupción entera salud.
(Carta 40: Migne
35; BAC 241, 484-485)
Carta de
Cipriano a Suceso; ha comenzado la persecución de Valeriano; agosto del 258.
Cipriano a Suceso,
su hermano, salud.
La causa de que no
os escribiera, hermano carísimo, enseguida, fue que todos los clérigos,
sometidos al golpe del combate, no podían salir de aquí en absoluto, dispuestos
todos conforme al favor de su alma para la corona de Dios y del cielo. Debéis
saber que han llegado los que había enviado a Roma con el fin de que nos
trajesen la verdad de lo decretado sobre nosotros, cualquiera cosa que fuese.
Pues se corren y airean diversos e inciertos rumores. Lo verdadero es lo
siguiente: Que Valeriano dio un rescripto al Senado, ordenando que los obispos y
presbíteros y diáconos fueran ejecutados al instante, que los senadores y
hombres de altas funciones y los caballeros romanos deben ser despojados de sus
bienes, además de la dignidad, y, si perseveraren en su cristianismo, después de
despojados de todo, sean decapitados; las matronas, por su parte, perderán sus
bienes y serán relegadas al destierro; a los cesarianos, cualesquiera que
hubieren confesado antes o confesaren al presente, les serán confiscados los
bienes y serán encarcelados y enviados a las posesiones del emperador,
levantando acta de ello. El emperador Valeriano ha añadido a su rescripto una
copia a la carta dirigida a los gobernadores de provincias sobre nosotros.
Estamos esperando cada día que llegue esta carta, manteniéndonos en pie con la
firmeza de la fe dispuestos al martirio, y esperando de la ayuda y misericordia
del Senor la corona de la vida eterna. Sabed que Sixto fue degollado en el
cementerio el seis de agosto, y con él cuatro diáconos. Y los prefectos de Roma
activan cada día esta persecución, ejecutando a los que les son presentados, y
destinando al fisco sus bienes.
Os ruego que deis a
conocer estos sucesos a nuestros demás colegas, con el fin de que ellos exhorten
en todas partes a las comunidades de fieles y las fortalezcan y preparen para el
agón espiritual, y todos y cada uno de los nuestros no piensen tanto en la
muerte como en la inmortalidad, y entregados con plena confianza y total
decisión al Señor, se gocen de esta ocasión de confesarle más que la teman,
porque saben que los soldados de Dios y Cristo no son exterminados, sino
coronados.
Os deseo, hermano
carísimo, siempre perfecta salud.
(Carta 80: Migne
82; BAC 241, 737-738)
Carta de
Cipriano a los presbíteros, a los diáconos y a todo el pueblo de Cartago. sobre
su actitud y la de los demás ante la nueve persecución; agosto del 258.
Cipriano a los
presbíteros, diáconos y a todo el pueblo, salud.
Habiendo llegado a
mi conocimiento, hermanos carísimos, que habían sido enviados frumentarios, para
conducirme a Utica, y habiéndome aconsejado los amigos más queridos alejarme de
momento de mis jardines, he consentido en ello por justo motivo, porque conviene
que el obispo dé testimonio del Señor en la ciudad en que preside a la Iglesia
del Señor y glorifique con la confesión del jefe en persona a todo el pueblo.
Lo que un obispo
confesor dice en el mismo momento de la confesión bajo la inspiración de Dios,
lo dice en nombre de todos. Al contrario, se mutilaría el honor de nuestra
Iglesia tan gloriosa si yo, que soy obispo de otra Iglesia, dictada la sentencia
en Utica por la confesión de Cristo, a consecuencia de ella, sufriera el
martirio, puesto que yo ruego con continuas oraciones y deseo de todas veras y
es mi deber hacer la confesión en medio de vosotros y padecer allí, y desde ahí
partir para el Señor. Por tanto, esperamos aquí en este retiro secreto la vuelta
del procónsul de Cartago, para saber de él lo que han dispuesto los emperadores
sobre los cristianos legos y los obispos, y dirán lo que el Señor dispusiere se
diga en este momento. Vosotros, hermanos carísimos, conforme a la doctrina que
siempre recibisteis de mí sobre los mandatos del Señor, y conforme a lo que
aprendisteis de mi enseñanza tantas veces, manteneos en paz y tranquilidad, y
ninguno de vosotros promueva ninguna alteración entre los hermanos, ni se
presente espontáneamente a los gentiles. Si es aprehendido y entregado a los
magistrados, debe hablar, puesto que hablará por nosotros en aquel momento Dios,
que prefirió una confesión a una profesión. Sobre lo que conviene hacer por lo
demás, lo dispondremos sobre el terreno, con la inspiración del Señor, antes de
que el procónsul dicte sentencia respecto a mi confesión del nombre de Dios.
Que el Señor Jesús,
hermanos carísimos, os mantenga salvos en su Iglesia y se digne conservaros.
(Carta 81: Migne
83; BAC 241, 739-740)
**********
I. El
hombre nuevo.
De
Dios viene la fuerza para vivir santamente. CV/FUERZA-DE-D
Cuando
yo me encontraba sumido en las tinieblas y en la noche cerrada bamboleándome y
fluctuando en el mar agitado del mundo, lleno de dudas en pos de señales
perdedoras, ignorante de mi propia vida, extraño a la verdad y a la luz, me
parecía que según era en aquel momento mi modo de vida había de serme
sumamente difícil y duro lo que la misericordia divina me prometía para mi
salvación, a saber, poder renacer de nuevo y con el lavatorio del agua
salvadora comenzar una nueva vida, deshaciéndome de todo lo de antes y cambiar
el modo de sentir y de entender del hombre, aunque el cuerpo permaneciera el
mismo. ¿Cómo puede ser posible, me decia, una conversión tan grande, por la
que de repente y en un momento se despoje uno de aquellas cosas congénitas que
han adquirido la solidez de la misma naturaleza, o de aquellas cosas adquiridas
desde largo tiempo y que han arraigado y envejecido con los años? Estas cosas
están sólidamente arraigadas, con raíces sólidas y profundas. ¿Cuándo
aprenderá la templanza el que ya está acostumbrado a las buenas cenas y a los
grandes banquetes? El que solía brillar por su elegancia, vestido ricamente de
oro y púrpura, ¿cuándo podrá ponerse el vestido sencillo del pueblo? El que
tenía sus delicias en los honores y dignidades, no puede permanecer como simple
privado y sin gloria. El que iba siempre rodeado de una piña de clientes y se
sentía honrado con su numeroso séquito y su escuadrón de servidores, piensa
ser un castigo el tener que andar solo. Se han hecho imprescindibles los tenaces
estímulos a que uno se había acostumbrado: el animarse con el vino, hincharse
con la soberbia, inflamarse de ira, preocuparse por la rapacidad, excitarse con
la crueldad, deleitarse en la ambición, entregarse al placer.
Esto
pensaba yo muchas veces dentro de mi, pues yo mismo me encontraba enredado en
los muchos errores de mi vida anterior, y no pensaba que pudiera llegar a
despojarme de ellos... Pero cuando la suciedad de mi vida anterior fue lavada
por medio del agua regeneradora, una luz de arriba se derramó en mi pecho ya
limpio y puro. Después que hube bebido del Espíritu celeste, me encontré
rejuvenecido con un segundo nacimiento y hecho un hombre nuevo: de manera
milagrosa desaparecieron de repente las dudas, se abrió la cerrazón, se
iluminaron las tinieblas, se hizo posible lo que antes parecía imposible...
Reconocí que mi anterior vida carnal y entregada al pecado era cosa de la
tierra, mientras que la que ya había empezado a vivir del Espiritu Santo era
cosa de Dios... El alabarse a si mismo es odiosa soberbia, pero no es soberbia,
sino agradecimiento, el proclamar lo que se atribuye, no al esfuerzo del hombre,
sino al don de Dios. El dejar de pecar es cosa de Dios, mientras que el anterior
pecado era cosa del error humano. Nuestro poder, repito, todo nuestro poder, es
cosa de Dios. De él es nuestra vida, de él nuestra fuerza, de éI tomamos y
asimilamos nuestra vitalidad por la que, estando todavía en este mundo,
reconocemos los signos de las cosas futuras 1.
La
persecución es una purificación de la vida cristiana.
El
Señor ha querido poner a prueba a sus hijos. Una larga paz había corrompido en
nosotros las enseñanzas que el mismo Dios nos había dado, y tuvo que venir la
reprensión del cielo para levantar la fe que se encontraba decaída y casi
diría aletargada; y aunque nuestros pecados merecían mayor severidad, el Dios
piadosisimo ha ordenado de tal manera todas las cosas, que todo lo que ha
acontecido parece ser más una prueba que una persecución. Cada uno se
preocupaba de aumentar su hacienda, y olvidándose de su fe y de lo que antes se
solía practicar en tiempo de los apóstoles y que siempre deberían seguir
practicando, se entregaban con codicia insaciable y abrasadora a aumentar sus
posesiones. En los sacerdotes ya no había religiosa piedad, no había aquella
fe íntegra en el desempeño de su ministerio, aquellas obras de misecordia,
aquella disciplina en las costumbres. Los hombres se corrompían cuidando de su
barba, las mujeres preocupadas por su belleza y sus maquillajes: se adulteraba
la forma de los ojos, obra de las manos de Dios; los cabellos se teñían con
colores falsos. Con astutos fraudes se engañaba a los sencillos, y con
intenciones torcidas se abusaba de los hermanos. Se concertaban matrimonios con
los infieles, y se prostituían a los gentiles los miembros de Cristo. No sólo
se juraba temerariamente, sino que se perjuraba; se despreciaba a los superiores
con hinchada soberbia, se blasfemaba con lengua venenosa, se desgarraban unos a
otros con odios pertinaces. Muchos obispos, que debían ser ejemplo y
exhortación para los demás, se olvidaban de su divino ministerio, y se hacían
ministros de los poderosos del siglo: abandonaban su sede. dejaban destituido a
su pueblo, recorriendo las provincias extranjeras siguiendo los mercados en
busca de negocios lucrativos, con ansia de poseer abundancia de dinero mientras
los hermanos de sus iglesias padecían hambre; se apoderaban de haciendas con
fraudes y ardides, y aumentaban sus intereses con crecida usura... Nosotros, al
olvidarnos de la ley que se nos había dado, hemos dado con nuestros pecados
motivo para lo que ocurre: ya que hemos despreciado los mandamientos de Dios,
somos llamados con remedios severos a que nos enmendemos de nuestros delitos y
demos muestra de nuestra fe. Por lo menos, aunque sea tarde, nos hemos
convertido al temor de Dios, dispuestos a sufrir con paciencia y fortaleza esta
amonestación y prueba que de Dios nos viene... 2
Sólo
con una verdadera penitencia se alcanza el perdón del Señor.
Ha
brotado, hermanos amadísimos, un nuevo género de estrago. Como si hubiera sido
poco cruel la tormenta de la persecución, se ha añadido como colmo de males
una blandura engañosa y destructora que se presenta bajo el titulo de
misericordia. Contra el vigor del evangelio, contra la ley de Dios y del Señor,
la audacia de algunos concede laxamente la comunión a los incautos, como una
paz nula y falsa, llena de peligros para los que la otorgan, y de ningún
provecho para los que la reciben. No buscan la penitencia que restablece la
salud, ni la verdadera medicina que está en la satisfacción. La penitencia
queda excluida de los corazones, borrándose la memoria de un delito gravísimo
y supremo. Se encubren las heridas de los moribundos y la llaga mortal latente
en lo más profuso de las entrañas se tapa con un falso dolor. Los que vuelven
de los altares del diablo, se acercan al santuario del Señor con sus manos
sucias e infectas de los olores, casi eructando todavia los manjares mortíferos
de los ídolos: sus fauces despiden todavía ahora el aliento de un crimen,
precipitándose sobre el cuerpo del Señor cuando su respiración huele todavía
a aquellos contagios funestos... Antes de que hayan expiado sus delitos, antes
de que hayan hecho confesión de su pecado, antes de que su conciencia haya sido
purificada con el sacrificio y con la mano del sacerdote, antes de aplacar la
ofensa del Dios indignado y amenazante, se hace violencia a su cuerpo y a su
sangre, cometiendo entonces con sus manos y con su boca un crimen contra el
Señor, mayor que el que cometieron cuando le negaron. No es aquello paz, sino
guerra: no se adhiere al evangelio el que se separa de la Iglesia... Nadie se
engañe, nadie se deje sorprender. Sólo el Señor puede perdonar. Sólo él
puede dar el perdón de los pecados que se han cometido contra él: él, que
cargó con nuestros pecados, que padeció por nosotros, que fue entregado por
Dios para nuestros pecados. No puede estar el hombre por encima de Dios, ni
puede el esclavo perdonar o conceder indulgencia de los delitos graves cometidos
contra su Señor, no sea que al que ha caído se le añada el pecado de no
entender lo que está predicho: «Maldito el hombre que pone su esperanza en
otro hombre» (Jer 17, 5). Al Señor se ha de rogar, el Señor ha de ser
aplacado con nuestra satisfacción, pues él dijo que negaría al que le negase,
y que sólo él recibió del Padre el poder de juzgar a todos. Ciertamente
creemos que los méritos de los mártires y las obras de los justos tienen mucho
poder ante este juez: pero esto será cuando venga el día del juicio, cuando
después del ocaso de este mundo su pueblo se presente ante su tribunal 3.
II. La
Iglesia.
La
unidad de la Iglesia. I/CIPRIANO I/PERTENENCIA
Los
manuscritos ofrecen dos versiones del pasaje siguiente: una de ellas insiste
más directamente sobre la unión con el primado de Pedro como principio de
unidad de la Iglesia, mientras que la otra parece recomendar la unidad en sí
misma sin tan directa relación con el primado. Por mucho tiempo existió la
sospecha de que el texto que favorecía más al primado de Pedro era un texto
manipulado por alguien interesado en la exaltación del primado romano. Sin
embargo, la crítica más reciente parece concluir que probablemente ambas
versiones pertenecen al mismo san Cipriano: la primera sería la versión
original de Cipriano tal como escribió su tratado enviándolo a Roma para
ayudar a combatir el cisma por el que Novaciano intentaba oponerse al legitimo
obispo de Roma: de ahí la insistencia en la unión con la sede de Pedro. La
otra versión sería la que el mismo Cipriano puso en circulación por Africa
después de sus disensiones con el papa Esteban acerca del rebautismo de los
herejes. Con todo, ni una ni otra parecen apoyar la preeminencia del obispo de
Roma sobre los demás, sino más bien la autoridad apostólica de cada uno de
los obispos en sus Iglesias en cuanto que son participantes de la única
autoridad que el Señor confirió a Pedro sobre la única Iglesia.
Dice
el Señor a Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia...» (/Mt/16/18). Sobre uno solo edifica el Señor su Iglesia, y aunque
a todos los apóstoles les atribuye una potestad igual, con todo establece una
única cátedra y un solo principio de unidad con la autoridad de su palabra.
Ciertamente los demás apóstoles eran lo que era Pedro, pero el primado es dado
a Pedro a fin de que quedase patente que hay una sola Iglesia y una sola
cátedra. Todos son pastores, pero queda patente que uno solo es el rebaño, que
es apacentado por todos los apóstoles con unanimidad de sentimientos... El que
abandona esta cátedra de Pedro, sobre la cual está fundada la Iglesia, ¿puede
creer que está todavía en la Iglesia? ¿El que se rebela contra la Iglesia y
se opone a ella, puede pensar que está en ella? El mismo apóstol Pablo enseña
idéntica doctrina declarando el misterio de la unidad con estas palabras: «Un
solo cuerpo y un solo espíritu, una sola esperanza en vuestra vocación, un
solo Señor, una fe, un bautismo, un solo Dios» (ce Ef 4, 4). Esta unidad hemos
de mantener y vindicar particularmente aquellos que estamos al frente de la
Iglesia como obispos, mostrando con ello que el mismo episcopado es uno e
indiviso.
Nadie
engañe a los hermanos con falsedades; nadie corrompa la verdad de nuestra fe
con desleal prevaricación: el episcopado es uno, y cada uno de los que lo
ostentan tiene una parte de un todo sólido; la Iglesia es una, aunque al crecer
por su fecundidad se extienda hasta formar una pluralidad. El sol tiene muchos
rayos, pero su luz es una; muchas son las ramas de un árbol, pero uno es el
tronco, bien fundado sobre sólidas raíces; muchos son los arroyos que fluyen
de la fuente, pero aunque la abundancia del caudal parezca difundirse en
pluralidad, se mantiene la unidad en el origen. Si separas un rayo del cuerpo
del sol, la unidad no permitirá que se divida la luz; si rompes una rama del
árbol, ya no podrá brotar una vez rota; si cortas el arroyo de la fuente, se
seca al punto. De la misma manera la Iglesia, compenetrada de la luz del Señor,
lanza sus rayos por todo el mundo: pero una misma es la luz que se esparce por
todas partes, ni sufre división la unidad del cuerpo total. Ella, con su
fértil abundancia, extiende sus ramas sobre toda la tierra, y generosamente
derrama a lo lejos los arroyos que de ella fluyen: sin embargo, una es su
cabeza, uno es su origen, una es la madre abundante en frutos de fertilidad: de
su vientre nacemos, de su leche nos alimentamos, su aliento es el que nos da la
vida.
I/MADRE/CIPRIANO-SAN
I/SV: La que es esposa de Cristo, no puede cometer adulterio, sino que permanece
íntegra y casta. No conoce más que una casa, y guarda con casto pudor la
santidad de un solo tálamo. Ella nos guarda para Dios, ella nos inscribe en el
reino de los hijos que ella ha engendrado. Todo el que se separa de la Iglesia,
se une a una adúltera, se separa de las promesas de la Iglesia, es un extraño,
un excomulgado, un enemigo. No llegará a los premios de Cristo el que abandona
la Iglesia de Cristo. No puede tener a Dios por padre el que no tiene a la
Iglesia por madre. Tanto puede uno pretender salir a salvo fuera de la Iglesia,
cuanto podía uno salvarse fuera del arca de Noé. Así nos lo avisa el Señor
diciendo: «El que no está conmigo está contra mi, y el que no recoge conmigo,
desparrama» (Mt 12, 30). El que rompe la paz y la concordia de Cristo, lucha
contra Cristo... El que no guarda aquella unidad, no guarda la ley de Dios, no
guarda la fe del Padre y del Hijo, no conserva la vida y la salvación 4.
En
cuanto a la persona de Novaciano, sobre el que me pediste que te escriba cuál
es la herejía que ha introducido, has de saber en primer lugar que nosotros ni
debemos tener curiosidad de saber qué es lo que él enseña, toda vez que
enseña fuera de la Iglesia. Quienquiera y comoquiera que sea, no es cristiano
el que no está en la Iglesia de Cristo. Aunque ande orgulloso y predique con
voces altaneras su filosofía o su retórica, el que no guarda la caridad
fraterna y la unidad eclesiástica ha perdido incluso lo que antes era. A no ser
que tengas por obispo al que por maquinación se esfuerza en que los desertor'es
le hagan obispo, habiendo en la Iglesia otro obispo consagrado por dieciséis de
sus colegas. Habiendo sido establecida por Cristo una sola Iglesia por todo el
mundo, dividida en muchos miembros, también el episcopado es uno, extendido
sobre muchos obispos en concorde pluralidad (episcoporum multorum concordi
numerositate diffusus). Pero él, una vez que ya existe la tradición divina,
una vez que se da la unidad de la Iglesia católica bien trabada y aunada, que
se esfuerce por hacer una iglesia humana y por enviar a numerosas ciudades esos
nuevos apóstoles suyos, colocando así esta especie de fundamentos recientes de
su institución. Estando ya previamente consagrados obispos en todas las
provincias y ciudades, hombres de edad provecta, íntegros en la fe, probados en
la adversidad, perseguidos en la persecución, que tenga él la audacia de crear
por encima de ellos otros pseudo-obispos... 5.
La
Iglesia, constituida sobre los obispos.
El
Señor nuestro, cuyos mandatos debemos reverenciar y guardar, al regular la
posición del obispo y la estructura de la Iglesia habla en el Evangelio y dice
a Pedro: <<Tú eres Pedro...» (Mt 16, 18-19). En virtud de esto, a lo
largo de los tiempos va continuándose la sucesión de los obispos y la
administración de la Iglesia, de suerte que la Iglesia siempre esté
establecida sobre los obispos, y todo acto de la Iglesia sea dirigido por estos
prepósitos (ut ecclesia super episcopos constituatur et omnis actus ecclesiae
per eosdem praepositos gubernetur). Estando esto fundado en la ley divina, me
maravilla que algunos. con audacia temeraria, hayan intentado escribirme
presentando su carta en nombre de la Iglesia, siendo así que la Iglesia está
constituida por el obispo, el clero y todos los fieles (quando ecclesia in
episcopo et clero et in omnibus stantibus sit constituta). Lejos de nosotros, y
no lo permita la misericordia y el poder invencible de Dios, que la Iglesia se
diga ser el conjunto de los herejes, ya que está escrito: «No es Dios de
muertos, sino de vivos» (Lc 17, 10). Ciertamente queremos que todos vuelvan a
la vida, y con nuestras oraciones y gemidos rogamos que vuelvan a su primer
estado. Pero si algunos quieren ser la Iglesia, y si la Iglesia está entre
ellos y la forman ellos, ¿qué remedio nos queda sino que nosotros les roguemos
a ellos que se dignen admitirnos en la Iglesia? Conviene pues que sean sumisos,
pacíficos y modestos aquellos que, conscientes de su pecado, han de hacer
penitencia ante Dios. Y no han de escribir cartas en nombre de la Iglesia,
constándoles que son ellos más bien los que escriben a la Iglesia 6.
El
Espíritu Santo en la Iglesia. I/MIEMBROS/UNIDAD I/UNANIMIDAD I/HEREJIAS
En la
casa de Dios, en la Iglesia de Cristo, se habita por la unanimidad, se persevera
por la concordia y la simplicidad. Y por esta razón vino el Espiritu Santo en
forma de paloma: ésta es un animal sencillo y alegre, sin amargor de hiel, que
no muerde con malicia, ni araña violentamente con las uñas, sino que ama la
hospitalidad que le dan los hombres y se siente vinculado a una sola morada;
cuando engendra hijos, todos ven la luz a la vez; cuando vuelan, lo hacen todas
juntas; hacen su vida en convivencia común y tienen el beso de la boca como
señal de la concordia y la paz, de suerte que en todos los detalles cumplen la
ley de la unanimidad. Tal es la simplicidad que hay que procurar sea patente en
la Iglesia; tal es la caridad que hay que conseguir: el amor fraterno ha de
imitar al de las palomas, y la mansedumbre y la suavidad han de ser semejantes a
las de los corderos y ovejas. ¿Qué sentido tiene en un pecho cristiano la
ferocidad del león, o la rabia del perro, o el veneno mortífero de la
serpiente, o la sangrienta crueldad de las fieras? Nos hemos de alegrar cuando
los tales se separan de la Iglesia, ya que así las ovejas de Cristo no
recibirán el contagio de su maligno veneno. Es imposible que coexistan y se
confundan la amargura y la dulzura, la tiniebla y la luz, la tormenta y el
tiempo sereno, la guerra y la paz, la fecundidad y la esterilidad, los
manantiales y las sequías, la tempestad y la calma. No piense nadie que los
buenos puedan salirse de la Iglesia: al trigo no se lo lleva el viento, y la
tempestad no arranca al árbol arraigado con sólida raíz. A éstos incrimina y
ataca el apóstol Juan cuando dice: «Se marcharon de nosotros, pero es que no
eran de los nuestros: porque si hubiesen sido de los nuestros, se habrían
quedado con nosotros» (/1Jn/02/19). De ahí nacieron y nacen a menudo las
herejías: de una mente retorcida, que no tiene paz; de una perfidiosa discordia
que no guarda la unidad... 7
Hay
que guardar las tradiciones apostólicas.
Con
toda diligencia hay que guardar la tradición divina y las prácticas
apostólicas, y hay que atenerse a lo que se hace entre nosotros que es lo que
se hace casi en todas las provincias del mundo, a saber, que para hacer una
ordenación bien hecha, los obispos más próximos de la misma provincia se
reúnan con el pueblo al frente del cual ha de estar el obispo ordenando, y
éste se elija en presencia del pueblo, ya que éste conoce muy bien la vida de
cada uno y ha podido observar por la convivencia el proceder de sus actos. Así
vemos que se hizo también entre vosotros en la ordenación de nuestro colega
Sabino: se le confirió el episcopado y se le impusieron las manos para que
sustituyera a Basilides por el sufragio de toda la comunidad de hermanos y el de
los obispos que estuvieron presentes y el de los que os enviaron su voto por
carta. No puede invalidar esta ordenación jurídicamente bien hecha el que
Basilides, después que sus crímenes quedaron patentes y que él mismo confesó
su culpa, fuera a Roma y engañase a nuestro colega Esteban —que reside lejos
y no tenía conocimiento de los hechos ni de la verdad—, a fin de conseguir
que fuera injustamente repuesto en el episcopado del que con justicia había
sido desposeído. Esto sólo significa que los crímenes de Basilides no sólo
no han sido borrados, sino que se han aumentado, puesto que a sus faltas
anteriores se ha añadido el crimen de engaño e impostura. No hay que culpar
tanto a aquel que por descuido se dejó sorprender cuanto hay que anatematizar a
éste que lo sorprendió con sus fraudes. Pero si Basilides pudo sorprender a
los hombres, no puede sorprender a Dios, pues está escrito que «de Dios nadie
se burla» (Gál 6, 7) 8.
Sobre
la legitimidad de la apelación a Roma.
Ellos
no tuvieron bastante con apartarse del Evangelio, con arrancar a los herejes la
esperanza del perdón y la penitencia, con apartar de todo sentimiento y fruto
de penitencia a los enredados en robos, o manchados con adulterios, o
contaminados con el funesto contagio de los sacrificios, de suerte que éstos ya
no ruegan a Dios ni confiesan sus pecados en la Iglesia; no se contentaron con
constituir fuera de la Iglesia y contra la Iglesia un conventículo de facción
corrompida, al que pudieran acogerse la caterva de los que tienen mala
conciencia y no quieren ni rogar a Dios ni hacer penitencia. Después de todo
esto, todavía, habiéndose dado un falso obispo, creación de los herejes, han
tenido la audacia de hacerse a la vela y de llevar cartas de parte de los
cismáticos y profanos a la cátedra de Pedro, a la Iglesia principal de la que
brotó la unidad del sacerdocio (ad ecclesiam principalem unde unitas
sacerdotalis exorta est); y nisiquiera pensaron que aquellos son los mismos
romanos cuya fe alabó el Apóstol cuando les predicó, a los que no debería
tener acceso la perfidia. ¿Por qué fueron allá a anunciar que había sido
creado un pseudo-obispo contra los obispos?
Porque,
o se sienten satisfechos de lo que hicieron y con ello perseveran en su crimen,
o se arrepienten y se retractan y ya saben adónde han de volver. Porque fue
establecido por todos nosotros que es cosa a la vez razonable y justa que la
causa de cada uno se trate allí donde se cometió el crimen y que cada uno de
los pastores tenga adscrita una porción de la grey, que cada uno ha de regir y
gobernar dando cuenta de sus actos al Señor.
Por
tanto, los que son nuestros súbditos, no han de andar de acá para allá, ni
han de lacerar la coherente concordia de los obispos con su audacia astuta y
engañosa, sino que han de defender su causa allí donde pueda haber acusadores
y testigos de su crimen. A no ser que se crea que la autoridad de los obispos
establecidos en Africa es demasiado pequeña para esos pocos desesperados y
pervertidos.
Aquellos
ya los juzgaron, y ya condenaron poco ha su conciencia, enredada en muchos
criminales enredos 9.
Cipriano
y el papa Esteban.
...Te
envío una copia de la respuesta de Esteban, nuestro hermano. Con su lectura te
persuadirás cada vez más del error de aquel que se esfuerza por defender la
causa de los herejes contra los cristianos y contra la Iglesia de Dios. Porque,
entre otras expresiones soberbias, o que no tienen que ver con la cuestión, o
que son contradictorias entre si, que él escribió con ignorancia e
imprudencia, añade todavía lo siguiente: «En el caso de cualesquiera que de
cualquier herejia vengan a vosotros, no se introduzca innovación, sino seguid
la tradición. Imponedles las manos para recibir la penitencia, ya que los
mismos herejes, cuando se pasan de unos a otros entre si, no se bautizan
propiamente, sino que sólo se conceden la comunión.»
Prohibe
que se bauticen «de cualquier herejía que vengan»: esto es, juzga que los
bautismos de todos los herejes son justos y legitimos.
Y
puesto que cada herejía tiene su bautismo peculiar y sus pecados propios,
éste, al entrar en comunión con el bautismo de todos carga en bloque sobre su
espalda los pecados de todos. Manda además «que no se introduzca innovación
alguna, sino se siga la tradición»: como si introdujera innovación el que,
defendiendo la unidad, defiende el único bautismo en la única Iglesia, y no
más bien el que olvidando la unidad hace uso de la mentira y la peste de la
inmersión profana. «No se introduzca innovación alguna —dice— sino se
siga la tradición.» ¿De dónde viene tal tradición? ¿Acaso de la autoridad
del Señor y del Evangelio, o de las ordenaciones y cartas de los apóstoles?
Dios declara y advierte a Jesús de Navé que lo que hay que hacer es lo que
está escrito, cuando dice (Jos 1, 8): «Que este libro de la ley no se aparte
de tu boca: meditarás sobre él de día y de noche, para que tengas el cuidado
de hacer todo lo que en él está escrito.» Asimismo, el Señor, al enviar a
sus apóstoles les encarga bautizar a las gentes y enseñarles a observar todo
lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 20). Asi pues, si se manda en el Evangelio, o
se contiene en las cartas o Hechos de los apóstoles que los que vengan de
cualquier herejía no sean bautizados, sino que se les impongan sólo las manos
para recibir la penitencia, que se observe esta tradición santa y divina. Pero
si en todas partes los herejes no se nombran sino como enemigos y anticristos,
si son declarados vitandos «perversos y condenados por boca propia» (Tit 3,
11), ¿por qué creen algunos que nosotros no los hemos de condenar, teniendo
claro testimonio apostólico de que ellos mismos ya se han condenado? Nadie ha
de infamar a los apóstoles, como si ellos hubiesen aprobado el bautismo de los
herejes, o hubiesen entrado en comunión con ellos sin el bautismo de la
Iglesia; porque tales cosas escribieron los apóstoles acerca de los herejes, y
esto cuando todavía no habían surgido las pestes heréticas más agudas, ni el
póntico Marción había surgido de las aguas del Ponto...
...¡Magnifica
realmente y legítima es la tradición que nos propone como maestro nuestro
hermano Esteban, avalada por una autoridad suficiente! Porque en el mismo pasaje
de su carta añade como complemento: «Ya que los mismos herejes, cuando se
pasan de unos a otros entre si, no se bautizan propiamente, sino que sólo se
conceden la comunión.» Tal es el colmo de males en que ha caído la Iglesia de
Dios y la Esposa de Cristo: ella se acomoda a los ejemplos de los herejes; en la
celebración de los sacramentos celestes, la luz va a aprender de las tinieblas,
y los cristianos hacen lo que los anticristos. ¡Qué ceguera mental, qué
perversión supone no querer reconocer la unidad de la fe que viene de Dios
Padre, y de nuestro Señor Jesucristo, y de la tradición de nuestro Dios!
Porque si precisamente no está la Iglesia en los herejes por el hecho de que
ella es una y no puede dividirse, y si precisamente no está el Espiritu Santo
con ellos, porque es uno y no puede estar entre los profanos y extraños,
tampoco el bautismo, que tiene esencialmente la misma unidad, no puede estar
entre los herejes, ya que no puede separarse ni de la Iglesia ni del Espíritu
Santo... 10
III. La
eucaristía 10a.
Algunos,
por ignorancia o por inadvertencia, al consagrar el cáliz del Señor y al
administrarlo al pueblo no hacen lo que hizo y enseñó a hacer Jesucristo
Señor y Dios nuestro, autor y maestro de este sacrificio... Ahora bien, cuando
Dios inspira y manda alguna cosa, es necesario que el siervo fiel obedezca al
Señor, manteniéndose libre de culpa delante de todos en no arrogarse nada por
su cuenta, pues ha de temer no sea que ofenda al Señor si no hace lo que está
mandado... Al ofrecer el cáliz ha de guardarse la tradición del Señor, ni
hemos de hacer nosotros otra cosa más que la que el Señor hizo primeramente
por nosotros, a saber, que en el cáliz que se ofrece en su conmemoración se
ofrezca una mezcla de agua y vino... No puede creerse que está en el cáliz la
sangre de Cristo, con la cual hemos sido redimidos y vivificados, si no hay en
el cáliz el vino por el que se manifiesta la sangre de Cristo...
Vemos
el misterio (sacramenrum) del sacrificio del Señor prefigurado en el sacerdote
Melquisedec, según el testimonio de la Escritura cuando dice: <<Y
Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino», siendo sacerdote del Dios
altísimo, y bendijo a Abraham (cf. Gén 14, 18). Ahora bien, que Melquisedec
fuera figura de Cristo lo declara el Espíritu Santo en los salmos, cuando el
Padre dice al Hijo: «Yo te engendré antes de la estrella de la mañana: tú
eres sacerdote según el orden de Melquisedec» (Sal 109, 3-4). Este orden
procede y desciende evidentemente de aquel sacrificio, por el hecho de que
Melquisedec fue sacerdote del Dios altísimo, y de que ofreció pan y vino y
bendijo a Abraham. En efecto, ¿qué sacerdote del Dios altísimo lo es más que
nuestro Señor Jesucristo, quien ofreció a Dios Padre un sacrificio, el mismo
sacrificio que había ofrecido Melquisedec, a saber, pan y vino, es decir, su
cuerpo y su sangre?...
EU/AGUA-VINO/CIPRIANO:
Puesto que Cristo nos llevaba en sí a todos nosotros, ya que hasta llevaba
nuestros pecados, vemos que el agua representa al pueblo, mientras que el vino
representa la sangre de Cristo. Así pues, cuando en el cáliz se mezclan el
agua y el vino, el pueblo se une con Cristo, y la multitud de los creyentes se
une y se junta a aquel en quien cree. Esta unión y conjunción de agua y vino
en el cáliz del Señor hace una mezcla que ya no puede deshacerse. Por esto la
Iglesia, es decir la multitud que está constituida en Iglesia y persevera fiel
y firmemente en su fe no podrá por nada ser separada de Cristo, ni nada podrá
hacer que no permanezca adherida a él e indivisa en el amor. Por esto al
consagrar el cáliz del Señor no se puede ofrecer ni agua sola ni vino solo: si
uno ofrece solo vino, se hará presente la sangre de Cristo sin nosotros; si
sólo hay agua, se hará presente el pueblo sin Cristo. En cambio, cuando se
mezclan ambas cosas hasta formar un todo sin distinción y perfectamente uno,
entonces se consuma el misterio (sacramentum) celestial y espiritual...
Dice
el Señor: «El que quebrantare uno de estos mandamientos mínimos y enseñare a
hacerlo a los hombres, será llamado el más pequeño en el reino de los
cielos» (Mt 5, 19): ahora bien, si no se pueden quebrantar ni los mínimos
mandamientos del Señor, cuánto más esos que son tan grandes, tan importantes,
que tocan tan de cerca al misterio de la pasión del Señor y de nuestra
redención no podrán quebrantar ni cambiar lo que en ellos hay de institución
divina por institución humana alguna. Si Cristo Jesús, Dios y Señor nuestro
es él mismo el sumo sacerdote de Dios Padre, y se ofreció el primero a sí
mismo en sacrificio al Padre, y mandó que esto se hiciera en memoria de él,
tendrá realmente las veces de Cristo aquel sacerdote que imita lo que Cristo
hizo, y ofrecerá un sacrificio verdadero y pleno en la Iglesia a Dios Padre
cuando se ponga a hacer la oblación tal como vea que la hizo Cristo... 11
IV.
El sentido de nuestra oración.
Decimos
«hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», no para que Dios
haga lo que él quiere, sino para que nosotros podamos hacer lo que él quiere.
Porque, ¿quién puede oponerse a que Dios haga lo que quiere? En cambio el
diablo se opone en nosotros a que nuestros deseos y nuestros actos obedezcan en
todo a Dios, y por esto rogamos y pedimos que se haga en nosotros la voluntad de
Dios. El que esta voluntad se haga en nosotros, es obra de la misma voluntad de
Dios, es decir, de su ayuda y protección, ya que nadie es fuerte por sus
propias fuerzas, sino que nuestra seguridad nos viene de la benevolencia y
misericordia de Dios... Los que queremos perdurar para siempre debemos hacer la
voluntad de Dios, que es eterno 12.
........................
1. CIPRIANO, Ad. Donatum, 3.
2. CIPRIANO, De Lapsis, 5-7.
3. Ibid. 15-17.
4. CIPRIANO, De catholicae ecclesiae unitate, 4-7.
5. CIPRIANO, Epistulae, 55, 24.
6. Epist, 33, 1.
7. De cath. eccl. unitate, 9.
8. Epist. 67, 5.
9. Epist 59, 14.
10. Epist. 74, 1ss.
10a. Los fragmentos que siguen proceden de la carta 63, escrita contra algunos que llevaban hasta tal
punto su abstinencia de vino que pretendían celebrar la eucaristía con agua sola.
11. Epist. 63.
12. CIPRIANO, De dominica oratione, 14.
........................
1. CIPRIANO, Ad. Donatum, 3.
2. CIPRIANO, De Lapsis, 5-7.
3. Ibid. 15-17.
4. CIPRIANO, De catholicae ecclesiae unitate, 4-7.
5. CIPRIANO, Epistulae, 55, 24.
6. Epist, 33, 1.
7. De cath. eccl. unitate, 9.
8. Epist. 67, 5.
9. Epist 59, 14.
10. Epist. 74, 1ss.
10a. Los fragmentos que siguen proceden de la carta 63, escrita contra algunos que llevaban hasta tal
punto su abstinencia de vino que pretendían celebrar la eucaristía con agua sola.
11. Epist. 63.
12. CIPRIANO, De dominica oratione, 14.
* * * * *
Las
maravillas del Bautismo (A Donato, 3-5)
BAU/CIPRIANO:
Cuando yacía postrado en las tinieblas de la noche, cuando zozobraba en medio
del mar borrascoso de este mundo y andaba vacilante en el camino del error sin
saber qué sería de mi vida, desviado de la luz de la verdad, imaginaba que
sería difícil y duro, en mi situación, lo que me prometia la divina
misericordia: que uno pudiera renacer y que—animado de una nueva vida por el
baño del agua de salvación—dejara lo que había sido y cambiara el hombre
viejo de espíritu y mente, aunque permaneciera en el mismo cuerpo humano.
¿Cómo es posible, me decía, tal transformación? ¿Cómo es posible que de la
noche a la mañana, tan de repente, se despoje uno de lo que es congénito a la
misma naturaleza, o se ha endurecido por hábitos inveterados? Estas
disposiciones son inquebrantables, estan arraigadas con raíces muy hondas.
¿Cuándo aprenderá a ser sobrio quien se ha acostumbrado a espléndidas cenas
y ricos banquetes? ¿Cuándo se va a contentar con corriente y sencillo atuendo
quien siempre destacó por el oro y la púrpura de sus preciosos vestidos? Quien
goza de dignidades y cargos no soporta verse privado de ellos y vivir en la
oscuridad. Aquel que suele ir rodeado de una escolta de clientes, cortejado por
una numerosa comitiva de aduladores, considera como un tormento el verse solo.
Quienes se han apegado a los halagos de las pasiones es necesario que, como de
costumbre, los arrastre la embriaguez, los hinche la soberbia, los exalte la
ira, los despedace la codicia, los provoque la crueldad, los alucine la
ambición, los precipite la lujuria.
Esto
me decía una y mil veces a mí mismo. Pues, como me hallaba retenido y enredado
en tantos errores de mi vida anterior, de los que no creía poder desprenderme,
yo mismo condescendía con mis vicios inveterados y, desesperando de enmendarme,
fomentaba mis males como hechos naturales en mí. Pero después que quedaron
borradas con el agua de regeneración las manchas de la vida pasada y se
infundió la luz en mi espíritu transformado y purificado, después que me
cambió en un hombre nuevo por un segundo nacimiento la infusión del Espíritu
celestial, al instante se aclararon las dudas de modo maravilloso, se abrió lo
que estaba cerrado, se disiparon las tinieblas, se volvió fácil lo que antes
me parecía difícil, se hizo posible lo que creía imposible. De modo que pude
reconocer que provenía de la tierra mi anterior vida carnal sujeta a los
pecados, y que era cosa de Dios lo que ahora estaba animado por el Espíritu
Santo.
Tú
mismo puedes comprender y reconocer conmigo qué nos ha quitado y qué nos ha
traído esta muerte de los vicios y esta vida de las virtudes. Tú bien lo
sabes, sin que yo lo pregone. Siempre es odiosa la propia alabanza; si bien no
puede decirse en este caso que sea propia alabanza, sino gratitud, porque se
atribuye a don de Dios y no a las fuerzas del hombre, de manera que el no pecar
ahora es favor de la gracia, y el haber pecado antes fue efecto de la miseria
humana. Don de Dios es todo lo que ahora podemos. De Él vivimos, por El tenemos
fuerzas, de Él recibimos y sentimos aquel vigor por el cual, aun en esta vida,
gustamos los preludios de la futura. Solamente debemos tener el temor de perder
la inocencia, para que el Señor, que por su misericordia infundió la gracia en
nuestras almas, permanezca complacido por nuestras buenas obras en nuestro
espíritu, como en su morada, no sea que la seguridad concedida nos haga
descuidados y se introduzca de nuevo el antiguo enemigo.
Por
lo demás, si tú te asientas con pie firme en el camino de la inocencia, de la
justicia, si unido tan sólo a Dios con todas tus fuerzas y con toda tu alma, no
eres más que lo que has empezado a ser, cuanto mayor sea en ti el aumento de
gracia, mayores fuerzas tendrás. No hay medida alguna en las mercedes que
recibimos de Dios, como suele haberla en los beneficios humanos. El Espíritu,
que se derrama con abundancia, no se ve oprimido por límites, ni encerrado en
espacio estrecho que lo frene. Fluye sin cesar, rebosa su abundancia, solamente
tiene que abrirse nuestro corazón y estar sediento. Cuanta fe seamos capaces de
presentar, tanta abundancia de gracia recogeremos.
Entonces
ya podemos, mediante una castidad austera, un alma pura, unas palabras limpias,
remediar a los dolientes, destruir la ponzoña, purificar las almas de los
enfermos devolviéndoles la salud, imponer la paz a los enemigos, la calma a los
violentos, la mansedumbre a los iracundos. Ya podemos obligar a los espíritus
inmundos y vagabundos—que se introdujeron en los hombres para atormentarlos—a
que confiesen increpándolos con amenazas, forzarlos con duros azotes a que
salgan, aumentarles el castigo si se resisten; si aúllan, si gimen, sacudirles
con látigos, abrasarlos con el fuego. Este combate se produce allí, pero no se
ve. El mal está oculto, aunque el castigo es manifiesto. Por eso, desde que
empezamos a ser suyos, el Espíritu que hemos recibido obra con toda libertad.
Pero, como no hemos cambiado de cuerpo ni de miembros, nuestros ojos carnales
están todavía oscurecidos con las nubes del siglo. ¡Qué gran dignidad tiene
el alma! ¡Qué grande su poder! No sólo ha quedado desprendida del pernicioso
apego del mundo, hasta estar libre por su expiación y pureza de la peste
esparcida por el enemigo, sino que ha adquirido mayor y más poderosa pujanza de
fuerzas, que se impone con imperio a todas las legiones del enemigo atacante.
*
* * * *
Una
sola Iglesia
(Sobre la unidad de la Iglesia Católica, 4-6)
(Sobre la unidad de la Iglesia Católica, 4-6)
I/UNA:
Habló el Señor a Pedro de esta manera: Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno nada podrán
contra Ella. Y te daré a ti las llaves del reino de los cielos, y lo que atares
sobre la tierra será atado en el cielo, y lo que desatares sobre la tierra
será también desatado en el cielo (Mt 16, 18-19). Otra vez, después de
resucitado, le dijo: apacienta mis ovejas (Jn 21, 47). Edifica su Iglesia sobre
uno solo y le ordena apacentar a sus ovejas. Y aunque después de resucitar
otorga el mismo poder a todos los Apóstoles, cuando les dice: como el Padre me
envió, así os envío Yo a vosotros; recibid el Espíritu Santo, y a quien
perdonareis los pecados, le serán perdonados; mas a quienes se los retuviereis,
les serán retenidos (Jn 20, 21-23); sin embargo, para manifestar la unidad
estableció una sola cátedra, y con su autoridad decidió que el origen de la
unidad estuviese en uno solo.
Cierto
que los demás Apóstoles eran lo mismo que Pedro, y estaban dotados—como él—de
la misma dignidad y poder; pero el principio nace de la unidad, y se le otorga
el primado a Pedro para manifestar que es una la Iglesia y una la cátedra de
Jesucristo. También son todos pastores y, a la vez, uno solo es el rebaño, que
debe ser apacentado por todos los Apóstoles de común acuerdo, para mostrar que
es única la Iglesia de Cristo.
Esta
unidad de la Iglesia está prefigurada por la persona de Cristo en el Cantar de
los Cantares, cuando el Espíritu Santo dice: una sola es mi paloma, mi hermosa,
única es para su madre, la elegida de ella (Cant 6, 8). Quien no guarda esta
unidad de la Iglesia, ¿piensa acaso que conserva la fe? Quien resiste
obstinadamente a la Iglesia, quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que
está cimentada la Iglesia, ¿puede confiar que se halla en la Iglesia? El santo
Apóstol Pablo enseña esto mismo y declara el misterio de la unidad con estas
palabras: un solo cuerpo y un solo espíritu, una sola esperanza de vuestra
vocación, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios (Ef 4,
4-6).
Debemos
mantener y defender con toda energía esta unidad, especialmente los obispos,
que hemos sido puestos al frente de la Iglesia, para probar que el mismo
episcopado es uno e indivisible. Nadie engañe con mentiras a los hermanos,
nadie corrompa la pureza de la fe con una pérfida prevaricación. Como el
episcopado es único, y cada uno participa de él por entero, así es única la
Iglesia, que se extiende sobre muchos por el crecimiento de su fecundidad.
Muchos son los rayos del sol, pero una sola es la luz; muchas son las ramas del
árbol, pero uno solo es el tronco clavado en la tierra con fuerte raíz; y
cuando de un solo manantial fluyen muchos arroyos, aunque aparezcan muchas
corrientes desparramadas por la abundancia de las aguas, con todo una sola es la
fuente en su origen. Si separas un rayo de la masa del sol, no subsiste la luz a
causa de la separación; si cortas la rama del árbol, no podrá germinar la
rama cortada; si atajas el arroyo aislándolo de la fuente, se secará. Del
mismo modo la Iglesia del Señor esparce sus rayos, difundiendo la luz por todo
el mundo; y esa luz que se esparce por todas partes es, sin embargo, una, y no
se divide la unidad de su masa. Extiende sus ramos frondosamente por toda la
tierra, y sus arroyos fluyen con abundancia en todas direcciones. Con todo, uno
solo es el principio y la fuente, y una sola la madre exuberante de fecundidad.
De su seno nacemos, con su leche nos alimentamos, de su espíritu vivimos.
La
Esposa de Cristo no puede ser adúltera, pues es incorruptible y pura. Sólo una
casa conoce, guarda la inviolabilidad de un solo tálamo con pudor casto. Ella
nos conserva para Dios y destina para el reino a los hijos que ha engendrado.
Todo el que se separa de la Iglesia se une a una adúltera, se aleja de sus
promesas y no conseguirá las recompensas de Cristo. El que abandona la Iglesia
de Cristo es un extraño, un profano, un enemigo. No puede tener a Dios por
Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre.
Si
alguien pudo salvarse fuera del arca de Noé, entonces lo podrá también quien
estuviere fuera de la Iglesia. Nos lo advierte el Señor cuando dice: el que no
está conmigo, está contra mi; y el que no recoge conmigo, desparrama (Jn 10,
30). Quien rompe la paz y la concordia de Cristo está contra Cristo. Quien
recoge en otra parte, fuera de la Iglesia, disipa la Iglesia de Cristo. Dice el
Señor: Yo y el Padre somos una sola cosa (Jn 10, 30); y también está escrito
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: estos tres son una sola cosa (I Jn
5, 8). ¿Y piensa alguno que esta unidad que procede del poder de Dios, que se
halla firmemente asegurada por los misterios celestiales, puede romperse en la
Iglesia y escindirse por la discusión y el choque de voluntades? Quien no
mantiene esta unidad, no cumple la ley de Dios, no guarda la fe en el Padre y en
el Hijo, no obtiene la vida y la salvación.
*
* * * *
Frutos
de la paciencia
(El bien de la paciencia, 13-16, 19-20)
(El bien de la paciencia, 13-16, 19-20)
PACIENCIA/CIPRIANO:
Se es cristiano por la fe y la esperanza; mas para lograr el fruto de ellas, se
necesita la paciencia. En efecto, no vamos tras la gloria de acá, sino tras la
futura, conforme a lo que nos avisa el Apóstol Pablo cuando dice: hemos sido
salvados por la esperanza. La esperanza que se ve, ya no es esperanza; si uno ya
lo ve, ¿cómo va a esperar lo que está viendo ? Mas, si esperamos lo que no
vemos, nos sostenemos por la espera de ello (Rm 8, 24-25)
La
espera y la paciencia nos son necesarias para completar lo que hemos empezado a
ser y para conseguir, por la bondad de Dios, lo que creemos y esperamos. En otro
lugar, el mismo Apóstol recomienda y enseña a los varones justos y limosneros,
y que guardan sus tesoros en el cielo con el ciento por uno, que tengan
paciencia, diciendo: no dejemos de hacer el bien, pues a su tiempo recogeremos
la cosecha. Así que, mientras tenemos tiempo, obremos el bien a todos,
principalmente a los de nuestra fe (Gal 6 9-10). Avisa que nadie, por
impaciencia, decaiga en el obrar bien; que nadie, solicitado o vencido por la
tentación, renuncie en medio de su gloriosa carrera y eche a perder el fruto de
lo ganado, por dejar incompleto lo comenzado, como está escrito: la justicia
del justo no le librará en cualquier día que se desviare (Ez 33, 12); y en
otro lugar: guarda lo que tienes, no vaya otro a recibir tu corona (Ap 3, 11).
Estas palabras exhortan a continuar con paciencia y tenacidad, para que el que
se encuentra próximo a alcanzar la corona, la logre mediante la perseverancia.
Así
que la paciencia, hermanos amadísimos, no sólo conserva el bien sino que
repele el mal. Quien sigue el impulso del Espíritu Santo y se adhiere a lo
divino y celestial, lucha ardorosamente embrazando el escudo de sus virtudes
contra las fuerzas de la carne, que asaltan y rinden al alma. Echemos una mirada
a algunos de los muchos vicios, para que lo dicho de pocos se entienda de los
demás. El adulterio, el fraude, el homicidio son delitos mortales. Tenga la
paciencia robustas y hondas raíces en el corazón, y nunca se manchará con el
adulterio el cuerpo consagrado como templo de Dios, ni un alma dedicada a la
justicia se corromperá con el espíritu de fraude, ni jamás se teñirán de
sangre las manos que han llevado la Eucaristía.
La
caridad es el lazo que une a los hermanos, el cimiento de la paz, la trabazón
que da firmeza a la unidad; la que es superior a la esperanza y a la fe, la que
sobrepuja a la limosna y al martirio; la que quedará con nosotros para siempre
en el Cielo. Quítale, sin embargo, la paciencia, y quedará devastada; quítale
el jugo del sufrimiento y resignación, y perderá las raíces y el vigor.
Cuando el Apóstol habla de la caridad, le junta el sufrimiento y la paciencia:
la caridad, dice, es magnánima, es benigna, no es envidiosa, no se hincha, no
se encoleriza, no piensa el mal; todo lo ama, todo lo cree, todo lo, espera, lo
soporta todo (1 Cor 13, 4-7). Con esto nos indica que la caridad puede
permanecer, porque es capaz de sufrir todo. Y en otro pasaje exclama:
sobrellevándonos con caridad, poniendo interés en conservar la unión del
espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4, 2). Enseña que no puede conservarse
ni la unidad ni la paz, si no se ayudan mutuamente los hermanos y mantienen el
vínculo de la unidad con el auxilio de la paciencia.
¿Y
qué decir de que no debes jurar, ni hablar mal, ni exigir lo que te han
quitado; lo de ofrecer la otra mejilla después de recibir la bofetada; que
debes perdonar a tu hermano que te ha ofendido no sólo setenta veces siete,
sino todas las ofensas; que debes amar a tus enemigos, que debes rogar por los
adversarios y perseguidores? ¿Podrías acaso sobrellevar todos estos preceptos
si no fuera por la fortaleza de la paciencia? Esto lo cumplió, según sabemos,
Esteban: siendo asesinado a pedradas por los judíos, no pedía venganza para
sus asesinos, sino perdón con estas palabras: Señor, no les imputes esto como
pecado (Hech 7, 60). Tal convenía que fuese el primer mártir de Cristo, para
que—por ser el modelo de los mártires venideros con su gloriosa muerte—no
sólo se hiciese el pregonero de la pasión del Señor, sino su imitador en la
inmensa mansedumbre y paciencia.
¿Qué
diré de la ira, de la discordia, de las enemistades, que no deben tener cabida
en el cristiano? Haya paciencia en el corazón y estas pasiones no entrarán en
él, o, si intentaren forzar la entrada, enseguida serán rechazadas y se
retirarán, de modo que continúe el asiento de la paz en el corazón, donde
tiene Dios sus delicias en habitar (...).
Y
para que resplandezcan mejor, hermanos amadísimos, los beneficios de la
paciencia, consideremos por contraposición los males que acarrea la
impaciencia.
Así
como la paciencia es un don de Cristo, así la impaciencia, por el contrario, es
un don del diablo; y al modo como aquél en quien habita Cristo es paciente, lo
mismo siempre es impaciente aquél cuya mente está poseída por la maldad del
demonio.
En
resumen, tomemos las cosas por sus principios. El diablo no pudo sufrir con
paciencia que el hombre fuese creado a imagen de Dios; por eso se perdió a sí
mismo primero, y luego perdió a los demás. Adán, impaciente por gustar el
mortal bocado, contra la prohibición de Dios, se precipitó en la muerte y no
guardó la gracia recibida del Cielo con la ayuda de la paciencia. Caín, por no
poder soportar la aceptación de los sacrificios y ofrendas, mató a su hermano.
Esaú bajó de su mayorazgo a segundón y perdió su primacía por su
impaciencia en comer un plato de lentejas.
¿Por
qué el pueblo judío, infiel e ingrato con los favores de Dios, se apartó del
Señor, sino por la impaciencia? No pudiendo llevar con paciencia la tardanza de
Moisés, que estaba hablando con Dios, osó pedir dioses sacrílegos, llamando
guías de su peregrinación a una cabeza de toro y a un simulacro de arcilla, y
nunca desistió de mostrar su impaciencia, puesto que no aguantaba nunca las
amonestaciones y gobierno de Dios, llegando a matar a sus profetas y justos y
hasta llevar a la cruz y al martirio al Señor.
La
impaciencia también es la madre de los herejes; ella, a semejanza de los
judíos, los hace rebelarse contra la paz y caridad de Cristo y los lanza a
funestos y rabiosos odios. Y para no ser prolijo: todo lo que la paciencia
edifica con su conformidad en orden a la gloria, lo destruye la impaciencia por
la ruina.
Por
tanto, hermanos amadísimos, una vez vistas con atención las ventajas de la
paciencia y las consecuencias de la impaciencia, debemos mantener en todo su
vigor la paciencia, por la que estamos en Cristo y podemos llegar con Cristo a
Dios.
Por
ser tan rica y variada, la paciencia no se ciñe a estrechos límites ni se
encierra en breves términos. Esta virtud se difunde por todas partes, y su
exuberancia y profusión nacen de un solo manantial; pero al rebosar las venas
del agua se difunde por multitud de canales de méritos y ninguna de nuestras
acciones puede ser meritoria si no recibe de ella su estabilidad y perfección.
La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; modera nuestra ira,
frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta,
doblega la rebeldía de las pasiones, reprime el tono del orgullo, apaga el
fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad
de los pobres, protege la santa virginidad de las doncellas, la trabajosa
castidad de las viudas, la indivisible unión de los casados.
La
paciencia mantiene en la humildad a los que prosperan, hace fuertes en la
adversidad y mansos frente a las injusticias y afrentas. Enseña a perdonar
enseguida a quienes nos ofenden, y a rogar con ahinco e insistencia cuando hemos
ofendido. Nos hace vencer las tentaciones, tolerar las persecuciones, consumar
el martirio. Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe, la
que levanta en alto nuestra esperanza, la que encamina nuestras acciones por la
senda de Cristo, para seguir los pasos de sus sufrimientos. La paciencia nos
lleva a perseverar como hijos de Dios imitando la paciencia del Padre.
*
* * * *
Sin
miedo a la muerte
(Tratado sobre la peste, 15-26)
(Tratado sobre la peste, 15-26)
Es
verdad que perecen en esta [epidemia de] peste muchos de los nuestros; esto
quiere decir que muchos de los cristianos se libran de este mundo. Esta
mortandad es una pestilencia para los judíos, gentiles y enemigos de Cristo;
mas para los servidores de Dios es salvadora partida para la eternidad. Por el
hecho de que sin discriminación alguna de hombres mueran buenos y malos, no hay
que creer que es igual la muerte de unos y de otros. Los justos son llevados al
lugar del descanso, los malos son arrastrados al suplicio; a los fieles se les
otorga en seguida la seguridad; a los infieles, sin tardar el castigo (...).
MU/LUTOS/CIPRIANO:
Cuántas veces me fue revelado, cuántas y más claras veces se me ordenó por
la bondad de Dios que clamase sin cesar, que predicara en público que no debía
llorarse por nuestras hermanos llamados por el Señor y libres de este mundo,
sabiendo que no se pierden, sino que nos preceden; que, como viajeros, como
navegantes, van delante de los que quedamos atrás; que se puede echarlos de
menos, pero no llorarlos y cubrirnos de luto, puesto que ellos ya se han vestido
vestidos blancos; que no debe darse a los gentiles ocasión de que nos censuren
con toda razón, de que viven con Dios y los lloremos como perdidos y
aniquilados, y no demos pruebas con verdaderos sentimientos de lo que predicamos
con las palabras. Somos prevaricadores de nuestra esperanza y fe si aparece como
fingido y simulado lo que estamos afirmando. De nada sirve mostrar en la boca la
virtud y desacreditar su verdad con la práctica.
Por
último el Apóstol Pablo reprueba y recrimina, reprende a los que se contristan
desmesuradamente por la pérdida de los suyos. No queremos, dice, que os
olvidéis, hermanos, a propósito de los que fallecen, que no debéis lamentaros
como los demás que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y
resucitó, también Dios llevará con Él a los que han muerto con Jesús
(/1Ts/04/13-14). Dice que se entristecen en demasía de los suyos los que no
tienen esperanza. Pero los que vivimos con esperanza y creemos en Dios y que
Cristo padeció por nosotros y resucitó, y confiamos en permanecer con Cristo y
resucitar en Él y por Él, ¿por qué rehusamos salir de este mundo o lloramos
y nos dolemos de los nuestros que parten, como ya perdidos, cuando el mismo
Cristo y Señor y Dios nuestro nos avisa y dice: Yo soy la resurrección; el que
cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mi no morirá
nunca? (/Jn/11/25-26). Si creemos en Cristo, tengamos fe en sus palabras y
promesas de modo que, no habiendo de morir nunca, vayamos alegres y tranquilos a
Cristo, con el cual hemos de triunfar y reinar siempre
Si
morimos, cuando nos toque, entonces pasamos por la muerte a la inmortalidad, y
no puede empezar la vida eterna hasta que no salgamos de ésta. No es
ciertamente una salida, sino un paso y traslado a la eternidad, después de
correr esta carrera temporal. ¿Quién hay que no vaya a lo mejor? ¿Quién no
deseará transformarse y mudarse cuanto antes en la forma de Cristo y merecer el
don del cielo, predicando el Apóstol Pablo: nuestra vida, dice, está en el
cielo, de donde esperamos al Señor Jesucristo, que transformará nuestro vil
cuerpo en un cuerpo resplandeciente como el suyo? (Fil 3, 20-21). Para que
estemos con Él y con Él nos gocemos en las moradas eternas y en el reino del
cielo, Cristo Señor promete que seremos tales cuando ruega al Padre por
nosotros, diciendo: Padre, quiero que los que me entregaste estén conmigo donde
estoy Yo y vean la gloria que me diste antes de crear al mundo (Jn 17, 24). El
que ha de llegar a la morada de Cristo, a la gloria del reino celestial, no debe
derramar llanto y plañir, sino más bien regocijarse en esta partida y
traslado, conforme a la promesa del Señor y a la fe en su cumplimiento (...).
Hemos
de pensar, hermanos amadísimos, y reflexionar sobre lo mismo: que hemos
renunciado al mundo y que vivimos aquí durante la vida como huéspedes y
viajeros. Abracemos el día que a cada uno señala su domicilio, que nos
restituye a nuestro reino y paraíso, una vez escapados de este mundo y libres
de sus lazos. ¿Quién, estando lejos, no se apresura a volver a su patria?
¿Quién, a punto de embarcarse para ir a los suyos, no desea vientos favorables
para poder abrazarlos cuanto antes? Nosotros tenemos por patria el paraíso, por
padres a los patriarcas; ¿por qué, pues, no nos apresuramos y volvemos para
ver a nuestra patria para poder saludar a nuestros padres? Nos esperan allí
muchas de nuestras personas queridas, nos echa de menos la numerosa turba de
padres, hermanos, hijos, seguros de su salvación, pero preocupados todavía por
la nuestra. ¡Qué alegría tan grande para ellos y nosotros llegar a su
presencia y abrazarlos, qué placer disfrutar allá del reino del cielo sin
temor de morir y qué dicha tan soberana y perpetua con una vida sin fin! Allí
el coro giorioso de los apóstoles, allí el grupo de los profetas gozosos,
allí la multitud de innumerables mártires que están coronados por los
méritos de su lucha y sufrimientos, allí las vírgenes que triunfaron de la
concupiscencia de la carne con el vigor de la castidad, allí los galardonados
por su misericordia, que hicieron obras buenas, socorriendo a los pobres con
limosnas, que, por cumplir los preceptos del Señor, transfirieron su patrimonio
terreno a los tesoros del cielo. Corramos, hermanos amadísimos, con insaciable
anhelo tras éstos, para estar enseguida con ellos; deseemos llegar pronto a
Cristo. Vea Dios estos pensamientos, y que Cristo contemple estos ardientes
deseos de nuestro espíritu y fe; Él otorgará mayores mercedes de su amor a
los que tuvieren mayores deseos de Él.
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