Los
datos biográficos que conocemos de Quinto Septimio Florencio Tertuliano nos han
llegado a través de San Jerónimo. Sabemos que pasó la mayor parte de su vida
en Cartago, donde nació hacia el año 155. Se convirtió hacia el año 193,
quizá durante sus años en Roma, donde se dedicaba al ejercicio de la
abogacía. Desde entonces puso al servicio de la Iglesia su formación jurídica
y una notable habilidad retórica. Fue el primero en emplear la lengua latina en
la exposición teológica. Lamentablemente, al final de su vida, cayó en los
errores del montanismo, una herejía de corte rigorista. Por esta razón no se
le cuenta en el número de los Padres, aunque tiene gran importancia en la
historia de la Iglesia. Murió en torno al año 225.
En
su época católica defendió con eficacia la fe frente a los paganos y frente a
diversas herejías, y escribió obras teológicas y de carácter disciplinar y
moral. Quizá el libro más conocido sea el Apologético: un valiente escrito
dirigido a los gobernadores de las provincias romanas, para mostrarles la
rectitud de vida de los cristianos, totalmente ajenos a los delitos que se les
atribuían. Ya en una obra precedente, A los gentiles, había hecho otra
enérgica defensa del cristianismo, dirigiéndose al mundo pagano en general. En
el Apologético sigue un programa mejor delineado y más sistemático. Se
propone presentar a los cristianos como ciudadanos comunes, como cualesquiera
otros, cumplidores ejemplares de todas sus obligaciones cívicas, interesados
por la cosa pública como el que más, dignos de todo el aprecio que los
gobernantes deben tener por los súbditos buenos y leales.
De
gran importancia son otros dos tratados: uno acerca de la oración, y otro sobre
la penitencia, de los que a continuación se recogen algunos párrafos. El
tratado Sobre la oración es el primero que aborda este tema en la literatura
cristiana. En Sobre la penitencia es testigo de la práctica penitencial de la
Iglesia y de la necesidad de confesar los pecados cometidos después del
Bautismo.
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* * * *
¡Mirad
cómo se aman! (Apologético 39)
Habiendo
refutado las perversidades que se atribuyen [al cristianismo], mostraré ahora
sus excelencias. Somos un cuerpo unido por una común profesión religiosa, por
una disciplina divina y por una comunión de esperanza. Nos reunimos en asamblea
o congregación con el fin de recurrir a Dios como una fuerza organizada. Esta
fuerza es agradable a Dios. Oramos hasta por los emperadores, por sus ministros
y autoridades, por el bienestar temporal, por la paz general (...).
Aunque
tenemos una especie de caja, sus ingresos no provienen de cuotas fijas, como si
con ello se pusiera un precio a la religión, sino que cada uno, si quiere o si
puede, aporta una pequeña cantidad el día señalado de cada mes, o cuando
desea. En esto no hay coacción alguna, sino que las aportaciones son
voluntarias, y constituyen como un fondo de caridad. En efecto, no se gasta en
banquetes, bebidas, o en despilfarros mundanos, sino en alimentar o enterrar a
los pobres; en ayudar a los niños y niñas que han perdido a sus padres y sus
fortunas, a los ancianos confinados en sus casas, a los náufragos, a los que
trabajan en las minas o están desterrados en islas o prisiones. Éstos reciben
pensión a causa de su fe, si sufren como seguidores de Dios.
Pero
es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros lo que nos atrae el odio
de algunos que dicen: mirad cómo se aman, mientras ellos se odian entre sí.
Mira cómo están dispuestos a morir el uno por el otro, mientras ellos están
dispuestos, más bien, a matarse unos a otros. El hecho de que nos llamemos
hermanos lo toman como una infamia, sólo porque entre ellos, a mi entender,
todo nombre de parentesco se usa con falsedad afectada. Sin embargo, somos
incluso hermanos vuestros en cuanto hijos de una misma naturaleza, aunque
vosotros seáis poco hombres, pues sois tan malos hermanos. Con cuánta mayor
razón se llaman y son verdaderamente hermanos los que reconocen a un único
Dios como Padre, los que bebieron un mismo Espíritu de santificación, los que
de un mismo seno de ignorancia salieron a una misma luz de verdad (...), los que
compartimos nuestras mentes y nuestras vidas, los que no vacilamos en comunicar
todas las cosas. Todas las cosas son comunes entre nosotros, excepto las
mujeres: en esta sola cosa en que los demás practican tal consorcio, nosotros
renunciamos a todo consorcio (...).
¿Qué
tiene de extraño, pues, que tan gran amor se exprese en un convite? Digo esto,
porque andáis por ahí chismorreando acerca de nuestras modestas cenas,
diciendo que son no sólo infames y criminales, sino también opíparas 1 (...).
Pero su mismo nombre muestra lo que son nuestras cenas, pues se llaman ágapes,
que en griego significa amor. En ellas, todo se gasta en nombre y en beneficio
de la caridad, ya que con tales refrigerios ayudamos a los indigentes de toda
suerte, no a los jactanciosos parásitos que se dan entre vosotros (...).
Considerad el orden que en ellas se sigue, para que veáis su carácter
religioso: no se admite nada vil o contrario a la templanza. Nadie se sienta a
la mesa sin haber antes gustado una oración a Dios. Se alimentan teniendo
presente que incluso durante la noche han de adorar a Dios, y hablan teniendo
presente que les oye su Señor (...).
El
convite termina con la oración, como comenzó. De allí nos alejamos, no para
unirnos a grupos de bandidos, ni para andar vagabundeando, ni para cometer
obscenidades, sino en busca del mismo cuidado de la modestia y de la pureza,
como quienes han cenado más disciplina que alimento. ........................
1.
El ágape era una comida de fraternidad que precedía a la celebración de la
Eucaristía, por un motivo de caridad con los más pobres. Posteriormente, esa
costumbre dio lugar a las instituciones de beneficencia de la Iglesia. La
calumnia de que eran objeto los cristianos no se limitaba a una supuesta
glotonería, sino que también llegaba a imputarles conductas licenciosas e
incluso antropofágicas.
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* * * *
Por
qué confesar los pecados (Sobre la penitencia Vlll, 4—X)
¿Qué
pretenden las parábolas del Evangelio? ¿Qué nos enseñan? Una mujer perdió
una dracma, e inmediatamente se puso a buscarla; en cuanto la encontró, invitó
a sus amigas para que se alegraran con ella. ¿No es como la imagen de un
pecador que vuelve a la gracia divina? Se extravía la oveja de un pastor, y el
rebaño entero no le es más querido que esa única oveja: sale en su busca, la
prefiere sobre todas las demás y, cuando la encuentra, la conduce al aprisco
llevándola sobre sus hombros, porque estaba rendida de tanto errar.
Recordaré
también a aquel padre bueno y paciente que recibe a su hijo pródigo, y lo
acoge con cariño a pesar de que el muchacho, con su despilfarro, se arruinó.
Pero estaba arrepentido, y el padre mata un ternero cebado y, con la alegría de
un convite, da rienda suelta a su gozo. ¿Por qué? Porque había recuperado al
hijo perdido. Lo sentía dentro de sí mismo como la prenda más querida,
precisamente porque lo había vuelta a ganar.
¿Quién
es para nosotros ese padre? Dios mismo. Nadie es tan padre nuestro como El,
nadie manifiesta tanta piedad hacia nosotros. Él te acogerá como hijo suyo,
aun cuando hayas dilapidado a manos llenas todo lo que habías recibido. Aunque
vuelvas desnudo, te recibirá, precisamente porque has vuelto. Y sentirá más
alegría con tu retorno que con el buen comportamiento de su otro hijo. A
condición, claro está, de que tu arrepentimiento sea sincero: es decir, de que
proceda de lo íntimo de tu corazón; de que estés dispuesto a reconocer el
hambre que te aflige y la abundancia de que gozan alegremente los siervos de tu
padre. A condición de que abandones la piara inmunda de puercos, vuelvas a tu
padre y—aunque él se sienta justamente indignado—le digas: he pecado, padre
mío; ya no merezco ser llamado hijo tuyo. El reconocimiento de las propias
culpas levanta y ennoblece al pecador, mientras el que intenta disimularlas, las
agrava. En la confesión de los pecados se halla implícito el reconocimiento de
las faltas y la verdadera contrición; si las disimulas, es señal de
obstinación culpable.
El
procedimiento para beneficiarse de este segundo perdón es más difícil que el
del primero, que se obtiene en el Bautismo. Las pruebas que han de ofrecerse son
más exigentes. No basta ya hacer un íntimo examen de conciencia; es preciso
expresar el arrepentimiento con un rito claro y manifiesto. Este rito en griego
se llama exomologesis, y consiste en confesar sinceramente al Señor las culpas
que hemos cometido; no porque Él las ignore, sino porque declarándolas se
satisface a la justicia divina. De la confesión oral procede la penitencia, y
la penitencia mitiga la justa ira del Señor hacia el que ha pecado.
RC/TERTULIANO:
La exomologesis [rito de la Penitencia] comprende todo el proceso por el que el
hombre se abate y se humilla ante la majestad de Dios, hasta el punto de
conducirse de modo capaz de atraer sobre sí la piedad y misericordia divinas
(...). Se propone avalorar las oraciones que dirigimos al Señor, con la
aspereza del ayuno; removerse con lágrimas día y noche; invocar a Dios con
todo el ardor de nuestra fe; arrodillarse a los pies del sacerdote... La
Penitencia levanta al hombre precisamente cuando lo abate y lo postra en tierra;
lo ilumina con una luz resplandeciente, cuando le mueve a reconocerse pobre y
desvalido; lo justifica cuando le acusa; lo absuelve cuando le condena. Créeme:
cuanto más severo seas contigo mismo, más perdonará y excusará Dios tus
culpas. Sin embargo, estoy persuadido de que muchos evitan o difieren de un día
para otro la Penitencia, como si este rito les pusiese en evidencia delante de
los demás. De este modo demuestran que les preocupa más la estima de los
hombres que la propia salvación. Se les puede comparar al enfermo que contrae
un mal vergonzante y, movido por un falso pudor, evita que el médico conozca su
verdadero estado, y acaba muriendo (...). Pero, dime, tú que muestras ahora
tanto recato y tanta vergüenza: cuando se trataba de pecar tenías la frente
alta y soberbia, y ahora, cuando es momento de calmar la justa indignación del
Señor, ¿tiemblas? No reconozco ningún mérito ni al pudor ni a la timidez, si
produce más daño que beneficio. Y es precisamente este falso sentido del pudor
el que mueve a algunos hombres como a pensar: no te preocupes; es mejor que me
pierda yo, con tal de que mi estimación quede a salvo.
Es
verdad que, al reconocer las propias culpas, podría uno exponerse a un grave
riesgo, si, por ejemplo, lo hiciese ante una persona pronta a insultarnos o a
burlarse de nosotros, o cuando alguien esperase la ruina del otro para
levantarse sobre la desgracia ajena, pisoteando lo que ya está caído. Pero
estas cosas no pueden suceder entre hermanos, entre quienes participan de una
misma esperanza, entre los que tienen de común el temor y la alegría, el dolor
y los sentimientos. Si todos poseen un mismo espíritu, que procede del mismo
Dios y Padre, ¿por qué te crees diferente de ellos?, ¿por qué huyes de los
que están sujetos, igual que tú, a las mismas caídas y errores, como si ellos
fuesen espectadores de tus luchas, prontos sólo al aplauso, y no en cambio
gente muy cercana a ti, compañeros de tus mismas fatigas?
El
cuerpo no permanece impasible ante el sufrimiento de uno de sus miembros;
necesariamente se duele con él, y busca un remedio. Allí donde están uno o
dos fieles, allí se encuentra la Iglesia, y la Iglesia se identifica con
Cristo. Por eso, cuando tú tiendes las manos hacia tu hermano, estás tocando a
Cristo, estás abrazando a Cristo, estás implorando a Cristo. Y cuando tus
hermanos derraman lágrimas por ti, es Cristo quien sufre, es Cristo quien por
ti suplica a su Padre, obteniendo fácilmente lo que como Hijo pide.
Vamos
a decirlo francamente: si conservas ocultos tus pecados, ¿piensas obtener un
gran beneficio?, ¿crees acaso que quedará a salvo tu honorabilidad? No. Aunque
logremos ocultar nuestras faltas, en cuanto esto es posible al hombre, no las
podremos esconder a los ojos de Dios. ¿Y vamos a comparar la estima de los
hombres con la certeza de que Dios conoce nuestros pecados? ¿Qué es
preferible: condenarse, ocultando las miserias a los ojos humanos, o reconocer
sinceramente nuestras propias culpas?
Alguno
podrá decir: ¡pero es muy costoso admitir los propios pecados, y confesarlos!
Sí, pero del reconocimiento de la enfermedad procede la curación. Por otra
parte, cuando se trata de arrepentirse, no hay que hablar tanto de lo que
cuesta, sino de la luz y la salvación que ese acto de penitencia consigue para
nuestro espíritu. Es muy doloroso, par ejemplo, ser quemado con un cauterio, o
experimentar la acción de algunas medicinas; sin embargo, todos estos remedios
se usan, aunque nuestro pobre cuerpo padezca, y su acción dolorosa se justifica
en orden a la curación de la enfermedad. Cualquiera acepta de buen grado el mal
presente, con la esperanza de un bien mayor de que gozaremos en un momento
futuro.
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* * * *
La
eficacia de la oración (Sobre la
oración, 28-29)
Esta
es la hostia espiritual que destruyó los antiguos sacrificios. ¿A mí qué la
muchedumbre de vuestros sacrificios?, dijo. Harto estoy de los holocaustos de
carneros y de la grasa de corderos; no quiero sangre de toros ni de machos
cabríos. ¿Quién ha pedido esto a vuestras manos? (Is 1, 11). Lo que ha
exigido Dios, lo enseña el Evangelio. Vendrá la hora en que los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, dijo. Pues Dios es
espíritu (Jn 4, 23 ss) y, por consiguiente, exige adoradores de ese tipo.
Nosotros
somos verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes, que al orar con el
espíritu, sacrificamos con el espíritu la oración como hostia propia y
aceptable a Dios, es decir, la que exigió y proveyó para sí. Ésta, ofrecida
de todo corazón, apacentada por la fe, cuidada por la verdad, íntegra por la
inocencia, limpia por la castidad, coronada por la caridad, debemos conducirla
al altar de Dios con la pompa de las buenas obras, entre salmos e himnos, para
que impetre de Dios todo lo que conviene.
¿Qué
negará Dios a la oración que proviene del espíritu y de la verdad, si es Él
quien la exige? Leemos y oímos y creemos: ¡cuántas pruebas de su eficacia! La
antigua oración ciertamente libraba de los fuegos, de las bestias y del hambre;
sin embargo, no había recibido de Cristo la forma. Pues ¡con cuánta más
eficacia opera la oración cristiana! No coloca al ángel del rocío en medio de
llamas, ni obstruye la boca a los leones, ni proporciona la comida de los
campesinos a los hambrientos, no desvía ninguna sensación de las pasiones aun
cuando se haya concedido la gracia, sino que instruye a los que padecen, sienten
y se duelen con sufrimientos, y con la virtud amplía la gracia para que la fe,
al comprender por qué se sufre en nombre de Dios, sepa qué es lo que se
consigue del Señor.
ORA/EFECTOS:
Pero también antes la oración imponía plagas, dispersaba ejércitos enemigos,
impedía la utilidad de las lluvias. Ahora, en cambio, la oración aleja toda la
ira de la justicia de Dios, está alerta por los enemigos, suplica por los
peregrinos. ¿Qué tiene de admirable que sepa alejar aguas celestes la que
también fue capaz de impetrar fuegos? Sólo la oración vence a Dios; pero
Cristo quiso que ella no obrara nada malo y le confirió toda la fuerza del
bien. Así, pues, ella no sabe nada más que alejar las almas de los difuntos
del camino mismo de la muerte, corregir a los débiles, curar a los enfermos,
expiar a los endemoniados, abrir las cerraduras de la cárcel, desatar las
cadenas de los inocentes. Ella misma disminuye los delitos, repele las
tentaciones, extingue las persecuciones, consuela a los pusilánimes, deleita a
los magnánimos, conduce a los peregrinos, mitiga las agitaciones, obstaculiza a
los ladrones, alimenta a los pobres, gobierna a los ricos, levanta a los
caídos, apoya a los que se están cayendo, sostiene a los que están en pie.
La
oración es el muro de la fe, nuestras armas y nuestras lanzas contra el enemigo
que nos observa por todas partes. Por tanto, nunca caminemos inermes. De día
acordémonos de la guardia; por la noche, de la vigilia. Bajo las armas de la
oración custodiemos el estandarte de nuestro emperador; esperemos la trompeta
de los ángeles con la oración. Oran también todos los ángeles, ora toda
criatura, oran y doblan las rodillas los ganados y las fieras y, saliendo de los
establos y grutas, miran hacia el cielo no con ociosa boca, haciendo vibrar su
aliento según su costumbre. También las aves entonces, levantándose, se
erigen hacia el cielo y abren la cruz de sus alas en vez de las manos y dicen
algo que parece oración.
¿Qué
más se puede decir del deber de la oración? También oró el Señor mismo,
para quien sea el honor y la virtud en los siglos de los siglos.
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Felicidad
del matrimonio cristiano (A la mujer, 9)
¿Cómo
podré expresar la felicidad de aquel matrimonio que ha sido contraído ante la
Iglesia, reforzado por la oblación eucarística, sellado por la bendición,
anunciado por los ángeles y ratificado por el Padre? Porque, en efecto, tampoco
en la tierra los hijos se casan recta y justamente sin el consentimiento del
padre. ¡Qué yugo el que une a dos fieles en una sola esperanza, en la misma
observancia, en idéntica servidumbre! Son como hermanos y colaboradores, no hay
distinción entre carne y espíritu. Más aún, son verdaderamente dos en una
sola carne, y donde la carne es única, único es el espíritu. Juntos rezan,
juntos se arrodillan, juntos practican el ayuno. Uno enseña al otro, uno honra
al otro, uno sostiene al otro.
Unidos
en la Iglesia de Dios, se encuentran también unidos en el banquete divino,
unidos en las angustias, en las persecuciones, en los gozos. Ninguno tiene
secretos con el otro, ninguno esquiva al otro, ninguno es gravoso para el otro.
Libremente hacen visitas a los necesitados y sostienen a los indigentes. Las
limosnas que reparten, no les son reprochadas por el otro; los sacrificios que
cumplen no se les echan en cara, ni se les ponen dificultades para servir a Dios
cada día con diligencia. No hacen furtivamente la señal de la cruz, ni las
acciones de gracias son temerosas ni las bendiciones han de permanecer mudas. El
canto de los salmos y de los himnos resuena a dos voces, y los dos entablan una
competencia para cantar mejor a su Dios. Al ver y oír esto, Cristo se llena de
gozo y envía sobre ellos su paz.
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