Desde
la mitad del siglo V, con la conclusión del Concilio de Calcedonia (año 451),
la cristiandad de Oriente entra en una fase nueva. El apasionamiento por los
temas dogmáticos, tan característico de la época anterior, deja paso al
interés por la ascesis y el culto. Se vive de la herencia de los grandes
Padres, mediante la compilación de «cadenas áureas» y florilegios. Esto no
significa que desaparecieran por completo las herejías y controversias: además
de ser una constante en la historia, de ellas se sirve el Espíritu Santo para
dar a la Iglesia una comprensión más profunda de la fe que guarda en
depósito. Pero no son comparables a las grandes disputas de los siglos
anteriores, cuando lo que estaba en juego era nada menos que la doctrina
revelada sobre la Trinidad y la Encarnación. Ahora se trata más bien de
disputas académicas, sobre todo hacia el final de este largo período.
Al
principio hubo polémicas sobre el modo de relacionarse la voluntad divina y la
voluntad humana en Cristo (monotelismo, monoenergismo); acabaron con el Concilio
III de Constantinopla (año 681), que definió la existencia en el Verbo
encarnado de dos voluntades perfectas, una divina y otra humana, esta última
subordinada libremente a la voluntad divina. En la segunda parte de este
período se desarrolló la controversia sobre la veneración a las imágenes,
concluida con el Concilio II de Nicea (año 787), que condenó la herejía
iconoclasta.
Estas
disputas tuvieron poco eco en Occidente. A ello contribuyó, sin duda alguna, el
progresivo distanciamiento entre romanos y bizantinos, favorecido por la caída
del Imperio Romano de Occidente (año 476) en manos de los pueblos germánicos.
Con este motivo, Bizancio, capital del Imperio de Oriente, reivindicó con mayor
fuerza aún el título de «nueva Roma», lo que trajo consigo nuevas fricciones
y contrastes.
En
la zona más oriental del Imperio bizantino, la civilización griega nunca
había penetrado profundamente. Sólo las grandes ciudades de Siria, Egipto y
Mesopotamia, y especialmente las ciudades marítimas, podían considerarse
verdaderamente helenizadas; en el resto de esos países, la mayor parte de la
población ignoraba la lengua griega y permanecía hostil al dominador, en
espera del momento en que pudieran romper las cadenas que les ligaban a
Bizancio. La ocasión se presentó con las disputas nestorianas y monofisitas,
que se difundieron sobre todo en esos lugares periféricos del Imperio
bizantino. Así surgieron varias agregaciones cristianas independientes del
Patriarcado de Constantinopla: los armenos, los sirios y los coptos,
principalmente, que tienen en común el rechazo o la no adhesión a las
decisiones del Concilio de Calcedonia.
Todo
este proceso recibió una fuerte aceleración con las invasiones árabes, que
dejaron prácticamente aisladas esas áreas del resto de la Cristiandad.
Mientras tanto, en el Imperio bizantino, reducido en extensión por esas
pérdidas territoriales, se fue consumando la estrecha unión entre la Iglesia y
el Estado que ha pasado a la historia con el nombre de césaropapismo. Figura
cumbre de esta tendencia fue el emperador Justiniano, verdadero prototipo del
emperador-pontífice. A partir de ese momento, la Iglesia en Oriente acentuó
sus caracteres nacionales, experimentando sucesivas divisiones a medida que el
Islam se iba apoderando, una tras otra, de sus provincias, hasta la captura de
Constantinopla en el año 1451. Este largo proceso daría origen a las
«autocefalias», es decir, a las diversas Iglesias nacionales ortodoxas.
Otra
consecuencia de las invasiones árabes fue que el distanciamiento entre la
Cristiandad oriental y occidental se hizo cada vez mayor; no sólo por la
diversa idiosincrasia de los pueblos, sino por objetivas dificultades de
comunicación entre Roma y Bizancio. El culmen de esta separación se
produciría en el año 1053, fecha del cisma consumado por el Patriarca de
Constantinopla, Miguel Cerulario.
A
pesar de estos obstáculos, dos escritores bizantinos tuvieron un influjo enorme
en el resurgimiento cultural y en el desarrollo doctrinal de la Edad Media en
Occidente. El primero, autor anónimo conocido con el nombre de Pseudo-Dionisio,
se sitúa habitualmente en torno al año 500; el otro, San Juan Damasceno, en
pleno siglo VIII, es considerado como el último de los Padres. En ese arco de
tiempo brillan, además—y entre otras—las figuras de San Romano el Cantor,
Severo de Antioquía y Leoncio de Bizancio, en el siglo VI; San Sofronio de
Jerusalén, San Máximo el Confesor, San Juan Clímaco y San Anastasio Sinaíta,
en el siglo VII; San Andrés de Creta, San Germán de Constantinopla y el ya
mencionado San Juan Damasceno, en el siglo VIII.
Entre
los escritores de las restantes zonas del cristianismo oriental de esta época,
merecen una mención especial San Mesrop y Juan Mandakuni, en Armenia, y
Santiago de Sarug, en Siria.
LOARTE
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