La
admisión de los paganos en la Iglesia no tardó en plantear el problema
del valor de las observancias judías, cuya práctica conservaban los
judeocristianos. Imponerlas a los gentiles convertidos a Cristo habría
sido reconocer que eran necesarias para la salvación. Y tal era sin duda
la pretensión de los judaizantes (Hech 15,1). Pero, según Pablo, así se
hacía inútil a Cristo y se privaba a la cruz de su eficacia: buscar uno
su justicia en la ley era romper con Cristo, apartarse de la gracia (Gál
5,1-6). La división amenazaba a la Iglesia. Pablo quiso a toda costa
obtener el acuerdo de la Iglesia judeocristiana, sobre todo el de
“Santiago, Cefas y Juan” (2,9), sobre la libertad de los
paganocristianos (2,4; 5,1). Lo obtuvo en la asamblea del 49 (Hech 15;
Gál 2, 1-10), sin lo cual él “habría corrido en vano” (Gál 2,2), es
decir, que la revelación apostólica se habría contradicho a sí misma:
“Si alguien os anuncia un Evangelio diferente del que habéis recibido,
sea anatema” (Gál 1,9).
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