Situada entre la India con el budismo y el hinduismo, y el
ecléctico Japón, China ha desarrollado una tradición religiosa propia que
adapta las distintas influencias a sus características sociopolíticas, que son
únicas. La religión popular ha coexistido con las oficiales desde los primeros
tiempos imperiales. Estos cultos locales (de los que el más conocido fue el de
la Nube Blanca) se basaban en el culto a dioses concretos -a menudo espíritus
de personas carismáticas del lugar- y han sobrevivido a las formas oficiales
impuestas por el Estado. Estas han sido cambiantes a lo largo de los siglos: el
taoísmo, el confucianismo y hasta un período budista, pero siempre han
respondido a las necesidades del régimen imperial. Buda, Lao-tsé y Confucio han
sido utilizados indirectamente por los emperadores para legitimar su poder y
ejercer un férreo control ideológico sobre sus millones de súbditos. La llegada
del comunismo suprimió la religión de los actos oficiales, pero no consiguió
erradicar sus costumbres entre el pueblo.
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