De los verbos latinos prehendo, a-prehendo (hacer presa), com-prehendo (hacer presa en el sentido intelectual), y la partícula negativa des; en el sentido ascético conserva el significado positivo de soltar lo aprehendido, aun en el orden del propio yo, para gozar de la libertad de los hijos de Dios, que siguen a Cristo y esperan la vida futura. El acto de fe (de la fe del mismo Abraham, Gen 12,1) supone ya un acto de d. para confiar sólo en Dios (Rom 4) y encontrar en Él únicamente el consuelo del corazón (Is 40,1; lo 14,16). Un especial d. es exigido a todo el que entra en contacto con lo sagrado (Ez 40-48; lo 8,13-17), donde la santidad de Dios se manifiesta esencialmente y lo diferencia radicalmente de lo profano. El hecho de que en el mundo Satanás aún conserve un poder precario (aunque ya esté virtualmente derrotado por la Muerte y la Resurrección de Cristo), exige al cristiano luchar ascéticamente contra el mundo pecador, manteniéndose de algún modo alejado de él, a imitación de Cristo que luchó contra Sátanás y su poderío en el desierto (Mt 4,1-11; Rom 12,2). El d. se configura en relación a las tres relaciones fundamentales de la persona: con las cosas materiales (pobreza), con el prójimo (celibato, desvinculación familiar, apartamiento del mundo), y consigo mismo (obediencia). Respecto al modo específico de practicar el d. por parte de los clérigos laicos y religiosos v. CONSEJOS EVANGÉLICOS. Aquí se tratan únicamente los aspectos fundamentales del d. exigido por la vocación cristiana. En consecuencia nos vamos a ocupar exclusivamente del d. en cuanto hace relación; 1) a la libertad de los hijos de Dios; 2) al seguimiento de Cristo; 3) a la esperanza escatológica, para tratarlo por fin; 4) desde el punto de vista de la espiritualidad. Desprendimiento y libertad. El uso de las cosas materiales, la vida en sociedad y la decisión autónoma son valores positivos que favorecen el desarrollo de la personalidad y están, por tanto, al servicio del hombre. Al servirse de estas cosas el hombre experimenta una satisfacción, un placer, previsto y querido, sin duda, por la Providencia divina y, por tanto, bueno en sí mismo. El gusto de la vida no es en sí mismo malo, sino al contrario. No debe relacionarse el d. con los postulados del neoplatonismo (v. NEOPLATÓNICOS) o del estoicismo (v. ESTOIcos), ni con el nirvana (v.) oriental, sino con el personalismo (v.) cristiano. No es tampoco una mera indiferencia ante las cosas, incapaz de apreciar sus valores naturales. Características del ser personal creado es su prioridad sobre las cosas que lo rodean, no agotarse en su relación con las otras personas o incluso la capacidad de sobrepasarse a sí mismo, estando abierto ante el Inf inito. El d. cristiano, en primer término, es una exigencia de la dignidad sobresaliente de la persona y de su capacidad de apertura hacia Dios. Para poder superarse y transcenderse, para poder permanecer abierto a la gracia, el hombre necesita estar libre de ataduras. Sólo desasiéndose, estando libre de lo terreno y de sí mismo, puede transcenderse y ser en verdad libre (cfr. Vaticano II, Gaudium et spes, 17). «Todo me es lícito; mas no todo me conviene. Todo me es lícito; mas ¡no me dejaré dominar por nada! » (1 Cor 6,12). «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna» (lo 12,25). El seguimiento de Cristo. Este exige a todos los cristianos especiales renuncias. S. Pablo, animando a los fieles a la práctica de la caridad, los exhorta a que «sientan en sí lo que se debe sentir en Cristo Jesús», que «se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo...», «hecho obediente hasta la muerte» (Phil 2,7-8), y por nosotros «se hizo pobre siendo rico» (2 Cor 8,9). Los discípulos tienen que realizar siempre esta imitación y testimonio (Vaticano II, Lumen gentium, 42). Incorporados a Cristo por el bautismo (v.), los cristianos están consagrados a El de un modo especial. Esta consagración general cristiana exige especiales renuncias. En el rito bautismal, después de la apertura de los sentidos «al buen olor de Cristo» y de la increpación al demonio para que huya, se exige del neófito que renuncie a Satanás, a sus obras y a sus seducciones, y luego se le unge con «el óleo de la salvación en Jesucristo, Señor nuestro». Esta renuncia se renueva en la recepción de la Eucaristía (v.); en la primera Comunión, y ritualmente al recibir el Viático (v.). El d. no queda limitado a una ascesis de perfeccionamiento puramente natural, sino que tiene específicas exigencias por el hecho de constituir un seguimiento de Cristo. Cuáles sean en cada caso dependerá del ministerio (v. APOSTOLADO), que cada uno deba desempeñar en la Iglesia y del juicio prudencial que tiene en cuenta las circunstancias concretas del momento. Después de presentar a Cristo como Maestro y modelo de toda perfección y de declarar que «todos los fieles cristianos quedan invitados y aun obligados a buscar la santidad y la perfección de su propio estado», la Const. Lumen gentium, 42, añade: «Vigilen, pues, todos para ordenar rectamente sus afectos, no sea que, en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan» (cfr 1 Cor 7,1). La esperanza escatológica. No hace la esperanza escatológica insensible al cristiano para los valores terrenos. Sólo una insuficiente concepción del mundo futuro puede explicar el recelo de que los cristianos no sean fieles a la tierra. El Vaticano 11 ha recogido la fe, expresada en la S. E. y reconocida siempre por sus mejores conocedores, según la cual la restauración de todas las cosas (Lumen gentium, 48) acompañará a la resurrección de la carne. Pero el Concilio no se ha limitado a proclamar la fe en la restauración del universo en «cielo nuevo y tierra nueva» (Apc 21,1), sino que también ha propuesto la fe, contenida igualmente en la S. E., de que permanecen «la caridad y sus obras» (cfr. 1 Cor 13,8.13) de modo que el trabajo humano (la obra misma producida por él) alcanza de un modo misterioso e inimaginable valor de eternidad. Así los cristianos saben que al construir la ciudad terrena están edificando al mismo tiempo la ciudad eterna, centro de todos sus anhelos, que, sin embargo, tiene ya sus comienzos germinales en el tiempo presente (v. ESCATOLOGÍA; TRABAJO). El don del Espíritu, aunque puede asumir modalidades diversas, «a todos (los cristianos) les libera para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida humana, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convierta en oblación acepta a Dios» (Gaudium et spes, 38). «Quienes poseen esta fe viven con la esperanza de la revelación de los hijos de Dios, acordándose de la cruz y de la resurrección del Señor. Escondidos con Cristo en Dios y libres de la esclavitud de las riquezas, durante la peregrinación de esta vida, mientras tienden a los bienes eternos, se entregan generosamente y por entero a dilatar el Reino de Dios y a informar y a perfeccionar el orden de las cosas temporales con el espíritu cristiano» (Vaticano II, Decr. sobre el Apostolado de los Seglares, 4). Por esto, «en verdad, el Evangelio ha sido en la historia humana, incluso la temporal, fermento de libertad y de progreso, y continúa ofreciéndose sin cesar como fermento de fraternidad, de unidad y de paz» (Vaticano II, Decr. sobre Las Misiones, 8). Espiritualidad. Así en una perfecta armonización de lo natural y de lo sobrenatural, de lo temporal y de lo eterno (cfr., p. ej., J. Escrivá de Balaguer, Camino, 153 y 154), el corazón del cristiano (expresión integral de la personalidad) se entrega enteramente al Amor (ib. 171), a Dios (ib. 157), a Jesús (ib. 154), al prójimo (ib. 154), desprendido de todas las cosas terrenas (ib. 149), y atado a la Cruz (ib. 151), con firme esperanza de alcanzar los bienes celestiales (ib. 152, 153), lleno de amable confianza con Nuestro Señor Jesús, Juez escatológico (ib. 168). De este modo las criaturas son llevadas a Dios a través del servicio que prestan al hombre (ib. 147). V. t.: CONSEJOS EVANGÉLICOS; PURIFICACIONES DEL ALMA, 3.
BIBL.: S. JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, 111,15; S. TERESA DE JESúS, Camino de perfección, II, IV, IX-XIII; F. J. DEL VALLE, Decenario del Espíritu Santo, Días IV y VII, Madrid 1954; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino (cap. Corazón), 25 ed. Madrid 1965; A. TANQUEREY, Compendio de Teología ascética y mística, París, Tournai, Roma 1930, n° 897, 1202; R. GARRIGOULAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, 4 ed. Argentina 1944, 433.901.1129; L. BOUYER, Introducción a la Vida espiritual, Barcelona 1964, 227 ss.; G. THILS, Santidad cristiana, Salamanca 1960.
C. SOLANCE ARROYO.
Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991
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