Indice:
I. El dolor de la Virgen en la infancia y en la pasión de su Hijo
II. Situación actual en la doctrina y en la liturgia:
1. La doctrina
2. La liturgia: a) 15 de septiembre: Virgen de los
Dolores, memoria b) Triduo pascual, c) Ejercicios piadosos, d)
Religiosidad popular.
III. Nota histórica.
IV. Conclusión.
I. El dolor de la Virgen en la infancia y en la pasión de su
Hijo:El misterio de la participación de la Virgen madre dolorosa en
la pasión y muerte de su Hijo es probablemente el acontecimiento
evangélico que ha encontrado un eco más amplio y más intenso en la
religiosidad popular, en determinados ejercicios de piedad (Vía
crucis, Vía Matris...) Y, en proporción con los demás misterios,
también en la liturgia cristiana de oriente y de occidente. Es
curioso cómo estas tres dimensiones de la piedad están idealmente
unidas en la liturgia de rito romano en el Stábat Mater,
atribuido a Jacopone de Todi, secuencia nacida en un contexto de
intensa religiosidad popular, utilizada de varias maneras en los
ejercicios piadosos y, aunque de forma facultativa, presente en la
liturgia de las horas y en la liturgia de la palabra de la misa del 15
de septiembre de la Virgen de los Dolores. Esta singularidad revela
que las tres áreas de piedad que hemos señalado, dejando aparte
ciertas intemperancias ocasionales, reflejan agudamente lo esencial
del misterio evangélico.
Pero el dolor de la Virgen, aunque encuentra en el misterio de la
cruz su primera y última significación, fue captado por la piedad
mariana también en otros acontecimientos de la vida de su Hijo en los
que la madre participó personalmente. En general, se suele considerar
el dolor de la Virgen en la infancia de Jesús y no sólo en su
pasión. La meditación cristiana captó y en cierto modo fue
codificando progresivamente a lo largo de los siglos siente sucesos
dolorosos, siete episodios bíblicos en los que está atestiguada
expresamente o intuida por la tradición la participación de María.
Se recuerda la subida al templo de José y de María para presentar
allí a Jesús a los cuarenta días de su nacimiento, con la relativa
profecía del anciano Simeón: “Una espada atravesará tu alma” (Lc.
2, 34-35). Espada que es, “según parece, la progresiva revelación
que Dios le hace de la suerte de su Hijo”; espada que penetrando en
María le hará sufrir; espada que penetrando en María le hará
sufrir; espada símbolo del camino doloroso de la Virgen, que en la
tradición posterior será asumida como signo plástico de los dolores
sufridos por la madre del redentor y representada luego en número de
siete puñales clavados en el corazón de la Virgen. El camino de fe
de la Virgen se vio muy pronto marcado por un nuevo suceso doloroso:
la huida a Egipto con Jesús y José (Mt. 2, 13-14). Y una vez más,
durante la infancia de Jesús, el suceso de la pérdida en Jerusalén
y la búsqueda ansiosa y dolorida de María y de José (Lc 2, 43ss),
que se concluirá con el hallazgo del Hijo en el templo, nuevo motivo
de meditación y de interpretación sobre la voluntad de Dios en el
corazón de la madre. La contemplación de la tradición ha querido
descubrir en la subida de Jesús con la cruz al Calvario la
experiencia síntesis del camino de fe de la madre, y aunque los
evangelios no mencionan nada de eso, la piedad tradicional ve también
la presencia de María en el encuentro de Cristo con las mujeres (Lc
23, 26-27). Como ya se ha dicho, es en el acontecimiento de la
crucifixión donde encontramos el significado primero y último de la
Dolorosa: “Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre, María
de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, viendo a
su madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre:
Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu
madre” (Jn. 19. 25-27a). Y una vez más la devoción de los
fieles quiso prolongar la participación amorosa de la madre en la
muerte redentora del Hijo recordando, como en un díptico, la acogida
en el regazo de María de Jesús bajado de la cruza (Mc 15, 42),
acontecimiento objeto de atención particular por parte de pintores y
escultores, y la entrega al sepulcro del cuerpo exánime de su Hijo (Jn
19, 40-42a).
II. Situación actual en la doctrina y en la
liturgia.1. La doctrina:
La distribución antigua y contemporánea de los aspectos del dolor
de María de Nazaret, más allá del reparto de los misterios que tuvo
lugar en otros siglos que los veneraron por separado, en la
sensibilidad teológica de nuestros días y también, al parecer, en
la piedad de los fieles, no se percibe como una división puntual de
compartimientos estancos, sino que, incluso en la especificación de
los diversos episodios, los dolores se relacionan armónicamente con
el camino de un misterio de fe que conoció el sufrimiento, en
comunión total con el hombre de dolores y abierto a la voluntad de
Dios Padre. Tenemos una síntesis autorizada de esta nueva mentalidad
en el magisterio del Vat II: “También la Virgen bienaventurada
avanzó en esta peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su
comunión con el Hijo hasta la cruz, ante la cual resistió en pie (Jn
19,25), no sin cierto designio divino, sufriendo profundamente con su
unigénito y asociándose a su sacrificio con ánimo maternal,
consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella
había engendrado” (LG 58). En realidad es la comunión profunda,
que en cierto modo se hace consciente, entre la madre y el Hijo,
comunión ligada no solamente a la generación, sino también a la fe,
lo que llevó a María a cooperar en la obra de Jesús hasta el
Calvario: “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo,
presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo moribundo
en la cruz, cooperó de un modo muy especial a la obra del Salvador,
con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad para
restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61)
Debido a esta participación amorosa y total, María se convierte
“para nosotros en madre en el orden de la gracia” (KG 61). La
enseñanza conciliar ha abandonado de hecho los problemas sutiles y
las objetivaciones ontológicas, explicitando la doctrina mariológica
de las encíclicas papales que se habían ocupado de estos temas con
datos bíblicos y existenciales. Por esta línea ha seguido la
investigación, sirviéndose especialmente de la profundización
exegética que subraya como María junto a la cruz, como hija de Sión,
es figura de la iglesia madre a cuyo seno están convocados en la
unidad los hijos dispersos de Dios, con sus relativas consecuencias, y
cómo “en la pasión según Juan -de tan altos vuelos teológicos-
Jesús es el hombre de dolores, que conoce bien lo que es sufrir (Is
53,3), aquel a quien traspasaron (Jn 19,37; Zac 12,1). Y
paralelamente su madre es la mujer de dolores... Ella expresa también
el modelo de perfecta unión con Jesús hasta la cruz. Precisamente el
estar junto a la cruz, la propia y la de los demás, es una de las
tareas más arduas del amor cristiano, que exige alegrarse con los que
se alegran (Rom 12,15; Jn 2,1: bodas de Caná) y llorar con los que
lloran (Rom 12,15; Jn 19,25: la cruz de Jesús)”.
Esta ejemplaridad de María adquiere nuevos matices de
profundización en las reflexiones de un episcopado como el de
Sudamérica: “En María se manifiesta preclaramente que Cristo no
anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo,
desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta
llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su
cooperación libre en la nueva alianza de Cristo, es junto a él
protagonista de la historia”. El misterio de la mater dolorosa,
leído en relación con Cristo y con la iglesia, se convierte en
experiencia vital para el cristiano no sólo respecto al conocimiento
de la historia salvífica, sino también como fuente singular de
consuelo y de esperanza para su vida cotidiana.
2. La liturgia:
a) 15 de septiembre:
Virgen de los Dolores, memoria.
En la exhortación apostólica Marianis cultus, Pablo VI, después
de destacar la presencia de la madre en el ciclo anual de los
misterios del Hijo y las grandes fiestas marianas, presenta de este
modo la memoria del 15 de septiembre: “Después de estas
solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que
conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo
estrechamente vinculada al Hijo, como... la memoria de la Virgen
Dolorosa (15 de septiembre), ocasión propicia para revivir un momento
decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el
Hijo exaltado en la cruz a la madre que comparte su dolor”.
El día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz,
la ecclesia celebra la compasión de aquella que se mantuvo
fiel junto a la cruz. Esta memoria tiene un formulario propio (trozos
bíblicos y textos eucológicos) para la celebración eucarística y
partes propias para la liturgia de las horas. El contenido de la
colecta nos puede ayudar a captar el significado de esta celebración:
el carácter cristológico de la primer parte (la actio gratiarum)
y el eclesilógico de la segunda (la petitio) colocan
inmediatamente la memoria del 15 de septiembre en un horizonte de
solidez teológica y de amplia visión conciliar. “Señor, tú has
querido que la madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la
cruz”. El comienzo de la oración alaba al Padre y le da gracias,
porque en la hora de la redención quiso que estuviera presente la
madre de su Hijo y que participara de su obra. La referencia tan clara
al evangelio de Juan (19, 25; 3,14-15; 8,28; 12,32) da a las breves
frases iniciales aquella luz de resurrección que el evangelista quiso
derramar en el relato de la pasión y muerte de Cristo: la cruz,
además de ser instrumento de dolor, es sobre todo un trono de gloria.
La madre participa de esta luz. En efecto, la liturgia del 15 de
septiembre imprime un carácter de glorificación al misterio del
dolor de María (aclamación al evangelio; antífona de la comunión;
antífona al Ben.; antífona de vísperas y lectura breve). De esta
forma se sintetizan líricamente dos grandes temas de Juan: la exaltación
(3,14-15; 8,28; 12,32) y la hora de Jesús (7,30; 8,20; 12,20-28;
13,1; 16,13-14). La presencia de María encuentra para los dos temas
su lugar debido, el lugar querido por Dios. En la colecta esta
presencia se subraya por el sustantivo mater en relación con
el Filius: la hora de la exaltación en la cruz de Cristo es el
punto focal del tríptico “Caná-Calvario-Apocalipsis 12", en
donde aparece con toda claridad el “ser madre” de la Virgen . En
Caná (Jn 2,1-11) anticipó como madre la inauguración del misterio
del Hijo, invitándole a realizar el primero de los “signos”:
origen de la fe en los discípulos, a quienes hace reunirse junto con
ella y con los hermanos en torno a Cristo (Jn 2,12). Al mismo tiempo,
María hizo anticipar también con este signo, proféticamente,
aquella hora que se mostró en toda su luz cuando el Hijo del hombre
reinó desde el madero y derramó la salvación sobre toda la
humanidad. Además, aquella hora, en la que el Hijo prescindió de su
madre (Jn 2,4), la Virgen se reveló como madre de todos, como madre
de la iglesia (en este sentido hay que leer la oración sobre las
ofrendas). Y una vez más la madre está junto a Cristo en la fe,
representados simbólicamente en Juan los discípulos y los hermanos.
En esta fe contra toda esperanza experimenta profundamente la Virgen
la coparticipación en los sufrimientos del Hijo (“compatientem”,
de “pati-cum”, es el término latino de la “editio typica “
del Misal romano, traducido a veces impropiamente con “dolorosa”;
lo mismo puede decirse para la oración después de la comunión, en
donde “compassionem B. M.V. recolentes” se ha traducido: “al
recordar los dolores de la virgen María”. No sólo como madre está
íntimamente unida al dolor de Cristo, sino que, como ya hemos
observado, lo está como creyente bienaventurada que ve vacilar los
fundamentos de su fe con la pasión y la muerte. Al mismo tiempo lucha
sufriendo, esperando sólo en aquel que muere. Surge espontáneamente
el recuerdo de Simeón, que había profetizado ya en este sentido: “Una
espada atravesará tu alma” (Lc 2,35, del que encontramos un eco en
la antífona inicial de la misa en el segundo pasaje evangélico ad
líbitum, o sea Lc 2,33-35, y en la segunda liturgia de las horas
sacada del Sermones de san Bernardo), y el recuerdo de su vida
de fe que la había ido preparando para esta realidad: admirable
expresión de los futuros fieles auténticos, que aun en medio del
sufrimiento esperan únicamente en aquel que murió y resucitó. En
Apocalipsis 12 parece estar clara la referencia a Jn 19,25-27. Por lo
que se refiere a la “mujer”, se sabe que los exegetas andan
divididos. Sin embargo, creemos que no está lejos la interpretación
que ve en esta “mujer” tanto a la iglesia como a María : en
efecto, “la iglesia y María son entre sí realidades
complementarias, lo mismo que son las dos complementos insustituibles
del mismo Cristo”. La madre del Hijo de Dios participa con él, en
la hora de la historia, en la generación dolorosa de todos los
vivientes, derrotando al enemigo del Hijo del hombre y participando en
su glorificación por esta victoria. En este sentido el bíblico “viventium
mater” (Gén 3,20) es el título perfecto de la nueva Eva. Madre
espiritual y carnal de Cristo cabeza, madre espiritual de todos los
miembros, de todos los hombres. Esta madre es la primera que ofrece su
colaboración personal para completar la pasión de Cristo en favor de
la iglesia, tal como se expresaba la Mystici Córporis refiriéndose
a Col 1,24. Deseo que la liturgia, en la oración después de la
comunión, sugiere que se actúe también parta la asamblea que ha
celebrado la memoria de la Dolorosa como fruto final. De esta forma la
madre se convierte para la ecclesia, que sigue luchando aún
contra el dragón, esperando la glorificación final, en signo de una
esperanza cierta y en motivo de estímulo.
La petición de la ecclesia es esencial: participar en la
pasión de Cristo con aquella que es su madre y su imagen, anhelando
ardientemente llegar como llegó ella a la glorificación final: “Haz
que la iglesia, asociándose con María a la pasión de Cristo,
merezca participar de su resurrección”. Estamos en el corazón de
la liturgia del 15 de septiembre, la auténtica dimensión cristiana y
el sentido último y denso de la celebración, los mismos motivos que
aparecen en el Stábat Mater. Lo que se vislumbra al comienzo
de la colecta encuentra su petición consecuente en su segunda parte:
pasión del Hijo y de la madre (petición de conglorificación). Estas
dos peticiones piden lo esencial para la vida de la iglesia. Respetan
su ya y su todavía no. San Pablo nos ayuda a profundizar en el
sentido de estas súplicas. La comunión total con Cristo Señor nos
da la garantía de participar en su vida divina (también la
antífonas de laúdes y vísperas). El espíritu que él nos ha
obtenido “da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que
somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de
Dios, coherederos de Cristo” (Rom 8, 1-17). Cristo quiso libremente
señalar el camino del hombre participando en todo y para todo de la
vida humana, viviendo un período concreto de acontecimientos,
alegrías y sufrimientos, viviendo hasta el fondo la muerte por la
vida. La comunión con él, ser coherederos con su persona, como la
vivió también la virgen María, supone asumir, iluminados
conscientemente por la fe, la vida de cada día, en donde el límite
propio del hombre, el sufrimiento, es un elemento no accesorio: “Coherederos
de Cristo, si es que padecemos juntamente con él (Rom 8,17). La
participación en la pasión tiene dos perspectivas: personal y
comunitaria. Es anhelo por la continua liberación de toda forma de
pecado, de mal, individual y social. El volver a tomar día tras día
la propia cruz (Lc 9,39) y aliviar com-pasivamente la cruz de
cualquier hombre que esté en nuestro Camino y la de la humanidad de
que formamos parte (Lc 10,25-37; Jn 13,34). Pero esta pasión no es
fin de sí misma, sino que es para la vida: “Si el grano de trigo
que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce
mucho fruto” (Jn 12,24); y es para la vida sin fin: “Padecemos
juntamente con él, para ser también juntamente con él, para ser
también juntamente glorificados” (Rom 8,17); “si sufrimos con
él, también con él reinaremos” (2 Tim 2, 11). Se trata de la
tensión escatológica hacia la vida de toda la existencia cristiana.
Se trata de la esperanza, que sostiene el ya de la iglesia, mientras
camina hacia el todavía no. Esperanza que se centra esencialmente en
la resurrección de Cristo, el primero de los vivientes (Rom 8, 18-30)
b) Triduo pascual.
Una serena meditación y lectura de la presencia de la Virgen a lo
largo del año litúrgico ha llevado a la constatación de que en el
triduo pascual de la liturgia romana la participación de la madre en
la pasión del Hijo, a pesar de ser un elemento intrínseco del
misterio que se celebra, no ha sido explicitada de ninguna forma. Sin
embargo, la tradición litúrgica de rito bizantino y de otros ritos
orientales se muestra sensible a esta dimensión celebrativa. En la
liturgia propia de la Orden de los Siervos de María, oficialmente
aprobada, se ha encontrado una formo específica que se sitúa
ritualmente después de la adoración de la Cruz el viernes santo. La
sobria secuencia ritual que señala cómo la virgen María está
indisolublemente unida a la obra de salvación realizado por su Hijo,
fiel y fuerte hasta la cruz, madre de todos los hombres, modelo de la
iglesia, está compuesta de una admonición a la que siguen unos
momentos de oración en silencio y el canto de algunas estrofas del Stábat
Mater u otro canto debidamente escogido. En el corazón de la
celebración del misterio pascual se pone de relieve discretamente la
primera participación de la humanidad en la pasión redentora: como
para la encarnación, también para la redención, en el sentido de
Col 11,24.
c) Ejercicios piadosos.
1) Inspirándose probablemente en el uso de rezar el rosario, se
difundió en el s. XVII la Corona de la Dolorosa, mejor llamada
inicialmente de los Siete Dolores. En una de las primeras
ediciones impresas, dicha Corona se compone de elementos
rituales que se mantendrán esencialmente en vigor incluso en nuestros
días: introducción; enunciación de un dolor, un Padrenuestro-siete
Avemarías “en veneración de las lágrimas que derramó la
Virgen de los dolores”, finalmente una parte del Stábat Mater
(más tarde se recitó completo) con una oración para terminar.
2) La Via Matris
dolorosae. Para facilitar el modo de meditar los dolores de María, de
forma análoga al Vía Crucis, este piados ejercicio recuerda a la
mater dolorosa pasando de una estación a otra, en la que se
representa cada uno de los siete dolores principales. Su origen parece
remontarse al s. XVIII y se practicó inicialmente y en particular en
las iglesias de los Siervos de María de España. Uno de los primeros
testimonios escritos, conservados hasta hoy, donde se refiere el
método para celebrar la Via Matris, se remonta a 1842. Normalmente
este piadoso ejercicio se practica los viernes de cuaresma. Desde 1937
hasta los años sesenta, bajo la forma de novena perpetua, adquirió
una importancia muy amplia en Chicago y en las dos Américas.
3)
La Desolada.
También este piadoso ejercicio se desarrolló en el s. XVIII.
Nació de la consideración, en cierto modo pietista, de que María
vivió el colmo de su dolor durante la sepultura de su Hijo; en este
período ella se vio realmente “desolada”; por eso, para “com-padecer-la”
algunos estaban en oración desde el atardecer del viernes santo hasta
las dieciséis del sábado santo, así como todos los viernes del
año.
d) Religiosidad popular.
La imagen de la madre vestida de negro manto es una presencia
casi constante en las tradiciones populares que veneran a la Dolora,
desde el comienzo de la devoción hasta nuestros días. Sin embargo,
no es fácil encontrar una documentación exhaustiva que permita
recoger las diversas formas con que la religiosidad popular, entendida
en el sentido más amplio del término, ha expresado y sigue
expresando su devoción a la mater dolorosa. No cabe duda de que en
occidente la devoción a la Dolorosa, antes de encontrar su
codificación litúrgica o en los oficios “de compassione” (desde
el s. XV) o en las misas (desde comienzos del s. XV), encuentra un
favor especial en las expresiones populares. La figura de madre
enlutada sigue estando esencialmente ligada a otra imagen
pedagógicamente hegemónica, a su stare recogido,
inmóvil y
mudo del evangelio de Juan o al contemplar velado en lágrimas
de
Stábat. Lo mismo podemos decir de las formas religiosas que se
desarrollaron después del concilio de Trento, especialmente de
las procesiones dramáticas y escenificaciones presentes sobre todo,
aunque no sólo, en el sur de la península italiana y en
España.
Probablemente hoy estas formas, no siempre administradas
directamente
por la comunidad cristiana, son las únicas expresiones
periódicas
que nos quedan de la religiosidad popular en que directa o
indirectamente se expresa la devoción a la Dolorosa.
III. Nota histórica.
Muy recientemente todavía el editor de la Bibliografía mariana,
G. Besutti, señalaba: “La historia de la piedad cristiana con la
virgen María, que padece con su Hijo al pie de la cruz, no ha sido
escrita aún por completo de forma que comprenda no sólo al oriente,
sino a todas las regiones de occidente. Hay muchos aspectos, incluso
importantes, que están más o menos diseminados por todas partes y
que, si no se han ignorado, al menos no han sido valorados debidamente”.
Y en este contexto refiere cómo en Herford (Paderborn) se fundó en
1011 un oratorio dedicado a “S. Mariae ad Crucem”. Esta cita
revela cierto interés, en cuanto que de alguna manera confirma las
observaciones de Wilmart: hay que poner antes del s. XII el nacimiento
de esa corriente piadosa que se inspira en la meditación compasión
de María al pie de la cruz. Sin embargo, todavía queda por precisar
los tiempos y los lugares en que maduraron las reflexiones de los
primeros padres de oriente y de occidente, las intuiciones poéticas y
homiléticas, en concreto bizantina (por ej., Romanos Melodas, , que
fueron poniendo progresivamente en relación la espada profetizada de
Simeón con la compasión de la Virgen y su participación en la
pasión redentora del Hijo.
A lo largo del s. XIII se elabora la devoción a la Dolorosa,
precisándose a comienzos del s. XIV como devoción a los Siete
dolores. Pero “el primer documento cierto sobre la aparición de la
fiesta litúrgica del dolor de María proviene de una iglesia local”;
en efecto, el 22 de abril de 1423 un decreto del concilio provincial
de Colonia introducía en aquella región la fiesta de la Dolorosa en
reparación por los sacrílegos ultrajes que los husitas habían
cometido contra las imágenes del crucificado y de la Virgen al pie de
la cruz. La fiesta llevaba por título “Commemmoratio angustiae et
doloribus Betae Mariae Virginis”, según el tenor del decreto
conciliar, que decía: “... Ordenamos y establecemos que la
conmemoración de la angustia y del dolor de la bienaventurada Virgen
María se celebre todos los años el viernes después de la domínica Jubilate
(tercer domingo después de pascua), a no ser que ese día se celebre
otra fiesta, en cuyo caso se transferirá al viernes próximo
siguiente”.
En 1482 Sixto IV compuso e hizo insertar en el Misal romano, con el
título de Nuestra Señora de la Piedad, un misa centrada en el
acontecimiento salvífico de María al pie de la cruz. Posteriormente
esa fiesta se difundió por occidente con diversas denominaciones y
fechas distintas. Además de la denominación establecida por el
concilio de Colonia y la que se fijaba en la misa de Sixto IV, era
llamada también: “De transfixione seu martyrio cordis Beatae Mariae”,
“De compassione Beatae Mariae Virginis”, “De lamentatione Mariae”,
“De planctu Beatae Mariae”, “De spasmo atque dolorigus Mariae”,
“De septem doloribus Beatae Mariae Virginis”, etc.
Mientras tanto, el 9 de junio de 1668 se les
concedián a los
Siervos de María la facultad de celebrar el tercer domingo de
septiembre la “Missa de septem doloribus B.M.V.” con un formulario
que se deduce que es muy parecido al de 1482. Esta misma es la que,
con algunas ligeras modificaciones, se recoge en el Misal de Pío V el
viernes de pasión. En realidad, la fiesta del viernes de pasión,
concedida el 18 de agosto de 1714 a la Orden de los Siervos, se
extendió, por petición de la misma orden, a toda la iglesia latina
bajo el pontificado de Benedicto XIII (22 de abril de 1727). Además,
Pío VII, el 18 de septiembre de 1814 extendió al tercer domingo de
septiembre la fiesta de los Siete dolores con los formularios para el
oficio divino y para la misa que ya estaban en uso entre los Siervos
de María. Finalmente, con la reforma de Pío X, ante el deseo de
realzar el valor de los domingos, esta fiesta quedó fijada el 15 de
septiembre, fecha que estaba ya en uso en el rito ambrosiano, que por
no tener la octava de la Natividad de la Virgen, celebró siempre ese
día los dolores de María.
La fiesta del viernes de pasión quedó reducida por la reforma de
las rúbricas de 1960 a una simple conmemoración. El nuevo calendario
promulgado en 1969 suprimió la conmemoración del tiempo de pasión y
redujo a la categoría de “memoria” la fiesta de los siete Dolores
de septiembre bajo el nuevo título de “Nuestra Señora la Virgen de
los Dolores”.
IV. Conclusión.
La historia de esta devoción, como ya se ha observado y como
se deduce igualmente de estas notas, parece trazar una línea curva
que alcanza su apogeo en los períodos de codificación litúrgica. La
ósmosis entre lo popular y lo oficial, aun en medio de los reflujos
pietistas que es posible constatar, conduce a una intensidad difusa
del sentimiento de devoción hacia la mater dolorosa.
Precisamente cuando la ósmosis es mayor es cuando la intensidad
aparece más profunda. Pero es preciso subrayar que el progresivo
replanteamiento litúrgico a lo largo del s. XX, ayudado en este punto
por la reflexión bíblico-patrística, coincide con la “cualidad”
de la meditación sobre el misterio del dolor de santa María,
insertándolo en un contexto más amplio de historia de la salvación;
no se contempla ni se venera a la mater dolorosa solamente para
participar conscientemente, en cuanto personas particulares, en la
pasión de Cristo a fin de vivir su resurrección, sino que además se
hace esto para que María, como imagen de la iglesia, inspire a los
creyentes el deseo de estar al lado de las infinitas cruces de los
hombres para poner allí aliento, presencia liberadora y cooperación
redentora. Además, la Dolorosa puede recordad a los hombres de
nuestro tiempo, inquietos y preocupados por la esencialidad de las
cosas, que la confrontación con la palabra de la verdad y su
manifestación pasa ciertamente por la experiencia de la espada (Lc
2,35; 14, 17; 33,36; Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4,12; Ap 1,16), que
traspasa el alma, pero que abre también a una nueva conciencia y a
una misión renovada (Jn 19, 25-27), que va más allá de la carne y
de la sangre y de la voluntad del hombre, puesto que brota de Dios (Jn
1, 13).
Fuente: Nuevo Diccionario de Mariología. Ediciones
Paulinas.
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