El crimen que marcó a la familia Ramos y a un país
Hace 25 años, un grupo de militares irrumpió en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y cometió una masacre que cambió el rumbo definitivo de la guerra civil. Seis sacerdotes jesuitas, una cocinera y su hija murieron en el ataque. Esta es la historia de Julia Elba Ramos y lo que dejó.
La madrugada del jueves 16 de noviembre de 1989, Alma López (*) perdió a su mejor amiga y su única confidente. Se llamaba Julia Elba Ramos y fue asesinada junto con su hija Celina, de tan solo 16 años, y seis sacerdotes jesuitas en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Al día siguiente de la masacre, los periódicos de todo el mundo retrataron la brutalidad del ataque y la pérdida de seis religiosos y destacados intelectuales en la sociedad salvadoreña. Alma perdió a la única mujer que creía capaz de entenderla.
—Desde que fuimos compañeras de trabajo por cuatro años, hasta que murió, nos vimos casi todos los días –cuenta Alma López, 25 años después del asesinato de Julia Elba —Hubo una época que también viví en su casa y platicábamos hasta quedarnos dormidas–.
Alma se ha robado unos minutos de su jornada laboral para recordar a su amiga. Ella está sentada en una mecedora desde donde se ve el jardín de rosas sembrado en honor de los que murieron en la masacre de la UCA. Lleva puesta una blusa verde que combina con la sombra con la que se ha maquillado sus párpados. Es morena y de ojos vivaces. Después de 29 años, Alma sigue siendo empleada doméstica –lava ropa, hace limpieza– de los jesuitas, pero desde hace un año que la trasladaron a pocos metros de la estrecha sala donde asesinaron a Julia Elba y su hija. Ahora el recuerdo de su amiga es más que inevitable todos los días.
Son las 11 de la mañana de un lunes. Sentada en un borde de la mecedora, Alma cuenta que ayer viajó junto con su familia hasta el cementerio de Acajutla, en Sonsonate, para llevar flores a la tumba de su amiga. El de Elba era uno de los pocos nichos que no tenían coronas ni arreglos después de la celebración del Día de los Fieles Difuntos. Parecía abandonada. Alma le pagó un par de dólares a un señor para que chapodara la hierba alrededor de la tumba.
—Yo siempre he tenido eso de recordarla –dice Alma, fijando su vista en el jardín frente a ella.
—¿Por eso fue ayer hasta Acajutla?
—Sí, estoy segura que ella haría lo mismo si estuviera en mi lugar.
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La masacre en la UCA estremeció al país. En plena ofensiva guerrillera, desde el sábado 11 de noviembre de 1989, el asesinato de seis sacerdotes jesuitas, una cocinera del teologado y su hija adolescente conmocionó a un país ya conmocionado con el asalto a la ciudad capital. En ese punto, la masacre en la universidad marcó el conflicto armado como antes lo hizo el asesinato de monseñor Romero, el homicidio de cuatro monjas norteamericanas al salir del aeropuerto o la emboscada en la que murieron cuatro periodistas holandeses en 1982.
En la madrugada del jueves 16 de noviembre de 1989 –cuando en San Salvador se escuchaban las balaceras de la ofensiva– un grupo de soldados del batallón Atlacatl entró al campus universitario con la orden de asesinar a Ignacio Ellacuría, rector de la UCA, y de no dejar testigos del crimen. Al final, la lista de muertes también incluyó a Ignacio Martín-Baró, vicerrector de la universidad; Segundo Montes, director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA; Juan Ramón Moreno, subdirector del Centro Monseñor Romero; Amando López, profesor de Teología; Joaquín López y López, director de Fe y Alegría; y Julia Elba Ramos junto con su hija Celina Maricet, de 16 años.
Las imágenes de lo sucedido en el campus de la UCA fueron conocidas en todo el mundo. El periódico El País de España tituló el editorial de su edición del 17 de noviembre de 1989 –un día después de conocido el crimen– como “La barbarie” y publicó que el Gobierno de España preparaba la evacuación voluntaria de sus ciudadanos residentes en El Salvador. El mismo día, el periódico New York Times hacía referencia a la condena de la matanza “en los términos más enérgicos” por parte de la administración de George H. W. Bush. El periódico norteamericano citaba al sacerdote José María Tojeira, el provincial de los jesuitas en Centroamérica, para explicar la cruenta escena en la que cuatro curas yacían muertos boca abajo en el césped frente a las habitaciones donde dormían. Otros dos sacerdotes asesinados estaban en las recámaras, al igual que Julia Elba y Celina, que quedaron en el piso de la sala de estar.
—Fueron asesinados con lujo de barbarie, les dejaron irreconocibles y hasta sacaron sus sesos –declaró Tojeira, aún anonadado, a la prensa nacional e internacional.
En ese momento, impactado por la noticia, Tojeira no dijo mucho. Fue el arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera y Damas, quien aseguró, frente a los cuerpos masacrados de los curas, que “el mismo odio que asesinó a monseñor Romero es el que asesinó a los padres jesuitas”. Tiempo después, el padre Tojeira escribió una extensa crónica sobre aquel 16 de noviembre: “Con monseñor Rivera recorro de nuevo el Centro Monseñor Romero. Las vainillas, los destrozos, un retrato de monseñor Romero, de nuevo con un impacto de bala a la altura del corazón. Veo con más detalle el cuerpo destrozado de Elba y la dulzura intacta de Celina. La autopsia nos diría después que Elba había sido ametrallada incluso en sus partes íntimas. Cocinera de nuestros estudiantes de Teología. Cocinera y amiga. Los medios de comunicación la mencionaron siempre como cocinera o como una empleada. Las lágrimas de muchos de nosotros la recuerdan exclusivamente como amiga”.
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—Cuando nos quedaba tiempo después del trabajo, ya a las 4 de la tarde, nos íbamos juntas al centro para ir a “vitrinear” –cuenta Alma López, desde la mecedora en la que recuerda a Elba Ramos– A veces nos íbamos a tomar un café o un jugo al merendero El Caminante que estaba allá por el edificio Rubén Darío.
Alma recuerda ese instante y baja la cabeza. Sonríe. A esta hora, otra de las trabajadoras de los padres jesuitas asa carne en una pequeña parrilla frente a esta casa a un costado de la UCA. Se escuchan las brazas calientes. En el jardín cercano, un hombre corta la hierba entre las rosas que conmemoran a los mártires. Alma conoció a Elba Ramos en este ambiente tan hogareño. Cuando tenía 19 años de edad, ella llegó desde su natal San Pedro Nonualco, La Paz, a trabajar a la casa del teologado de los padres jesuitas en el centro de Antiguo Cuscatlán. Llegó para lavar la ropa de los estudiantes de Teología. Ahí conoció a Elba Ramos, una mujer de 42 años que había llegado unos meses antes que ella y que era la cocinera. Era mayo de 1985.
—Desde que llegué, Elba me trató como si fuera mi mamá –recuerda Alma —Ella sabía bien lo que era salir de un pueblo y venirse joven para la ciudad.
En las biografías y memoriales posteriores a la muerte de Elba Ramos se escribe que ella es originaria del municipio de Santiago de María, en Usulután. Pero, lejos de cualquier arraigo, la niñez y juventud de Elba fueron errantes. Sus padres se dejaron cuando ella aún era una niña y su mamá la llevó a las faldas del volcán de Santa Ana, Acajutla, Santiago Nonualco, Comasagua y Santa Tecla. Parecidos a los gitanos, los Ramos –una madre junto con cuatro de sus hijos– eran parte de ese ejército de salvadoreños nómadas que iban donde había corta de café o cualquier otro trabajo agrícola. Dormían bajo ramadas y solo les pagaban lo suficiente para poder subsistir. Elba estudió hasta el tercer grado de la primaria.
—Cuando la conocí vivía junto a su esposo Obdulio y sus dos hijos, Celina y José, en una casa con paredes de bahareque y techo de lámina cerca de Las Delicias, Santa Tecla, era poco pero hasta me invitó a vivir con ella por un año –cuenta Alma, mientras ve de reojo por si alguien viene y que no la vean sentada.
—¿Había suficiente espacio en la casa de Las Delicias para todos?
—Era un solo galerón y ahí iban todas las camas, esa casa se cayó con el terremoto del 86.
Al ver las precarias condiciones de Elba y su familia, el jesuita Amando López le ofreció que habitara una casita en el campus de la UCA, cerca de un portón que da a la avenida Albert Einstein. Obdulio Lozano, el esposo de Elba, se convirtió en el jardinero de la residencia universitaria de los padres. Elba siguió trabajando en el teologado de los jesuitas en Antiguo Cuscatlán junto con Alma. El viernes 10 de noviembre de 1989, las dos amigas fueron al mercado central como siempre lo hacían. Compraron arroz, azúcar y frijoles. Habían escuchado rumores de que la guerrilla iba a atacar la ciudad y que debían de abastecerse lo mejor posible. Después de las compras, Elba le dijo a Alma que lo mejor era que se fuera a San Pedro Nonualco y estuviera con su familia. Ella estaba decidida a mandar a José, su hijo menor, al puerto de Acajutla para que pasara el fin de semana junto con sus primos. Ese viernes fue la última vez que Alma vio a su amiga Julia Elba Ramos. Siempre la recordará usando un vestido verde.
—Cuando ya estaba la ofensiva hablamos por teléfono y me contó que estaba asustada porque una bomba explotó cerca de la casita donde vivía en la UCA… esa llamada fue dos días antes que la asesinaran –cuenta Alma, taciturna.
—¿Fue de lo único que hablaron?
—No, mi hijito cumplía dos años ese domingo 19 de noviembre y acordamos celebrarlo, ese detalle lo tengo bien presente en la memoria, no se me olvida. Elba me dijo que ella misma iba a preparar el pastel para la fiesta.
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La Comisión de la Verdad –ese grupo de investigadores conformado por las Naciones Unidas para ahondar en las prácticas atroces sistematizadas durante la guerra civil– tomó la masacre en la UCA como uno de sus referentes. En su informe final se incluye una minuciosa descripción del crimen y el juicio contra los autores materiales del hecho. En total, 10 militares fueron procesados por los asesinatos. El juicio ante un jurado compuesto por cinco personas se realizó los días 26, 27 y 28 de septiembre de 1991 en la Corte Suprema de Justicia (CSJ).
Por la masacre solamente fueron declarados culpables el coronel Guillermo Alfredo Benavides Moreno y el teniente Yusshy René Mendoza Vallecillos. El juez los condenó a 30 años de prisión. Pero al entrar en vigencia la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz en marzo de 1993, los militares salieron libres. Por su parte, el teniente José Ricardo Espinoza Guerra y el subteniente Gonzalo Guevara Cerritos fueron encontrados culpables por proposición y conspiración de actos de terrorismo. Les dieron tres años excarcelables, así que quedaron en libertad y siguieron de alta en la Fuerza Armada.
Para el año 2000, el entonces rector de la UCA, José María Tojeira, impulsó otro proceso legal para determinar a los autores intelectuales del Alto Mando de la Fuerza Armada en la masacre. Sin embargo, el fiscal general, Belisario Artiga, indicó que la investigación iba en contra de la Ley de Amnistía. Posteriormente, el 12 de diciembre de 2000, la jueza tercero de Paz de San Salvador resolvió sobreseer a los imputados porque los asesinatos ya habían prescrito, basándose en los 10 años que contempla el Código Procesal Penal para los delitos graves.
Sentado en su escritorio en la pastoral universitaria de la UCA, José María Tojeira piensa en todo el proceso legal en retrospectiva desde aquel 16 de noviembre de 1989. Se recuesta en el respaldo de su silla y parece meditar. En el escritorio frente a él hay un mar de papeles, unos cuantos libros abiertos y su computadora encendida.
—Cuando dicen que queremos abrir heridas, a mí me da un poco de risa, lo que queremos es cerrarlas por el bien del país… fue un jesuita quien confesó al mayor D'Abuisson cuando buscaron un cura antes que muriera, después dicen que no perdonamos –dice Tojeira.
Actualmente, el único proceso judicial abierto por la masacre en la universidad tiene lugar en la Audiencia Nacional de España, donde el juez Eloy Velasco procesa a los exmilitares salvadoreños por el delito de asesinato terrorista. El magistrado inició la investigación en 2009 tras admitir una querella presentada por la Asociación Pro Derechos Humanos de España y el Centro para la Justicia y la Transparencia (CJA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, con el apoyo de familiares de las víctimas. Aunque las dos organizaciones le preguntaron a la UCA si quería ser parte del proceso, el entonces rector José María Tojeira aseguró que apoyaban el juicio pero que no serían una de las partes.
—Lo que queremos es que haya un proceso en El Salvador, que se alcance la justicia, y que la Fuerza Armada pida perdón como institución, no un perdón como el de Mauricio Funes, que no trajo consecuencias y ni siquiera revisó la historia militar –dice Tojeira.
—¿Pero por qué se tomó la decisión de no ser parte del juicio en España?
—No queremos que la gente piense: “Ah, los jesuitas se dieron por vencidos aquí y se llevan el caso a España”. O que digan que porque somos poderosos nos vamos allá mientras los pobres aquí no tienen acceso a la justicia y que todo siga como que nada ha pasado.
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Manuel Ramos, el hermano menor de Elba, trabajó 34 años como motorista en la Comisión Ejecutiva Portuaria Autónoma de El Salvador (CEPA). La mañana del 16 de noviembre de 1989, el entonces gerente Ricardo Hernández Platero, su jefe inmediato, fue quien le comentó a Manuel que en la UCA habían asesinado a dos mujeres, sin precisar más detalles. Manuel llamó inmediatamente a su casa para que sintonizaran la radio y así fue como corroboró que su hermana Elba y su sobrina Celina habían sido asesinadas en el campus de la universidad. Días después, Manuel prestó uno de los pick up que manejaba en CEPA para transportar hasta Acajutla los ataúdes de Elba y de Celina. Fue un viaje silencioso al lado de Obdulio Lozano, el esposo de su hermana.
—Los padres jesuitas querían que las enterráramos en la UCA, pero en la familia se decidió que estuvieran en Acajutla junto a nuestra mamá –cuenta Manuel, sentado en una silla de plástico en su casa, recordando los días de aquel noviembre.
El hogar de Manuel Ramos está en reparto Santa Marta II de San Jacinto. Es una acogedora casita en la que ha vivido junto con su esposa, Astrid, desde principios de los ochenta. Esta mañana tranquila, Manuel y Astrid cuidan a un nieto de un año y medio, quien se entretiene viendo las caricaturas. Esta casa era uno de los refugios de su hermana Elba cuando visitaba a los jóvenes jesuitas que trabajaban en la cercana comunidad conocida como “La Chacra”. Elba hacía tamales para su hermano y hasta horneó un pastel decorado con cerezas cuando la hija de Manuel cumplió ocho años. Desde que Elba Ramos se había mudado a la UCA, la relación con Manuel era más cercana.
—Es que ella era bien de ambiente, platicona, pues, le caía bien a todos –dice Manuel sobre su hermana —Celina era más callada, hasta en su fiesta de 15 años, pero por último andaba feliz porque los padres le habían dicho que al salir de bachillerato podía estudiar en la UCA. En una de las fotos que la familia de Manuel atesora se ve a Celina ataviada en su vestido rosa de quinceañera y recibiendo la eucaristía. Estudiaba en el Instituto Nacional Damián Villacorta de la ciudad de Santa Tecla.
Manuel Ramos estuvo en el juicio de 1991 contra los autores intelectuales de la masacre en la universidad. Escuchó cuando uno de los militares implicados narró que después de asesinar a los padres jesuitas “escuchó a una señora gorda gimiendo y la rematamos”. Por esos días, Manuel ya no era el motorista de la gerencia de CEPA, sino que pidió cambio para el equipo de cobros de la autónoma. Salía en una motocicleta a cobrar deudas pendientes. Después de terminado el juicio contra los homicidas de su hermana y su sobrina, a Manuel le tocaba ir al Estado Mayor de la Fuerza Armada para cobrar por el muellaje de los contenedores repletos de armas que venían de Estados Unidos y que atracaban en el puerto de Acajutla.
—Yo mismo vi al teniente Espinoza dando órdenes en el Estado Mayor, despuesito del juicio, como si nada hubiera pasado, sí da coraje –dice Manuel desde su silla–, y después de tantos años no es que uno se esté muriendo, pero el recuerdo de aquello siempre está.
En los años posteriores al asesinato de Elba y de Celina, la UCA comenzó a conmemorar cada uno de los aniversarios de la masacre. Manuel dice que casi no ha faltado a ninguno. Junto con su familia, él ha hecho los recorridos guiados por el museo del Centro Monseñor Romero donde se guardan algunas de las últimas pertenencias de los que murieron en la masacre, como esa zapatilla blanca que usaba Celina cuando le dispararon. En los primeros años después de los asesinatos, Manuel volvía a la universidad para platicar un rato con Obdulio Lozano. Él había llegado a residir como jardinero a principios de 1989 y se quedó viviendo en el mismo lugar después de la muerte de su esposa y su hija. Elba fue su compañía desde que la conoció cuando era mandador en una finca de café en Santa Tecla y ella llegó como cortadora. Obdulio fue quien encontró muertas a Elba y Celina en la pequeña sala de estar de la residencia universitaria. El jardinero decidió que José, su hijo menor, se terminara de criar junto con sus primos en Acajutla, lejos del recuerdo de aquel 16 de noviembre de 1989.
—Dulio siempre me contaba que la noche de la masacre hasta se levantó y encendió la luz para ir al servicio pero no escuchó nada –cuenta Manuel mientras su esposa Astrid asiente con la cabeza —Daba un no sé qué el pobre hombre, es que se quedó él solito.
El jardinero Obdulio Lozano sembró un rosal en honor de los padres asesinados el 16 de noviembre y a la esposa e hija que perdió.
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A finales de mayo de 2011, el juez español Eloy Velasco giró 20 órdenes de captura contra militares salvadoreños en retiro acusados por la masacre en la UCA. Las órdenes fueron emitidas a través de la Policía Internacional (INTERPOL) para solicitar su extradición, investigación y enjuiciamiento. Tras la decisión en la Audiencia Nacional de España, nueve militares se resguardaron en la Brigada Especial de Seguridad Militar, en la carretera Troncal del Norte, temiendo ser capturados por las autoridades y enviados a Madrid.
No obstante, al final la Corte Suprema de Justicia (CSJ) tomó la decisión de no entregar a ninguno de los militares basándose en que cuando se cometió la masacre el artículo 28 de la Constitución de la República prohibía la extradición de nacionales a cualquier otro país. A raíz del proceso, ninguno de los militares solicitados por el juez Velasco puede salir de El Salvador o se arriesga a ser extraditado a España ante la difusión roja de INTERPOL. El único de los implicados que aún está en expectativa de ser enviado a la orden del juez Velasco es el coronel Inocente Orlando Montano, quien se encuentra en una prisión de baja seguridad en Carolina del Norte, Estados Unidos, cumpliendo una pena de 21 meses por delitos migratorios.
—La última posibilidad es que desde los Estados Unidos se extradite al general Montano a España y así el juicio pueda seguir –dice Andreu Oliva, rector de la UCA, desde su oficina.
Oliva ocupa el cargo que tenía Ignacio Ellacuría cuando fue asesinado. Sentado en un amplio sillón de su despacho, el rector de la UCA dice que, más allá de lo que pueda ocurrir en el juicio que se sigue en la Audiencia Nacional española, lo más importante sería la derogatoria de la Ley de Amnistía y que después se promulgue una ley de reconciliación nacional que permita conocer la verdad en todas las masacres que ocurrieron durante el conflicto armado, que se lleve a los responsables ante la justicia y que se repare a las víctimas.
—No hay que olvidar que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ya exigió que se investigue la masacre en la UCA, algo que no ha hecho ni el gobierno de Antonio Saca ni el de Mauricio Funes –enfatiza Oliva.
Desde 2013, la Sala de lo Constitucional de la CSJ estudia una demanda contra la Ley General de Amnistía bajo el argumento de que la Asamblea Legislativa incumplió requisitos constitucionales al no ser “discutida, ni estudiada, ni analizada”; además, que la amnistía vulnera tratados internacionales de derechos humanos vigentes y adscritos por El Salvador. En agosto de 2014, el Comité de la ONU sobre Discriminación Racial declaró que le preocupaba que la amnistía siga vigente en El Salvador y pidió al Gobierno que la derogue.
—¿Qué se propone si se declara inconstitucional la Ley de Amnistía y se reabre el caso jesuita?
—El camino es el de la justicia transicional, que existan las acciones penales, pero sobre todo la reparación a las víctimas, porque no solo es el caso jesuita sino que muchas masacres que han quedado en la impunidad –sostiene Oliva.
—¿Pero cree que es posible para la actual administración impulsar un proceso así?
—Esta administración ha tenido varios encuentros con comités de víctimas y organizaciones de derechos humanos, eso es positivo, pero todo puede quedar solo en palabras. Creo que aún se les tiene miedo a los militares y ellos se han cerrado corporativamente sobre estos temas. Los militares tienen capacidad de influir ante los políticos, incluso los de izquierda.
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Pedro Casaldáliga, poeta y uno de los principales referentes de la teología de la liberación en América Latina, visitó la UCA el lunes 16 de abril de 1990. Fue a la capilla y se santiguó frente a los restos de los seis jesuitas asesinados. Después recorrió el Centro Monseñor Romero hasta que en el jardín vio a Obdulio Lozano trabajando con cuma en mano. Casaldáliga observó el rosal plantado en el mismo lugar donde los padres jesuitas fueron asesinados. “Si en algo sirve, a Dios gracias por este pueblo de tantos Obdulios, Elbas, Celinas –el verdadero El Salvador– que juntos cuidan las rosas de nuestra liberación”, escribió Casaldáliga después de aquel encuentro en el rosal.
Por aquellos días, Obdulio sufría por la artritis degenerativa, una dolorosa enfermedad que provocaba rigidez en sus dedos y codos. Su hijo José lo llegaba a ver en ocasiones desde el puerto de Acajutla. Pero quien más seguido lo visitaba era Alma López, la mejor amiga de su esposa Elba. Alma llegaba con sus dos hijos pequeños para que jugaran con Obdulio.
—Siempre lo veníamos a ver los fines de semana como para alegrarle el rato, él pasaba bien triste, deprimido por todo lo que había pasado con su familia –cuenta Alma a más de dos décadas de aquellas tardes.
Cuando el dolor por su artritis no lo dejaba trabajar en el jardín, Obdulio se iba a la farmacia para inyectarse. Hasta que un fin de semana de 1994 su situación se agravó y lo trasladaron de urgencia al hospital.
—Fue una muerte fulminante, nadie se la esperaba... fue una muerte de tristeza –dice Alma.
Obdulio murió cuatro años después que su hija Celina y su esposa Elba. Dejó un jardín de rosas.
* Alma López es un nombre cambiado a petición personal de la mejor amiga de Julia Elba Ramos.
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