Los acontecimientos pronto hicieron que los argumentos tanto de Bernardo como de Pedro parecieran irreales. Aunque en los primeros cincuenta años del siglo XII la posición del ideal monástico parecía de total y absoluta supremacía dentro de la Iglesia medieval, la muerte de los dos grandes abades (1153 y 1156) tuvo lugar en un momento crítico. Cluny y los benedictinos tradicionales se habían visto mermados por los cistercienses y las universidades. Pero no era esto todo. En diez o veinte años todos los monjes, cualquiera que fuese su hábito, parecieron perder no solamente su fervor, sino también su individualidad entre las numerosas nuevas órdenes, agustinos,21' premonstratenses, gilbertinos, órdenes militares, etc. y muy pronto harían su aparición los frailes como una gran marea que iba a sumergido todo.
Pero por un momento, que duró unos cincuenta años, el monacato pareció haber conquistado la Iglesia occidental. En la Alta Edad Media, cuando el clero secular y los obispos eran en general designados y controlados por emperadores, reyes, magnates y señores feudales, los monjes fueron gradualmente consiguiendo el monopolio de la educación y el fervor. Ellos elaboraron la liturgia y multiplicaron los manuscritos de los padres escritores espirituales, así como de los poetas e historiadores de Roma. Cuando se puso en marcha el gran movimiento reformador, fueron los monjes quienes lo guiaron y sostuvieron y quienes dieron como remedio para todas las enfermedades espirituales las virtudes y devociones monásticas; castidad, obediencia y liturgia. En un extremo estaba Pedro Damián, que hubiera querido que todo cristiano se convirtiera en un ermitaño, pero otros, desde Gregorio VII a Eugenio III, desde Anselmo a Bernardo, sólo pudieron dar lo que tenían, el programa ascético y espiritual monástico. Así toda la Iglesia se monaquizó. El clero volvió al celibato y se intentó seriamente que llevara a cabo una vida canónica, comunal, con los principales rasgos del monacato. Los laicos devotos si no podían o no querían convertirse en monjes o monjas, eran invitados a decir el breve oficio de la Bienaventurada Virgen María y, si no tenían marido o mujer, se les invitaba a acabar sus días en la enfermería de un monasterio o en un convento. de monjes vestidos con el hábito monástico para ayudarles a ganar el cielo (ad sucurrendum). San Bernardo y otros invitaban, imploraban y casi exigían a sus amigos laicos, a que se refugiaran en el seguro asilo de Citeaux o Clairvaux. Pero de hecho el mundo necesitaba muy poca presión. Según la voz popular el mundo se estaba convirtiendo en cisterciense y en la institución de los legos, los monjes blancos habían abierto sus puertas a una amplia y nueva clase de analfabetos. Las abadías de trescientos monjes podían tener igual número, y a veces más, de hermanos legos. Parece ser que Rievaulx, en Yorkshire, tuvo casi quinientos y Walter Daniel, biógrafo de Ailred describe la iglesia en los días de fiesta, cuando todos acudían de las granjas, abarrotada de monjes y legos como abejas en una colmena.
Cuando le pidieron a San Bernardo una regla para las nuevas órdenes militares, entregó la regla de San Benito con las costumbres cistercienses, y los grandes castillos de los cruzados, como el Crac des Chevaliers, en Palestina, por fuera parecían fortalezas, mientras que por dentro eran monasterios. Por lo que respecta a la liturgia, los ritos monásticos, provinentes de los antiguos y seculares ritos de Roma y la Galia, volvieron de nuevo a Roma para influir en el misal y el breviario de la Iglesia romana, como himnos, antífonas y ceremonias añadidos. Todas las reformas subsiguientes, tales como la de la Contrarreforma y la de hoy, de hecho en gran parte están encaminadas a borrar de la liturgia de la Iglesia universal los añadidos de la Alta Edad Media; en el momento presente, el péndulo ha oscilado en el sentido contrario y la propia liturgia monástica está perdiendo algunas de sus características en beneficio de la uniformidad.
En los cuarenta años de vida cisterciense de Bernardo, los monjes blancos se extendieron por Europa casi con la misma rapidez y con mayor capacidad de penetración incluso que los ejércitos de Napoleón. Si bien los cistercienses nunca llegaron a Esmolensko y Moscú, sí llegaron al occidente de Irlanda y al Moray Firth. La primera columna que penetró en las Islas Británicas venía de L'Aumóne y se dirigía a Waverley en Surrey en 1128, pero lo que llamó la atención fue la llegada, bajo el abad Guillermo, en 1132, de la comunidad fundadora de Rievaulx cerca de Helmsley en· -el North Riding de Yorkshire, que pronto se convirtió en la casa más conocida, más dotada y más atractiva de los monjes blancos ingleses, la de Ailred, administrador del rey David I de Escocia y amigo de su hijo, el príncipe Enrique.
Antes de la llegada de Ailred, la levadura de RievauIx había empezado a actuar. En la gran abadía de monjes blancos de Sta. María de York, se reanudaba el drama de Molesme y Citeaux. Un grupo de hombres muy bien dotados, algunos de los cuales habían de llegar a ser abades más tarde, se sentía insatisfecho con el nivel de la vida monástica y pidió al abad que interviniera. Este se negó; se originó una disputa que estuvo a punto de acabar en pelea y el arzobispo de York fue llamado como árbitro. Deseoso de establecer la paz, separó a los reformadores y los estableció en una parcela de sus posesiones en Skeldale. Allí se establecieron en chozas de madera que acabaron siendo la gran abadía de Fountains, y acudiendo a San Bernardo en busca de consejo. Este les recibió en la orden cisterciense y les envió un experto monje para instruirles. Así, de una manera o de otra, los cistercienses se multiplicaron rápidamente en Inglaterra. Al cabo de treinta años existían cincuenta y una abadías de monjes blancos en Inglaterra y Gales, que incluían las casas del grupo de Savigny aparecidas en 1147, algunas de las cuales tenían comunidades de varios centenares de miembros. Las abadías cistercienses se hallaban casi siempre situadas en valles apartados, en tierras incultivadas antes de su llegada, y que ahora han vuelto a quedarse desiertas y salvajes, por lo que al visitante de hoy le resulta difícil imaginar la fecunda vida existente en torno a lo que ahora suelen ser desolados montones de piedras o pequeños promontorios cubiertos de hierba. Igualmente suele preguntarse por qué los monjes escogían deliberadamente la salvaje campiña de Yorkshire y del Gales occidental con preferencia a sitios más atrayentes y fértiles. La respuesta es que abiertamente proclamaban su preferencia por los lugares «subdesarrollados», ya que el trabajo manual de cualquier clase formaba parte de su vocación y no les estaba permitido el trabajo de asalariados. Además, deseaban la soledad de zonas no habitadas, y por tanto es natural que sus bienhechores economizaran entregando a los monjes tierras apartadas o yermas. Muchas veces, los lugares originalmente eran inhabitables tanto por exceso de agua como por falta de la misma, o porque el suelo era totalmente incultivable, y los monjes tenían que trasladarse a otro lugar. Debemos añadir, sin embargo, que los edificios muchas veces se han conservado en esos apartados lugares porque no había vecinos que fueran a buscar las piedras con que estaban construidos. En otras regiones, como en Lincolnshire, East Anglia y Wiltshire, donde la población era mayor y la piedra buena para edificar escasa, las abadías han desaparecido casi sin dejar rastro y nadie las visita.
¿Qué hizo, cabe preguntar, que el movimiento cisterciense adquiriera tal impulso en una Inglaterra y una Francia cubiertas ya de monasterios grandes y pequeños? La respuesta fundamental es, sin duda, que el rigor de su ideal, que sólo se podía alcanzar perteneciendo a una edificante familia de hombres, era una incitación para una élite, y que la dura y enérgica vida de los monjes blancos atraía a muchos a quienes repelía la vida sedentaria, enclaustrada y litúrgica de los monjes negros. Y en cuanto un movimiento comienza bien, tanto si es de cruzados como de boy scouts o de supermercados, siempre hay muchedumbres que desean unirse a él, generalmente en detrimento de sus ideales originales. No debemos imaginamos la vida cisterciense como aburrida y bucólica ni tampoco como inhumana y repelente. La primera descripción de primera mano que poseemos de ella es la de un amigo del abad Ailred de Rievaulx que nos muestra a este gran hombre hablando con un grupo de jóvenes monjes sobre infinidad de cosas, y Ailred, el «Bernardo del Norte», sólo es un escritor más de la constelación de escritores cistercienses, entre los cuales se cuenta Guillermo de San Thierry, los cuales no arrojaron su pluma cuando entraron en el noviciado cisterciense. Pero, i cómo se empañó el oro y cambiaron los finos colores! En menos de medio siglo después de las primeras fundaciones en Inglaterra, los cistercienses se encontraron bajo un intenso fuego crítico. Ya no observaban su regla y poseían siervos e iglesias; eran ricos y usurpadores; resultaban ser unos vecinos implacables que expulsaban a los pobres a fin de poder extender sus posesiones y sus rebaños. Los pobres hombres de Citeaux y Clairvaux, que habían vivido a base de hierbas secas y raíces, eran ahora ricos terratenientes, cuyos rebaños y cosechas constituían una irresistible atracción para el rey Juan y sus sucesores, siempre escasos de dinero. Gerald de Gales, uno de los escritores más brillantes y fluidos de la Edad Media, tuvo un feudo con ellos y repitió ad nauseam la lista de cistercienses que le habían engañado, estafado y discutido.
Como muchos otros antes que ellos, su propio éxito arruinó a los cistercienses. Habían pedido solamente tierras pobres y tierras pobres se les había dado. Pero los hermanos legos, que en principio no eran más que auxiliares, aumentaron en número y conocimientos de manera tan rápida que, en frase preferida por sus cronistas, las tierras áridas y salvajes florecieron como rosas de Sharon. En otras palabras, la laboriosidad bien dirigida contribuyó a explotar las tierras libres de cargas feudales y de los inconvenientes de la propiedad dividida. Esas tierras producían grano en abundancia y también pastos para alimentar a los rebaños, de forma que pronto se convirtieron en las mejores zonas laníferas de Inglaterra a través de una amplia red de granjas y puntos de recolección a los que acudían los mercaderes italianos y de los Países Bajos para comprar el producto anual del esquileo. Las más famosas iglesias cistercienses y las hermosas salas y dormitorios que se conservan, son consecuencia directa de la venta de la lana, que durante siglos ocupó en la economía un puesto similar al que el carbón mineral ocupó durante el siglo XIX.
Pero en los primeros días podían atraer a generosos corazones de muy lejos. He aquí a Bernardo, llamando a dos clérigos muy bien situados de York, uno Enrique Murdac que oyó la llamada y acudió -llegó a ser abad de Fountains y arzobispo de York-, el otro que se separó como el joven del Evangelio:
Aquel que tenga oídos, que escuche al Señor gritando en el templo: Aquel que tenga sed, que acuda a mí y beba: "Venid a mí todos los que trabajais y soportais pesadas cargas, y yo os refrescaré» ¡Oh si pudierais solamente probar un poco de esa riqueza del grano que rebosa Jerusalén!. .. Con qué alegría os daría de ese pan caliente que, humeante aún y recién salido del horno, Cristo por su celestial generosidad suele partir para sus pobres. Creed a uno que lo ha experimentado. Encontraréis entre los bosques lo que nunca habéis encontrado en los libros. Piedras y árboles os enseñarán una lección que nunca habéis oído a los maestros en la escuela. ¿Creéis que no se puede extraer miel de la roca ni aceite de la más dura piedra? ¿Acaso las montañas no rezuman dulzura, y los montes exhalan leche y miel y los valles abundan de grano?21.
Y a uno que había encontrado la Jerusalén celestial:
Sí: si lo quieres saber, es Clairvaux. Ella es Jerusalén, unida a la que está en el cielo con todo el poder de su mente; imita la vida de arriba, la comparte como parentesco espiritual. Este es su descanso, como el Señor prometió, para siempre; lo ha elegido como su habitación; porque allí encuentra, si no la visión, por lo menos la esperanza de la verdadera paz, aquella paz de la que se ha escrito: la paz de Dios, que supera cualquier entendimiento22.
Otro abad lanzaba el mismo mensaje en forma más directa. He aquí a Ailred hablando en la persona de un· novicio:
Nuestra comida es escasa, nuestros vestidos toscos; nuestra bebida está en el río y nuestro sueño es a. veces sobre nuestro libro .. Bajo nuestros riñones no hay más que una dura estera; cuando dormimos resulta más dulce levantarnos al sonido de la campana ... 'Por todas partes paz, por todas partes serenidad, y una maravillosa libertad del tumulto del mundo. Hay tanta unidad y concordia entre los hermanos que cada cosa parece pertenecer a todos y todo a cada uno ... Resumiendo, no hay perfección expresada en las palabras del Evangelio o de los apóstoles, o en los escritos de los 'padres y en los dichos de los monjes antiguos, que no esté en nuestra orden y en nuestra manera de vivir23.
En los escritos de Ailred encontramos también algo que no hubiéramos esperado, un ávido grupo de jóvenes monjes sentados alrededor de la celda de su abad:
En el grupo de hermanos a cuyo centro me siento, y cuando todos me hablan a la vez, y uno hace una pregunta, y otro replica; y éste plantea problemas de las Escrituras, y otro acerca de la conducta, y otro sobre las faltas y caídas y otro aún sobre la virtud, tú solo estabas silencioso24.
Y en otro lugar el biógrafo de Ailred nos cuenta que éste se afanaba igualmente cuando se encontraba enfermo:
Iban a su celda y se sentaban allí todos los días, veinte o incluso treinta monjes que hablaban entre sí, de pie o sentados en el extremo de su yacija en el suelo, y le hablaban igual que un niño puede hablar con su madre25.
Como sucede siempre con lo que tiene éxito, los cistercienses recibieron pronto el dudoso homenaje de la imitación. Las cartas y decretos de Pedro el Venerable demuestran que Cluny se decidió finalmente a aceptar determinadas reformas. Numerosos monasterios, entre ellos toda la congregación de casas basadas en Savigny en el Maine, se pasaron a Citeaux. Otras adaptaron, por lo menos, las principales características cistercienses. Nuevas órdenes, como la muy numerosa de Prémontré y los ingleses gilbertinos, tomaron gran parte de los estatutos y costumbres cistercienses. Hasta la orden militar de los templarios al pedir al Papa una regla para su vida, fueron pasados por él a San Bernardo. Tres características principales, sobre todo, de la institución cisterciense entraron a formar parte de la común herencia de la Iglesia. Los legos solucionaban tantos problemas que fueron adoptados por otras órdenes nuevas y pasaron, con diferentes modificaciones, a innumerables instituiciones masculinas y femeninas, y todavía existen, aunque bajo el fuego de la crítica de nuestra época igualitaria. Las dos medidas disciplinarias y administrativas del capítulo general anual y de la visita anual resultaron ser tan claramente eficaces durante el primer siglo de vida cisterciense, que los reformadores las exigieron como panacea para los males del monacato tradicional y fueron impuestas a todos los monjes y canónigos regulares por Inocencio III en el IV Concilio de Letrán (1215).
Además de esas influencias particulares, los cistercienses dieron a la Iglesia occidental el primer ejemplo de orden religiosa integrada y universal (es decir, supra-regional). Así como los cluniacenses eran un gran ejército de familias monásticas, cuyos miembros según la letra formaban parte de la misma comunidad religiosa de Cluny pero eran de hecho casas subordinadas obligadas por escrito a seguir los decretos del abad de la central y aceptar a quien éste quisiera como superior --en otras palabras, vivían como dependientes de Cluny y bajo el gobierno monárquico de su abad-, los cistercienses eran una federación de casas autónomas iguales, domésticamente independientes y con un abad que tenía la misma voz que los demás abades (incluyendo el abad de Citeaux) para aprobar decretos y emitir juicios que obligaban a todos. Lo cierto es que la «orden) cisterciense era un cuerpo indiferenciado de abadías, con un poder soberano que residía en la totalidad de los abades del capítulo. No había «provincias» ni «abad general», y no se podía separar a un monje de su monasterio salvo por un severo castigo disciplinario. Además, la «orden» se mantenía sola, no dependía del Papado y no estaba más ligada a Roma que cualquier abadía independiente de monjes negros. La «orden» totalmente articulada, en la que el individuo pertenecía a !a institución y no a sus miembros constituyentes, y que estaba directamente situada a disposición de la curia romana, no se creó hasta el siglo XII con los frailes. Sin embargo, los cistercienses, con su fecunda Carta de Amor, eran a la vez un portento y un ejemplo en una Iglesia que se estaba convirtiendo rápidamente en un cuerpo jerárquico centralizado.
Finalmente, dentro de la misma orden monástica los cistercienses señalaron una época. Las anteriores reformas y grupos se habían producido y existían dentro de un solo marco tradicional. Los cistercienses, tal vez al principio sin quererlo pero después confesadamente, fueron una institución destinada a dar una versión reformada de la vida benedictina diferente de todas las reformas. Explícitamente pedían que se siguiera la regla literalmente; entre ellos al principio, y después abiertamente, pretendían que la suya era la única verdadera interpretación de la regla. Sus contemporáneos pudieron pensar que o bien los monjes blancos volverían a caer en los tipos fijados, como había sucedido a muchas reformas anteriores, o que su interpretación de la regla iría poco a poco abriéndose camino y estableciéndose como la única posible. Ninguna de estas dos posibilidades se realizó. Los excelentes estatutos y la magnífica constitución de los monjes blancos, en principio concebidos para un puñado de casas, consiguieron mantener unida una vasta organización y protegerla y apartar a todos los que les pedían unirse a no ser que fuesen integralistas. Aunque la orden, tal como veremos, ha pasado por períodos de decadencia, nunca ha necesitado revisar su programa, intelectualmente lógico y espiritualmente admirable, tal como lo trazaron y explicaron Alberico, Stephen Harding y Bernardo. Por otra parte, aunque parezca paradójico, los monjes que profesaban como programa la observancia integral de la regla de San Benito, han sido conocidos desde el principio como cistercienses (o bernardinos) y considerados como una orden nueva del siglo XII, mientras que los monjes negros, que pretendían, aunque con poca fidelidad histórica y por lo menos con discutible justicia, representar el espíritu de San Benito y la continuada tradición de sus enseñanzas, y que no tenían nombre como cuerpo en el siglo XII, asumieron o se les dio en el siglo XIV el título de benedictinos, que el unánime consenso les ha permitido conservar, y en el transcurso del tiempo han absorbido en su amplia federación casi todas las congregaciones «reformadas» cuya existencia comenzó como «órdenes» separadas. No obstante, los cistercienses pueden felicitarse por haber hallado el único programa viable de reforma en la historia del monacato benedictino y han sido imitados antes y ahora por monasterios y congregaciones de monjes negros, mientras que, por otra parte, los intentos de superarles tales como los de Armand de Rancé y de los revividos trapenses, han tendido a volver al modelo de Citeaux.
Durante la primera mitad del siglo XII los monjes negros llegaron al punto más alto en número y casas, y en el año 1215 los cistercienses habían llegado también a la plenitud de su florecimiento. Es cierto que durante los dos siglos siguientes hubo un considerable número de fundaciones, pero éstas tuvieron lugar sobre todo en tierras de la periferia de Europa, Irlanda, Escandinavia, Polonia y Portugal, e incluso, si bien el número de abadías aumentó, el número de monjes en muchas de las fundaciones primitivas disminuyó, de modo que el número total de monjes blancos se mantuvo en el mismo nivel, o incluso menguó un poco, durante el siglo XIII. Alrededor del año 1200, pues, la Europa monástica se había desarrollado al máximo. Toda la tierra estaba cubierta por monasterios de monjes blancos o negros, algunos grandes, otros pequeños, y asimismo existían las casas casi monásticas de los premonstratenses y las de los agustinos, menos rigurosamente tradicionales.
Además de las abadías había innumerables establecimientos más pequeños, priorato s conventuales en los que se observaba el ciclo litúrgico completo, prioratos de cuatro o cinco monjes, con observancia menor, y los prioratos o celdas que se llamaban «ideales» y que a menudo no eran más que centros administrativos de una o más propiedades, que solían pertenecer a una abadía distante o «extranjera» y, en el caso de Gran Bretaña, del continente. Reunidas las propiedades de todas estas diversas casas de monjes y canónigos, sin incluir las propiedades de los obispos y los establecimientos colegiados, constituían una muy importante parte -tal vez más de un cuarto- de la tierra explotada del país. Hasta un medievalista versado se asombraría tal vez al ver el mapa monástico completo de cualquier país de la Europa occidental. Sólo en Inglaterra y Gales, que es de donde tenemos más información, el número de casas de monjes negros había pasado de cincuenta en 1066 a trescientas en 1200, mientras que los monjes blancos tenían en esta última fecha unas setenta casas. En estas casas el número de monjes negros había aumentado durante el mismo período de ochocientos a tres mil quinientos, mientras que los monjes blancos contaban unos quinientos cincuenta monjes y un gran número de legos. Esta posesión de tierras por parte de la ((mano muerta» de corporaciones que no morían, y esa cantidad de hombres dedicados a una vida de oración, habían de plantear problemas tanto a la Iglesia como a la sociedad.
NOTAS
21 Estos (canon = regla) eran clérigos que seguían una regla, generalmente menos severa que la de los monjes.
22 San Bernardo, carta 64.
23 Ailred: Speculum Caritatis, I 17, en Migne, «Pat. Lat.» cxcv 563.
24 Ailred: De spirituali amicitia, I, en Migne, «Pat. Lat.» cxcv 563.
25 Walter Daniel: Vita Ailredi XXXI, ed. Powicke «Medieval Classics», de Nelson), Londres, 1950, pág. 50.
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