Del afecto familiar a la inseguridad mercantilista...infeliz soledad
No siempre coinciden las tesis de la economía con las tesis de la filosofía. Sin embargo, en la paradoja descrita por Easterlin, se dan de la mano.
El fin de la filosofía es, entre otros, procurar una vida feliz para el hombre, saciar su deseo de plenitud, mientras que el fin de la economía consiste en garantizarle los bienes materiales para que alcance dicha felicidad.
Existe algún elemento de coincidencia entre ambas disciplinas, aunque, en ocasiones, -se debe reconocer- la filosofía genera más infelicidad que felicidad y la economía más desigualdad que bienestar.
En cualquier caso, la idea de felicidad, tanto en los padres de la economía moderna, Adam Smith y David Ricardo, como en los grandes filósofos de todos los tiempos, desde Aristóteles hasta Bertrand Russell, es un horizonte de referencia que se busca, que se aspira alcanzar.
La economía se refiere, desde hace algún tiempo, a la paradoja de Easterlin, la cual describe, a partir de datos estadísticos, que el aumento de rédito per capita no parece llevar un aumento de felicidad individual, contradiciendo, así, la utilidad original de la economía: la riqueza en función del bienestar.
En efecto, se partía del implícito, que el fin último de la economía era conseguir la felicidad de los pueblos y, sin embargo, se observa que en los países que existe más bienestar material, social, educativo, sanitario, en los que los ciudadanos tienen más servicios y gozan de un nivel de vida más alto, no crece de igual modo la sensación de felicidad.
De hecho, en tales países, el índice de personas deprimidas o semideprimidas, aisladas y solitarias, que sufren una persistente crisis de sentido, es mucho más alto que en zonas económicamente más frágiles.
Se podría argüir, en contra de esta paradoja, que los ítems para medir la felicidad no son los apropiados o que el concepto de felicidad es subjetivo y que, por lo tanto, no se puede jamás tabular el estado de felicidad de un individuo y, menos aún, de un pueblo entero.
De hecho, si uno parte de un concepto muy elemental de felicidad, emparentado con el placer de tipo sensual, será más proclive a decir que es feliz con muy poco, mientras que si uno entiende que su felicidad va unida íntimamente a la felicidad de los otros, lo tendrá muy difícil para experimentar, ni siquiera una vez en su vida, la felicidad.
Esta persona raramente será feliz, pues, sin salir de su casa, experimentará con dolor que las tragedias se superponen en la pantalla de su televisor y la infelicidad de los otros le generará una profunda infelicidad personal.
No cabe duda que el estudio publicado por R. A. Easterlin en la prestigiosa revista Journal of Happiness Studies (3/2002) plantea estas dificultades, pero más allá de ellas, lo que pone de manifiesto la citada paradoja es que la economía, por sí misma, no puede garantizar la felicidad del hombre, sino que se requiere de otros fines y discursos.
En definitiva, un deseo infinito de felicidad no se compra con un montón de ceros. En este punto coinciden perfectamente la filosofía clásica y la economía moderna. Uno podría tenerlo todo, ser dueño de medio mundo y, no por ello, experimentar en sus adentros la felicidad.
Con esta paradoja, se desmorona la idea de que la posesión de bienes materiales es igual a felicidad. A pesar de ello, parece que en la vida cotidiana es imposible sustraerse a este sofisma de la mentalidad postmoderna.
Es fácil constatar que las jóvenes generaciones poseen más bienes materiales que sus padres y abuelos a su edad y, sin embargo, se manifiestan, por lo general, como más aburridas e insatisfechas. Para acceder a esta mediocre, pero “segura” felicidad de los bienes, prometida por la mentalidad del lucro, se requiere el ascenso económico y las jóvenes generaciones se esfuerzan, por lo general, por alcanzar este sueño, aunque, como vemos, inútilmente.
En la inmensa mayoría de los casos, los estudios son sólo el trampolín, el medio para obtener un beneficio material, pero no son un fin en sí mismo y, si pudieran, tomar un atajo, lo tomarían. El estudio, por lo tanto, pierde su razón de ser y se convierte en el instrumento del bienestar material, con la esperanza que éste traiga una felicidad perdurable.
La expresión del Deuteronomio: “no sólo de pan vive el hombre”, sintetiza lo que la economía ha tardado más de un siglo en asimilar: la convicción que la infelicidad del hombre no se reduce a la ausencia de bienes materiales. Respecto a esta cuestión, es fundamental distinguir entre el bienestar y la felicidad.
Una persona puede gozar de un bienestar material e incluso emocional, pero ello no significa, necesariamente que sea feliz. La felicidad no se puede identificar con el bienestar que procuran los bienes materiales y el equilibrio emocional. Gran parte de la población está preocupada por tener más bienes de los que realmente se necesitan para vivir, pero no sólo por ello.
Esta obsesión por las cosas, este anhelo de consumir indefinidamente es una fuente permanente de infelicidad, un espiral que no tiene fin y que pone a la persona en una carrera que, necesariamente, le lleva a la infelicidad, a la envidia y a los celos.
Además del bienestar material, se busca, con ardor, el bienestar emocional, el equilibrio de las pasiones, el autocontrol, el bien del corazón y para ello alcanzar este bien, abundan guías, manuales y libros de todo tipo que muestran el supuesto camino hacia este bienestar emocional utilizando, a menudo, manidas reglas del estoicismo, moldeadas según la versión light postmoderna. El resultado final es un espectáculo bastante grotesco.
De la seguridad del afecto familiar a la inseguridad mercantilista, se crea un inexorable sentimiento de desconfianza, de infeliz soledad. Economía, ética y estética comienzan a acercarse. Estamos, finalmente, “descubriendo” que nada de orden material puede colmar el deseo de felicidad que palpita en nuestro ser.
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