Por J.R. Ayllón
Yo, que me he pasado media vida predicando un cierto hedonismo, nunca pude imaginar que terminaríamos así.
Norman Mailer
Si existen dos actitudes morales que nuestro tiempo necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo.
Daniel Goleman
43. Los placeres y sus facturas
Beber es un placer, pero el alcohol representa la primera causa de muerte entre los jóvenes, y no por cirrosis terminal o coma etílico sino por accidentes de circulación: la mitad de los fallecidos en accidente de tráfico entre viernes y domingo dan positivo en la prueba de alcoholemia. Cerca de 400.000 españoles se emborrachan a diario, y casi un millón los fines de semana. De todos ellos, la gran mayoría son menores de 29 años.
Las drogas son placenteras, pero su dependencia supone cruzar una frontera de difícil retorno, donde muchas cosas van a ser dañadas quizá de forma irreparable: salud, familia, trabajo, amigos..., y actitud ante la vida.
Fumar es un placer, pero también pasa factura. Si no, que se lo digan a los fumadores que han acabado con cáncer (por no decir que el cáncer ha acabado con ellos). Que se lo digan a las tabacaleras condenadas a indemnizar a "sus víctimas" con sumas astronómicas. Según Sanidad, cada año mueren en España 40.000 personas por fumar. Y según la revista médica Lancet, un fumador pasivo corre un riesgo del 16 por ciento de contraer cáncer de pulmón.
A principios del 2000, un Magazine de El Mundo dedicaba un amplio reportaje a la fiebre consumista de las recientes fechas navideñas. Lo titulaba Consumidos por el consumo, lo firmaba Inmaculada de la Vega, y hacía tres afirmaciones muy interesantes:
1. Estamos inmersos en el consumismo que se alimenta de la influencia de la publicidad, y ésta se basa en ideas tan falsas como que la felicidad depende de la adquisición de productos.
2. El peligro es que las necesidades básicas pueden cubrirse, pero las ambiciones o el deseo de ser admirados son insaciables, según alertan los expertos.
3. La clave frente al ambiente consumista es el autocontrol.
Leí estas conclusiones en clase de Historia de la Filosofía y pregunté a mis alumnos qué tenía que ver este asunto con nuestra asignatura. No necesitaron mucha perspicacia para captar que el consumo es el efecto de ese resorte fundamental de la conducta humana que es el placer. Y que el consumismo es la consecuencia del hedonismo, esa vieja postura ética que identifica el placer con el bien.
Digo que no les costó gran esfuerzo ver esa relación, pues acababan de estudiar en el primer trimestre los grandes análisis del placer que llevan a cabo Sócrates, Platón y Aristóteles, los estoicos, los cínicos y los epicúreos. Por dar en la diana de una cuestión tan vital como confusa, o, al menos, por haber tenido enorme repercusión cultural, vale la pena repasar dichos análisis.
44. Sócrates, Platón y Aristóteles
El tirón del placer plantea siempre un problema de equilibrio. Platón lo explica con belleza y plasticidad en el célebre mito del carro alado, donde el hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. Todo el arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro (placer) y acompasarlo con el blanco (deber) para correr sin perder el equilibrio.
Pero el tema del placer no se resuelve en un mito. Platón lo plantea por extenso en el Gorgias, donde dialogan Calicles y Socrates. En sus páginas encontramos la gran respuesta de Sócrates a la propuesta hedonista de Calicles:
¿Afirmas que no hay que reprimir los deseos si se quiere ser auténtico, más bien permitir su mayor intensidad y darles satisfacción a cualquier precio, y que en eso consiste la virtud?. Entonces, dime: si una persona tiene sarna y se rasca, y puede rascarse siempre a todas horas, ¿vivirá feliz al pasarse la vida rascándose? ¿Y bastará con que se rasque sólo la cabeza, o también otras partes?. Yo, al contrario, pienso que el que quiera ser feliz habrá de buscar y ejercitar la moderación, y huir con rapidez del desenfreno. Creo que debemos poner nuestros esfuerzos y los del Estado en facilitar la justicia y la moderación a todo el que quiera ser feliz, en poner freno a los deseos y no vivir fuera de la ley por tratar de satisfacerlos. Porque un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto ni a otro hombre ni a un dios, es insociable y cierra la puerta a la amistad.
Ser animal racional supone escuchar simultáneamente dos llamadas: la del placer y la del deber. Ese protagonismo del placer en la conducta humana es patente. Su mejor análisis lo realizó hace más de dos mil años el mejor discípulo de Platón, y nos lo dejó en unos apuntes de clase que luego recibieron el título de Ética a Nicómaco. Ahí leemos que el placer se presenta íntimamente asociado a nuestra naturaleza; que la razón y el deseo son los dos caracteres por los que definimos lo que es natural; que todo el mundo persigue el placer y lo incluye dentro de la trama de la felicidad; y que no existen personas que no estimen los placeres, porque tal insensibilidad no es humana.
Varias veces repite Aristóteles que el estatuto del placer es radicalmente natural:
El hombre está hecho de tal manera que lo agradable le parece bueno, y lo penoso le parece malo. Por eso piensan algunos que el placer es el bien supremo, porque todos los seres aspiran a él, tanto los racionales como los irracionales. Pero no puede ser el bien supremo, pues también se observa que el placer esclaviza a muchos hombres.
De ahí concluye Aristóteles que el placer no es malo ni bueno en sí mismo, y que es malo cuando "hace al hombre brutal o vicioso". Después comenta de pasada que "este peligro es mayor en la juventud, porque el crecimiento pone en ebullición la sensibilidad, y en algunos casos produce la tortura de los deseos violentos".
Podemos añadir más razones de Aristóteles para guiarnos en el enmarañado bosque de los deseos. Si las acciones humanas pueden ser nobles, vergonzosas o indiferentes, lo mismo ocurrirá con los placeres correspondientes. Es decir, hay placeres que derivan de actividades nobles, y otros de vergonzoso origen. Y no debemos complacernos en lo vergonzoso, como nadie eligiría vivir con la inteligencia de un niño para disfrutar con lo que disfrutan los niños. De hecho, el hombre íntegro se complace en las acciones virtuosas y siente desagrado por las viciosas, lo mismo que el músico disfruta con las buenas melodías y no soporta las malas. Además, muchas de las cosas por las que merece la pena luchar, no son placenteras. Por tanto, ni el placer se identifica con el bien, ni todo placer se debe apetecer.
45. Epicuro y el hedonismo
El poeta Horacio resumió en dos palabras el programa hedonista que busca el placer por encima de todo: carpe diem. Es la invitación a vivir al día, a exprimir el instante, a extraer de cada momento todo el placer que pueda contener. La invitación de Horacio no era ninguna novedad. Placer se dice en griego hedoné, y el primer programa hedonista lo encontramos en tiempos de Platón, en boca del sofista Calicles:
Lo que es por naturaleza hermoso y justo es lo que con toda sinceridad voy a decirte: el que quiera vivir bien debe dejar que sus deseos alcancen la mayor intensidad, y no reprimirlos sino poner todo su valor e inteligencia en satisfacerlos y saciarlos, por grandes que sean.
A diferencia del hedonismo, que identifica el bien con el placer, también es clásica la postura que busca, ante todo, la tranquilidad de ánimo. Y para ello, como condición necesaria, la liberación del deseo de placer. En esta pretensión coinciden estoicos y epicúreos, dos grandes escuelas filosóficas de la antigüedad. Llevó a cabo Epicuro un exhaustivo y matizado estudio de los placeres, destinado a demostrar que nuestra dependencia del placer es excesiva e inconveniente. Y distinguió en su análisis, como en las setas, placeres convenientes y venenosos. Pero la opinión pública de su tiempo, poco dada a sutilezas, tomó el rábano por las hojas y adjudicó al filósofo la etiqueta de hedonismo puro y duro. El propio Horacio resumió su juventud admitiendo que fue "un puerco de la piara de Epicuro".
El maestro había dicho que "el placer es el principio y el fin de la vida feliz", y estas palabras le hicieron pasar por hedonista. No tuvo más remedio que salir al paso:
Cuando decimos que el placer es el soberano bien, no hablamos de los placeres de los pervertidos y de los crápulas, como pretenden algunos ignorantes que nos atacan y desfiguran nuestro pensamiento. Hablamos de la ausencia de sufrimiento para el cuerpo y de la ausencia de inquietud para el alma. Porque no son las borracheras, ni los banquetes continuos, ni el goce con jovencitos o con mujeres, ni los pescados y las carnes con que se colman las mesas suntuosas, los que proporcionan una vida feliz: más bien es la razón, buscando sin cesar los motivos legítimos de elección o de aversión, y apartando las opiniones que llenan el alma de inquietud (Carta a Meneceo).
En su evolución intelectual y vital, Epicuro pasa de cierto hedonismo a cierto ascetismo, reconociendo en la atracción del placer una atadura incompatible con la felicidad, con una felicidad que él concibe precisamente como ausencia de vínculos, independencia física y anímica, imperturbabilidad, serenidad completa. En esa "razón que busca sin cesar los motivos legítimos de elección" hay una clara herencia aristotélica.
Distingue Epicuro tres grandes familias de placeres: los naturales necesarios; los naturales innecesarios; y los que no son ni naturales ni necesarios. Después nos dice que la mejor relación con los placeres consiste en satisfacer los primeros, limitar los segundos y esquivar los terceros. Entre los naturales necesarios se encuentran los que apuntan a la conservación de la vida: comer, beber, vestirse y descansar; de este grupo excluye el deseo y la satisfacción del amor, porque es una fuente de perturbación. Entre los placeres naturales pero innecesarios menciona todos los que constituyen variaciones superfluas de los anteriores: comer caprichosamente, beber licores refinados, vestir con ostentación, etc. Finalmente, entre los placeres no naturales y no necesarios se citan los nacidos de la vanidad humana: deseo de riquezas, de poder, de honores, etc.
Epicuro no persigue el placer sino la vida libre. Y entiende la libertad como un ejercicio de autogobierno o autarquía que presenta dos caras: la ausencia de dolor corporal (aponía) y la eliminación de la intranquilidad de espíritu (ataraxia). Lo resume perfectamente en su Epístola a Meneceo: "Una consideración correcta de los deseos es la que pone todo lo que elegimos y rechazamos en función de la salud del cuerpo y la tranquilidad del espíritu: en eso consiste la vida feliz"; por eso, como decíamos antes, aconseja renunciar a ciertos placeres si de ellos se sigue un trastorno mayor. Para ejercitarse en esa renuncia y conocer sus posibilidades, Séneca nos cuenta que Epicuro escogía determinados días en los cuales apenas comía. Así comprobaba si le faltaba algo del placer pleno, si era grande la incomodidad, y si valía la pena compensarla con gran esfuerzo.
46. Estoicos y cínicos
La filosofía estoica, eminentemente práctica, aspira a la felicidad, y para ello nos invita a identificarnos con la razón universal y seguir la corriente del destino. Vivir libremente será, entonces, vivir según la naturaleza, y como la naturaleza es racional, vivir según la naturaleza será vivir según la razón. La verdadera libertad, y la única posible, es, pues, obrar racionalmente. Obedecer a la razón es identificarse con la divinidad que gobierna el mundo. Por eso pudo decir Séneca que "obedecer a Dios es libertad". Por eso, el precepto central de la moral estoica es "vivir conforme a la naturaleza", esto es, "conforme a la razón".
Si sólo la vida razonable conduce a la felicidad, lo que se opone a la razón, las pasiones, son perniciosas. En el vértigo de las pasiones, el hombre es juguete de fuerzas oscuras e irracionales. La ética estoica recomienda librarse de las pasiones y de los temores, ser indiferente al dolor y al placer, alcanzar la serenidad de ánimo, ser imperturbable. Y ello se consigue por el camino expresado magistralmente en la fórmula sustine et abstine: renuncia y resiste.
Séneca repudia la acostumbrada glotonería de los romanos, y la hace responsable, con sorprendente ojo clínico, de la palidez y temblor de los músculos impregnados por el vino, de los vientres hinchados por contener más de lo que deben, de los rostros abotargados, las articulaciones entumecidas, las palpitaciones, los vértigos, los dolores de ojos y oídos, las punzadas en el cerebro ardiente, las úlceras internas y las innumerables clases de fiebre.
Con cierta radicalidad, los estoicos proclaman que la felicidad se encuentra en la liberación de las pasiones. Para evitar desengaños, cultivan la indiferencia hacia los bienes que la fortuna puede dar o quitar. El estoico quiere ser autosuficiente, bastarse a sí mismo. Se diría que pretende ser feliz con independencia de la misma felicidad, sustituyendo la felicidad por el sosiego. "Jamás consideres feliz a nadie que dependa de la felicidad", dice Séneca, porque "el gozo que ha entrado volverá a salir".
Estoicos y epicúreos miran con recelo al placer porque aspiran a la tranquilidad, al privilegio de ser dueños de sí. Y son conscientes de que su propuesta es minoritaria: sólo la alcanzan los pocos que de verdad pueden llamarse sabios. Cuando uno de ellos perdió mujer, hijos y patria en un devastador incendio, dicen que comentó: "Nada he perdido, porque todos mis bienes están conmigo". No consideraba como un bien nada que pudiera serle arrebatado. Se contentaba consigo mismo, y a ese límite circunscribía su felicidad. En una de sus últimas cartas, Séneca da este consejo a Lucilio: "Considérate feliz cuando todo nazca para ti de tu interior, cuando al contemplar las cosas que los hombres arrebatan, codician y guardan con ahínco, no encuentres nada que desees conseguir".
Al que consigue encerrarse en el espacio interior de su autarquía, no le falta nada. Sólo un dolor corporal intenso podrá romper esa tranquilidad, pues las necesidades del organismo no están siempre a nuestra libre disposición. Pero el dolor cede y desaparece. Y si no cede, el suicidio se convierte en la forma suprema de autarquía. Séneca lo defiende con prudencia, pero su defensa pone de manifiesto cierta contradicción del ideal autárquico: el que busca incondicionalmente su sosiego, se siente turbado por la vida misma, y la elimina.
Si poner la felicidad en el placer es una postura parcial, hacerla consistir en la supresión del placer es postura parcial y muy difícil, quizá inhumana. Ante la posibilidad de frustración que gravita sobre nosotros, los estoicos proponen un remedio preventivo: eliminar el deseo. Pero la pretensión de cortar por lo sano, de amputar el deseo, es imposible. Y si fuera posible, su fruto serían seres humanos disecados.
La capacidad de bastarse a sí mismo, el no depender de nada ni de nadie, había sido propuesto por Sócrates, pero los cínicos llevarán ese ideal hasta límites extremos y convertirán la autarquía en la esencia de toda su filosofía. Antístenes (445-365 a.C.) fundó en Atenas la escuela cínica, y en ella puso de relieve la autarquía y el autodominio de Sócrates. Le sucedió Diógenes, famoso por su vida extravagante. Los cínicos buscan la felicidad individual en la independencia personal, en la supresión de necesidades, en la tranquilidad de ánimo. Ese ideal les lleva a la mendicidad, a la renuncia a toda teoría, al desdén por la verdad, al desprecio del placer, del bienestar, de las riquezas y de los honores.
A diferencia de los cínicos, Sócrates había sido independiente con respecto a las opiniones ajenas tan sólo porque poseía hondas convicciones y principios propios. Sócrates estuvo dispuesto a desobedecer a los oligarcas con riesgo de su vida, antes que cometer una acción injusta; pero nunca hubiese vivido, como Diógenes, dentro de un tonel tan sólo para manifestar su desprecio al modo de vivir de sus conciudadanos. El cínico también modifica el mensaje socrático en sentido antipolítico: indiferente a la familia y a la patria, se siente ciudadano del mundo. Sócrates, por el contrario, siempre se sintió orgulloso de ser ateniense.
47. Control racional
Hemos visto la necesidad real -urgente en algunos casos- de integrar inteligentemente esas dos piezas esenciales de la estructura humana: la razón y el placer. Así lo afirman, desde Sócrates, todos los grandes estudiosos de la ética. Esa integración constituye el objetivo de la virtud de la templanza. Que la natural tendencia al placer puede llegar a actuar desordenadamente es evidente. Esa posibilidad real de rebelión por parte de las propias fuerzas vitales nos habla de la necesidad de regular los deseos. Eso es la templanza: el control racional de los deseos orgánicos, puestos al servicio de la plenitud humana.
Aristóteles considera que la educación de los placeres orgánicos reviste particular importancia, y que el descontrol en este terreno "se censura con razón, porque se da en nosotros no por lo que tenemos de hombres sino de animales. Así pues, complacerse en estas cosas y buscarlas por encima de todo es propio de bestias. Y si alguien viviera sólo para los placeres del alimento y del sexo, sería absolutamente servil, pues para él no habría ninguna diferencia entre haber nacido bestia u hombre". La falta de control "consiste en buscar el placer donde no se debe, o como no se debe. Y es evidente que el exceso en los placeres conduce al desenfreno y es censurable". Así las cosas, "lo mismo que el niño debe vivir de acuerdo con la dirección de sus educadores, los apetitos han de estar sujetos a la razón".
Shakespeare habló del sinfín de deseos que crecen dentro del libertino formando enjambre. Con frecuencia, una persona demasiado indulgente consigo misma acaba siendo dominada por su pereza, por su mal carácter, por su desorden sexual, por su estómago o por lo que sea, sin conseguir tomar verdaderamente las riendas de su vida. Con otras palabras: un estilo de vida excesivamente permisivo e indulgente es una de las mayores hipotecas vitales que se pueden padecer, porque la espiral de la autocompasión conduce a la dictadura del deseo, a su gobierno más o menos absolutista.
Cada vez que una persona, en contra de lo que debe hacer, cede a las pretensiones de su pereza, de su estómago o de su mal carácter, debilita su voluntad, pierde autodominio y reduce su autoestima. Unas viñetas de Mafalda dibujan perfectamente esta situación. Felipe encuentra en su camino una lata vacía y siente el deseo de pegarle una patada. Pero piensa interiormente: "¡El grandullón pateando latitas!". Y pasa de largo, venciendo lo que él mismo juzga un impulso infantiloide. El problema es que, a los pocos metros, da la vuelta y suelta la tentadora patada. Ésta es su segunda reflexión: "¡Qué desastre! ¡Hasta mis debilidades son más fuertes que yo!".
El aprecio de los griegos por la libertad les hacía desconfiar de toda esclavitud, también de la afectiva y hedonista. Por eso ensalzaron cierta imperturbabilidad y apatía. Hoy, en cambio, la forma de vida occidental conlleva una fuerte incitación del deseo. Se trata de una tendencia impulsada en buena parte por la presión comercial, para incentivar el consumo, y quizá también por las innovaciones tecnológicas y el propio desarrollo económico. En cierto modo, a lo largo de la historia parece que no encontramos el término medio en esta cuestión tan importante para el equilibrio humano. Aristóteles decía que la educación era, sobre todo, educación de los deseos.
Si la templanza pareciera una virtud antigua, para mostrar su plena actualidad bastaría con llamarla autocontrol o dominio de sí. O bastaría leer libros recientes sobre ética. Comte-Sponville, en su Pequeño tratado de las grandes virtudes (1996), dice que la templanza, moderación de los deseos orgánicos, es una virtud para todas las épocas, pero más necesaria cuanto más favorables sean estas épocas. Destaco algunas de sus ideas al respecto:
La templanza es el requisito para un goce más puro o más pleno. Es un placer lúcido, controlado, cultivado.
¿Es fácil de conseguir? Por supuesto que no. ¿Es posible? No siempre, ni para todo el mundo, lo digo por experiencia. Por eso la templanza es una virtud, es decir, una excelencia.
El intemperante es un esclavo, y tanto más desde el momento en que transporta a todas partes a su amo consigo. Es prisionero de su cuerpo, prisionero de sus deseos o costumbres, prisionero de su fuerza o de su debilidad.
¿Cómo podríamos ser felices si estamos insatisfechos? ¿Y cómo podríamos estar satisfechos si nuestros deseos no tienen límite? A Epicuro, por el contrario, un poco de queso o de pescado seco le parecía un gran banquete. ¡Qué felicidad comer cuando se tiene hambre! ¡Qué felicidad dejar de tener hambre cuando se ha comido! ¡Y qué libertad estar sometido sólo a la naturaleza! La templanza es un medio para la independencia, de la misma manera que ésta lo es para la felicidad. Ser templado es poder contentarse con poco, pero lo importante no es el poco, sino el hecho de poder y de contentarse.
El objetivo de la templanza no es sobrepasar nuestros límites, sino respetarlos. ¡Pobre Don Juan por necesitar tantas mujeres! ¡Pobre alcohólico por necesitar beber tanto! ¡Pobre glotón por necesitar comer tanto! ¿De qué les sirve todo esto? ¿Y a qué precio? Se vuelven prisioneros del placer, en lugar de liberarse. Quieren más, siempre más, y no saben contentarse ni siquiera con demasiado. Por eso los libertinos son tristes; por eso los alcohólicos son desgraciados.
¿Hay algo más felizmente limitado que nuestros deseos naturales y necesarios? No es el cuerpo el que es insaciable. La no limitación de los deseos, que nos condena a la carencia, a la insatisfacción o a la desgracia, sólo es una enfermedad de la imaginación.
La templanza es lo contrario al desarreglo de todos los sentidos que tanto amaba Rimbaud. Es la prudencia aplicada a los placeres.
La templanza actúa sobre los deseos más necesarios de la vida del individuo (beber, comer) y de la especie (hacer el amor), que son también los más fuertes y, por tanto, los más difíciles de dominar. Ni que decir tiene que no es cuestión de suprimirlos -la insensibilidad es un defecto-, sino sobre todo, y en la medida de lo posible, de controlarlos (en el sentido de la palabra inglesa self-control), de regularlos (del mismo modo que se regula un motor), de mantenerlos en equilibrio, en armonía o en paz.
La templanza es una regulación voluntaria de la pulsión de vida, una sana afirmación de nuestra potencia de existir, como diría Spinoza, y especialmente del poder de nuestra alma sobre los impulsos irracionales de nuestros afectos o de nuestros apetitos. La templanza no es un sentimiento sino una fuerza, es decir, una virtud.
Del ensayo a la sociología. En la década de los sesenta, Walter Mischel llevo a cabo en la Universidad de Stanford una investiagación con preescolares de cuatro años de edad. Daba una golosina a cada niño y le decía: "ahora debo marcharme, y regresaré dentro de veinte minutos. Puedes tomarte la golosina, pero si esperas a que regrese, te daré otra". Algunos de los niños entrevistados fueron capaces de esperar, y usaron diversas estrategias para alcanzar su propósito: taparse el rostro para no ver la tentación, mirar al suelo, cantar, ponerse a jugar e incluso intentar dormir. Otros, más impulsivos, cogieron la golosina a los pocos segundos de que el experimentador abandonara su despacho.
La trascendencia de la forma en que los niños manejaban sus impulsos quedó clara doce o catorce años más tarde, cuando se comprobó la diferencia entre unos y otros. Los que no habían tomado la golosina eran más sociables y emprendedores, más capaces de afrontar las frustraciones de la vida. Se trataba de jóvenes poco inclinados a desmoralizarse, que no huían de los riesgos, que confiaban en sí mismos, honrados, responsables y con iniciativa. En cambio, los preescolares que tomaron la golosina presentaban una radiografía psicológica más problemática. Eran jóvenes más tímidos, indecisos y testarudos, inclinados a considerarse "malos", con aire resentido y reacciones desproporcionadas. Pero lo más sorprendente es que la evaluación académica de estos adolescentes reflejaba la misma disimetría, a favor de los que habían esperado pacientemente al entrevistador.
Beber es un placer, pero el alcohol representa la primera causa de muerte entre los jóvenes, y no por cirrosis terminal o coma etílico sino por accidentes de circulación: la mitad de los fallecidos en accidente de tráfico entre viernes y domingo dan positivo en la prueba de alcoholemia. Cerca de 400.000 españoles se emborrachan a diario, y casi un millón los fines de semana. De todos ellos, la gran mayoría son menores de 29 años.
Las drogas son placenteras, pero su dependencia supone cruzar una frontera de difícil retorno, donde muchas cosas van a ser dañadas quizá de forma irreparable: salud, familia, trabajo, amigos..., y actitud ante la vida.
Fumar es un placer, pero también pasa factura. Si no, que se lo digan a los fumadores que han acabado con cáncer (por no decir que el cáncer ha acabado con ellos). Que se lo digan a las tabacaleras condenadas a indemnizar a "sus víctimas" con sumas astronómicas. Según Sanidad, cada año mueren en España 40.000 personas por fumar. Y según la revista médica Lancet, un fumador pasivo corre un riesgo del 16 por ciento de contraer cáncer de pulmón.
A principios del 2000, un Magazine de El Mundo dedicaba un amplio reportaje a la fiebre consumista de las recientes fechas navideñas. Lo titulaba Consumidos por el consumo, lo firmaba Inmaculada de la Vega, y hacía tres afirmaciones muy interesantes:
1. Estamos inmersos en el consumismo que se alimenta de la influencia de la publicidad, y ésta se basa en ideas tan falsas como que la felicidad depende de la adquisición de productos.
2. El peligro es que las necesidades básicas pueden cubrirse, pero las ambiciones o el deseo de ser admirados son insaciables, según alertan los expertos.
3. La clave frente al ambiente consumista es el autocontrol.
Leí estas conclusiones en clase de Historia de la Filosofía y pregunté a mis alumnos qué tenía que ver este asunto con nuestra asignatura. No necesitaron mucha perspicacia para captar que el consumo es el efecto de ese resorte fundamental de la conducta humana que es el placer. Y que el consumismo es la consecuencia del hedonismo, esa vieja postura ética que identifica el placer con el bien.
Digo que no les costó gran esfuerzo ver esa relación, pues acababan de estudiar en el primer trimestre los grandes análisis del placer que llevan a cabo Sócrates, Platón y Aristóteles, los estoicos, los cínicos y los epicúreos. Por dar en la diana de una cuestión tan vital como confusa, o, al menos, por haber tenido enorme repercusión cultural, vale la pena repasar dichos análisis.
44. Sócrates, Platón y Aristóteles
El tirón del placer plantea siempre un problema de equilibrio. Platón lo explica con belleza y plasticidad en el célebre mito del carro alado, donde el hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. Todo el arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro (placer) y acompasarlo con el blanco (deber) para correr sin perder el equilibrio.
Pero el tema del placer no se resuelve en un mito. Platón lo plantea por extenso en el Gorgias, donde dialogan Calicles y Socrates. En sus páginas encontramos la gran respuesta de Sócrates a la propuesta hedonista de Calicles:
¿Afirmas que no hay que reprimir los deseos si se quiere ser auténtico, más bien permitir su mayor intensidad y darles satisfacción a cualquier precio, y que en eso consiste la virtud?. Entonces, dime: si una persona tiene sarna y se rasca, y puede rascarse siempre a todas horas, ¿vivirá feliz al pasarse la vida rascándose? ¿Y bastará con que se rasque sólo la cabeza, o también otras partes?. Yo, al contrario, pienso que el que quiera ser feliz habrá de buscar y ejercitar la moderación, y huir con rapidez del desenfreno. Creo que debemos poner nuestros esfuerzos y los del Estado en facilitar la justicia y la moderación a todo el que quiera ser feliz, en poner freno a los deseos y no vivir fuera de la ley por tratar de satisfacerlos. Porque un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto ni a otro hombre ni a un dios, es insociable y cierra la puerta a la amistad.
Ser animal racional supone escuchar simultáneamente dos llamadas: la del placer y la del deber. Ese protagonismo del placer en la conducta humana es patente. Su mejor análisis lo realizó hace más de dos mil años el mejor discípulo de Platón, y nos lo dejó en unos apuntes de clase que luego recibieron el título de Ética a Nicómaco. Ahí leemos que el placer se presenta íntimamente asociado a nuestra naturaleza; que la razón y el deseo son los dos caracteres por los que definimos lo que es natural; que todo el mundo persigue el placer y lo incluye dentro de la trama de la felicidad; y que no existen personas que no estimen los placeres, porque tal insensibilidad no es humana.
Varias veces repite Aristóteles que el estatuto del placer es radicalmente natural:
El hombre está hecho de tal manera que lo agradable le parece bueno, y lo penoso le parece malo. Por eso piensan algunos que el placer es el bien supremo, porque todos los seres aspiran a él, tanto los racionales como los irracionales. Pero no puede ser el bien supremo, pues también se observa que el placer esclaviza a muchos hombres.
De ahí concluye Aristóteles que el placer no es malo ni bueno en sí mismo, y que es malo cuando "hace al hombre brutal o vicioso". Después comenta de pasada que "este peligro es mayor en la juventud, porque el crecimiento pone en ebullición la sensibilidad, y en algunos casos produce la tortura de los deseos violentos".
Podemos añadir más razones de Aristóteles para guiarnos en el enmarañado bosque de los deseos. Si las acciones humanas pueden ser nobles, vergonzosas o indiferentes, lo mismo ocurrirá con los placeres correspondientes. Es decir, hay placeres que derivan de actividades nobles, y otros de vergonzoso origen. Y no debemos complacernos en lo vergonzoso, como nadie eligiría vivir con la inteligencia de un niño para disfrutar con lo que disfrutan los niños. De hecho, el hombre íntegro se complace en las acciones virtuosas y siente desagrado por las viciosas, lo mismo que el músico disfruta con las buenas melodías y no soporta las malas. Además, muchas de las cosas por las que merece la pena luchar, no son placenteras. Por tanto, ni el placer se identifica con el bien, ni todo placer se debe apetecer.
45. Epicuro y el hedonismo
El poeta Horacio resumió en dos palabras el programa hedonista que busca el placer por encima de todo: carpe diem. Es la invitación a vivir al día, a exprimir el instante, a extraer de cada momento todo el placer que pueda contener. La invitación de Horacio no era ninguna novedad. Placer se dice en griego hedoné, y el primer programa hedonista lo encontramos en tiempos de Platón, en boca del sofista Calicles:
Lo que es por naturaleza hermoso y justo es lo que con toda sinceridad voy a decirte: el que quiera vivir bien debe dejar que sus deseos alcancen la mayor intensidad, y no reprimirlos sino poner todo su valor e inteligencia en satisfacerlos y saciarlos, por grandes que sean.
A diferencia del hedonismo, que identifica el bien con el placer, también es clásica la postura que busca, ante todo, la tranquilidad de ánimo. Y para ello, como condición necesaria, la liberación del deseo de placer. En esta pretensión coinciden estoicos y epicúreos, dos grandes escuelas filosóficas de la antigüedad. Llevó a cabo Epicuro un exhaustivo y matizado estudio de los placeres, destinado a demostrar que nuestra dependencia del placer es excesiva e inconveniente. Y distinguió en su análisis, como en las setas, placeres convenientes y venenosos. Pero la opinión pública de su tiempo, poco dada a sutilezas, tomó el rábano por las hojas y adjudicó al filósofo la etiqueta de hedonismo puro y duro. El propio Horacio resumió su juventud admitiendo que fue "un puerco de la piara de Epicuro".
El maestro había dicho que "el placer es el principio y el fin de la vida feliz", y estas palabras le hicieron pasar por hedonista. No tuvo más remedio que salir al paso:
Cuando decimos que el placer es el soberano bien, no hablamos de los placeres de los pervertidos y de los crápulas, como pretenden algunos ignorantes que nos atacan y desfiguran nuestro pensamiento. Hablamos de la ausencia de sufrimiento para el cuerpo y de la ausencia de inquietud para el alma. Porque no son las borracheras, ni los banquetes continuos, ni el goce con jovencitos o con mujeres, ni los pescados y las carnes con que se colman las mesas suntuosas, los que proporcionan una vida feliz: más bien es la razón, buscando sin cesar los motivos legítimos de elección o de aversión, y apartando las opiniones que llenan el alma de inquietud (Carta a Meneceo).
En su evolución intelectual y vital, Epicuro pasa de cierto hedonismo a cierto ascetismo, reconociendo en la atracción del placer una atadura incompatible con la felicidad, con una felicidad que él concibe precisamente como ausencia de vínculos, independencia física y anímica, imperturbabilidad, serenidad completa. En esa "razón que busca sin cesar los motivos legítimos de elección" hay una clara herencia aristotélica.
Distingue Epicuro tres grandes familias de placeres: los naturales necesarios; los naturales innecesarios; y los que no son ni naturales ni necesarios. Después nos dice que la mejor relación con los placeres consiste en satisfacer los primeros, limitar los segundos y esquivar los terceros. Entre los naturales necesarios se encuentran los que apuntan a la conservación de la vida: comer, beber, vestirse y descansar; de este grupo excluye el deseo y la satisfacción del amor, porque es una fuente de perturbación. Entre los placeres naturales pero innecesarios menciona todos los que constituyen variaciones superfluas de los anteriores: comer caprichosamente, beber licores refinados, vestir con ostentación, etc. Finalmente, entre los placeres no naturales y no necesarios se citan los nacidos de la vanidad humana: deseo de riquezas, de poder, de honores, etc.
Epicuro no persigue el placer sino la vida libre. Y entiende la libertad como un ejercicio de autogobierno o autarquía que presenta dos caras: la ausencia de dolor corporal (aponía) y la eliminación de la intranquilidad de espíritu (ataraxia). Lo resume perfectamente en su Epístola a Meneceo: "Una consideración correcta de los deseos es la que pone todo lo que elegimos y rechazamos en función de la salud del cuerpo y la tranquilidad del espíritu: en eso consiste la vida feliz"; por eso, como decíamos antes, aconseja renunciar a ciertos placeres si de ellos se sigue un trastorno mayor. Para ejercitarse en esa renuncia y conocer sus posibilidades, Séneca nos cuenta que Epicuro escogía determinados días en los cuales apenas comía. Así comprobaba si le faltaba algo del placer pleno, si era grande la incomodidad, y si valía la pena compensarla con gran esfuerzo.
46. Estoicos y cínicos
La filosofía estoica, eminentemente práctica, aspira a la felicidad, y para ello nos invita a identificarnos con la razón universal y seguir la corriente del destino. Vivir libremente será, entonces, vivir según la naturaleza, y como la naturaleza es racional, vivir según la naturaleza será vivir según la razón. La verdadera libertad, y la única posible, es, pues, obrar racionalmente. Obedecer a la razón es identificarse con la divinidad que gobierna el mundo. Por eso pudo decir Séneca que "obedecer a Dios es libertad". Por eso, el precepto central de la moral estoica es "vivir conforme a la naturaleza", esto es, "conforme a la razón".
Si sólo la vida razonable conduce a la felicidad, lo que se opone a la razón, las pasiones, son perniciosas. En el vértigo de las pasiones, el hombre es juguete de fuerzas oscuras e irracionales. La ética estoica recomienda librarse de las pasiones y de los temores, ser indiferente al dolor y al placer, alcanzar la serenidad de ánimo, ser imperturbable. Y ello se consigue por el camino expresado magistralmente en la fórmula sustine et abstine: renuncia y resiste.
Séneca repudia la acostumbrada glotonería de los romanos, y la hace responsable, con sorprendente ojo clínico, de la palidez y temblor de los músculos impregnados por el vino, de los vientres hinchados por contener más de lo que deben, de los rostros abotargados, las articulaciones entumecidas, las palpitaciones, los vértigos, los dolores de ojos y oídos, las punzadas en el cerebro ardiente, las úlceras internas y las innumerables clases de fiebre.
Con cierta radicalidad, los estoicos proclaman que la felicidad se encuentra en la liberación de las pasiones. Para evitar desengaños, cultivan la indiferencia hacia los bienes que la fortuna puede dar o quitar. El estoico quiere ser autosuficiente, bastarse a sí mismo. Se diría que pretende ser feliz con independencia de la misma felicidad, sustituyendo la felicidad por el sosiego. "Jamás consideres feliz a nadie que dependa de la felicidad", dice Séneca, porque "el gozo que ha entrado volverá a salir".
Estoicos y epicúreos miran con recelo al placer porque aspiran a la tranquilidad, al privilegio de ser dueños de sí. Y son conscientes de que su propuesta es minoritaria: sólo la alcanzan los pocos que de verdad pueden llamarse sabios. Cuando uno de ellos perdió mujer, hijos y patria en un devastador incendio, dicen que comentó: "Nada he perdido, porque todos mis bienes están conmigo". No consideraba como un bien nada que pudiera serle arrebatado. Se contentaba consigo mismo, y a ese límite circunscribía su felicidad. En una de sus últimas cartas, Séneca da este consejo a Lucilio: "Considérate feliz cuando todo nazca para ti de tu interior, cuando al contemplar las cosas que los hombres arrebatan, codician y guardan con ahínco, no encuentres nada que desees conseguir".
Al que consigue encerrarse en el espacio interior de su autarquía, no le falta nada. Sólo un dolor corporal intenso podrá romper esa tranquilidad, pues las necesidades del organismo no están siempre a nuestra libre disposición. Pero el dolor cede y desaparece. Y si no cede, el suicidio se convierte en la forma suprema de autarquía. Séneca lo defiende con prudencia, pero su defensa pone de manifiesto cierta contradicción del ideal autárquico: el que busca incondicionalmente su sosiego, se siente turbado por la vida misma, y la elimina.
Si poner la felicidad en el placer es una postura parcial, hacerla consistir en la supresión del placer es postura parcial y muy difícil, quizá inhumana. Ante la posibilidad de frustración que gravita sobre nosotros, los estoicos proponen un remedio preventivo: eliminar el deseo. Pero la pretensión de cortar por lo sano, de amputar el deseo, es imposible. Y si fuera posible, su fruto serían seres humanos disecados.
La capacidad de bastarse a sí mismo, el no depender de nada ni de nadie, había sido propuesto por Sócrates, pero los cínicos llevarán ese ideal hasta límites extremos y convertirán la autarquía en la esencia de toda su filosofía. Antístenes (445-365 a.C.) fundó en Atenas la escuela cínica, y en ella puso de relieve la autarquía y el autodominio de Sócrates. Le sucedió Diógenes, famoso por su vida extravagante. Los cínicos buscan la felicidad individual en la independencia personal, en la supresión de necesidades, en la tranquilidad de ánimo. Ese ideal les lleva a la mendicidad, a la renuncia a toda teoría, al desdén por la verdad, al desprecio del placer, del bienestar, de las riquezas y de los honores.
A diferencia de los cínicos, Sócrates había sido independiente con respecto a las opiniones ajenas tan sólo porque poseía hondas convicciones y principios propios. Sócrates estuvo dispuesto a desobedecer a los oligarcas con riesgo de su vida, antes que cometer una acción injusta; pero nunca hubiese vivido, como Diógenes, dentro de un tonel tan sólo para manifestar su desprecio al modo de vivir de sus conciudadanos. El cínico también modifica el mensaje socrático en sentido antipolítico: indiferente a la familia y a la patria, se siente ciudadano del mundo. Sócrates, por el contrario, siempre se sintió orgulloso de ser ateniense.
47. Control racional
Hemos visto la necesidad real -urgente en algunos casos- de integrar inteligentemente esas dos piezas esenciales de la estructura humana: la razón y el placer. Así lo afirman, desde Sócrates, todos los grandes estudiosos de la ética. Esa integración constituye el objetivo de la virtud de la templanza. Que la natural tendencia al placer puede llegar a actuar desordenadamente es evidente. Esa posibilidad real de rebelión por parte de las propias fuerzas vitales nos habla de la necesidad de regular los deseos. Eso es la templanza: el control racional de los deseos orgánicos, puestos al servicio de la plenitud humana.
Aristóteles considera que la educación de los placeres orgánicos reviste particular importancia, y que el descontrol en este terreno "se censura con razón, porque se da en nosotros no por lo que tenemos de hombres sino de animales. Así pues, complacerse en estas cosas y buscarlas por encima de todo es propio de bestias. Y si alguien viviera sólo para los placeres del alimento y del sexo, sería absolutamente servil, pues para él no habría ninguna diferencia entre haber nacido bestia u hombre". La falta de control "consiste en buscar el placer donde no se debe, o como no se debe. Y es evidente que el exceso en los placeres conduce al desenfreno y es censurable". Así las cosas, "lo mismo que el niño debe vivir de acuerdo con la dirección de sus educadores, los apetitos han de estar sujetos a la razón".
Shakespeare habló del sinfín de deseos que crecen dentro del libertino formando enjambre. Con frecuencia, una persona demasiado indulgente consigo misma acaba siendo dominada por su pereza, por su mal carácter, por su desorden sexual, por su estómago o por lo que sea, sin conseguir tomar verdaderamente las riendas de su vida. Con otras palabras: un estilo de vida excesivamente permisivo e indulgente es una de las mayores hipotecas vitales que se pueden padecer, porque la espiral de la autocompasión conduce a la dictadura del deseo, a su gobierno más o menos absolutista.
Cada vez que una persona, en contra de lo que debe hacer, cede a las pretensiones de su pereza, de su estómago o de su mal carácter, debilita su voluntad, pierde autodominio y reduce su autoestima. Unas viñetas de Mafalda dibujan perfectamente esta situación. Felipe encuentra en su camino una lata vacía y siente el deseo de pegarle una patada. Pero piensa interiormente: "¡El grandullón pateando latitas!". Y pasa de largo, venciendo lo que él mismo juzga un impulso infantiloide. El problema es que, a los pocos metros, da la vuelta y suelta la tentadora patada. Ésta es su segunda reflexión: "¡Qué desastre! ¡Hasta mis debilidades son más fuertes que yo!".
El aprecio de los griegos por la libertad les hacía desconfiar de toda esclavitud, también de la afectiva y hedonista. Por eso ensalzaron cierta imperturbabilidad y apatía. Hoy, en cambio, la forma de vida occidental conlleva una fuerte incitación del deseo. Se trata de una tendencia impulsada en buena parte por la presión comercial, para incentivar el consumo, y quizá también por las innovaciones tecnológicas y el propio desarrollo económico. En cierto modo, a lo largo de la historia parece que no encontramos el término medio en esta cuestión tan importante para el equilibrio humano. Aristóteles decía que la educación era, sobre todo, educación de los deseos.
Si la templanza pareciera una virtud antigua, para mostrar su plena actualidad bastaría con llamarla autocontrol o dominio de sí. O bastaría leer libros recientes sobre ética. Comte-Sponville, en su Pequeño tratado de las grandes virtudes (1996), dice que la templanza, moderación de los deseos orgánicos, es una virtud para todas las épocas, pero más necesaria cuanto más favorables sean estas épocas. Destaco algunas de sus ideas al respecto:
La templanza es el requisito para un goce más puro o más pleno. Es un placer lúcido, controlado, cultivado.
¿Es fácil de conseguir? Por supuesto que no. ¿Es posible? No siempre, ni para todo el mundo, lo digo por experiencia. Por eso la templanza es una virtud, es decir, una excelencia.
El intemperante es un esclavo, y tanto más desde el momento en que transporta a todas partes a su amo consigo. Es prisionero de su cuerpo, prisionero de sus deseos o costumbres, prisionero de su fuerza o de su debilidad.
¿Cómo podríamos ser felices si estamos insatisfechos? ¿Y cómo podríamos estar satisfechos si nuestros deseos no tienen límite? A Epicuro, por el contrario, un poco de queso o de pescado seco le parecía un gran banquete. ¡Qué felicidad comer cuando se tiene hambre! ¡Qué felicidad dejar de tener hambre cuando se ha comido! ¡Y qué libertad estar sometido sólo a la naturaleza! La templanza es un medio para la independencia, de la misma manera que ésta lo es para la felicidad. Ser templado es poder contentarse con poco, pero lo importante no es el poco, sino el hecho de poder y de contentarse.
El objetivo de la templanza no es sobrepasar nuestros límites, sino respetarlos. ¡Pobre Don Juan por necesitar tantas mujeres! ¡Pobre alcohólico por necesitar beber tanto! ¡Pobre glotón por necesitar comer tanto! ¿De qué les sirve todo esto? ¿Y a qué precio? Se vuelven prisioneros del placer, en lugar de liberarse. Quieren más, siempre más, y no saben contentarse ni siquiera con demasiado. Por eso los libertinos son tristes; por eso los alcohólicos son desgraciados.
¿Hay algo más felizmente limitado que nuestros deseos naturales y necesarios? No es el cuerpo el que es insaciable. La no limitación de los deseos, que nos condena a la carencia, a la insatisfacción o a la desgracia, sólo es una enfermedad de la imaginación.
La templanza es lo contrario al desarreglo de todos los sentidos que tanto amaba Rimbaud. Es la prudencia aplicada a los placeres.
La templanza actúa sobre los deseos más necesarios de la vida del individuo (beber, comer) y de la especie (hacer el amor), que son también los más fuertes y, por tanto, los más difíciles de dominar. Ni que decir tiene que no es cuestión de suprimirlos -la insensibilidad es un defecto-, sino sobre todo, y en la medida de lo posible, de controlarlos (en el sentido de la palabra inglesa self-control), de regularlos (del mismo modo que se regula un motor), de mantenerlos en equilibrio, en armonía o en paz.
La templanza es una regulación voluntaria de la pulsión de vida, una sana afirmación de nuestra potencia de existir, como diría Spinoza, y especialmente del poder de nuestra alma sobre los impulsos irracionales de nuestros afectos o de nuestros apetitos. La templanza no es un sentimiento sino una fuerza, es decir, una virtud.
Del ensayo a la sociología. En la década de los sesenta, Walter Mischel llevo a cabo en la Universidad de Stanford una investiagación con preescolares de cuatro años de edad. Daba una golosina a cada niño y le decía: "ahora debo marcharme, y regresaré dentro de veinte minutos. Puedes tomarte la golosina, pero si esperas a que regrese, te daré otra". Algunos de los niños entrevistados fueron capaces de esperar, y usaron diversas estrategias para alcanzar su propósito: taparse el rostro para no ver la tentación, mirar al suelo, cantar, ponerse a jugar e incluso intentar dormir. Otros, más impulsivos, cogieron la golosina a los pocos segundos de que el experimentador abandonara su despacho.
La trascendencia de la forma en que los niños manejaban sus impulsos quedó clara doce o catorce años más tarde, cuando se comprobó la diferencia entre unos y otros. Los que no habían tomado la golosina eran más sociables y emprendedores, más capaces de afrontar las frustraciones de la vida. Se trataba de jóvenes poco inclinados a desmoralizarse, que no huían de los riesgos, que confiaban en sí mismos, honrados, responsables y con iniciativa. En cambio, los preescolares que tomaron la golosina presentaban una radiografía psicológica más problemática. Eran jóvenes más tímidos, indecisos y testarudos, inclinados a considerarse "malos", con aire resentido y reacciones desproporcionadas. Pero lo más sorprendente es que la evaluación académica de estos adolescentes reflejaba la misma disimetría, a favor de los que habían esperado pacientemente al entrevistador.
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