Tal
vez pudo parecer sorprendente lo expuesto en el artículo “Curas
Toreros” sobre las aficiones clericales a las corridas de toros y los
correspondientes desencuentros con las autoridades eclesiásticas. De su
lectura pudo deducirse que tal afición solo arraigaba entre curas de
pueblo, novicios o seminaristas.
Mas a pesar de lo sorprendente que pudiera parecer y como contradicción a las prácticas imperantes en la Santa Iglesia Católica,
que decretaron varias prohibiciones papales contra las corridas de
toros, intentando su total abolición en los reinos cristianos, también
en la cuna de la Curia Romana
se realizaron muchas corridas o cazas de toros, como así se las conocía
en Italia, “en donde se corrían también, pero enmaromados y con perros,
y aún hoy se observa en Italia;…”, según cita D. Nicolás Fernández de
Moratín en su “Carta Histórica”(1775).
Ese
mismo autor, en igual obra, sigue diciendo: “y no pudo ser menos que
con este desorden y atropellamiento, la fatalidad que acaeció en Roma el
año 1332, cuando murieron en las astas de los toros muchos plebeyos,
diez y nueve caballeros romanos, y otros nueve fueron heridos; desgracia
que no se verifica en España siendo el ganado mucho más bravo. Por este
suceso se prohibieron en Italia ese año”.
Las
fiestas a que se refiere Moratín se dieron en tiempos del Papa Juan
XXII (1316-1334), el que instituyó el famoso “Tribunal de la Santa Rota”
de Roma, aunque es de justicia señalar que éste Papa nunca estuvo en
Roma, ya que su papado transcurrió enteramente en la sede de Aviñón
(Francia), que fue la sede papal mientras duró el llamado “Cisma de
Occidente”.
A
pesar de lo que dice Moratín, el desorden imperante en la mayoría de
los festejos, romanos y españoles, provocaba que más de un clérigo
denunciase los desmanes que se producían en dichos eventos, como lo
reseña el Padre Pedro de Guzmán en su obra ”Bienes del honesto trabajo y
daños de ociosidad”, de 1.614, cuando dice: “Es desgracia corriente
tirar al toro una vara y clavarse en la cabeza o pecho del que está en
el tablado”.
Por diversos autores tenemos conocimiento de varias celebraciones de corridas de toros en el mismísimo Vaticano.
Una
de las ocasiones en que estas fiestas taurinas se celebraron en Roma
fue en tiempos del Papa español Alfonso Borja, conocido como Calixto III
(1455-1458), miembro de una influyente familia de Xátiva y gran
aficionado a la música de campanas, hasta el punto de ordenar, siendo
Papa, que todos los días del año, a las doce de la mañana, todas las
campanas debían hacer sonar su broncínea melodía. Ese “talante festivo”
del Pontífice, unido a su raíz hispana, nos lleva a presumir que también
es probable que ordenara la celebración de algún festejo taurino con
motivo de la canonización, recién elegido papa, de su paisano san
Vicente Ferrer, en 1.455.
Igualmente
existen referencias de celebraciones taurinas en tiempos del Papa
Inocencio VIII (1484-1492), quien al parecer ayudó a Cristóbal Colón en
el descubrimiento de América, y se sabe que celebró solemnemente la
“toma de Granada” (por cuya gesta concedió a los reyes Isabel y Fernando
el título de “Católica majestad“, tras cuya distinción fueron conocidos
como “Reyes Católico“). Suponemos que, con motivo de esas dos
efemérides, las corridas de toros formarían parte de los festejos
programados.
Tras
la etapa de venalidad y nepotismo de Inocencio VIII, accede al solio
pontificio otro español, nacido en Xátiva, de la famosa familia Borja o
Borjias para más señas, de nombre Rodrigo, que tomó el apelativo papal
de Alejandro VI (de 1492-1503, fue elegido Papa siendo obispo de
Cartagena-Murcia 1482-1492). Su vida disoluta y su ambición no tuvieron
límites y de su relación licenciosa con una tal Vannozza Catanei le
nacieron varios hijos, entre ellos César y Lucrecia, con la que el vulgo
decía que, tras una relación incestuosa con su padre, tuvo un hijo
conocido como “el infante romano”. Decir en su favor, a fe de no parecer
ser un verdugón, que fue el que abrió la “puerta Santa” del Vaticano y
encargó a Miguel Ángel la famosísima escultura de la Piedad.
Durante su pontificado se celebraron varias corridas de toros en el
Vaticano y en una de ellas murieron dos hombres. Al parecer uno de los
que destacó como torero de gran habilidad fue su propio hijo César
(nombrado por su padre Obispo de Pamplona a los 16 años, y en él se
inspiró Maquiavelo para escribir su obra “El Príncipe”), de cuyas
hazañas se levantaron algunas estelas reseñando sus proezas, como la que
relataba lo ocurrido en la corrida del 24 de junio de 1.500, celebrada
detrás de la Basílica de San Pedro y que “…se enfrentó a pié con un
trapo y una espada corta a cinco toros, llegando a separar la cabeza de
uno de ellos de un solo golpe”.
Esas
fiestas del “cacce di tori“, como se las conocía en Italia, las
continuó el sucesor de Alejandro VI, el antiespañol Julio II
(1503-1513). Este mecenas de las artes, como la mayoría de los papas del
Renacimiento (fue el que encargó la construcción de la actual Basílica
de San Pedro y a Miguel Ángel el fresco de “El Juicio Final”), también
con tres hijas ilegítimas, siguió con la costumbre de celebrar corridas
de toros a pesar de que:“… ni el odio profundo que sentía a los Borjias
-a quienes combatió ferozmente-, ni su antipatía a España impidieron la
continuación de una costumbre tenida por genuinamente española e
introducida por los Borjias”.
Otro
evento conocido fue el acaecido el lunes de Carnaval de 1.519, y lo
refiere el padre Julián Pereda, jesuita, que lo toma de la “Historia
de los Papas” de J. Pastor y dice: “…se celebraba una gran corrida en
la Plaza de San Pedro (la actual plaza se construyó posteriormente,
entre 1656 a
1665, obra del escultor Bernini), a vista de León X (1513-1521, el que
creó el “Monte de Piedad” para préstamos y el que excomulgó a Lutero),en
la que por cierto murieron tres pobres hombres. Les costeó el Papa los
espléndidos trajes a los toreros y se echaban de menos los tiempos del
Cardenal Petrucchi que, por uno solo de estos trajes para los toreros,
solía pagar hasta 4.000 ducados; corridas y más corridas se siguieron
celebrando en años sucesivos, aunque no siempre, ni mucho menos, a la
manera española, sino despeñando los toros por el
Testaccio (un monte artificial hecho con los cascotes de las ánforas de
barro que allí se rompían durante siglos, y que en su mayoría procedían
de España, conteniendo aceites, vinos y la famosa “garum” de Cartagena y
Mazarrón, una pasta de pescado macerado en salmuera, famosísima desde
los tiempos de la dominación romana), y esperando los jinetes armados
que los despedazaban en su loca huída con tan poco garbo como sobrada
crueldad”. Otro tanto ocurrió en la corrida celebrada en el Capitolio,
en tiempos de ese mismo Papa León X, en el carnaval del año 1.520, donde
murieron dos hombres.
A
este respecto, sobre las formas anárquicas de celebrarlos, nos dice el
Padre Regatillo en “Casos de derecho Canónico, II” que: “innumerables
gentes se apiñaban en la típica plaza de Navona para contemplar la
lidia, sin que hubiera barrera ni más valla que la que ofrecían los
cuerpos inermes de la multitud, se comprenderá lo brutal y condenable de
tales espectáculos”.
Tras
la pausa impuesta por el Saqueo de Roma, en 1.527, las fiestas de
carnaval volvieron a celebrarse en el año 1536, con la participación
popular, en la que: “se despeñaron por el Testaccio carros cargados con
cerdos y unas corridas de toros en la que se despeñaron trece toros, que
luego fueron despedazados a mandoble por caballeros que los esperaban
en la caída”.
Otra
fiesta de cacce di tori fue la que dispuso el Papa Paulo III en 1539
(el que convocó el Concilio de Trento, uno de los más importantes de la Iglesia Católica,
y el que aprobó la fundación de los Jesuitas), para celebrar los
esponsales de Octavio Farnese con Margarita de Austria, más conocida
como Margarita de Parma, hija natural del Emperador Carlos V, que como
podrán suponer estuvieron revestidas de la mayor suntuosidad y
adornamiento.
Muchas
corridas más se siguieron celebrando en años sucesivos en las que no
faltaron, junto a las corridas de toros, carreras por la vía del Corso, a
las que asistió como espectador Julio III (1550-1555), el que, por
temor a perder las prerrogativas papales, clausuró el Concilio de
Trento.
“En 1556, el poeta francés J. du Bellay todavía pudo contemplar una corrida de toros en el
carnaval romano, lo que le motivó para escribir tres sonetos, que
reunió en su libro Regrets, donde cantó la suerte de la suiza…” según
dice Flores Arroyuelo.
Once
años después, de la muerte de Julio III, llegarían las famosas
prohibiciones pontificias a las corridas de toros. El primero en
intentarlo fue Pío V, quién ordenó al Gobernador de Roma que las
prohibiese, bajo pena de muerte a quienes no acatasen la orden.
A decir verdad ni la Bula Salute Gregis de Pío V en 1567, ni la Exponis Nobis
de Gregorio XIII en 1575, ni el Breve Nuper Siquidem de Sixto V en
1586, surtieron verdadero efecto en España, por diversas razones. Más
eso pertenece ya a otro asunto, que tal vez desarrollaremos en otra
ocasión.
Plácido González
BIBLIOGRAFIA
– Luis del Campo, “Pamplona y Toros. Siglo XVII”
– Vargas Ponce, “Disertación sobre las corridas de toros”
– Luis del Campo “La Iglesia y los Toros”
– Julio Caro Baroja “El estío Festivo”
– Francisco Flores Arroyuelo, “Correr los toros en España”
– P. Julián Pereda, S.J. “Los toros ante la Iglesia y la Moral”
– Urbano Esteban Pellón, “El Toro Solar”
– Padre José M.March, S.J., “Razón y Fé”
– Julio Gutiérrez Marqués, “Tauromaquia en tres tiempos”
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