Federico García Lorca:
la espiritualidad de un poeta
la espiritualidad de un poeta
Santiago Martínez
Sáez *
Parte de
la riqueza en su obra literaria es ese espíritu que fue García Lorca, se
devela y refleja la poesía que lleva dentro. «Mi alma está absolutamente
sin abrir, y con razón creo algunas veces que tengo el corazón de lata».
No tengo la menor intención apologética. García Lorca, especialmente en
sus años jóvenes, atacó algunos aspectos de la moral católica, pero no
perdió un cierto sentido católico de la vida.
Soy un admirador
tardío de García Lorca. Su tragedia existencial y vital al comienzo de la
guerra civil en España no me lo hicieron atractivo en mis años universitarios.
Sus connotaciones políticas —verdaderas o falsas— no facilitaron mi encuentro
con él. Con el paso del tiempo cayó en mis manos una biografía suya de
Marcelle Auclair, de quien me había entusiasmado su espléndido trabajo sobre
Santa Teresa. Aunque éste no me gustó tanto como aquél, me dejó un cierto
vacío y, por qué no decirlo, curiosidad, que por una razón u otra tardé años en
saciar. Con el paso del tiempo cayeron en mis manos las obras completas de
Federico, que leí en su totalidad; me sucedió un fenómeno raro, acostumbrado a
que todo el mundo de las letras hablara de él como poeta o dramaturgo, lo que
verdaderamente me impresionó fue su prosa. Me llamó la atención que no se
destacara esta dimensión, a mi juicio importantísima, así como el olvido
—¿ocultación programada?— de los matices espirituales y religiosos, que jamás
oculta.
En este aniversario
merecen la pena algunos comentarios al hilo de sus escritos que ayuden a conocer
más a fondo, y en una dimensión trascendente, la personalidad de nuestro autor.
El interior de las
cosas
La existencia y la
importancia del espíritu es incuestionable en nuestro poeta: «Hay en nuestra
alma algo que sobrepuja a todo lo existente» (Obras Completas, tomo III.
Aguilar México 1991, p.5). Al admirar la majestuosidad de las viejas ciudades
(Ávila, Zamora, Palencia) arruinadas por el progreso y mutiladas por la
civilización actual, el artista desbordó su alma poética sobre impresiones que
le llenaron el espíritu de melancolía y le hirieron el alma de nostalgia. Cuando
visitó Ávila no habló fuerte ni pisó recio: «para no ahuyentar el espíritu de la
sublime Teresa» (Ibid, p.12). La catedral, por su oscuridad tranquila,
«invita a la meditación de lo supremo... El alma que crea y esté llena de fe
celestial que sueñe en esta catedral... El alma que vea la grandeza de Jesús que
se suma en estas sombras húmedas con ojos de cirios para sentir consuelo
espiritual... Así, en un rincón... podrá pensar sin ser visto y gozar de una
dulzura que únicamente encuentra allí. Eso es adoración a Dios... Hace pensar
aunque el alma esté desposeída de la luz de la fe» (Ibid, pp.13-14).
Al visitar la
Cartuja, se quejó de la perfección técnica de ciertas imágenes que rodeaban a
Cristo: «¡Estas esculturas son magníficas! Sí, pero a mí únicamente me convence
el interior de las cosas, es decir, el alma incrustada en ellas, para que cuando
las contemplemos puedan nuestras almas unirse con las suyas» (Ibid,
p.23). Admitió que «la soledad es la gran talladora de espíritus», pero no le
gustó la Cartuja, porque se puede sepultar el cuerpo pero no encerrar el alma:
«El alma está donde ella quiere. Todas nuestras fuerzas son inútiles para
arrancarla donde se clava» (Ibid, p.25). Consideraba inútiles las
torturas de la carne cuando el espíritu pide otra cosa. No entendió lo que él
mismo llamó «la gran pasión del silencio». Le parecía abrumador, sobrehumano. La
paz y tranquilidad las consideraba inquietud y desasosiego... pasión formidable
jamás calmada. Evidentemente García Lorca no tenía vocación de cartujo. Su
naturaleza sensual le dificultó entender la penitencia cartujana, el estilo de
vida que no se divorcia del amor, como pensaba el poeta, sino exactamente lo
contrario: nace del amor a Dios y lo expresa.
En el Monasterio de
Silos participó en la Misa con los monjes, y el canto gregoriano le pareció:
«formidable y emocionante», aunque «lejos de la tragedia del corazón» (Ibid,
p.49).
Amo y detesto las
pasiones
En algunos
momentos, García Lorca descubrió el estado de su espíritu, sus luchas
interiores, sus pasiones y caídas: «Mi vida y mi pensamiento luchan
desesperadamente por arrancar el manto de impureza de mi corazón, pero mi
cuerpo, lleno de sangre y de calor, se arroja sobre las llamaradas geniales de
la pasión... la pasión es en mí algo que me da muerte y me da vida al mismo
tiempo: muerte al cuerpo y vida al espíritu... Yo amo las pasiones y las
detesto, porque mi espíritu es doble... mi voluntad está muerta y por eso soy un
náufrago en la pendiente escabrosa del amor... ¡Cuándo terminará mi calvario
carnal! Todos los días mi cuerpo es más fuego y mi alma más alta. ¿Cuándo
alcanzaré felicidad y amor de verdad? ¿Cuándo seré limpio de amor trágico y de
corazón? ¿Cuándo amaré a lo que me ama?». (Ibid, p.181).
Pasó mal el verano
de 1928: «Se necesita tener la cantidad de alegría que Dios me ha dado para no
sucumbir ante la cantidad de conflictos que me han asaltado últimamente. Pero
Dios no me abandona nunca» (Ibid, p.979).
Se lamentaba de los
que sufren persecuciones de la justicia humana «sin creer en los cielos de
Jesús». Para él, son bienaventurados los que se acercan «al pavoroso y místico
Nazareno», pero se quejaba por tantos que se conforman con una idea mezquina de
Dios. En Ansiedad de regeneración se duele de las deformaciones que los
hombres hacemos del buen Dios: «Ahora se le toma como motivo de política y de
lucro... se le adora hipócritamente y todos los que le aman en público lo
olvidan después...» (Ibid, p.185).
«Lo que más me
importa es vivir»
A Lorca lo que le
importaba por encima de todo era la vida: «Yo sueño ahora lo que viví en mi
niñez». A una pregunta de un reportero: «¿Cuándo trabaja usted?» respondió:
«Cuando ya no tengo otro remedio. Lo que más me importa es vivir» (Ibid,
p.537). En otra ocasión le preguntan: «¿A qué hora acostumbra trabajar?» —«A
todas. Si me pusiera estaría todo el día escribiendo, pero no quiero
encadenarme» (Ibid, p.622).
Refiriéndose a
Antonio Machado apuntó: «Yo no quiero admirar al artista en sí. Eso no tiene
importancia... Es el hombre como realización lo que vale... la humanidad del
individuo, su capacidad de humanidad...». Tenía verdadera devoción por Manuel
de Falla: «Es un santo... un místico... con una sed de perfección que admira
y aterra al mismo tiempo... Su fe no necesita pruebas para creer...» (Ibid,
pp.546-547).
En el verano de
1927 escribió: «Yo siento cada día más el talento de Dalí. Me parece
único, y posee una serenidad y una claridad de juicio para lo que piensa que es
verdaderamente emocionante. Se equivoca y no importa. Está vivo. Su inteligencia
agudísima se une a su infantilidad desconcertante, en una mezcla tan insólita
que es absolutamente original y cautivadora. Lo que más me conmueve en él ahora
es su delirio de construcción (es decir, de creación) en donde pretende crear de
la nada y hace más esfuerzos y se lanza a más ráfagas con tanta fe y con tanta
intensidad que parece incurable. Nada más dramático que esta objetividad y esta
busca de la alegría por la alegría misma. Recuerda que éste ha sido el canon
mediterráneo. "Creo en la resurrección de la carne", dice Roma... Pero Dalí no
quiere dejarse llevar. Necesita llevar el volante y además la fe en la geometría
astral. Me conmueve; me produce Dalí la misma emoción pura (y que Dios nuestro
Señor me perdone) que me produce el Niño Jesús abandonado en el pórtico de
Belén, con todo el germen de la crucifixión ya latente bajo las pajas de la
cuna» (Ibid, p.968). En otra ocasión fue Dalí el que le dijo a Federico:
«Tú eres una borrasca cristiana y necesitas de mi paganismo» (Ibid,
p.977).
Cuando le
preguntaron por qué en sus dibujos aparecen con preferencia los caracoles,
explicó cómo en cierta ocasión estaba dibujando, y acercándose su madre y
contemplando sus garabatos le dijo: «Hijo mío, me moriré sin poder comprender
cómo te puedes ganar la vida haciendo caracoles». —«Ni el poeta ni nadie tienen
la clave y el secreto del mundo. Quiero ser bueno. Sé que la poesía eleva, y
siendo bueno, con el asno y el filósofo, creo firmemente que si hay un más allá
tendré la agradable sorpresa de encontrarme en él» (Ibid, p.681). Bella
afirmación de nuestro poeta.
Tampoco era ajeno a
los problemas sociales: «El día que el hambre desaparezca va a producirse en el
mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la Humanidad» (Ibid,
p.675). No estaba de acuerdo con el arte puro, con el arte por el arte: «en este
momento dramático del mundo (1936) el artista debe llorar y reír con su pueblo.
Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para
ayudar a los que buscan las azucenas» (Ibid, p.681).
Hombre del mundo,
hermano de todos
También estaba en
desacuerdo con los nacionalismos patrioteros que pintaban con sangre el mundo
entero y parecían querer volver a los reinos de Taifas de la edad media: «¿No
crees, Federico, que la patria no es nada, que las fronteras están llamadas a
desaparecer?», le pregunta el entrevistador. «Yo soy español integral —contestó—
y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es
español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que
se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a
su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el
español malo. Canto a España y la siento hasta la médula; pero antes que esto
soy hombre del mundo y hermano de todos. Desde luego no creo en la frontera
política» (Ibid, p.687).
Poética de la
religión
Su viaje a Estados
Unidos (1929) le permitió, con su sensibilidad de poeta, comparar lo que
podríamos llamar dimensión poética de la religión. Su visión, no por particular,
deja de ser interesante: «He asistido también a oficios de diferentes
religiones. Y he salido dando vivas al portentoso, bellísimo, sin igual
catolicismo español. No digamos nada de los cultos protestantes. No me cabe en
la cabeza (en mi cabeza latina) cómo hay gentes que pueden ser protestantes»
(dice en una carta a sus padres y hermanos, fechada el 14 de julio de 1929, en
Nueva York).
«Está suprimido
todo lo que es humano y consolador y bello, en una palabra. Aun el catolicismo
de aquí es distinto. Está minado por el protestantismo y tiene esa misma
frialdad. Esta mañana fui a ver una misa católica dicha en inglés. Y ahora veo
lo prodigioso que es cualquier cura andaluz diciéndola. Hay un instinto innato
de belleza en el pueblo español y una alta idea de la presencia de Dios en el
templo. Ahora comprendo el espectáculo fervoroso, único en el mundo, que es una
misa en España. La lentitud, la grandeza, el adorno del altar, la cordialidad en
la adoración del Sacramento, el culto a la Virgen, son en España de una absoluta
personalidad y de una enorme poesía y belleza».
Junto a los
defectos, no dejó de señalar las cualidades: «Lo que el catolicismo de los
Estados Unidos no tiene es solemnidad, es decir, calor humano. La solemnidad en
lo religioso es cordialidad, porque es una prueba viva, prueba para los
sentidos de la inmediata presencia de Dios. Es como decir: Dios está con
nosotros, démosle culto y adoración. Pero es una gran equivocación suprimir el
ceremonial. Es la gran cosa de España. Son las formas exquisitas, la hidalguía
con Dios... España es el único país fuerte y vivo que queda en el mundo. Sin
embargo, yo he observado al público católico esta mañana y he visto una devoción
extraordinaria, sobre todo en los hombres, cosa rara en España. Han comulgado
muchas gentes y era un público serio, sin pamplinas y con una disciplina
extraordinaria...» (Ibid, p.847).
«También he estado
en una sinagoga judía, de los judíos españoles. Cantaron cosas hermosísimas y
había un cantante que era un prodigio de voz y de emoción... Hicieron una
ceremonia muy bonita, muy solemne, pero que a mí me resultó vacía de sentido. Me
parece demasiado fuerte la figura de Cristo para negarla» (Ibid, p.833).
En
la carta a sus padres del ocho de agosto, les comentó su visita a una iglesia
rusa con unos amigos: «Es casi como la católica... el rito es aún más
esplendoroso que el nuestro... los cánticos y los coros son insuperables. Es
todo bizantino y más complicado y primitivo que lo romano... y hay en la misa un
momento de mucha emoción, que es cuando el pope, después de
consagrar, se vuelve al pueblo y presenta un crucifijo, dando grandes voces, una
especie de lamento de melodía preciosa». Termina: «Sigo diciendo que la belleza
y profundidad del catolicismo es infinitamente superior. De ser religioso en una
religión positiva no hay más perfección que en el catolicismo». Sin embargo,
parece que el pope tiene un «patriarcalismo» del que emana una
autoridad y bondad que le pareció no existir en el simple cura católico. Sea por
el rito, el traje o por su prestancia, emana una categoría superior de hombre
iniciado en misterios de la que carece el cura católico (Cfr. Ibid,
p.840).
En
otra carta (octubre 22), recuerda: «Sólo Dios tiene la verdad en sus manos».
Cristos:
impresiones y paisajes
Decía García Lorca:
«Hay en el alma del pueblo una devoción que sobrepuja todas las devociones: la
de los crucificados». Se lamentaba de que se admiraran más por la trágica
realidad de los terribles dolores del cuerpo y no por el mar sin orillas,
amoroso, de su alma: «lloran por la corona de espinas, sin meditar y amar al
espíritu de Dios sufriendo por dar el supremo consuelo»... « era Dios y estaba
en la Cruz ya consumado el sacrificio genial. Nos olvidamos del Jesús en el
Huerto... con la amargura del temor a lo tremendo no nos asombramos ante el
Jesús con amor de hombre en la última cena... lo grandioso nos desconcierta» (Ibid,
p.72).
«Estos Cristos
sentidos se esconden en las capillitas pueblerinas, donde son el orgullo de sus
habitantes... al llegar los escultores genios de España... hicieron sus
Calvarios poniendo su alma en la ejecución de los ojos. Y Mora y
Hernández, y Juni y el Montañés, y Salzillo y Silos,
y Mena y Roldán, etcétera, supieron decir con dulzura dramática
los ojos de Jesús... y los pusieron entornados, escalofriantes... supieron que
aunque en el cuerpo una contorsión diga mucho, dicen mucho más unos ojos en la
agonía, y pusieron en los ojos todo el sufrimiento de aquel cuerpo ideal...» (Ibid,
p.75).
En sus obras no
dejó de hacer referencias al dolor y a la cruz: «La cruz ¡y vamos andando!».
«Soy una gran pecadora / pero he amado de una manera / que Dios me perdonará /
como a santa María Magdalena. / Si usted supiera, / estoy muy herida, hermana, /
por las cosas de la tierra» (Mariana Pineda). En otro
pasaje de esa misma obra cristalizó esta hermosa frase: «Dios está cubierto de
heridas de amor que jamás se cierran». «¡Oh cruz! ¡oh clavos! ¡oh espina clavada
en el hueso hasta que se oxiden los planetas!». Verdad teológica, genialidad
poética.
«Dejad que corra el
aire»
Probablemente hacia
1928, escribió: «La verdad es lo vivo y ahora quieren llenarnos de muertes y de
aserrín de corcho. El disparate, si está vivo, es verdad; el teorema, si está
muerto, es mentira. ¡Dejad que corra el aire! ¿No te angustia la idea de un mar
con todos los peces atados con cadenita a un solo punto, sin conciencia? No
discuto el dogma. Pero no quiero ver el punto donde se acaba "ese dogma"»
(fragmento de carta, op.cit. p.971). Enfrascado en la Oda al
Santísimo Sacramento del Altar, afirmó: «Es dificilísima. Pero mi fe la
hará» (Ibid, p.978), y en otra ocasión decía: «por disciplina, hago estas
"academias" precisas de ahora y abro mi alma ante el símbolo del sacramento» (Ibid,
p.981).
En uno de sus
poemas en prosa, al hablar de Santa Lucía, afirmó: «fue una hermosa
doncella de Siracusa... como todos los santos planteó y resolvió teoremas
deliciosos ante los que rompen sus cristales los aparatos de Física. Ella
demostró en la plaza pública, ante el asombro del pueblo, que mil hombres o
cincuenta pares de bueyes no pueden con la palomilla luminosa del Espíritu
Santo» (Ibid, p.144).
Una interrogación
«Un sepulcro es
siempre una interrogación» (Ibid, p.61). A la pregunta del famoso
caricaturista Bagaria, de si no será mejor el silencio de la nada que la
vida futura de los creyentes, respondió: «Bonísimo y atormentado Bagaria, ¿no
sabes que la Iglesia habla de la resurrección de la carne como el gran premio a
sus fieles?». El profeta Isaías lo dice en un versículo tremendo: «Se
regocijarán en el Señor los huesos abatidos»... y citó una lápida que había
leído en un cementerio: Aquí espera la resurrección doña Micaela Gómez; y
añadió: «una idea se expresa y es posible porque tenemos cabeza y manos. Las
criaturas no quieren ser sombras» (Ibid, p.687).
Muerte, nube
obsesiva
En la nueva edición
de sus obras completas, a cargo de Miguel García Posada, éste afirma que
la poesía de García Lorca canta como la de Quevedo, tiembla como la de
San Juan de la Cruz, se llena de hombres y mujeres como la de Lope,
se refrena como la de Fray Luis. Su teatro se empareja con la frescura de
Lope y también con la dimensión dramática de Calderón. En su prosa habla
de la genialidad imaginativa y la desenvoltura de nuestros prosistas mayores.
García Lorca amaba lo popular, lo instintivo, lo irracional, o mejor, lo
transracional. Su poesía es a la vez culta y popular. Tiene ambas dimensiones.
En ella se funden lo tradicional y la modernidad. Quizá su fama se deba en parte
a su trágica muerte: «sin su muerte no hubiera levantado pronto el vuelo».
Su injusto
fusilamiento choca violentamente con la fragilidad de su persona. No se ha
explicado hasta ahora por qué abandonó Madrid, republicano, por Granada dominada
por insurrectos. Buscando la vida encontró paradójicamente la muerte. Federico
no tenía temperamento revolucionario, aunque sí, como cualquier persona normal,
simpatías que se pueden advertir en sus escritos sobre el progreso y la justicia
social. Por ejemplo, en septiembre de 1931 dirigió una alocución al pueblo de
Fuente Vaqueros: «No sólo de pan vive el hombre... bien está que todos los
hombres coman, pero que todos los hombres sepan, que gocen todos los frutos del
espíritu humano, porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del
Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social. Yo
tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un
hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo
de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene
medios sufre una terrible agonía, porque son libros, libros, muchos libros los
que necesita... ¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a
decir: "amor", "amor", y que debían los pueblos de pedir como piden pan o como
anhelan la lluvia para su sementera» (Ibid, pp.422-423).
Tuvo amigos
comunistas (como Alberti) y socialistas (como Fernando de los Ríos).
Pero también una admiración grande por Ortega, enemigo declarado de la II
República a partir de 1932. También se veía con frecuencia con José Antonio,
fusilado por los republicanos. Como dijo Ortega: «Vida es una cosa y poesía
otra».
¿Quién ordenó la
muerte de García Lorca? Según cuenta el profesor Luis de Hera Esteban (de
la Real Academia de Historia, actualmente profesor en la Universidad de Génova),
su muerte no se debió a un pleito entre homosexuales, como se comentaba en
algunos círculos de postguerra, sino a un hombre cercano a la CEDA que quiso
congraciarse con los militares por temer que su filiación política no fuese
suficiente.
Varios autores
famosos intentaron salvarle. Su amigo, el poeta Luis Rosales
(falangista), que la última vez que lo vio escuchó de sus labios: «Luis, estoy
rezando». Y el no menos conocido José María Pemán, amigo de Franco
en los primeros años de la guerra, conociendo las extrañas rivalidades entre las
nuevas autoridades y algunos grupos de derechas, temió por su vida y pidió
personalmente a Franco que interviniese. Éste accedió a ello, pero ya fue tarde:
día y medio antes había sido asesinado.
García Lorca sufrió
de modo particular la cercanía de la muerte. No era de carácter decidido ni
sobresalía por su coraje. Su carácter alegre, pero tímido, no le abandonó.
Aunque pone en boca de Bernarda Alba, «yo no quiero llantos; la muerte
hay que mirarla cara a cara», en todo parece que la muerte le siguió —persiguió—
siempre como nube obsesiva. La injusticia lo desplomó; una servidora de su
cortijo de Granada ha contado que lo vio en la cárcel hundido físicamente, sin
fuerzas, incapaz de hablar. Podemos suponer que la fuerza religiosa que se
manifestó tantas veces en su obra y en su vida le apoyarían en el momento
culminante de su existencia, y que tampoco perdería la esperanza que atribuyó a
los gitanos de Granada y a los negros de Harlem.
A modo de
conclusión
No tengo la menor
intención apologética. García Lorca, especialmente en sus años jóvenes, atacó
algunos aspectos de la moral católica, pero no perdió un cierto sentido católico
de la vida. En carta a Encarnación López (la famosa Argentinita) dice:
«Espero que me tendrá presente en sus oraciones y no me olvidará» (Granada,
1931, Ibid, p.1004). Comentando la muerte de un conocido, escribió dando
el pésame: «Cuando le dije a mi madre la frase del encantador Gitanillo sobre la
Virgen, se echó a llorar y una costurera, muy andaluza, decía: ¡Hijo de mi alma,
él sí que estará ya en los brazos de la Virgen! Dios también tiene que ser bueno
contigo, y lo mismo la Virgen, la Santísima Virgen, llena de espadas como un
toro, que ampara a los toreros y que se lleva con ella a los que son guapos y
buenos como era Gitanillo» (Carta, 1931, Ibid, p.996). Este tipo de
referencias a lo sobrenatural no son infrecuentes en los escritos del poeta.
Precisamente, por buen poeta, hizo referencia a lo más bello de la religión: la
liturgia. Era capaz de captar y admirar lo que otros son incapaces de ver: los
signos litúrgicos, la piedad popular que bebió en su tierra andaluza, «y [como
afirma Marcelo González Martín, Cardenal arzobispo de Toledo y primado de
España] junto a la belleza de los signos externos, la otra, la interior, la del
alma de la liturgia: a un espíritu tan fino como el suyo no se le escapa que
allí, en esa misa, en esa adoración al Sacramento, en ese culto a la Virgen que
él recuerda, hay una idea de la presencia de Dios en el templo, una solemnidad
que se transforma en cordialidad, una prueba viva, prueba para los sentidos de
la inmediata presencia de Dios».
Era difícil
encontrar quién hablara así por entonces en España. No olvidemos que corrían los
años 30. Su genio poético le permitía captar el valor singular y la riqueza
interior de la liturgia y piedad populares.
El valor de muchas
de las afirmaciones es su sinceridad. Son cartas a su familia y amigos. No había
que fingir ni disimular. Quizá no tuvo una formación religiosa profunda —como
tantos otros—, pero no fue ateo ni agnóstico.
Dicen sus biógrafos
que al llegar a Nueva York estaba torturado por la angustia de su «pasión
imposible». Sus cartas no lo manifiestan así. Las primeras semanas fueron
difíciles, pero su temperamento amigable y alegre hicieron que pronto se
sobrepusiera. Por donde pasaba desbordaba alegría, ganas de vivir y conocer,
sentido positivo de la vida. Junto a la gente se sentía feliz. Sus cartas
reflejan comprensión de las personas, tristeza por la injusticia y lo deshumano.
__________________
*
Licenciado en Derecho (Universidad de Madrid). Doctor en Teología (Universidad
Lateranense, Roma). Cofundador y colaborador de ISTMO. Autor de diversas
publicaciones y libros
Fuente: Revista
Istmo. Humanismo y Empresa, Año 40 - Número 239 Noviembre/diciembre 1998
Remitido por nuestro
colaborador Sergio Rubio Maldonado
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