I.
Distintas acepciones del término y anotaciones históricas
Genéricamente,
la guerra se define tomó conflicto armado entre sociedad y grupos organizados.
Ahora bien, esta realidad violenta se ha llevado a cabo en la historia a través
de las más diversas formas, a las que es necesario prestar atención a fin de
evitar unívocos y asimilaciones incongruentes, sobre todo en la valoración
moral.
Uno
de los cambios más grandes en la concepción de la guerra ha tenido lugar con
la formación de los Estados soberanos, "superiorem non agnoscentes"
(que no reconocen autoridad superior a la suya propia). Mientras en la
estructura imperial y en la communitas christiana la guerra era, por
principio, injustificada -sólo estaba legitimada la guerra contra los enemigos
externos de la comunidad-, el planteamiento comenzó a cambiar cuando, con la caída
del imperio y el desmembramiento de la comunidad europea, cada Estado soberano
ejerció la justicia por separado, erigiéndose en árbitro del ius ad bellum,
es decir, del derecho prácticamente incensurable a declarar la guerra. En
el ius in bello, en cambio, a medida que las costumbres fueron tomando
cuerpo legal en el derecho internacional, se fueron aceptando determinados límites
para la declaración de hostilidades.
Otro
salto cualitativo ha tenido lugar con la guerra total (puesta en acción
en el segundo conflicto mundial) y, sobre todo, en el conflicto nuclear. La
capacidad destructora absolutamente inédita de las armas atómicas (y, aunque
en grado inferior, de las armas bacteriológicas, químicas y geofísicas) pone
en peligro por primera vez en la historia la vida de toda la humanidad, suprime
por completo la distinción entre beligerantes y no beligerantes (fundamental en
el derecho internacional) y hace de la guerra algo absolutamente sin parangón
con los conflictos precedentes; en común sólo existe el nombre, mientras que
la realidad es cualitativamente diferente. De aquí la exigencia, sentida al unísono
-por la conciencia laica y cristiana, de afrontar la cuestión de la guerra y de
la paz con mentalidad absolutamente nueva (cf GS 81 y declaraciones de Einstein
N. Bobbio y de la ONU).
El
fenómeno de la guerra ha sido muy estudiado (también por los teólogos), y hoy
las ciencias humanas lo afrontan desde distintas vertientes y contribuyen a
obtener una mejor comprensión tanto de las constantes como de las profundas
variables del fenómeno, de los orígenes psicológicos, sociales, políticos,
económicos y religiosos de los conflictos, así como de las diferentes
variantes de guerra: guerra entre Estados, guerra civil, guerra revolucionaria,
guerrilla, guerras de liberación..., y de otros tipos de conflicto que sólo
metafóricamente se pueden denominar guerra, por cuanto en ellos no se da
violencia armada: guerra económica, psicológica, fría, ideológica y
similares.
II.
La guerra en el AT, en el NT y en los santos padres
En
el AT se habla de guerra con gran frecuencia, y el propio lenguaje militar
(incluso en los escritos del NT) se usa en sentido traslaticio para designar la
lucha contra el mal y el maligno. Toda la historia de Israel está marcada por
hechos de armas; menos frecuentes en la época de los patriarcas -tal vez, a
juicio de algunos expertos, también como consecuencia de una
"desmilitarización" de la narración-, adquieren notable importancia
en la fase de la conquista de Canaán (cf Jos 1-12) y en el período monárquico.
Inicialmente se trataba de guerras de expansión, mientras que, después de la
división de los reinos del norte y del sur, asistimos a guerras de defensa
hasta la destrucción de Samaria (721 a. C.) y de Jerusalén (587 a.C.).
Conflictos posteriores tienen el carácter de guerras de defensa y de liberación.
Toda guerra legítima tiene para Israel el carácter de guerra santa; es Dios,
en efecto, quien combate en favor de su pueblo; o, en otra perspectiva, es
Israel quien combate las batallas del Señor contra sus enemigos. Pero a menudo
la guerra es vista como castigo que, por medio de pueblos extranjeros, inflige
Dios a su pueblo para inducirle a un cambio de ruta. En todo caso, la guerra legítima
no está en contraste con el ideal del shalom, de la paz rica y densa que
domina el horizonte de la alianza [l Paz y pacifismo II].
Merece
una alusión el cherem o anatema, explicado en un libro bastante tardío
del AT (cf Lev 27,28-29). Aplicado en su integridad, el cherem comporta
el dejar para Dios la totalidad del botín y, por consiguiente, el exterminio
total de los enemigos y de sus pertenencias. Los pasajes que narran episodios
del género (Jos 6-7 y 1 Sam 15) y la ley deuteronómica que conmina con el cherem
a la ciudad de Israel que reniegue del Señor (Dt 13,13-18) son textos que,
a juicio de los expertos, representan una relectura teológica de la historia
antigua, por lo que existen serios motivos de duda respecto a la ejecución histórica
de este exterminio sagrado. Puede
consultarse la amplísima bibliografía que N. Lohfink aduce en favor de esta
opinión y su exhaustivo análisis de los diversos estratos que componen el
Pentateuco (El Dios de la Biblia y la
violencia, 112-152).
Los
escritos neotestamentarios no afrontan la cuestión, debatida en la Edad Media
cristiana, utrum bellum sit semper peccatum? (¿es siempre pecado la
guerra?): "El conflicto bélico entre pueblos y Estados no está aprobado
expresamente y por principio en ningún texto como posibilidad de la que se
pueda tomar la responsabilidad moral; por ejemplo, como medida extrema
necesaria. Pero, y esto puede sorprender todavía más e incluso defraudar a
muchos cristianos, tampoco es condenado expresamente y por principio como pecado
y explicado como sugestión de Satanás" (A. VOGTLE, La
paz, 31).
Se
ha querido ver en Lc 22,36-38 una justificación de la autodefensa
armada: "Pues ahora..., el que no tenga espada, que venda su manto y la
compre... Ellos dijeron: -Señor, aquí hay dos espadas. Les contestó: -¡Basta
ya!" Este "basta" representa una brusca interrupción del
diálogo, que no se puede interpretar ni como invitación a hacer uso de la
espada ni como prohibición de hacer uso de ella. Con todo, el carácter radical
del sermón del monte en lo referente al "no matar" y el inédito
mandamiento de amar a los enemigos (cf Mt 5,2122), unidos ala praxis de
no violencia (activa) de Jesús con culminación en los días de la pasión,
cuando él rechaza todo uso de la fuerza e impone envainar la espada (cf Jn 18,
l0s), expresan claramente la exigencia de un cambio profundo en las
relaciones humanas marcadas por la triste dialéctica de violencia y
contraviolencia. Con todo, la enseñanza y la praxis de Jesús sobrepasan la
cuestión de la legitimidad o no de la defensa armada y, en opinión bastante
generalizada entre biblistas y teólogos de la moral, no hay que entenderlas de
manera legalista, como normas inmediatas de comportamiento.
Tampoco
en las primeras generaciones cristianas encontramos una toma de postura directa
acerca de la guerra y su prevención. Entre los factores explicativos de esta
actitud suelen señalarse los siguientes: intensa espera de la parusía;
imposibilidad de ejercer influencia política; los beneficios de la pax
romana incluso en orden a la evangelización; no obligatoriedad del servicio
militar tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra.
Con
posterioridad, las situaciones cambian y, consiguientemente, encontramos
intervenciones explícitas y prácticas diferentes, cuando el servicio militar
se hace obligatorio y los emperadores imponen actos de culto a su persona. No
pocos cristianos rechazan tanto el militare (prestar servicio militar)
como el bellare (combatir), afrontando incluso el martirio. Resulta
emblemática al respecto la passio de san Maximiliano, considerado como
el primer objetor de conciencia al servicio militar y la expresión más clara
de una corriente pacifista muy rigurosa, que condenaba ese servicio en base al
mensaje y a la naturaleza del cristianismo. En las provincias orientales del
imperio más expuestas a las incursiones de los partos y de otros pueblos
limítrofes, no faltan, sin embargo, cristianos que forman parte del ejército y
van también a la guerra. En Grecia, en cambio, en el Oriente helenístico y en
el África cristiana maduran reflexiones orgánicas y prácticas más coherentes
con el ideal evangélico de la paz y de la no violencia.
Junto
al testimonio de los mártires y en conexión orgánica con él encontramos los
escritos de Clemente Alejandrino, Orígenes, Tertuliano, Cipriano, Arnobio y
Lactancio prohibiendo al cristiano no sólo gestos idolátricos y
comportamientos inmorales (como el asalto y el robo), sino también verter la
sangre del hermano faltando a los imperativos del sermón de la montaña. En lo
tocante al deber de defenderse del agresor injusto, piden por lo general a los
cristianos que lo cumplan sirviéndose del arma extraordinariamente eficaz de la
oración, que aleja las guerras y protege de todo tipo de enemigos. También en
Roma y en el resto de Europa vinculado con Roma, aunque la proximidad relativa a
la sede imperial induzca a una mayor moderación, la reflexión teológica de
los padres y la práctica de los cristianos se muestran bastante concordes en
rechazar la guerra y sus violencias y en poner límites rígidos al servicio
militar. Significativos al respecto son los testamomos de Ireneo y, todavía
más, las normas de Hipólito Romano prohibiendo absolutamente al soldado
cristiano ejercer la violencia y matar por la razón que sea, a la vez que
excluyen drásticamente del catecumenado a quienes optan voluntariamente por el
servicio militar.
III.
La teoría de la guerra justa y su progresiva aceptación en la cultura
cristiana
El
que el emperador se hiciera cristiano y que, por consiguiente, la defensa del
imperio coincidiera con la defensa de la fe y de la Iglesia explica, al menos en
parte, las diferentes posturas existentes en la práctica y en la reflexión
cristianas en el tema de la guerra [l Paz y pacifismo III].Las contingencias
históricas no permiten ya limitarse a la oración para poder sostener las
justas batallas del imperio: la renuncia al militare (prestar servicio
militar) y también al Mellare (combatir) significarían renuncia a la defensa
de la fe y, de la unidad eclesial. De esta intención -histórica y teológica a
la vez- surge la famosa teoría de la guerra justa, cuyos propósitos eran la legitimación
y la limitación de los conflictos armados. Su paternidad se hace
remontar a san Ambrosio y, en particular, a san Agustín, aunque habría que
retrotraerse aún más hasta los estoicos y Platón.
En
lo que respecta a Agustín, hay que señalar que éste no renuncia en absoluto
al gran planteamiento evangélico sobre la paz, la cual sigue siendo la
finalidad de la propia guerra. Con notable reticencia explica Agustín que, en
determinadas circunstancias, la guerra, es decir, la defensa armada contra otros
-pero nunca la autodefensa violenta- puede ser moralmente lícita: 0 deberá, en
primer lugar, ser decidida por quien detente la autoridad: quedan, pues,
excluidas las pequeñas guerras. entre personas privadas; D en segundo lugar,
antes del recurso a las armas deberán haberse intentado todos los medios
pacíficos de solución del conflicto (la guerra es, pues, extrema ratio); O además,
en la guerra justa deberán evitarse comportamientos inmorales, como robos,
rapiñas, masacres, profanaciones y cosas similares; O por último, dado que la
paz constituye la finalidad de la guerra, no deberá buscarse el aniquilamiento
del enemigo ni la conquista de ventajas materiales y, menos aún, abusar de la
victoria.
Respondiendo
ala pregunta utrum bellum sit semper peccatum, santo Tomás afirma que se
da la excepción cuando coexisten las siguientes condiciones: -autoridad del
príncipe que declara la guerra; -causa justa, que supone culpa moral
grave en el agresor, por la que debe ser castigado; -intención recta, es
decir, tendencia ética al restablecimiento de la justicia y de la paz (S. Th.,
II-II, q. 40).
Posteriormente,
con el surgimiento de los Estados soberanos, como ya ha quedado indicado en el
apartado I, la teoría de la guerra justa tiende a laicizarse. Ya con F. de
Vitoria (1483-1546) la lógica de la cristiandad es sustituida por el interés
supremo de la nación, y la guerra se convierte en un medio legítimo para
reparar una injusticia, incluso en la eventualidad de que el agresor no se
sienta culpable y se considere con derecho a llevar a cabo su acción. A
diferencia pues, de lo que pensaban Agustín y Tomás, la guerra es justa por
ambas partes (cf Ch. MELLON, Los
cristianos ante la guerra y la paz, 111).
De
Vitoria plantea la cuestión de la guerra en el plano del derecho natural, el
cual viene a constituir una plataforma universal de encuentro, común a
cristianos y no cristianos, a musulmanes y a indios de los nuevos territorios
conquistados. -A las cláusulas tradicionales de legitimación y limitación de
la guerra, F. de Vitoria añade una de gran importancia: el bien común del
mundo y de la cristiandad; si una guerra daña a este bien de manera relevante,
esa guerra es inmoral. -Hay que afirmar lo mismo si los males provocados por la
guerra superan a aquellos a los que se quiere poner reparo. Queda así enunciado
el principio de proporcionalidad -hoy frecuentemente invocado para
deslegitimar la guerra total y la guerra nuclear-, un criterio al que, unos
años después, F. Suárez (15481617) añadirá el de probabilidad de
victoria. Por último, De Vitoria recalca con mucho vigor: la prohibición
de matar intencionadamente (o "directamente' a los inocentes, es
decir, a los no beligerantes, cláusula que será fundamental en el ius belli
o derecho internacional de guerra.
Con
el nacimiento de este derecho y el reforzamiento del Estado soberano, el bien
común termina por identificarse con el fin de cada Estado individual,
el cual no reconoce una instancia superior. Las causas "justas" de
guerra se amplían hasta tal extremo de que, en la práctica, la guerra se puede
hacer -según el derecho- por cualquier razón que quiera el príncipe. Al
súbdito le queda prohibida toda valoración o cuestionamiento de la decisión
de aquél.
Los
cristianos se adaptaron a este modo de entender la teoría (y la práctica) de
la guerra justa; ajuicio de los historiadores, en efecto, no hay constancia de
que la Iglesia, aun condenando en líneas generales los horrores de la guerra,
haya condenado una en concreto como injusta ni de que haya impuesto a los
cristianos la no participación. A pesar de haber desempeñado el papel
histórico de limitar los conflictos y de mantenerlos dentro de un cierto
ámbito, la teoría de la guerra justa revela, en opinión común hoy, muchos
puntos débiles: -presupone el carácter inorgánico de la sociedad
internacional y, por consiguiente, vale sólo en la hipótesis de falta de una
autoridad superior a la del Estado, como han subrayado fuertemente el padre
Taparelli de Azeglio (1793-1862) y, en tiempos más cercanos a nosotros, Y. de
la Briére y L. Sturzo; -además, concede excesivo crédito al
"príncipe" y quita al "súbdito" la posibilidad de un
juicio crítico-profético (cf V. GALATI, La guerra `prácticamente"
imposible, 22-23).
Hay
que señalar, sin embargo, que la teoría de la guerra justa no agota la
práctica de la Iglesia en orden a la limitación de las consecuencias negativas
de los conflictos: -baste recordar las normas de la paz y de la tregua de Dios
existentes en la alta Edad Media, las cuales, a pesar de no haber sido siempre
observadas, ponen de manifiesto la voluntad de contener los conflictos,
excluyendo a determinadas personas y a determinados tiempos de sus efectos
perversos. -Tampoco se debe olvidar que, aun sin negar validez a las teorías
vigentes, surgen en la Iglesia movimientos, como el franciscanismo, que se
oponen en la práctica a las cruzadas (reediciones de la guerra santa, en las
que quedan superados los mismos límites laboriosamente elaborados por la
teoría de la guerra justa). -Debe tenerse en cuenta la actuación desarrollada
en Haití por los padres dominicos -yen particular por Bartolomé de las Casas
(14741566)- para desenmascarar la injusticia de las guerras de colonización,
que muchos justificaban, bien por considerar que los indios no tenían derecho a
poseer, bien por motivos de fe: "ut melius Pides eis suadeatur" (para
que se les pueda inculcar mejor la fe), como afirmaba el teólogo Sepúlveda (cf
E. CHIAVACCI, El cristianismo y la guerra, en AANV., Guerra y paz..., 208).
Junto
a estas páginas positivas existen otras que hoy muchos cristianos quisieran que
jamás se hubieran escrito: cruzadas, guerras contra herejes y guerras de
religión. Salvo pocas excepciones, las comunidades cristianas se hicieron, por
desgracia, cada vez más prisioneras de la lógica de la soberanía nacional, y
ni siquiera el hecho de que la religión haya desencadenado tanta violencia
durante tres siglos de guerras contra el islam y durante casi otros tantos de
guerras entre naciones cristianas parece haber suscitado serias perplejidades.
IV.
Las posturas tomadas por el Vat. II y en las sucesivas intervenciones
magisteriales
El
giro conciliar tiene precedentes a partir de Benedicto XV hasta la Pacem in
terris, de Juan XXIII. El 1 de agosto de 1917 el papa Benedicto, a quien un
análisis histórico más atento está rescatando hoy del olvido, calificó a la
primera guerra mundial de "masacre inútil", y más adelante de
"matanza que deshonra a Europa" y de absurdo genocidio de sus valores
culturales. Su imparcialidad, la asistencia caritativa universal, unidas a la
condena de la guerra y del reclutamiento obligatorio, instauran un movimiento de
pensamiento y de acción, que, en simbiosis con otros factores
histórico-culturales, desembocará en la actual experiencia de los cristianos.
Tampoco
los papas siguientes a Benedicto se demostraron blandos con la guerra; las
condiciones tiajicionales para su legitimación, recordadas por ellos, son tan
serias `que resulta siempre más difícil pensar que puedan darse en las
actuales circunstancias., Pío XII, el primer papa que tuvo que ver con la
guerra total, los terroríficos bombardeos de Coventry y los genocidios
atómicos de Hiroshima y Nagasaki, proclama que, incluso en caso de legítima
defensa, debe quedar absolutamente desterrado, como si de un crimen ante Dios se
tratara, el uso de armamento cuya potencia destructiva supere la posibilidad de
control humano, y elimina de raíz la distinción entre beligerantes y no
beligerantes (cf Alocución del 30 de septiembre de 1954, en "AAS"
46 [1954] 589; Mensaje de navidad del 24 de diciembre de 1954, en "AAS"
45 [1955] 15ss).
Sin
embargo, el precedente más significativo de la doctrina conciliar hay que
buscarlo en la Pacem in terris, de Juan XXIII (1963), que abre realmente
en la Iglesia un período nuevo acerca del modo de afrontar los problemas de la
guerra y, sobre todo, de la paz, de la misma manera que la Rerum novarum, de
León XIII abrió un periodo nuevo en la cuestión social. Entre "los
signos de los tiempos" a los que la encíclica pide que se preste atención
está la aspiración a la paz, de la que el documento traza las
líneas maestras, y el hecho simultáneo de que la guerra en la era atómica es
considerada por muchos como absolutamente inadmisible y nunca debe ser vista
como instrumento de justicia; una perspectiva semejante de guerra está
"fuera de la racionalidad". "Quare aetate hac nostra quae vi
atomica gloriatur, alienum est a ratione, bellum iam aptum esse ad violata iura
sarcienda" (En una época como la nuestra, que se gloría de la energía
atómica, está fuera de la racionalidad pensar que la guerra sea un instrumento
apto para restaurar los derechos violados: Ench Val 2,43). El enorme eco
que suscitó entonces este documento es señal clara de que la gente percibió
su carga innovadora y profética y de la perfecta sintonía que aquellas
páginas demostraban con las aspiraciones de todos los hombres de buena
voluntad, a los que se dirigía por primera vez un texto magisterial.
La
indicación del papa Juan XXIII halló acogida, aunque con dificultades, en la
constitución Gaudium el spes. Este texto comienza significativamente con
una teología de la paz de inspiración bíblica, positiva y dinámica. Aun sin
ignorar los conflictos que desgarran a la humanidad marcada por el pecado (cf n.
79), la GS presenta el objetivo de una reconciliación a perseguir sin
cesar, en una hora de grave, más aún, sumo peligro, en estrecha colaboración
con la justicia y el amor universal (cf n. 80ss). Además, en el documento (n.
80) encontramos dos condenas claras e inapelables: la primera, referida a las
armas nucleares, y la otra, a toda acción bélica que comporte masacre
indiscriminada: "Las condenas son tajantes y no dejan mucho espacio
interpretativo: bajo ninguna condición, por ello mismo ni siquiera bajo ataque
nuclear, resultan moralmente justificables tales acciones" (E. CHIAVACCI, El
cristianismo y la guerra 209).
A
juicio de algunos intérpretes de la GS, en el documento conciliar no aparece ya
la doctrina de la guerra justa, siendo sustituida por la llamada a alegítima
defensa, la cual, conceptualmente, difiere profundamente de la antigua teoría,
que contemplaba en su larga historia una gama cada vez más amplia de
legitimaciones de la intervención armada. Al contrario, según doctrina
comúnmente aceptada por los teólogos moralistas, para que pueda darse
legítima defensa es necesaria una agresión actual injusta, ala que es
lícito oponerse, pero no en todo caso y a cualquier precio, sino únicamente en
el ámbito de una estricta proporcionalidad entre el bien o los bienes que se
quieren defender y el mal que se ocasiona o que razonablemente se prevé
ocasionara la comunidad mundial.
La
GS, con todo, aun habiendo formulado una dura condena contra la estrategia
"anti-ciudad" (n. 80) y contra la guerra total (mismo número), no
llega a condenar la posesión de armas nucleares. "Los padres conciliares
hacen la observación de que la acumulación de armas sirve, de forma
ciertamente insólita, para disuadir a eventuales adversarios' y constatan
prudentemente que `esto es considerado por muchos como el medio más eficaz para
asegurar hoy una cierta paz entre las naciones'(GS 81)" (Ch. MELLON, o.c.,
I51). Este punto constituye hoy motivo de discusión y de disenso incluso en
la más reciente enseñanza magisterial.
No
siendo posible, por razones de espacio, examinar de manera detallada la
enseñanza de los pontífices Pablo VI y Juan Pablo II en este tema de la guerra
y de la legítima defensa, ofrecemos la síntesis propuesta por Ch. Mellon (o.c.
153-154).
"1.
La capacidad destructiva de la guerra moderna, con la que la humanidad podría
poner fin a la propia historia, impone limitar a sólo el caso de guerra
defensiva la legitimidad del recurso a las armas. Incluso entonces quedan
incondicionalmente prohibidos el ataque deliberado contra los no-combatientes y
el empleó de medios `desproporcionados
2.
La disuasión mediante `el equilibrio del terror' no fundamenta ni una paz
verdadera ni una paz estable. Es, con todo, `moralmente aceptable' en las
actuales circunstancias, a condición de que constituya una etapa en la vía del
desarme y de que no sirva de pretexto a una pugna por la supremacía. La tregua
que ofrece debe ser aprovechada para encontrar otros métodos de regulación de
los conflictos.
3.
La carrera de armamentos debe ser condenada como `un peligro, una injusticia, un
robo, un error, una culpa o una locura' (La Santa
Sede y el desarme, 1976: EnchVat 5, 1990-2024).
4.
El esfuerzo esencial debe tender a la
construcción de la paz: justicia internacional, respeto de los derechos de la
persona, construcción de una comunidad mundial dotada de una verdadera
autoridad sobre los Estados".
V.
Los problemas de la defensa en la
conciencia civil y religiosa hoy
Aun
siendo totalmente contraria a la guerra, la gente, que incluso parece haber
adquirido una cierta "conciencia nuclear", no está dispuesta a
renunciar a la defensa por miedo a un eventual agresor (exterior o también
interior) que pueda poner en grave peligro los valores en los que se sustenta la
convivencia pacífica. Dado que las personas no están acostumbradas a otra
hipótesis de defensa que no sea la militar armada, muestran
propensión a aceptar ésta en los términos habituales y a valorarla dentro de
los esquemas corrientes de eficacia y de seguridad. Por ello mismo encuentran a
menudo crédito quienes atacan a los movimientos pacifistas por considerarlos
una renuncia al "sagrado" deber de defender los valores que dan
sentido al vivir y al convivir humanos. Y como medios adecuados se señalan la
disuasión nuclear y la misma guerra nuclear, con tal c)ue ésta se desarrolle
"en un teatro limitado". Si ciertamente debe juzgarse del todo
irracional la destrucción mutua asegurada porque se cierra con la derrota y la
aniquilación de los contendientes, no se debe pensar lo mismo de una guerra
"limitada" y necesaria para eliminar al "enemigo".
La
defensa representa un punto central y una fuente de opiniones divergentes
incluso para la reflexión teológico-moral y, como ya se ha dicho, para la
enseñanza magisterial. Hoy los moralistas católicos son bastante unánimes en
la condena ética de la carrera de armamentos, que engulle enormes cantidades de
recursos sustraídos a las necesidades primarias del tercer mundo y de las
franjas de pobreza todavía existentes incluso en las áreas del bienestar. Son
también unánimes en el rechazo del uso indiscriminado de la fuerza nuclear y
de armas nucleares y convencionales que superen el principio de proporcionalidad
y en la aceptación de los lazos existentes entre la superación de las lógicas
de la guerra y la paz, la justicia, el desarrollo y la liberación. Se
advierten, sin embargo, divergencias en lo concerniente a as formas de pacifismo
que parecen desatender el principio de legítima defensa, a ciertas formas de
objeción de conciencia [/Objeción y disenso] y, en particular, a la disuasión
nuclear.
Una
corriente teológica, que podríamos calificar de fundamentalista, sostiene que
la aceptación, aunque sea condicionada, de la disuasión nuclear pone en
peligro la credibilidad de la Iglesia, la sinceridad de su testimonio y de su
plena confianza en Dios, con claudicaciones, de naturaleza idolátrica en el
fondo, a la defensa nuclear. Los partidarios de esta posición cuestionan, en un
plano moral, los fundamentos evangélicos de la autodefensa violenta, sea ésta
individual o colectiva, y, en concreto, rechazan la defensa nuclear como
intrínsecamente perversa, consideran la disuasión como ocasión próxima de
pecado y niegan la posibilidad de distinguir, siempre bajo el perfil ético, la
amenaza (seria) de un arma nuclear de su uso; para ser creíble, el que amenaza
debe estar dispuesto a activar el instrumento de terror.
Otros
teólogos parten del hecho de que el equilibrio nuclear ha evitado el choque
nuclear entre las superpotencias y que, por tanto, la disuasión nuclear puede
aceptarse como un mal menor, tolerable ad tempus o, en última instancia,
considerarla como una forma de no violencia.
Se
indica, por último, que mientras no se logre la certeza o, mejor, la verdad
ética inexpugnable, no puede imponerse deontológicamente ninguna línea de
comportamiento; debe respetarse la libertad de conciencia tanto de los que optan
por la no violencia activa y la defensa no militar alternativa como de los que
consideran todavía necesarios el ejército y la defensa armada y rechazan, por
lo tanto, la hipótesis de un desarme unilateral.
También
en los numerosos documentos, algunos bastante voluminosos, emanados en los años
ochenta de un gran número de conferencias episcopales se observa el mismo
problema de conciencia en lo referente al punto central de la defensa. El El
documento de los obispos americanos es de los más explícitos en la condena de
la guerra nuclear y afirma con toda
claridad "la obligación moral de desarrollar lo antes posible estrategias
de defensa no nuclear". Esto no quita que, aun subrayando las cláusulas
restrictivas, los obispos terminen aceptando la no inmoralidad de la disuasión
nuclear, aunque con el compromiso ético de no hacer nunca uso de ella. 0 En
general, los obispos demuestran gran simpatía por los métodos no violentos,
pero en nombre de una consideración realista de las situaciones consideran
todavía necesaria la defensa de tipo militar; esto, escriben los obispos
alemanes, "es en último análisis una consecuencia derivada de la
debilidad de la persona, que hace necesaria la defensa ante la injusticia.
Aceptar la fuerza militar como componente de la política de seguridad no está
en oposición con la exigencia de regular los conflictos sin el empleo de la
fuerza. Sobre todo hoy, ella debe estar al servicio de esta finalidad"
(Resultado de la justicia será la paz, 4.3.1). O Más decididos aún son los
obispos franceses en el documento Ganarla paz. Sin desconocer la metodología y
el espíritu de la no violencia, reafirman, sin embargo, la exigencia de la
defensa militar y la legitimidad de la disuasión nuclear, interpretando muy
ampliamente las cláusulas restrictivas enunciadas por el papa Juan Pablo II en
un mensaje a la ONU (14 de junio de 1982). En un mundo en el que el hombre sigue
siendo lobo para el hombre, convertirse en cordero puede significar provocar al
lobo. El documento afirma, además, que el ideal de la no violencia propuesto
por el sermón de la montaña no puede transferirse sic et simpliciter del plano
ético individual al socio-político. 0 Resulta significativo el hecho de que,
como consecuencia de algunas reacciones muy fuertes a este documento, la
comisión francesa Justitia et Pax y una comisión de la federación protestante
de Francia elaboraran el documento conjunto
titulado Construir la paz, en el que se afronta con mayor elasticidad el grave
problema "defenderse, ¿hasta dónde?": se afirma que amenaza y uso de
la fuerza nuclear tienen la misma cifra ética negativa (cf"El Reino Doc."
11 [19851365-368).
En
temas de guerra y de superación tanto de la ideología del enemigo como de la
absoluta necesidad de la defensa armada están surgiendo, como signo de madurez
de una conciencia ética diferente, movimientos de inspiración católica o
interconfesional que propugnan i objeciones de conciencia, estrategias y
tácticas no violentas como serias alternativas a la defensa militar y a la
insurrección revolucionaria violenta. Aun sin negar en abstracto la legitimidad
de una rebelión armada, cuando todos los medios pacíficos se hayan demostrado
negativos en sus resultados y siempre en el caso de una dictadura duramente
opresora de los derechos fundamentales de la persona y de los grupos, en
concreto -como así lo ha reconocido también el segundo documento sobre la
teología de la liberación (22 de marzo de 1986, n. 79: cf "El Reino Doc."
9 [1971] 271)-una resistencia popular no violenta, bien organizada y preparada,
que comprometa a toda la población, ofrece hoy mayores posibilidades de éxito
que la violenta, expuesta como está al riesgo de reacciones igualmente
violentas, de instrumentalización por parte de otras potencias y a la
tendencia, difícilmente controlable e impuesta por la lógica de la eficacia, a
incrementar el uso de las armas.
Por
último, no son pocos quienes piensan que actualmente las organizaciones no
gubernamentales, que buscan conocer las raíces económico-sociales de los
conflictos y prevenirlos con intervenciones adecuadas, inspiran más confianza a
la opinión pública que las propias grandes organizaciones internacionales, que
se proponían la prevención de las guerras, pero que por múltiples razones,
incluso estructurales, no han logrado impedir las muchas guerras y los muchos
millones de muertos que han marcado los cuarenta años siguientes al segundo
conflicto mundial.
[/Derechos
del hombre; /Homicidio y legítima defensa; /Objeción y disenso; /Paz y
pacifismo].
BIBL.:
AA.VV., La paz. en "Revista Católica Internacional" 7
(1985) n. 5; AA.VV., La maldición de la guerra, San Esteban,
Salamanca 1984; AA. VV., Armi e disarmo oggi. Problemi morali,
economici e strategici, Vita e Pensiero, Milán 1983; ÁLVAREZ BOLADO
A., Disuasión y servicio cristiano a la paz, en Fe cristiana y
sociedad moderna, t. 13, SM, Madrid 1986, 141-212; BoERIO N., El
problema de la guerra y las vías de la paz, Gedisa, Barcelona 1982; CONFERENCIA
EPISCOPAL ESPAÑOLA, Constructores de la
paz, EDICE, Madrid 1986; CONFERENCIA
EPISCOPAL NORTEAMERICANA, El
desafío de la paz, PPC, Madrid 1983;
CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, CESA, Ganar
la paz (8-I1-1983), en "Ecclesia 2151
(1983) 1485-1494; DRAGO
A. y SALID G., Scienza e
guerra. Ifesici contro la guerra, Gruppo
Abele, Turín 1983; FERNÁNDEZ L,
Objeción de conciencia y lucha por !a paz: aportación de la defensa no
violenta, en Documentación
social 165-175, 1983; JOELIN
J., La Iglesia y la guerra, Herder, Barcelona
1989; LEDERACH J.P., Educar para la
paz, Fontamara, Barcelona 1984 LossN.M.,
Paz, en
Nuevo diccionario de teología bíblica 1419-1428;
In, Guerra, en Nuevo
diccionario de teología bíblica 700-711, Paulinas,
Madrid 1990; MATTAI
G., Riflessioni per una lettura critica
dei test¡ magisteriali Bulla pace, en
AA.VV., Come e
perché la pace in un mondo di peccato, Dehoniane
Bolonia 1984, 37-84; MELLON CL; 1
cristiani di fronte alta guerra e allapace. Con appendice di test¡ eglossario, Queriniana,
Brescia 1986; PARKER
J.A. (ed.), Los cristianos y las armas nucleares,
HOAC, Madrid 1986; RODRIGUEZ A. y
GARC/A J., Educar para la paz, educar
para el conflicto, Paulinas,
Madrid 1988; STRASSOLDO R., Guerra,
en Diccionario de sociología, Paulinas, Madrid 1986; ToscNl
M., Pace e Vangelo. La
tradizione cristiana difronte allv guerra, Queriniana,
Brescia 1980; VERRISr C., Perché
!a guerra, Studium, Roma 1978; VIOALM.,
La "moral" de
la guerra. De un paradigma poslbilista a un paradigma
radical, en "Sal Terrae 79
(1991) 551-564; VOGTLE
A., La pace. Le fonti nel NT; Morcelliana,
Brescia 1984.
G.
Mattai
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.