Con
el término de aparición, en teología, suele aludirse a una manifestación
visible de lo sobrenatural dentro de las categorías espacio-temporales del
sujeto que es su destinatario.
Es
necesario distinguir entre diversas formas de apariciones. La primera se designa
con el término de teofanía y se nos describe con frecuencia en el Antiguo
Testamento. Tanto los textos históricos como los proféticos se refieren a
diversas teofanías para indicar una comunicación reveladora de Yahveh. La
mediación de la aparición se saca con frecuencia de la naturaleza y se
describe con rasgos simbólicos, aunque no faltan relatos en los que la teofanía
se presenta a través de la descripción de personajes con características
humanas. La nube, el fuego, la montaña, el desierto... se toman como categorías
capaces de expresar la experiencia inexpresable, que es fruto de elección y de
gracia por parte de Dios.
También
el Nuevo Testamento presenta relatos de teofanías en los momentos más
significativos de la vida de Jesús, como por ejemplo el bautismo y la
transfiguración. De todas formas, como no es posible ver a Dios y seguir
viviendo (Ex 33,20), el Antiguo Testamento, aunque narra las teofanías, se
refiere a ellas como a un fenómeno verbal y no visual. En una palabra, de Dios
sólo puede oírse su voz y percibirse su presencia, pero sin ver su rostro.
Esta no-visibilidad de Dios se rompe con el Nuevo Testamento, que indica el
tiempo de la presencia corporal de la divinidad en Jesús (Col 2,9). A Dios se
le ve y se le escucha ahora, ya que se expresa por el Hijo.
En
segundo término es el de cristofanía, que indica la aparición de Cristo después
de su resurrección. Todas las fuentes neotestamentarias nos narran las
apariciones del Resucitado: sin embargo, tiene un valor particular la narración
que se encuentra en 1 Cor 15,5, ya que reproduce la primera profesión de fe
cristiana, puesta por escrito desde los comienzos de la comunidad, por los años
35-40. Pablo, utilizando una terminología técnica usual entre los rabinos,
afirma que él mismo había recibido lo que transmitía entonces: además del
acontecimiento de la muerte y resurrección, repite hasta cuatro veces en dos
versículos que Jesús "se apareció» (ophthe), en el sentido de que se
dio a ver a Pedro, a los apóstoles, a Santiago, a más de 500 hermanos y
finalmente al mismo Pablo. El verbo que emplea Pablo no exige necesariamente una
percepción visual del Resucitado -ésta puede tan sólo satisfacer a la
curiosidad-, sino que indica más bien que se trata de un acontecimiento de
revelación. En efecto, las cristofanías, tal como nos las narran los
evangelios, tienen siempre algunas características peculiares que pueden
sintetizarse de este modo: en primer lugar el Jesús que se hace ver es el «resucitado»,
es decir, con un cuerpo en el que el principio espiritual domina sobre el
material (1 Cor 15,42-49). El empeño de los evangelistas en mostrar que el
objeto de la aparición no es « un fantasma» -y que, por consiguiente, los
discípulos no estaban sometidos a una alucinación-, sino que es Jesús, el
mismo que había muerto y había sido sepultado, les mueve a describir al
Resucitado y su aparición en términos materiales. Además, la cristofanía va
siempre ligada a una misión que se les confía a los videntes; finalmente, se
les promete la presencia constante y la asistencia del Espíritu.
La
tercera categoría es la que comprende las apariciones de la Virgen o de los
santos. Teológicamente, hay que mantener en estos casos una distinción
importante: para la Virgen, creemos en su asunción corporal, mientras que para
los santos esto no se ha verificado todavía. De aquí surgen problemas que
afectan a la modalidad de las apariciones. No es posible, de suyo, excluir
semejantes apariciones sin negar la libertad misma de Dios. La historia de la
Iglesia presenta continuamente diversas apariciones en momentos diferentes y en
los lugares más heterogéneos; la Iglesia ha reconocido la validez de algunas
de ellas, mientras que para otras sólo ha autorizado el culto popular Puesto
que las apariciones van siempre unidas a las revelaciones, a partir del concilio
Lateranense se tomaron algunas iniciativas para limitar la publicación de
estas profecías, tanto para salvaguardar la ortodoxia de la fe como para no
crear confusiones o desorientaciones entre los fieles. El papa Benedicto XIV
trató este mismo tema (De Servorum Dei beatificatione), estableciendo algunos
principios que siguen siendo válidos en nuestros días.
En
virtud de esta vinculación con la revelación, se impone siempre una
criteriología capaz de establecer no sólo el grado de veracidad de la aparición,
junto con la garantía del equilibrio del vidente, sino también la relación
entre el posible mensaje comunicado en la aparición y su coherencia con el depósito
de la fe.
R.
Fisichella
Bibl.:
J. M. Staehlin. Apariciones, Ensayo
crítico, Razón y Fe, Madrid 1954; K. Rahner, Visiones y profecías, Dinor,
Pamplona 1958.
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