Encíclica
de LEÓN XIII
Sobre
matrimonio cristiano
Del
10 de febrero de 1880
Venerables
Hermanos
INTRODUCCIÓN:
1.
Restauración de todas las cosas en Cristo
El arcano designio de la sabiduría divina que Jesucristo, Salvador de los
hombres, había de llevar a cabo en la tierra tuvo por finalidad restaurar El
mismo divinamente por sí y en sí al mundo, que parecía estar envejeciendo. Lo
que expresó en frase espléndida y profunda el apóstol San Pablo, cuando
escribía a los efesios: «El sacramento de su voluntad..., restaurarlo todo en
Cristo, lo que hay en el cielo y en la tierra»[i].
Y, realmente, cuando Cristo Nuestro Señor decidió cumplir el mandato que
recibiera del Padre, lo primero que hizo fue, despojándolas de su vejez, dar a
todas las cosas una forma y una fisonomía nuevas. El mismo curó, en efecto,
las heridas que había causado a la naturaleza humana el pecado del primer
padre; restituyó a todos los hombres, por naturaleza hijos de ira, a la amistad
con Dios; trajo a la luz de la verdad a los fatigados por una larga vida de
errores; renovó en toda virtud a los que se hallaban plagados de toda impureza,
y dio a los recobrados para la herencia de la felicidad eterna la esperanza
segura de que su propio cuerpo, mortal y caduco, había de participar algún
día de la inmortalidad y de la gloria celestial. Y para que unos tan singulares
beneficios permanecieran sobre la tierra mientras hubiera hombres, constituyó a
la Iglesia en vicaria de su misión y le mandó, mirando al futuro, que, si algo
padeciera perturbación en la sociedad humana, lo ordenara; que, si algo
estuviere caído, que lo levantara.
2.
Influencia de la religión en el orden temporal
Mas, aunque esta divina restauración de que hemos hablado toca de una manera
principal y directa a los hombres constituidos en el orden sobrenatural de la
gracia, sus preciosos y saludables frutos han trascendido, de todos modos, al
orden natural ampliamente; por lo cual han recibido perfeccionamiento notable en
todos los aspectos tanto los individuos en particular cuanto la universal
sociedad humana. Pues ocurrió, tan pronto como quedó establecido el orden
cristiano de las cosas, que los individuos humanos aprendieran y se
acostumbraran a confiar en la paternal providencia de Dios y a alimentar una
esperanza, que no defrauda, de los auxilios celestiales; con lo que se consiguen
la fortaleza, la moderación, la constancia, la tranquilidad del espíritu en
paz y, finalmente, otras muchas preclaras virtudes e insignes hechos. Por lo que
toca a la sociedad doméstica y civil, es admirable cuánto haya ganado en
dignidad, en firmeza y honestidad. Se ha hecho más equitativa y respetable la
autoridad de los príncipes, más pronta y más fácil la obediencia de los
pueblos, más estrecha la unión entre los ciudadanos, más seguro el derecho de
propiedad. La religión cristiana ha favorecido y fomentado en absoluto todas
aquellas cosas que en la sociedad civil son consideradas como útiles, y hasta
tal punto que, como dice San Agustín, aun cuando hubiera nacido exclusivamente
para administrar y aumentar los bienes y comodidades de la vida terrena, no
parece que hubiera podido ella misma aportar más en orden a una vida buena y
feliz.
Pero no es nuestro propósito tratar ahora por completo de cada una de estas
cosas; vamos a hablar sobre la sociedad doméstica, que tiene su princípio y
fundamento en el matrimonio.
II.
EL MATRIMONIO CRISTIANO
3.
Origen y propiedades
Para todos consta, venerables hermanos, cuál es el verdadero origen del
matrimonio. Pues, a pesar de que los detractores de la fe cristiana traten de
desconocer la doctrina constante de la Iglesia acerca de este punto y se
esfuerzan ya desde tiempo por borrar la memoria de todos los siglos, no han
logrado, sin embargo, ni extinguir ni siquiera debilitar la fuerza y la luz de
la verdad. Recordamos cosas conocidas de todos y de que nadie duda: después que
en el sexto día de la creación formó Dios al hombre del limo de la tierra e
infundió en su rostro el aliento de vida, quiso darle una compañera, sacada
admirablemente del costado de él mismo mientras dormía. Con lo cual quiso el
providentísimo Dios que aquella pareja de cónyuges fuera el natural principio
de todos los hombres, o sea, de donde se propagara el género humano y mediante
ininterrumpidas procreaciones se conservara por todos los tiempos. Y aquella
unión del hombre y de la mujer, para responder de la mejor manera a los
sapientísimos designios de Dios, manifestó desde ese mismo momento dos
principalísimas propiedades, nobilísimas sobre todo y como impresas y grabadas
ante sí: la unidad y la perpetuidad. Y esto lo vemos declarado y abiertamente
confirmado en el Evangelio por la autoridad divina de Jesucristo, que atestiguó
a los judíos y a los apóstoles que el matrimonio, por su misma institución,
sólo puede verificarse entre dos, esto es, entre un hombre y una mujer; que de
estos dos viene a resultar como una sola carne, y que el vínculo nupcial está
tan íntima y tan fuertemente atado por la voluntad de Dios, que por nadie de
los hombres puede ser desatado o roto. Se unirá (el hombre) a su esposa y
serán dos en una carne. Y así no son dos, sino una carne. Por consiguiente, lo
que Dios unió, el hombre no lo separe[ii].
4.
Corrupción del matrimonio antiguo
Pero esta forma del matrimonio, tan excelente y superior, comenzó poco a poco a
corromperse y desaparecer entre los pueblos gentiles; incluso entre los mismos
hebreos pareció nublarse y oscurecerse. Entre éstos, en efecto, había
prevalecido la costumbre de que fuera lícito al varón tener más de una mujer;
y luego, cuando, por la dureza de corazón de los mismos[iii],
Moisés les permitió indulgentemente la facultad de repudio, se abrió la
puerta a los divorcios. Por lo que toca a la sociedad pagana, apenas cabe
creerse cuánto degeneró y qué cambios experimentó el matrimonio, expuesto
como se hallaba al oleaje de los errores y de las más torpes pasiones de cada
pueblo.
Todas las naciones parecieron olvidar, más o menos, la noción y el verdadero
origen del matrimonio, dándose por doquiera leyes emanadas, desde luego, de la
autoridad pública, pero no las que la naturaleza dicta. Ritos solemnes,
instituidos al capricho de los legisladores, conferían a las mujeres el título
honesto de esposas o el torpe de concubinas; se llegó incluso a que determinara
la autoridad de los gobernantes a quiénes les estaba permitido contraer
matrimonio y a quiénes no, leyes que conculcaban gravemente la equidad y el
honor. La poligamia, la poliandria, el divorcio, fueron otras tantas causas,
además, de que se relajara enormemente el vínculo conyugal. Gran desorden hubo
también en lo que atañe a los mutuos derechos y deberes de los cónyuges, ya
que el marido adquiría el dominio de la mujer y muchas veces la despedía sin
motivo alguno justo; en cambio, a él, entregado a una sensualidad desenfrenada
e indomable, le estaba permitido discurrir impunemente entre lupanares y
esclavas, como si la culpa dependiera de la dignidad y no de la voluntad[iv].
Imperando la licencia marital, nada era más miserable que la esposa, relegada a
un grado de abyección tal, que se la consideraba como un mero instrumento para
satisfacción del vicio o para engendrar hijos. Impúdicamente se compraba y
vendía a las que iban a casarse, cual si se tratara de cosas materiales[v],
concediéndose a veces al padre y al marido incluso la potestad de castigar a la
esposa con el último suplicio. La familia nacida de tales matrimonios
necesariamente tenía que contarse entre los bienes del Estado o se hallaba bajo
el dominio del padre, a quien las leyes facultaban, además, para proponer y
concertar a su arbitrio los matrimonios de sus hijos y hasta para ejercer sobre
los mismos la monstruosa potestad de vida y muerte.
5.
Su ennoblecimiento por Cristo
Tan numerosos vicios, tan enormes ignominias como mancillaban el matrimonio,
tuvieron, finalmente, alivio y remedio, sin embargo, pues Jesucristo,
restaurador de la dignidad humana y perfeccionador de las leyes mosaicas,
dedicó al matrimonio un no pequeño ni el menor de sus cuidados. Ennobleció,
en efecto, con su presencia las bodas de Caná de Galilea, inmortalizándolas
con el primero de sus milagros[vi],
motivo por el que, ya desde aquel momento, el matrimonio parece haber sido
perfeccionado con principios de nueva santidad. Restituyó luego el matrimonio a
la nobleza de su primer origen, ya reprobando las costumbres de los hebreos, que
abusaban de la pluralidad de mujeres y de la facultad de repudio, ya sobre todo
mandando que nadie desatara lo que el mismo Dios había atado con un vínculo de
unión perpetua. Por todo ello, después de refutar las objeciones fundadas en
la ley mosaica, revistiéndose de la dignidad de legislador supremo, estableció
sobre el matrimonio esto: "Os digo, pues, que todo el que abandona a su
mujer, a no ser por causa de fornicación, y toma otra, adultera; y el que toma
a la abandonada, comete adulterio"[vii].
6.
Transmisión de su doctrina por los apóstoles
Cuanto por voluntad de Dios ha sido decretado y establecido sobre los
matrimonios, sin embargo, nos lo han transmitido por escrito y más claramente
los apóstoles, mensajeros de las leyes divinas. Y dentro del magisterio
apostólico, debe considerarse lo que los Santos Padres, los concilios y la
tradición de la Iglesia universal han enseñado siempre[viii],
esto es, que Cristo Nuestro Señor elevó el matrimonio a la dignidad de
sacramento, haciendo al mismo tiempo que los cónyuges, protegidos y auxiliados
por la gracia celestial conseguida por los méritos de El, alcanzasen en el
matrimonio mismo la santidad, y no sólo perfeccionando en éste, admirablemente
concebido a semejanza de la mística unión de Cristo con la Iglesia, el amor
que brota de la naturaleza[ix],
sino también robusteciendo la unión, ya de suyo irrompible, entre marido y
mujer con un más fuerte vínculo de caridad. "Maridos —dice
el apóstol San Pablo—,
amad a vuestras mujeres igual que Cristo amó a la Iglesia y se entregó a
sí mismo por ella, para santificarla... Los maridos deben amar a sus mujeres
como a sus propios cuerpos.., ya que nadie aborrece jamás su propia carne, sino
que la nutre y la abriga, como Cristo también a la Iglesia; porque somos
miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a
su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán dos en una carne.
Sacramento grande es éste; pero os lo digo: en Cristo y en la Iglesia"[x].
Por magisterio de los apóstoles sabemos igualmente que Cristo mandó que la
unidad y la perpetua estabilidad, propias del matrimonio desde su mismo origen,
fueran sagradas y por siempre inviolables. "A los casados —dice
el mismo San Pablo—
les
mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se aparte de su marido; y si se
apartare, que permanezca sin casarse o que se reconcilie con su marido"[xi].
Y de nuevo: "La mujer está ligada a su ley mientras viviere su marido;
y si su marido muere, queda libre"[xii].
Es por estas causas que el matrimonio es "sacramento grande y entre
todos honorable"[xiii],
piadoso, casto, venerable, por ser imagen y representación de cosas altísimas.
7.
La finalidad del matrimonio en el cristianismo
Y no se limita sólo a lo que acabamos de recordar su excelencia y perfección
cristiana. Pues, en primer lugar, se asignó a la sociedad conyugal una
finalidad más noble y más excelsa que antes, porque se determinó que era
misión suya no sólo la propagación del género humano, sino también la de
engendrar la prole de la Iglesia, conciudadanos de los santos y domésticos de
Dios[xiv],
esto es, la procreación y educación del pueblo para el culto y religión del
verdadero Dios y de Cristo nuestro Salvador[xv].
En segundo lugar, quedaron definidos íntegramente los deberes de ambos
cónyuges, establecidos perfectamente sus derechos. Es decir, que es necesario
que se hallen siempre dispuestos de tal modo que entiendan que mutuamente se
deben el más grande amor, una constante fidelidad y una solícita y continua
ayuda. El marido es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin
embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe someterse y
obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera; esto es, que a la
obediencia prestada no le falten ni la honestidad ni la dignidad. Tanto en el
que manda como en la que obedece, dado que ambos son imagen, el uno de Cristo y
el otro de la Iglesia, sea la caridad reguladora constante del deber. Puesto que
el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia... Y así
como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres a sus maridos
en todo[xvi].
Por lo que toca a los hijos, deben éstos someterse y obedecer a sus padres y
honrarlos por motivos de conciencia; y los padres, a su vez, es necesario que
consagren todos sus cuidados y pensamientos a la protección de sus hijos, y
principalísimamente a educarlos en la virtud: Padres..., educad (a vuestros
hijos) en la disciplina y en el respeto del Señor[xvii].
De lo que se infiere que los deberes de los cónyuges no son ni pocos ni leves;
mas para los esposos buenos, a causa de la virtud que se percibe del sacramento,
les serán no sólo tolerables, sino incluso gratos.
8.
La potestad de la Iglesia
Cristo, por consiguiente, habiendo renovado el matrimonio con tal y tan grande
excelencia, confió y encomendó toda la disciplina del mismo a la Iglesia. La
cual ejerció en todo tiempo y lugar su potestad sobre los matrimonios de los
cristianos, y la ejerció de tal manera que dicha potestad apareciera como
propia suya, y no obtenida por concesión de los hombres, sino recibida de Dios
por voluntad de su fundador. Es de sobra conocido por todos, para que se haga
necesario demostrarlo, cuántos y qué vigilantes cuidados haya puesto para
conservar la santidad del matrimonio a fin de que éste se mantuviera incólume.
Sabemos, en efecto, con toda certeza, que los amores disolutos y libres fueron
condenados por sentencia del concilio de Jerusalén[xviii];
que un ciudadano incestuoso de Corinto fue condenado por autoridad de San Pablo[xix];
que siempre fueron rechazados y combatidos con igual vigor los intentos de
muchos que atacaban el matrimonio cristiano: los gnósticos, los maniqueos y los
montanistas en los orígenes del cristianismo; y, en nuestros tiempos, los
mormones, los sansimonianos, los falansterianos y los comunistas. Quedó
igualmente establecido un mismo y único derecho imparcial del matrimonio para
todos, suprimida la antigua diferencia entre esclavos y libres[xx];
igualados los derechos del marido y de la mujer, pues, como decía San
Jerónimo, entre nosotros, lo que no es lícito a las mujeres, justamente
tampoco es lícito a los maridos, y una misma obligación es de igual condición
para los dos[xxi];
consolidados de una manera estable esos mismos derechos por la correspondencia
en el amor y por la reciprocidad de los deberes; asegurada y reivindicada la
dignidad de la mujer; prohibido al marido castigar a la adúltera con la muerte[xxii]
y violar libidinosa o impúdicamente la fidelidad jurada. Y es grande también
que la Iglesia limitara, en cuanto fue conveniente, la potestad de los padres de
familia, a fin de que no restaran nada de la justa libertad a los hijos o hijas
que desearan casarse[xxiii];
prohibiera los matrimonios entre parientes y afines de determinados grados[xxiv],
con objeto de que el amor sobrenatural de los cónyuges se extendiera por un
más ancho campo; cuidara de que se prohibieran en los matrimonios, hasta donde
fuera posible, el error, la violencia y el fraude[xxv],
y ordenara que se protegieran la santa honestidad del tálamo, la seguridad de
las personas[xxvi], el decoro de los
matrimonios[xxvii]
y la integridad de la religión[xxviii].
En fin, defendió con tal vigor, con tan previsoras leyes esta divina
institución, que ningún observador imparcial de la realidad podrá menos que
reconocer que, también por lo que se refiere al matrimonio, el mejor custodio y
defensor del género humano es la Iglesia, cuya sabiduría ha triunfado del
tiempo, de las injurias de los hombres y de las vicisitudes innumerables de las
cosas.
III.
ATAQUES DE QUE ES OBJETO
9.
Negación de la potestad de la Iglesia
No faltan, sin embargo, quienes, ayudados por el enemigo del género humano,
igual que con incalificable ingratitud rechazan los demás beneficios de la
redención, desprecian también o tratan de desconocer en absoluto la
restauración y elevación del matrimonio. Fue falta de no pocos entre los
antiguos haber sido enemigos en algo del matrimonio; pero es mucho más grave en
nuestros tiempos el pecado de aquellos que tratan de destruir totalmente su
naturaleza, perfecta y completa en todas sus partes. La causa de ello reside
principalmente en que, imbuidos en las opiniones de una filosofía falsa y por
la corrupción de las costumbres, muchos nada toleran menos que someterse y
obedecer, trabajando denodadamente, además, para que no sólo los individuos,
sino también las familias y hasta la sociedad humana entera desoiga
soberbiamente el mandato de Dios. Ahora bien: hallándose la fuente y el origen
de la sociedad humana en el matrimonio, les resulta insufrible que el mismo
esté bajo la jurisdicción de la Iglesia y tratan, por el contrario, de
despojarlo de toda santidad y de reducirlo al círculo verdaderamente muy
estrecho de las cosas de institución humana y que se rigen y administran por el
derecho civil de las naciones. De donde necesariamente había de seguirse que
atribuyeran todo derecho sobre el matrimonio a los poderes estatales,
negándoselo en absoluto a la Iglesia, la cual, si en un tiempo ejerció tal
potestad, esto se debió a indulgencia de los príncipes o fue contra derecho. Y
ya es tiempo, dicen, que los gobernantes del Estado reivindiquen enérgicamente
sus derechos y reglamenten a su arbitrio cuanto se refiere al matrimonio. De
aquí han nacido los llamados matrimonios civiles, de aquí esas conocidas leyes
sobre las causas que impiden los matrimonios; de aquí esas sentencias
judiciales acerca de si los contratos conyugales fueron celebrados válidamente
o no. Finalmente, vemos que le ha sido arrebatada con tanta saña a la Iglesia
católica toda potestad de instituir y dictar leyes sobre este asunto, que ya no
se tiene en cuenta para nada ni su poder divino ni sus previsoras leyes, con las
cuales vivieron durante tanto tiempo unos pueblos, a los cuales llegó la luz de
la civilización juntamente con la sabiduría cristiana.
10.
Carácter religioso del matrimonio
Los naturalistas y todos aquellos que se glorían de rendir culto sobre
todo al numen popular y se esfuerzan en divulgar por todas las naciones estas
perversas doctrinas, no pueden verse libres de la acusación de falsedad. En
efecto, teniendo el matrimonio por su autor a Dios, por eso mismo hay en él
algo de sagrado y religioso, no adventicio, sino ingénito; no recibido de los
hombres, sino radicado en la naturaleza. Por ello, Inocencio III[xxix]
y Honorio III[xxx], predecesores nuestros,
han podido afirmar, no sin razón ni temerariamente, que el sacramento del
matrimonio existe entre fieles e infieles. Nos dan testimonio de ello tanto los
monumentos de la antigüedad cuanto las costumbres e instituciones de los
pueblos que anduvieron más cerca de la civilización y se distinguieron por un
conocimiento más perfecto del derecho y de la equidad: consta que en las mentes
de todos éstos se hallaba informado y anticipado que, cuando se pensaba en el
matrimonio, se pensaba en algo que implicaba religión y santidad. Por esta
razón, las bodas acostumbraron a celebrarse frecuentemente entre ellos, no sin
las ceremonias religiosas, mediante la autorización de los pontífices y el
ministerio de los sacerdotes. ¡Tan gran poder tuvieron en estos ánimos
carentes de la doctrina celestial la naturaleza de las cosas, la memoria de los
orígenes y la conciencia del género humano! Por consiguiente, siendo el
matrimonio por su virtud, por su naturaleza, de suyo algo sagrado, lógico es
que se rija y se gobierne no por autoridad de príncipes, sino por la divina
autoridad de la Iglesia, la única que tiene el magisterio de las cosas
sagradas. Hay que considerar después la dignidad del sacramento, con cuya
adición los matrimonios cristianos quedan sumamente ennoblecidos. Ahora bien:
estatuir y mandar en materia de sacramentos, por voluntad de Cristo, sólo puede
y debe hacerlo la Iglesia, hasta el punto de que es totalmente absurdo querer
trasladar aun la más pequeña parte de este poder a los gobernantes civiles.
Finalmente, es grande el peso y la fuerza de la historia, que clarísimamente
nos enseña que la potestad legislativa y judicial de que venimos hablando fue
ejercida libre y constantemente por la Iglesia, aun en aquellos tiempos en que
torpe y neciamente se supone que los poderes públicos consentían en ello o
transigían. ¡Cuán increíble, cuán absurdo que Cristo Nuestro Señor hubiera
condenado la inveterada corruptela de la poligamia y del repudio con una
potestad delegada en El por el procurador de la provincia o por el rey de los
judíos! ¡O que el apóstol San Pablo declarara ilícitos el divorcio y los
matrimonios incestuosos por cesión o tácito mandato de Tiberio, de Calígula o
de Nerón! Jamás se logrará persuadir a un hombre de sano entendimiento que la
Iglesia llegara a promulgar tantas leyes sobre la santidad y firmeza del
matrimonio[xxxi],
sobre los matrimonios entre esclavos y libres[xxxii],
con una facultad otorgada por los emperadores romanos, enemigos máximos del
cristianismo, cuyo supremo anhelo no fue otro que el de aplastar con la
violencia y la muerte la naciente religión de Cristo; sobre todo cuando el
derecho emanado de la Iglesia se apartaba del derecho civil, hasta el punto de
que Ignacio Mártir[xxxiii],
Justino[xxxiv],
Atenágoras[xxxv]
y Tertuliano[xxxvi] condenaban
públicamente como injustos y adulterinos algunos matrimonios que, por el
contrario, amparaban las leyes imperiales. Y cuando la plenitud del poder vino a
manos de los emperadores cristianos, los Sumos Pontífices y los obispos
reunidos en los concilios prosiguieron, siempre con igual libertad y conciencia
de su derecho, mandando y prohibiendo en materia de matrimonios lo que estimaron
útil y conveniente según los tiempos, sin preocuparles discrepar de las
instituciones civiles. Nadie ignora cuántas instituciones, frecuentemente muy
en desacuerdo con las disposiciones imperiales, fueron dictadas por los prelados
de la Iglesia sobre los impedimentos de vínculo, de voto, de disparidad de
culto, de consanguinidad, de crimen, de honestidad pública en los concilios
Iliberitano[xxxvii],
Arelatense[xxxviii],
Calcedonense[xxxix], Milevitano II[xl] y otros. Y ha estado tan
lejos de que los príncipes reclamaran para sí la potestad sobre el matrimonio
cristiano, que antes bien han reconocido y declarado que, cuanta es, corresponde
a la Iglesia. En efecto, Honorio, Teodosio el Joven y Justiniano[xli] no han dudado en
manifestar que, en todo lo referente a matrimonios, no les era lícito ser otra
cosa que custodios y defensores de los sagrados cánones. Y si dictaminaron algo
acerca de impedimentos matrimoniales, hicieron saber que no procedían contra la
voluntad, sino con el permiso y la autoridad de la Iglesia[xlii],
cuyo parecer acostumbraron a consultar y aceptar reverentemente en las
controversias sobre la honestidad de los nacimientos[xliii],
sobre los divorcios[xliv]
y, finalmente, sobre todo lo relacionado de cualquier modo con el vínculo
conyugal[xlv].
Con el mejor derecho, por consiguiente, se definió en el concilio Tridentino
que es potestad de la Iglesia establecer los impedimentos dirimentes del
matrimonio[xlvi] y que las causas
matrimoniales son de la competencia de los jueces eclesiásticos[xlvii].
11.
Intento de separar contrato y sacramento
Y no se le ocurra a nadie aducir aquélla decantada distinción de los
regalistas entre el contrato nupcial y el sacramento, inventada con el
propósito de adjudicar al poder y arbitrio de los príncipes la jurisdicción
sobre el contrato, reservando a la Iglesia la del sacramento. Dicha distinción
o, mejor dicho, partición no puede probarse, siendo cosa demostrada que en el
matrimonio cristiano el contrato es inseparable del sacramento. Cristo Nuestro
Señor, efectivamente, enriqueció con la dignidad de sacramento el matrimonio,
y el matrimonio es ese mismo contrato, siempre que se haya celebrado
legítimamente. Añádese a esto que el matrimonio es sacramento porque es un
signo sagrado y eficiente de gracia y es imagen de la unión mística de Cristo
con la Iglesia. Ahora bien: la forma y figura de esta unión está expresada por
ese mismo vínculo de unión suma con que se ligan entre sí el marido y la
mujer, y que no es otra cosa sino el matrimonio mismo. Así, pues, queda claro
que todo matrimonio legítimo entre cristianos es en sí y por sí sacramento y
que nada es más contrario a la verdad que considerar el sacramento como un
cierto ornato sobreañadido o como una propiedad extrínseca, que quepa
distinguir o separar del contrato, al arbitrio de los hombres. Ni por la razón
ni por la historia se prueba, por consiguiente, que la potestad sobre los
matrimonios de los cristianos haya pasado a los gobernantes civiles. Y si en
esto ha sido violado el derecho ajeno, nadie podrá decir, indudablemente, que
haya sido violado por la Iglesia .
12.
Los principios del naturalismo
¡Ojalá que los oráculos de los naturalistas, así como están llenos de
falsedad y de injusticia, estuvieran también vacíos de daños y calamidades!
Pero es fácil ver cuánto perjuicio ha causado la profanación del matrimonio y
lo que aún reportará a toda la sociedad humana. En un principio fue
divinamente establecida la ley de que las cosas hechura de Dios o de la
naturaleza nos resultaran tanto más útiles y saludables cuanto se conservaran
más íntegras e inmutables en su estado nativo, puesto que Dios, creador de
todas las cosas, supo muy bien qué convendría a la estructura y conservación
de las cosas singulares, y las ordenó todas en su voluntad y en su mente de tal
manera que cada cual llegara a tener su más adecuada realización. Ahora bien:
si la irreflexión de los hombres o su maldad se empeñara en torcer o perturbar
un orden tan providentísimamente establecido, entonces las cosas más sabia y
provechosamente instituidas o comienzan a convertirse en un obstáculo o dejan
de ser provechosas, ya por haber perdido en el cambio su poder de ayudar, ya
porque Dios mismo quiera castigar la soberbia y el atrevimiento de los mortales.
Ahora bien: los que niegan que el matrimonio sea algo sagrado y, despojándolo
de toda santidad, lo arrojan al montón de las cosas humanas, éstos pervierten
los fundamentos de la naturaleza, se oponen a los designios de la divina
Providencia y destruyen, en lo posible, lo instituido. Por ello, nada tiene de
extrañar que de tales insensatos e impíos principios resulte una tal cosecha
de males, que nada pueda ser peor para la salvación de las almas y el bienestar
de la república.
13.
Frutos del matrimonio cristiano
Si se considera a qué fin tiende la divina institución del matrimonio, se
verá con toda claridad que Dios quiso poner en él las fuentes ubérrimas de la
utilidad y de la salud públicas. Y no cabe la menor duda de que, aparte de lo
relativo a la propagación del género humano, tiende también a hacer mejor y
más feliz la vida de los cónyuges; y esto por muchas razones, a saber: por la
ayuda mutua en el remedio de las necesidades, por el amor fiel y constante, por
la comunidad de todos los bienes y por la gracia celestial que brota del
sacramento. Es también un medio eficacísimo en orden al bienestar familiar, ya
que los matrimonios, siempre que sean conformes a la naturaleza y estén de
acuerdo con los consejos de Dios, podrán de seguro robustecer la concordia
entre los padres, asegurar la buena educación de los hijos, moderar la patria
potestad con el ejemplo del poder divino, hacer obedientes a los hijos para con
sus padres, a los sirvientes respecto de sus señores. De unos matrimonios así,
las naciones podrán fundadamente esperar ciudadanos animados del mejor
espíritu y que, acostumbrados a reverenciar y amar a Dios, estimen como deber
suyo obedecer a los que justa y legítimamente mandan amar a todos y no hacer
daño a nadie.
14.
La ausencia de religión en el matrimonio
Estos tan grandes y tan valiosos frutos produjo realmente el matrimonio mientras
conservó sus propiedades de santidad, unidad y perpetuidad, de las que recibe
toda su fructífera y saludable eficacia; y no cabe la menor duda de que los
hubiera producido semejantes e iguales si siempre y en todas partes se hubiera
hallado bajo la potestad y celo de la Iglesia, que es la más fiel conservadora
y defensora de tales propiedades. Mas, al surgir por doquier el afán de
sustituir por el humano los derechos divino y natural, no sólo comenzó a
desvanecerse la idea y la noción elevadísima a que la naturaleza había
impreso y como grabado en el ánimo de los hombres, sino que incluso en los
mismos matrimonios entre cristianos, por perversión humana, se ha debilitado
mucho aquélla fuerza procreadora de tan grandes bienes. ¿Qué de bueno pueden
reportar, en efecto, aquellos matrimonios de los que se halla ausente la
religión cristiana, que es madre de todos los bienes, que nutre las más
excelsas virtudes, que excita e impele a cuanto puede honrar a un ánimo
generoso y noble? Desterrada y rechazada la religión, por consiguiente, sin
otra defensa que la bien poco eficaz honestidad natural, los matrimonios tienen
que caer necesariamente de nuevo en la esclavitud de la naturaleza viciada y de
la peor tiranía de las pasiones. De esta fuente han manado múltiples
calamidades, que han influido no sólo sobre las familias, sino incluso sobre
las sociedades, ya que, perdido el saludable temor de Dios y suprimido el
cumplimiento de los deberes, que jamás en parte alguna ha sido más estricto
que en la religión cristiana, con mucha frecuencia ocurre, cosa fácil en
efecto, que las cargas y obligaciones del matrimonio parezcan apenas soportables
y que muchos ansíen liberarse de un vínculo que, en su opinión, es de derecho
humano y voluntario, tan pronto como la incompatibilidad de caracteres, o las
discordias, o la violación de la fidelidad por cualquiera de ellos, o el
consentimiento mutuo u otras causas aconsejen la necesidad de separarse. Y si
entonces los códigos les impiden dar satisfacción a su libertinaje, se
revuelven contra las leyes, motejándolas de inicuas, de inhumanas y de
contrarias al derecho de ciudadanos libres, pidiendo, por lo mismo, que se vea
de desecharlas y derogarlas y de decretar otra más humana en que sean lícitos
los divorcios.
Los legisladores de nuestros tiempos, confesándose partidarios y amantes de los
mismos principios de derecho, no pueden verse libres, aun queriéndolo con todas
sus fuerzas, de la mencionada perversidad de los hombres; hay, por tanto, que
ceder a los tiempos y conceder la facultad de divorcio. Lo mismo que la propia
historia testifica. Dejando a un lado, en efecto, otros hechos, al finalizar el
pasado siglo, en la no tanto revolución cuanto conflagración francesa, cuando,
negado Dios, se profanaba todo en la sociedad, entonces se accedió, al fin, a
que las separaciones conyugales fueran ratificadas por las leyes. Y muchos
propugnan que esas mismas leyes sean restablecidas en nuestros tiempos, pues
quieren apartar en absoluto a Dios y a la Iglesia de la sociedad conyugal,
pensando neciamente que el remedio más eficaz contra la creciente corrupción
de las costumbres debe buscarse en semejantes leyes.
15.
Males del divorcio
Realmente, apenas cabe expresar el cúmulo de males que el divorcio lleva
consigo. Debido a él, las alianzas conyugales pierden su estabilidad, se
debilita la benevolencia mutua, se ofrecen peligrosos incentivos a la
infidelidad, se malogra la asistencia y la educación de los hijos, se da pie a
la disolución de la sociedad doméstica, se siembran las semillas de la
discordia en las familias, se empequeñece y se deprime la dignidad de las
mujeres, que corren el peligro de verse abandonadas así que hayan satisfecho la
sensualidad de los maridos. Y puesto que, para perder a las familias y destruir
el poderío de los reinos, nada contribuye tanto como la corrupción de las
costumbres, fácilmente se verá cuán enemigo es de la prosperidad de las
familias y de las naciones el divorcio, que nace de la depravación moral de los
pueblos, y, conforme atestigua la experiencia, abre las puertas y lleva a las
más relajadas costumbres de la vida privada y pública. Y se advertirá que son
mucho más graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad
de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para contenerla dentro
de unos límites fijos o previamente establecidos. Muy grande es la fuerza del
ejemplo, pero es mayor la de las pasiones: con estos incentivos tiene que
suceder que el prurito de los divorcios, cundiendo más de día en día, invada
los ánimos de muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se
desborda rotos los diques.
16.
Su confirmación por los hechos
Todas estas cosas son ciertamente claras de suyo; pero con el renovado recuerdo
de los hechos se harán más claras todavía. Tan pronto como la ley franqueó
seguro camino al divorcio, aumentaron enormemente las disensiones, los odios y
las separaciones, siguiéndose una tan espantosa relajación moral, que llegaron
a arrepentirse hasta los propios defensores de tales separaciones; los cuales,
de no haber buscado rápidamente el remedio en la ley contraria, era de temer
que se precipitara en la ruina la propia sociedad civil. Se dice que los
antiguos romanos se horrorizaron ante los primeros casos de divorcio; tardó
poco, sin embargo, en comenzar a embotarse en los espíritus el sentido de la
honestidad, a languidecer el pudor que modera la sensualidad, a quebrantarse la
fidelidad conyugal en medio de tamaña licencia, hasta el punto de que parece
muy verosímil lo que se lee en algunos autores: que las mujeres introdujeron la
costumbre de contarse los años no por los cambios de cónsules, sino de
maridos. Los protestantes, de igual modo, dictaron al principio leyes
autorizando el divorcio en determinadas causas, pocas desde luego; pero ésas,
por afinidad entre cosas semejantes, es sabido que se multiplicaron tanto entre
alemanes, americanos y otros, que los hombres sensatos pensaran en que había de
lamentarse grandemente la inmensa depravación moral y la intolerable torpeza de
las leyes. Y no ocurrió de otra manera en las naciones católicas, en las que,
si alguna vez se dio lugar al divorcio, la muchedumbre de los males que se
siguió dejó pequeños los cálculos de los gobernantes. Pues fue crimen de
muchos inventar todo género de malicias y de engaños y recurrir a la crueldad,
a las injurias y al adulterio al objeto de alegar motivos con que disolver
impunemente el vínculo conyugal, de que ya se habían hastiado, y esto con tan
grave daño de la honestidad pública, que públicamente se llegara a estimar de
urgente necesidad entregarse cuanto antes a la enmienda de tales leyes. ¿Y
quién podrá dudar de que los resultados de las leyes protectoras del divorcio
habrían de ser igualmente lamentables y calamitosas si llegaran a establecerse
en nuestros días? No se halla ciertamente en los proyectos ni en los decretos
de los hombres una potestad tan grande como para llegar a cambiar la índole ni
la estructura natural de las cosas; por ello interpretan muy desatinadamente el
bienestar público quienes creen que puede trastocarse impunemente la verdadera
estructura del matrimonio y, prescindiendo de toda santidad, tanto de la
religión cuanto del sacramento, parecen querer rehacer y reformar el matrimonio
con mayor torpeza todavía que fue costumbre en las mismas instituciones
paganas. Por ello, si no cambian estas maneras de pensar, tanto las familias
cuanto la sociedad humana vivirán en constante temor de verse arrastradas
lamentablemente a ese peligro y ruina universal, que desde hace ya tiempo vienen
proponiendo las criminales hordas de socialistas y comunistas. En esto puede
verse cuán equivocado y absurdo sea esperar el bienestar público del divorcio,
que, todo lo contrario, arrastra a la sociedad a una ruina segura.
17.
Conducta de la Iglesia frente al divorcio
Hay que reconocer, por consiguiente, que la Iglesia católica, atenta siempre a
defender la santidad y la perpetuidad de los matrimonios, ha servido de la mejor
manera al bien común de todos los pueblos, y que se le debe no pequeña
gratitud por sus públicas protestas, en el curso de los últimos cien años,
contra las leyes civiles que pecaban gravemente en esta materia[xlviii];
por su anatema dictado contra la detestable herejía de los protestantes acerca
de los divorcios y repudios[xlix];
por haber condenado de muchas maneras la separación conyugal en uso entre los
griegos[l];
por haber declarado nulos los matrimonios contraídos con la condición de
disolverlos en un tiempo dado[li];
finalmente, por haberse opuesto ya desde los primeros tiempos a las leyes
imperiales que amparaban perniciosamente los divorcios y repudios[lii].
Además, cuantas veces los Sumos Pontífices resistieron a poderosos príncipes,
los cuales pedían incluso con amenazas que la Iglesia ratificara los divorcios
por ellos efectuados, otras tantas deben ser considerados como defensores no
sólo de la integridad de la religión, sino también de la civilización de los
pueblos. A este propósito, la posteridad toda verá con admiración los
documentos reveladores de un espíritu invicto, dictados: por Nicolás II contra
Lotario; por Urbano II y Pascual II contra Felipe I, rey de Francia; por
Celestino III e Inocencio III contra Felipe II, príncipe de Francia; por
Clemente VII y Paulo III contra Enrique VIII, y, finalmente, por el santo y
valeroso pontífice Pío VII contra Napoleón, engreído por su prosperidad y
por la magnitud de su Imperio.
IV.
LOS REMEDIOS
18.
El poder civil
Siendo las cosas así, los gobernantes y estadistas, de haber querido seguir los
dictados de la razón, de la sabiduría y de la misma utilidad de los pueblos,
debieron preferir que las sagradas leyes sobre el matrimonio permanecieran
intactas y prestar a la Iglesia la oportuna ayuda para tutela de las costumbres
y prosperidad de las familias, antes que constituirse en sus enemigos y acusarla
falsa e inicuamente de haber violado el derecho civil.
Y
esto con tanta mayor razón cuanto que la Iglesia, igual que no puede apartarse
en cosa alguna del cumplimiento de su deber y de la defensa de su derecho, así
suele ser, sobre todo, propensa a la benignidad y a la indulgencia en todo lo
que sea compatible con la integridad de sus derechos y con la santidad de sus
deberes. Por ello jamás dictaminó nada sobre matrimonios sin tener en cuenta
el estado de la comunidad y las condiciones de los pueblos, mitigando en más de
una ocasión, en cuanto le fue posible, lo establecido en sus leyes, cuando hubo
causas justas y graves para tal mitigación. Tampoco ignora ni niega que el
sacramento del matrimonio, encaminado también a la conservación y al
incremento de la sociedad humana, tiene parentesco y vinculación con cosas
humanas, consecuencias indudables del matrimonio, pero que caen del lado de lo
civil y respecto de las cuales con justa competencia legislan y entienden los
gobernantes del Estado.
19.
El poder eclesiástico
Nadie duda que el fundador de la Iglesia, nuestro Señor Jesucristo, quiso que
la potestad sagrada fuera distinta de la civil, y libres y expeditas cada una de
ellas en el desempeño de sus respectivas funciones; pero con este aditamento:
que a las dos conviene y a todos los hombres interesa que entre las dos reinen
la unión y la concordia, y que en aquellas cosas que, aun cuando bajo aspectos
diversos, son de derecho y juicio común, una, la que tiene a su cargo las cosas
humanas, dependa oportuna y convenientemente de la otra, a que se han confiado
las cosas celestiales. En una composición y casi armonía de esta índole se
contiene no sólo la mejor relación entre las potestades, sino también el modo
más conveniente y eficaz de ayuda al género humano, tanto en lo que se refiere
a los asuntos de esta vida cuanto en lo tocante a la esperanza de la salvación
eterna. En efecto, así como la inteligencia de los hombres, según hemos
expuesto en anteriores encíclicas, si está de acuerdo con la fe cristiana,
gana mucho en nobleza y en vigor para desechar los errores, y, a su vez, la fe
recibe de ella no pequeña ayuda, de igual manera, si la potestad civil se
comporta amigablemente con la Iglesia, las dos habrán de salir grandemente
gananciosas. La dignidad de la una se enaltece, y yendo por delante la
religión, jamás será injusto su mandato; la otra obtendrá medios de tutela y
de defensa para el bien común de los fieles.
Nos, por consiguiente, movidos por esta consideración de las cosas, con el
mismo afecto que otras veces lo hemos hecho, invitamos de nuevo con toda
insistencia en la presente a los gobernantes a estrechar la concordia y la
amistad, y somos Nos el primero en tender, con paternal benevolencia, nuestra
diestra con el ofrecimiento del auxilio de nuestra suprema potestad, tanto más
necesario en estos tiempos cuanto que el derecho de mandar, cual si hubiera
recibido una herida, se halla debilitado en la opinión de los hombres. Ardiendo
ya los ánimos en el más osado libertinaje y vilipendiando con criminal audacia
todo yugo de autoridad, por legítima que sea; la salud pública postula que las
fuerzas de las dos potestades se unan para impedir los daños que amenazan no
sólo a la Iglesia, sino también a la sociedad civil.
20.
Exhortación a los obispos
Mas, al mismo tiempo que aconsejamos insistentemente la amigable unión de las
voluntades y suplicamos a Dios, príncipe de la paz, que infunda en los ánimos
de todos los hombres el amor de la concordia, no podemos menos de incitar,
venerables hermanos, exhortándoos una y otra vez, vuestro ingenio, vuestro celo
y vigilancia, que sabemos que es máxima en vosotros. En cuanto esté a vuestro
alcance, con todo lo que pueda vuestra autoridad, trabajad para que entre las
gentes confiadas a vuestra vigilancia se mantenga íntegra e incorruptible la
doctrina que enseñaron Cristo Nuestro Señor y los apóstoles, intérpretes de
la voluntad divina, y que la Iglesia católica observó religiosamente ella
misma y mandó que en todos los tiempos observaran los fieles cristianos.
Tomaos el mayor cuidado de que los pueblos abunden en los preceptos de la
sabiduría cristiana y no olviden jamás que el matrimonio no fue instituido por
voluntad de los hombres, sino en el principio por autoridad y disposición de
Dios, y precisamente bajo esta ley, de que sea de uno con una; y que Cristo,
autor de la Nueva Alianza, lo elevó de menester de naturaleza a sacramento y
que, por lo que atañe al vínculo, atribuyó la potestad legislativa y judicial
a su Iglesia. Acerca de esto habrá que tener mucho cuidado de que las mentes no
se vean arrastradas por las falaces conclusiones de los adversarios, según los
cuales esta potestad le ha sido quitada a la Iglesia. Todos deben igualmente
saber que, si se llevara a cabo entre fieles una unión de hombre con mujer
fuera del sacramento, tal unión carece de toda fuerza y razón de legítimo
matrimonio; y que, aun cuando se hubiera verificado convenientemente conforme a
las leyes del país, esto no pasaría de ser una práctica o costumbre
introducida por el derecho civil, y este derecho sólo puede ordenar y
administrar aquellas cosas que los matrimonios producen de sí en el orden
civil, las cuales claro está que no podrán producirse sin que exista su
verdadera y legítima causa, es decir, el vínculo nupcial.
Importa sobre todo que estas cosas sean conocidas de los esposos, a los cuales
incluso habrá que demostrárselas e inculcárselas en los ánimos, a fin de que
puedan cumplir con las leyes, a lo que de ningún modo se opone la Iglesia,
antes bien quiere y desea que los efectos del matrimonio se logren en todas sus
partes y que de ningún modo se perjudique a los hijos. También es necesario
que se sepa, en medio de tan enorme confusión de opiniones como se propagan de
día en día, que no hay potestad capaz de disolver el vínculo de un matrimonio
rato y consumado entre cristianos y que, por lo mismo, son reos de evidente
crimen los cónyuges que, antes de haber sido roto el primero por la muerte, se
ligan con un nuevo vínculo matrimonial, por más razones que aleguen en su
descargo. Porque, si las cosas llegaran a tal extremo que ya la convivencia es
imposible, entonces la Iglesia deja al uno vivir separado de la otra y,
aplicando los cuidados y remedios acomodados a las condiciones de los cónyuges,
trata de suavizar los inconvenientes de la separación, trabajando siempre por
restablecer la concordia, sin desesperar nunca de lograrlo. Son éstos, sin
embargo, casos extremos, los cuales sería fácil soslayar si los prometidos, en
vez de dejarse arrastrar por la pasión, pensaran antes seriamente tanto en las
obligaciones de los cónyuges cuanto en las nobilísimas causas del matrimonio,
acercándose a él con las debidas intenciones, sin anticiparse a las nupcias,
irritando a Dios, con una serie ininterrumpida de pecados. Y, para decirlo todo
en pocas palabras, los matrimonios disfrutarán de una plácida y quieta
estabilidad si los cónyuges informan su espíritu y su vida con la virtud de la
religión, que da al hombre un ánimo fuerte e invencible y hace que los vicios
dado que existieran en ellos, que la diferencia de costumbres y de carácter,
que la carga de los cuidados maternales, que la penosa solicitud de la
educación de los hijos, que los trabajos propios de la vida y que los
contratiempos se soporten no sólo con moderación, sino incluso con agrado.
21.
Matrimonios con acatólicos
Deberá evitarse también que se contraigan fácilmente matrimonios con
acatólicos, pues cuando no existe acuerdo en materia religiosa, apenas si cabe
esperar que lo haya en lo demás. Más aún: dichos matrimonios deben evitarse a
toda costa, porque dan ocasión a un trato y comunicación vedados sobre cosas
sagradas, porque crean un peligro para la religión del cónyuge católico,
porque impiden la buena educación de los hijos y porque muchas veces impulsan a
considerar a todas las religiones a un mismo nivel, sin discriminación de lo
verdadero y de lo falso. Entendiendo, por último, que nadie puede ser ajeno a
nuestra caridad, encomendamos a la autoridad de la fe y a vuestra piedad,
venerables hermanos, a aquellos miserables que, arrebatados por la llama de las
pasiones y olvidados por completo de su salvación, viven ilegalmente, unidos
sin legítimo vínculo de matrimonio. Empeñad todo vuestro diligente celo en
atraer a éstos al cumplimiento del deber, y, directamente vosotros o por
mediación de personas buenas, procurad por todos los medios que se den cuenta
de que han obrado pecaminosamente, hagan penitencia de su maldad y contraigan
matrimonio según el rito católico.
V.
CONCLUSIÓN
Estas enseñanzas y preceptos acerca del matrimonio cristiano, que por medio de
esta carta hemos estimado oportuno tratar con vosotros, venerables hermanos,
podéis ver fácilmente que interesan no menos para la conservación de la
comunidad civil que para la salvación eterna de los hombres. Haga Dios, pues,
que cuanto mayor es su importancia y gravedad, tanto más dóciles y dispuestos
a obedecer encuentren por todas partes los ánimos. Imploremos para esto
igualmente todos, con fervorosas oraciones, el auxilio de la Santísima
Inmaculada Virgen María, la cual, inclinando las mentes a someterse a la fe, se
muestre madre y protectora de los hombres. Y con no menor fervor supliquemos a
los Príncipes de los Apóstoles, San Pedro y San Pablo, vencedores de la
superstición y sembradores de la verdad, que defiendan al género humano con su
poderoso patrocinio del aluvión desbordado de los errores.
Entretanto, como prenda de los dones celestiales y testimonio de nuestra
singular benevolencia, os impartimos de corazón a todos vosotros, venerables
hermanos, y a los pueblos confiados a vuestra vigilancia, la bendición
apostólica.
Dada
en Roma, junto a San Pedro, a 10 de febrero de 1880, año segundo de nuestro
pontificado.
León XIII.
[v]
Arnobio, Contra los gentiles 4.
[xxxvi]
De coron. milit. c.13.
[xlvii]
Ibíd., can.l2.
[xlviii]
Pío
VI, epístola al obispo lucionense, de 28 de mayo de 1793; Pío VII,
encíclica de 17 de febrero de 1809 y constitución de fecha 19 de julio de
1817; Pío VIII, encíclica de 29 de mayo de 1829; Gregorio XVI,
constitución del 15 de agosto de 1832; Pío IX, alocución de 22 de
septiembre de 1852.
[l]
Concilio
Florentino e instrucción de Eugenio IV a los armenios; Benedicto XIV,
constitución Etsi pastoralis, de 6 de mayo de 1742.
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