INTRODUCCIÓN
CIRILO
DE JERUSALÉN Y SUS CATEQUESIS
Las
catequesis de adultos en el gran siglo de la patrística
El
siglo de oro de la patrística es el período comprendido entre los concilios de
Nicea y Calcedonia (325-451). Es, desde luego, el período en el que la
actividad literaria de los Padres de la Iglesia alcanza los mayores niveles. En
parte, esa notable actividad escritora responde a las discusiones teológicas y
al interés en combatir lo que la Iglesia fue calificando como herejías.
También en el siglo IV se celebran los dos primeros concilios ecuménicos, el
de Nicea, en el año 325, y el I de Constantinopla, en el 381. El concilio de
Nicea fijó en su Credo la identidad de naturaleza (hamoousia) del Hijo con el
Padre: el Hijo es homoousios con el Padre, «de la misma naturaleza» que el
Padre, con las características que además declara el Credo de Nicea. En la
lucha contra el arrianismo se destaca sobre todo la figura de Atanasio, obispo
de Alejandría. Arrio había sostenido una semejanza, pero no identidad de
naturaleza entre el Hijo y el Padre. Por su parte, el Concilio I de
Constantinopla (a. 381), aunque está en línea de continuidad con Nicea,
desarrolla más el credo de éste, especialmente en lo referente al Espíritu
Santo, la Iglesia, el bautismo, la resurrección de los muertos y la vida
eterna. Por la continuidad y relación entre ambos concilios, el Credo o
Símbolo que aprobó el Concilio I de Constantinopla suele ser llamado
niceno-constantinopolitano y ha figurado desde entonces en la liturgia romana,
la más extendida en toda la Iglesia.
Por
otra parte, en el siglo IV continúa practicando la Iglesia el bautismo de
adultos, aunque sea cada vez más frecuente el bautismo de niños hijos de
padres cristianos. Aunque el siglo III es la época en que alcanzó su mayor
auge el catecumenado de adultos, es en el siglo IV cuando se da mayor abundancia
de testimonios literarios de este tipo clásico de catequización. En realidad,
junto a una incipiente decadencia en la actividad pastoral, quizá porque ya no
se está en los tiempos gloriosos y heroicos de las persecuciones, se ha
progresado en el estudio y la exposición teológica del cristianismo. Los
siglos IV y V serán también, tanto en Oriente como en Occidente, aunque con
características diferentes, la época de las mayores disputas teológicas.
Nicea
y Constantinopla elaboraron sus confesiones de fe, llamadas también símbolos.
Pero junto a los símbolos de estos concilios se elaboraron también otros
muchos1, antes o después de ellos. Estos credos eran como una «regla de fe»,
de tal manera que quienes los profesaban podrían ser considerados cristianos en
el camino adecuado: profesaban un «recto parecer» u ortodoxia. Los credos han
sido siempre señas de identidad de las comunidades cristianas.
Los
credos tuvieron una extraordinaria importancia y por eso los ha conservado la
Iglesia. Al tratarse de formulaciones muy ajustadas, expresaban con una
precisión terminológica típicamente griega especialmente lo que se refiere a
la ontologia de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. A estos se fueron
añadiendo otras afirmaciones, que también formaban parte del depósito de la
fe, sobre la Iglesia, el bautismo y la segunda venida de Cristo. De la
importancia de las afirmaciones de los símbolos de la fe pueden darse algunas
explicaciones breves. Si, por ejemplo—por mencionar lo fundamental de las
afirmaciones de Nicea—, se afirmara que Cristo no es de la misma naturaleza o
sustancia que el Padre (los latinos, con total exactitud, tradujeron en seguida
«consustancial al Padre»), se admitiría un estado de subordinación y de
dependencia como creatural del Hijo al Padre que haría que Jesucristo no fuera
en realidad el Hijo de Dios, salvador y redentor del hombre, sino a lo sumo un
instrumento que Dios utiliza o quizá como una especie de Dios de segunda
categoría, todo lo cual llevaría al absurdo de destruir el cristianismo. Por
otra parte, y por motivos semejantes, fue necesario añadir enseguida al Credo
un tercer artículo sobre el Espíritu Santo.
Pero
no se trata de explicar ahora todos los detalles. Sí es necesario decir que, en
el conjunto del catecumenado y de las catequesis conducentes al bautismo, la
praxis de la Iglesia llevó a ésta a hacer entrega, traditio, del Credo,
traditio Symboli, a los que pedían el bautismo. En esta entrega del Credo se le
confiaba al catecúmeno, cuando ya faltaba poco para el bautismo, el Símbolo (o
contenido, que es lo que originariamente significa la palabra) de la fe. Esta
entrega de la fe de la Iglesia se hacía durante la cuaresma y terminaba con la
devolución, redditio Symboli que terminaba pocos días antes de la Pascua con
la profesión pública de la fe cristiana. En la Pascua recibían el bautismo y
la unción del Espíritu Santo (la confirmación) los catecúmenos que habían
profesado su fe mediante el Símbolo.
Lógicamente
en esa misma celebración se incorporaban plenamente a la Eucaristía, más
allá de la escucha de la palabra de la Escritura proclamada (lo que
posteriormente se llamó «Misa de los catecúmenos» y a la que antes del
bautismo ya podían asistir éstos). Con el bautismo recibido en la Pascua se
les abría a los recién bautizados, neófitos, la puerta para participar en
toda la liturgia.
Todo
el período enmarcado por la traditio y la redditio Symboli estaba ocupado por
una intensa etapa de catequización. En las catequesis de san Cirilo de
Jerusalén, la primera de ellas, Procatequesis, y las dieciocho siguientes, son
catequesis sobre el Credo y van recorriendo cada uno de sus artículos. Se
añaden después cinco catequesis mistogógicas, de las que luego se hablará,
pronunciadas ante los recien bautizados en la semana de Pascua.
Cirilo
de Jerusalén
Cirilo
de Jerusalén, declarado doctor de la Iglesia en 1882, fue obispo de la ciudad
durante un largo período. Nació hacia el año 314 en Jerusalén o en sus
alrededores. Fue hombre de amplia cultura, como manifiesta el uso que hace del
lenguaje, de la filosofía y de sus conocimientos—en los moldes de la época—de
ciencias naturales. Debió estar muy bien dotado para la oratoria. La obra más
conocida suya son precisamente estas Catequesis, pronunciadas en Jerusalén el
año 347 o 348. Entre estas fechas y el año 351 debe colocarse su ordenación
como obispo de Jerusalén, de modo que no se sabe con certeza si las catequesis
las impartió siendo ya obispo o sólo presbítero.
Pero
desde algún momento próximo al año 350 y hasta su muerte, el 18 de marzo del
387, ocupó la sede episcopal de Jerusalén. Sin embargo esos casi cuarenta
años fueron con frecuencia agitados en la vida y el ministerio de Cirilo. Se
dieron, en efecto, varias circunstancias complejas: recibió la ordenación
episcopal del obispo arriano de Cesarea, Acucio, lo que a algunos les despertó
la sospecha de arrianismo en su persona. El texto de las Catequesis, como podrá
observarse, anula estas sospechas, pero hubo quienes se sintieron fuertes en
ellas por cuanto Cirilo no menciona en las catequesis a Arrio ni utiliza el
célebre adjetivo homoousios tan característico de Nicea. Los conflictos, por
otra parte, se desataron entre el mencionado Acacio y Cirilo. Un sínodo de
Jerusalén le depuso en el 357. Rehabilitado en el 359, fue desterrado una
segunda vez, por obra de Acacio, en el 360. Un par de años después pudo
regresar de nuevo a Jerusalén, donde reanudó sus tareas hasta que en el año
367 fue enviado por el emperador Valente al destierro por tercera vez. Sólo
once años más tarde, en el 379, bajo el emperador Teodosio, pudo volver de
nuevo a Jerusalén, donde ya desarrolló el ministerio hasta su muerte en el
387. El año 381 había participado en el concilio I de Constantinopla.
Las
Catequesis
No
estamos ante un teólogo creativo, sino ante un catequista, un excelente
expositor y un divulgador de la conciencia dogmática de la Iglesia en la época
de las catequesis catecumenales. Se trata, en primer lugar, de catequesis sobre
el Credo, utilizándose el que parece haber estado en uso en Jerusalén, que
también se reproduce tras la catequesis V. Es, en general, el orden de las
afirmaciones del Símbolo el que señala la temática de las catequesis. La
Procatequesis y las catequesis I-III ponen a los oyentes ante la situación en
que se encuentran, disponiéndose de manera ya muy próxima a la recepción del
bautismo y como quienes tendrán que hacer antes profesión pública de su fe en
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Una visión de conjunto de las creencias
cristianas la da, por otra parte, la Catequesis IV, sobre los «diez dogmas».
En ella la concepción virginal de Cristo, su resurrección, el juicio venidero,
lo referente a cuerpo y alma y la resurrección de los muertos, además del
valor de la Sagrada Escritura, completan lo que en las catequesis VI-XVII será
la imagen cristiana del Dios en el que se cree. Dos catequesis, XVI y XVII, se
dedican al Espíritu Santo. La XVIII expone la resurrección de los muertos y la
vida eterna. Las Catequesis de Cirilo son un indicador muy preciso del
desarrollo alcanzado a mediados del siglo IV por la conciencia dogmática
eclesial. En esa época la Iglesia articula perfectamente, ya desde Nicea como
igualmente lo hará con algo más de detalle en I Constantinopla, los enunciados
de una fe que con el desarrollo de la teología se ha sabido objetivar a sí
misma y ha sabido dar cuenta de por qué los acontecimientos de la salvación, a
partir de la Escritura y de la predicación, han sido y son de una manera
determinada. Por otra parte, las cinco últimas catequesis son mistagógicas, es
decir, conducen a la comprensión de los «misterios» (sacramentos) que los
recién nacidos a la nueva vida, «neófitos», acaban de vivir de modo efectivo
al recibirlos en la celebración de la Pascua. Las cinco catequesis
mistagógicas están dedicadas a Bautismo, Confirmación y Eucaristía, que
configuran la iniciación cristiana. Constituyen estas catequesis un
valiosísimo testimonio litúrgico.
En
su conjunto, pues, esta obra de Cirilo constituye uno de los documentos
catequéticos más importantes de la época patrística. Dada la importancia que
tuvo el desarrollo de los distintos Credos, pero que fueron idénticos en lo
esencial, es muy lógica la estructura general de las Catequesis que aquí se
encontrarán. Por otra parte, es sorprendente el detalle con que se cita la
Escritura. La excelente trabazón del desarrollo argumental, aunque a veces
lleve a Cirilo a ciertas digresiones quizá no necesarias, permite percibir una
extraordinaria agilidad en el manejo de la Escritura. Tal vez un lector que
conozca a fondo la teología de Pablo y sus ejes centrales: el cristocentrismo,
la antropología cristiana, el pecado y la gracia, fe y justificación, etc.,
eche de menos una mayor influencia del Apóstol en las exposiciones de Cirilo.
Pero es que Cirilo es más bien un testigo de hasta dónde había llegado la
conciencia dogmática de la Iglesia, en la cual había sido necesario consumir
demasiadas energías en las disputas cristológicas y trinitarias.
Por
último, algunas observaciones sobre la presente edición. No es necesario decir
que los epígrafes no pertenecen al texto de las Catequesis. Por otra parte, se
han introducido muchas notas explicativas, de desigual extensión pero en
cualquier caso muy frecuentes. En algunas ocasiones tienen carácter
filológico, pero más a menudo se refieren al contenido.
El
trabajo de traducción se ha hecho sobre la versión latina, publicada junto con
el original griego en el volumen 33 de la Patrología graeca de Migne, (a menudo
se citará: PG 33, más la indicación de la correspondiente columna). Se ha
procurado, sin embargo, tener presente el texto griego cuando la versión
latina, por lo demás excelente, perdía algún matiz. Se han tenido también en
cuenta las observaciones que con frecuencia se encuentran en el Migne sobre el
estado de textos y códices. Conviene tener en cuenta que el original fue
propiamente transmitido de modo oral. Los taquígrafos, como es frecuente en las
piezas de oratoria clásica, copiaban lo mejor que podían lo que estaba
pronunciándose en un estilo muy vivo, directo y, en ocasiones, en cierto modo
coloquial.
En
cuanto a las citas bíblicas, se ha procurado seguir el texto de la versión
castellana de la Biblia de Jerusalén. Han sido también con frecuencia muy
útiles, e incluso en ocasiones se han citado literalmente, las notas de esa
misma Biblia. A veces, sin embargo, sobre todo en pasajes del Antiguo
Testamento, el recurso de Cirilo a la versión griega de los LXX hacía
inevitable traducir de acuerdo con esa versión. No obstante, en bastantes casos
se han mantenido los textos traducidos por la Biblia de Jerusalén desde el
original hebreo. Para las referencias de siglas, capítulos y versículos han
sido utilísimos los datos, en general muy precisos, contenidos en la edición
de la Patrología graeca.
........................
1.
Cf. S. SABUGAL, Credo. La fe de la Iglesia. El símbolo de la fe: Historia e
interpretación. Zamora (Ediciones Monte Casino), 1986 J.N.D. KELLY, Primitivos
credos cristianos, Salamanca, Secretariado Trinitario, 1980.
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