(330-390)
De cuarenta y cinco “Discursos” que no quedan, cinco son especialmente importantes, clasificados por el orador mismo como “Discursos teológicos”, y que le han valido en la Historia el bello sobrenombre de “Teólogo”. Fueron pronunciados por el nuevo obispo de Constantinopla aun antes de su entronización solemne, cuando se trataba, para expulsar la herejía, de reafirmar la verdadera Fe. El primero expone y refuta los errores de los homeos concernientes a la naturaleza de Dios y al misterio de la Santísima Trinidad; el segundo habla de los atributos de Dios, subrayando claramente que no nos son conocidos sino por analogía, puesto que el Ser infinito no deja de ser incomprensible; el tercero establece la Trinidad de las Personas, tanto como su consubstancialidad en la unidad de naturaleza, y sus relaciones recíprocas en la unidad de acción; el cuarto se enfrenta al arrianismo, que veía en la Trinidad no solamente Tres Personas distintas, sino tres seres diferentes de los que Uno solo, el Padre, era verdaderamente Dios, no siendo los otros dos, el Hijo y el Espíritu Santo, sino sus primeras creaturas que Aquél se ha asociado para realizar el resto de su obra; el quinto, en fin, se dedica a probar por la Escritura la divinidad del Espíritu Santo.
VIDA
Nació en Arianzo, en Capadocia. Su padre,
primeramente pagano, después de su conversión vino a ser “obispo de Nacianzo”;
es conocido en la Historia bajo el nombre de Gregorio el Anciano. Su madre Nona,
piadosa cristiana, había consagrado al niño a Dios desde su nacimiento.
De la escuela de Cesarea salió muy pronto para
Alejandría, luego de allí para Atenas, donde se le unió uno de sus compatriotas,
Basilio, con quien lo ligó una estrecha amistad.
Por un tiempo retórico o vendedor de
elocuencia, no soñaba sino en la vida monástica. Pero su padre veía ya en él un
precioso colaborador, y quizá un futuro sucesor, y lo ordenó sacerdote (36I).
Sus nuevas funciones, que llenaban forzado, no hicieron sino reavivar sus gustos
por la ascesis y el estudio. Y un ida se fugó hasta donde estaba su amigo
Basilio, quien en las riberas del Iris, en el Ponto, llevaba ya la austera
existencia de los Padres del desierto. Juntos, y tanto para ellos mismos como
para los demás monjes que no tardaron en reunírseles, compusieron una colección
exquisita con los más bellos pensamientos de Orígenes: la Filocalia.
Sin embargo, la situación había llegado a ser
dramática en Nacianzo. El viejo obispo, hábilmente engañado, había firmado la
fórmula equívoca y semiarriana del Sínodo de Rímini; y de allí un movimiento
cismático y una sublevación de fieles contra el prelado. Gregorio acudió para
restablecer el orden. Obtuvo de su padre una solemne profesión de fe plenamente
ortodoxa. Y calmó los ánimos. Mientras tanto Basilio había venido a ser Obispo
de Cesarea (año de 370). Para poner fin a las intrusiones del arzobispo de Tiana,
Antimo, tuvo la idea de crear varios nuevos obispos en las pequeñas ciudades de
Capadocia. Y muy naturalmente, quiso confiar uno de ellos, el de Sásima, a su
amigo. Por docilidad y bondad de alma, aunque muy a su pesar, Gregorio se dejó
consagrar; pero menos dispuesto todavía para las funciones episcopales que para
el sacerdocio, el nuevo obispo no fue jamás a su sede, y por el contrario volvió
a su querida soledad (año 372).
A instancias de su anciano padre, consintió en
volver una vez más a Nacianzo para ayudarlo en su tarea. Esto fue por poco
tiempo: ya muerto en 374 Gregorio el Anciano, seguido de cerca por su mujer
Nona, el hijo, desolado, aun sin esperar el nombramiento del obispo sucesor, se
refugió en el monasterio de Santa Tecla, en Seleucia, para dedicarse allí a la
contemplación.
Pero parecía que la Providencia contrariaba
sin cesar los designios de Gregorio.
A la muerte del emperador arriano Valente
(378), que había instalado a los herejes en todas las iglesias de
Constantinopla, los católicos vieron en el advenimiento de Teodosio la ocasión
de un desquite de la ortodoxia. Suplicaron a Gregorio ponerse a la cabeza de
ellos para restablecer y defender la verdadera Fe. San Basilio, quien
decididamente parecía disponer a su gusto de su amigo, lo presionó para que
aceptara. En la modesta Iglesia de la Anastasis, Gregorio refutó la herejía y
expuso el dogma en una serie de Discursos llenos de la más pura doctrina y
adornados de la más cálida elocuencia.
No sin dificultad logró eliminar a “Máximo el
cínico”, candidato de Pedro de Alejandría a la sede patriarcal de
Constantinopla; y finalmente fue conducido por Teodosio en persona hasta la
Catedral de Sofía, donde clero y pueblo lo aclamaron (año 380). Al año
siguiente, el segundo Concilio de Constantinopla ratificaba solemnemente esta
elección.
Habiendo quedado vacante la sede de Antioquía
por la muerte de su titular, Melesio, San Gregorio, presidente de la asamblea
electiva, vio descartado a su candidato, Paulino, en beneficio de un cierto
Flaviano. Además, no contentos con haberlo contrariado, prelados de Egipto y de
Macedonia osaron objetar la validez de su propia elección a la sede de
Constantinopla. Asqueado por estas intrigas y, a pesar de su buen derecho y de
su lealtad, temiendo dejarse llevar por la lucha a reivindicaciones ambiciosas,
dimitió y salió de Canstantinopla (año de 381).
De nuevo en Nacianzo, durante el tiempo justo
para prepararle un digno pastor en la persona de su primo Eulalio, se retiró
finalmente a su país natal, a Arianzo, a la propiedad heredada de sus padres,
donde pudo dar libre curso a sus gustos y a sus aspiraciones de siempre, el
ascetismo y la poesía. Ocho años apacibles que prepararon su alma contemplativa
para la paz eterna (año 390).
OBRAS
De cuarenta y cinco “Discursos” que no quedan, cinco son especialmente importantes, clasificados por el orador mismo como “Discursos teológicos”, y que le han valido en la Historia el bello sobrenombre de “Teólogo”. Fueron pronunciados por el nuevo obispo de Constantinopla aun antes de su entronización solemne, cuando se trataba, para expulsar la herejía, de reafirmar la verdadera Fe. El primero expone y refuta los errores de los homeos concernientes a la naturaleza de Dios y al misterio de la Santísima Trinidad; el segundo habla de los atributos de Dios, subrayando claramente que no nos son conocidos sino por analogía, puesto que el Ser infinito no deja de ser incomprensible; el tercero establece la Trinidad de las Personas, tanto como su consubstancialidad en la unidad de naturaleza, y sus relaciones recíprocas en la unidad de acción; el cuarto se enfrenta al arrianismo, que veía en la Trinidad no solamente Tres Personas distintas, sino tres seres diferentes de los que Uno solo, el Padre, era verdaderamente Dios, no siendo los otros dos, el Hijo y el Espíritu Santo, sino sus primeras creaturas que Aquél se ha asociado para realizar el resto de su obra; el quinto, en fin, se dedica a probar por la Escritura la divinidad del Espíritu Santo.
Dos discursos, que contienen también numerosas
referencias escriturísticas y teológicas, tratan: el uno de la consagración y la
entronización de obispos; el otro de la manera de llevar las discusiones para
salvaguardar a la vez los derechos de la verdad y las exigencias de la caridad.
Un discurso curiosamente intitulado “De la
fuga” es una especie de autoapologia, puesto que tiende a justificar su
propia fuga para librarse de la ordenación sacerdotal. En realidad el episodio
no fue para él sino una coacción de escribir un tratado completo, en II7
capítulos, sobre la sublimidad del sacerdocio.
Dos discursos fustigan con vehemencia la
infame actitud de Juliano el Apóstata.
Vienen luego sermones de circunstancias para
las fiestas litúrgicas; panegíricos de santos o de mártires, entre los cuales
está San Atanasio, que le proporcionó la ocasión de rehacer la historia del
arrianismo; oraciones fúnebres, la de su padre Gregorio el Anciano, la de su
hermano menor Cesáreo, la de hermana Gorgonia, la de su amigo Basilio.
A pesar de la retórica y del énfasis que son
como concesiones al gusto de la época, los discursos de San Gregorio de Nacianzo
tienen claramente el sello de su carácter; elevación de pensamiento, claridad de
la exposición, delicadeza de la sensibilidad.
Aunque nació poeta, no fue solamente para
ejercitar su genio por lo que San Gregorio de Nacianzo escribió en verso. Esto
fue en él, al menos en parte, una forma de apologética. Porque los apolinaristas
habían adoptado este método para hacer penetrar más fácilmente sus doctrinas en
el pueblo. Era menester seguirlos a su propio terreno y combatirlos con sus
propias armas. No es de admirar por lo tanto que sus “poemas teológicos”
carezcan de lirismo y sean más bien prosa versificada. El rigor de la doctrina y
la propiedad de los términos casi no se prestan para el lenguaje figurado y para
la libertad de expresión que constituyen la elegancia de la poesía.
Por el contrario, los poemas históricos y las
elegías revelan un gran talento.
El Santo canta “Su propia vida”, sus
aflicciones más todavía que sus gozos, en una melopea mística de I949 versos.
Luego celebra a otros personajes, a sus padres, sus amigos en términos a menudo
conmovedores.
Su prosodia es generalmente de forma clásica.
Sin embargo allí nace, en distintos pasajes, la innovación que vendrá a ser
característica de la poesía moderna: el acento tónico en cambio de la cuantidad
métrica.
En cuanto a la correspondencia de San Gregorio
de Nacianzo, es sobre todo de carácter privado. Sus cartas las dirige a amigos,
ordinariamente son breves y no conciernen sino a los asuntos personales de dos
interlocutores. Solamente dos, de las 244 que han sido conservadas, tratan de
teología: están dirigidas al sacerdote Cledonio, y tienen por objeto la cuestión
de unidad de Persona y la dualidad de naturalezas en Cristo contra el error
apolinarista.
El historiador Rufino de Aquilea escribe:
“Prueba manifiesta de error en la Fe es no estar de acuerdo con la Fe de
Gregorio”.
No solamente es universalmente reconocida su
ortodoxia, en consecuencia, sino que además su doctrina sienta autoridad y viene
a ser como una regla de la verdadera Fe. Los Concilios aceménicos mismos la han
citado en muchas ocasiones.
En seguimiento de San Atanasio y del Concilio
de Nicea, Gregorio expone claramente el dogma de la Santísima Trinidad:
distinción de las tres Personas o hipóstasis, pero igualdad y consubstancialidad
absolutas que entrañan la unidad de conocimiento, de voluntad y de acción: “Allí
hay diversidad en cuanto al número, pero no división de substancia” (Discurso
29, 2).
San Gregorio de Nacianzo es entre los teólogos
el primero que precisa las propiedades distintas de las tres Divinas Personas:
el Padre no tiene su ser de ninguno otro, el Hijo es engendrado por el Padre, el
Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo” (Discursos 25, I6; 3I, 29;
42, I5).
En cristología, no contento con afirmar la
unión de las dos naturalezas, divina y humana, en la única Persona del Verbo,
subraya la realidad completa de esa naturaleza humana, dotada consiguientemente
de una alma racional: “En El hay dos naturalezas: es Dios y hombre. . . es
hombre puesto que es alma y cuerpo. . . Sin embargo, no hay dos Hijos ni dos
dioses. . . Uno y otro son los dos elementos que constituyen al Salvador; pero
el Salvador no es el uno y el otro” (Carta I0I).
De aquí se desprende la divina maternidad de
María: “Quien no reconozca a María como Madre de Dios se separa de la divinidad”
(Discurso 29, 4, Carta I0I).
Los Angeles, creaturas espirituales e
inmortales, inteligentes y libres, han sido santificados desde su creación
(Discursos 6, I2-I3). Los ángeles rebeldes perdieron, por envidia y por
orgullo, la Gracia (Discursos 28, 9); proscritos del Cielo, pero no
aniquilados, se han convertido en los enemigos de los hijos de Dios (Poemas
I, I).
El hombre, creado en un estado dichoso, decayó
de él por el pecado, que ha traído consigo, aparte de la pérdida de la Gracia y
de la amistad de Dios, el desarreglo de las pasiones, los sufrimientos de la
vida terrena y finalmente la muerte (Discursos I6, I5; 38, 4-I7). Sin
embargo, no está irremediablemente perdido. Conserva su razón, que desde luego
le permite elevarse del espectáculo del universo al conocimiento de su Creador;
luego, su libre albedrío, que con el socorro de la Gracia puede aspirar todavía
a la felicidad eterna. Pero la Gracia, don gratuito de Dios, es indispensable:
de ella es de donde viene toda iniciativa en la empresa de la salvación, sin
exceptuar el primer deseo de la buena voluntad humana (Discursos 37, I3).
Tal Gracia es el fruto de los méritos de
Jesucristo, el Verbo encarnado, quien por su vida totalmente pura y sobre todo
por su dolorosísima Pasión y muerte en la Cruz ha rescatado a la humanidad
culpable, poniéndose en lugar de ella para ofrecer a la justicia divina la
reparación que ésta exigía (Discursos 30, 5; 37, I).
El Bautismo es lo que aplica en el hombre la
Gracia redentora, lo incorpora a Cristo y le abre la puerta del Cielo. Se debe
bautizar aun a los niños, sobre todo si están en peligro de muerte. Solamente el
martirio, por la asimilación que confiere al sacrificio de Cristo, podrá suplir
el Bautismo (Discurso II, 28; 40, 23-26).
Jesucristo sigue estando realmente presente
entre nosotros en el Sacramento de la Eucaristía; y perpetúa su inmolación del
Calvario gracias al sacrificio del altar (Discursos 8, I8; 2, 95, Carta
I5I).
Desde el instante de la muerte las almas
justas son admitidas a la visión beatífica: los cuerpos no podrán participar de
ella sino después de la resurrección.
En cuanto a los réprobos están condenados a un
infierno eterno, donde las penas son por lo demás de orden moral muchísimo más
que de orden físico (Discursos 40, 36; Poemas II, I).
BIBLIOGRAFIA
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Bardenhewer. Les Pères de L’Eglisc.
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funèbres.
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Puech. Histoire de la littérature grecque.
Gallay. La vic de S. Grégoire de Nazianze.
D.T.G. T. VI, col. I839-I844.
SAN
GREGORIO NACIANCENO
Nació
el año 329-330 cerca de Nacianzo, en la Capadocia (Asia menor). Durante su
juventud frecuentó la escuela de Cesarea de Capadocia, y más tarde la escuela
cristiana de Cesarea de Palestina, donde aprendió Retórica, y la de
Alejandría. Por fin pasó a Atenas y se dedicó a la Filosofía, con maestros
cristianos y paganos. Allí comenzó su amistad con San Basilio el Grande, que
iba a durar toda la vida.
Cuando
Basilio marchó a Capadocia para consagrarse a Dios, Gregorio permaneció en
Atenas. No obstante, casi en secreto, un día abandonó la ciudad y regresó a
Nacianzo. Allí recibió el Bautismo y se dedicó a la vida monástica junto a
Basilio. En la Navidad del 361 fue ordenado sacerdote, y en el año 372 fue
consagrado obispo de Sásima por San Basilio, entonces metropolita de Capadocia,
aunque nunca llegó a tomar posesión de su sede, pues fue puesto al frente de
la Iglesia en su ciudad natal.
A
la muerte del emperador arriano Valente, los católicos de Constantinopla le
pidieron que se hiciera cargo de la reorganización eclesiástica de la capital.
En mayo de 381 se celebró el I Concilio de Constantinopla, en el que—además
de condenar el arrianismo—se nombró a Gregorio Arzobispo de la ciudad. Pero
disgustado por algunas disensiones, renunció a la sede y regresó a Nacianzo,
hasta el nombramiento del nuevo Obispo de esta ciudad, en el año 384. Entonces,
cumplida su misión, Gregorio se retiró a la finca donde había nacido, para
dedicarse a la contemplación y a escribir libros, hasta que le sobrevino la
muerte en el año 390.
La
obra literaria de San Gregorio, no muy abundante, se puede clasificar en
discursos, poemas y cartas. No compuso ningún comentario b'blico, ni ningún
tratado dogmático científico. Pero tanto en prosa como en verso, brilla por
encima de sus contemporáneos por la perfección de su estilo.
LOARTE
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