(344 - 407)
VIDA
Nacido en Antioquía, Juan era hijo de
Secundus, alto funcionario del Imperio, que murió prematuramente, dejando una
viuda de veinte años, Anthusa, la cual, sin pensar en segundo matrimonio, se
consagró a la educación de su hijo único.
En su ciudad natal, el joven fue alumno del
célebre retórico Libanio. Luego, aunque simple catecúmeno, se inició en el
estudio de las Sagradas Escrituras bajo la dirección de Diódoro, futuro Obispo
de Tarso, en compañía de Teodoro, el futuro Obispo de Mopsuestia.
Bautizado, conforme a la costumbre de la
época, cumplidos ya los 20 años de edad, y casi inmediatamente después ordenado
lector por Melesio, Obispo de Antioquía, soñaba en la vida eremítica. El mismo
cuenta que consintió en prescindir de tal proyecto en atención a su madre, la
cual le suplicó no dejara viuda una segunda vez (El sacerdocio, I, 4).
Sin embargo, su ciencia y su virtud atraían ya la atención del clero y del
pueblo cristiano: desde el año 373 se quiso hacerlo Obispo.
Para librarse de este honor a la vez que
cediendo a su gusto personal, y habiéndolo dejado en libertad la muerte de su
madre, se fue al desierto. Cuatro años en un monasterio, luego dos años en una
caverna, totalmente solitario, pronto quedó arruinada por las austeridades una
salud de suyo débil.
Obligado, por este motivo, a volver a
Antioquía, allí fue ordenado Diácono (año 38I); algunos años más tarde,
sacerdote, y encargado especialmente de la predicación (año 386). Después de
largos tanteos (a los 42 años de edad), por fin había encontrado su verdadero
camino.
La querella de la participación en los ritos
judíos, luego las disputas con los arrianos, sin contar con el cisma provocado
por la elección del Obispo Melesio, agitaba ya a la ciudad de Antioquía. Una
malhadada medida fiscal suscitó un verdadero motín, agravado, como siempre, con
invectivas contra el gobierno y luego con depredaciones en los edificios
públicos, pero seguido, evidentemente también, por una terrible represión (año
387). Mientras que el Obispo tomaba el camino de Constantinopla con el intento
de apagar la cólera del Emperador, el Presbiterio Juan trató, por su parte, de
hacer reinar la calma. Era la época de la Cuaresma: tomando una lección de los
acontecimientos, pero sobrepujándolos, el predicador supo recordar las
obligaciones esenciales de la moral cristiana: respeto a la autoridad
constituida, aceptación del castigo en expiación de las faltas, resignación en
la prueba, etc.
Durante doce años mantuvo al pueblo de
Antioquía pendiente de su “boca de oro” ,lo manejó y lo formó a su gusto,
porque la fuerza de su convicción, el ardor de su caridad, el calor de su
elocuencia y la elegancia de su lenguaje se conjugaban en un poder comunicativo
irresistible.
Imposible le era escapar de la celebridad.
Para la sucesión del Patriarca Nectario en la
sede de Constantinopla, el Emperador Arcadio, bajo la presión de la Emperatriz
Eudoxia y de su ministro Eutropio, presentó al P. Juan de Antioquía para ser
elector por los obispos y por el pueblo.
Arrebatado por sorpresa y como por la fuerza
de su querida ciudad, el electo fue consagrado por Teófilo de Alejandría (año
398). Sin embargo, si la Corte había creído encontrar en el que elevaba así al
primer puesto eclesiástico del Oriente en Prelado servil, no tardó en
desengañarse. Insensible a los honores, el nuevo elegido no vio en la dignidad
episcopal sino una pesada carga que asumir, la ingrata tarea de reformar las
costumbres para instaurar un cristianismo auténtico, tanto en el Palacio y en
los altos funcionarios en los que reinaban la trapacería y la depravación, como
en el clero y los monjes, singularmente relajados. Discursos y medidas
disciplinarias le ganaron pronto amigos y fieles entusiastas, sobre todo en las
filas de la gente buena y del pueblo sencillo, pero la suscitaron feroces
enemistades entre los ricos y los poderosos cuyo egoísmo y avaricia flagelaba.
Los odios se encubaban.
Un incidente los hizo explotar. El gran
favorito Eutripio, bruscamente en mortal desgracia, acorralado, buscó refugio en
la Catedral de Santa Sofía, no dudando en recurrir a un derecho de asilo que
anteriormente, en tiempo de su grandeza, había querido suprimir. El Obispo, que
inexorablemente había querido suprimir. El Obispo, que inexorablemente había
condenado los excesos del ministro, se mostró entonces lleno de piedad por la
angustiosa situación del caído: cristianamente perdonó las injurias y quiso
volver bien por mal. Pero a él no se le perdonó tal mansedumbre.
En el “conciliábulo de la Encina” una
treintena de Obispos, debidamente adiestrados por Teófilo de Alejandría,
acusaron a Juan de Origenismo es pretextó de que había sostenido a los
monjes de Nitria contra las medidas arbitrarias del propio Teófilo. A esto
agregó el crimen de esa majestad la orgullosa Eudoxia, que demasiado claramente
se había reconocido en el retrato de Jezabel con el que había ilustrado una de
sus Homilías el valeroso Patriarca. Juan fue condenado aun sin ser iodo: el
Emperador decretó la pena del destierro. Y aunque protestando contra la inicua
sentencia, el proscrito se entregó secretamente a los soldados para librarlos a
ellos mismos de la vindicta popular, y tomó el camino de la Bitinia (año 402).
Pero ---perturbadora coincidencia para las
malas conciencias---, mientras el motín rugía afuera, un temblor sacudía el
Palacio. La supersticiosa Eudoxia se aterró. Escribió al exiliado para
asegurarle que ella no había intervenido en sucondena, y luego persuadió al
Emperador de que revocara la sentencia. El Obispo entró trinfulmente en la
capital y volvió a tomar posesión de la Iglesia, cuya conmovedora fidelidad
celebró.
Pero ni sus adversarios se habían
verdaderamente convertido, ni él había perdido en la prueba un ápice de su
firmeza. Inavitables eran nuevos conflictos. Sin precauciones, sin prudencia
humana, al predicar sobre la degollación de San Juan Bautista, el Prelado
denunció a la “nueva Herodías que pedía la cabeza de otro Juan”. ¡Otrora
Jezabel y ahora Herodías!. . . La Emperatriz no pudo soportar por
más tiempo al ofensor: una vez más intriga ella para arrancarle al Emperador un
decreto de destierro definitivo. Y el 20 de junio de 404, Juan Crisóstomo dio
sus adioses al clero a los fieles de Constantinopla.
Se le llevaba a Armenia, en jornadas
agotadoras para su edad y su organismo arruinado, mientras que sus
reemplazantes, primeramente Arsacio y luego Atico, perseguían a quienes seguían
siendo fieles a Juan. A pesar de todo, el proscrito recibía en el destierro
cartas reconfortantes, entre otras las del Papa Inocencio, que había nulificado
las decisiones del seudoconcilio de La Encina.
También desde allí ejerció el Santo Obispo su
apostólica acción: sostenía desde entonces con sus escritos a la Iglesia de
Constantinopla, a la que había nutrido con su palabra ; trabajaba en la
conversión de los bárbaros de Isauria, y les enviaba misiones a los Gordos.
Grande era el despecho en la Corte Imperial al
constatar la persistente popularidad y la influencia a distancia del proscrito.
¿Jamás se haría callar a la “boca de oro”? Una ejecución sumaria
parecería, a pesar de todo, demasiado odiosa. Se pensó en alejarlo aún más, en
relegarlo a las fronteras del Imperio, en un villorrio perdido del Cáucaso donde
quedaría sin comunicación con el mundo civilizado. Mártir de un nuevo género,
durante tres meses, forzadas caminatas por senderos abruptos, alternativamente
bajo el sol y la lluvia, sin un alto en un lugar de reposo, en manos de
guías-verdugos, que habían conducir a aquel anciano de 70 años a su definitivo
destino.
El I3 de septiembre de 407 el prisionero
llegaba a Comano. No pudiendo ya más consigo, los guardias, sin proporcionarle
al menos atención, lo arrojaron en una pequeña capilla rural dedicada a un
mártir, San Basilisco. En el curso de la noche, el probre viejo tuvo una visión.
El santo patrono del lugar le decía: “Animo, hermano Juan, mañana estaremos
juntos”. En efecto, al día siguiente, incapaz de continuar el camino del exilio,
San Juan Crisóstomo voló hacia la Patria murmurando: “Gloria a Dios en todas
las cosas”
Sus enemigos
triunfaban. . . momentáneamente. Pero le estaba reservado un victorioso desquite
para poco después al valeroso Patriarca. Uno de sus sucesores, Proclo, obtuvo
del Emperador Teodosio II en el año 438, que el cuerpo de SanJuan Crisóstomo
fuera llevado a Costantinopla. En medio de una ceremonia apoteósica, sus
preciosos restos fueron depositados en la Basílica de los Santos Apóstoles,
tumba de reyes.
OBRAS
Uno de los más
fecundos entre los escritores eclesiásticos, San Juan Crisóstomo es también uno
de los más apreciados. Sus escritos, Tratados o Cartas, y sus Discursos,
sermones u Homilías, tomados en taquigrafía y anotados por escribas, se
conocieron y adquirieron autoridad aun en la vida de él, según lo testimonian
sus contemporáneos, como San Jerónimo y San Cirilo de Alejandría.
Otra señal de popularidad: muchas de las obras
de San Juan Crisóstomo se tradujeron a las lenguas cristianas de la época, sobre
todo en latín, luego en arameo, en siriaco y en copto; y más tarde en casi todas
las lenguas europeas.
Lo esencial de la obra oratoria y literaria de
San Juan Crisóstomo está en sus sermones y Homilías: discursos de circunstancias
polémicas, instrucciones morales, exposiciones teológicas o escriturísticas, en
suma todos los géneros de la Cátedra Sagrada. Su método es muy uniforme:
enunciado de principios fundados sobre el dogma y la Escritura, luego la
aplicación práctica, adoptada en cada caso al auditorio.
En cuanto al Antiguo Testamento, dos series
desiguales de Homilías sobre el Génesis, una de nueve, y la otra de 67,
8 sobre libros de los Reyes, de los que cinco sobre Ana y tres sobre Saúl
y David; cerca de 60 homilías sobre diversas series de Salmos, lo que
quedarña suponer que probablemente San Juan Crisóstomo explicó de esta suerte
todo el Salterio. Dos homilías sobre los Profetas en general, luego seis
sobre Isaías, otra sobre Jeremías y Daniel.
En cuanto al Nuevo Testamento, una producción
mucho más importante todavía: noventa sobre el Evangelio según San Mateo;
ochenta y ocho sobre el Evangelio según San Juan; siete sobre el solo
episodio de Lázaro en el Evangelio según San Lucas; cincuenta y cinco
sobre los Hechos de los Apóstoles; treinta y dos sobre la Epístola de San
Pablo a los Romanos; dos series respectivamete de cuarenta y cinco y treinta
y cinco sobre las Epístolas a los Corintios; veinticuatro sobre la
Epístola a los Efesios, quince sobre la Epístola a los Filipenses,
doce sobre la Epístola a los Colosenses, diecisés sobre las dos
Epístolas a los Tesalonicenses, veintiocho sobre las dos Epístolas a
Timoteo, seis sobre la Epístola a Tito, tres sobre la Epístola a
Filemón, y treina y cuatro sobre la Epístola a los Hebreos.
Aparte de estos comentarios directos de la
Sagrada Escritura, un centenar de Sermones tratan de diversas materias
dogmáticas o morales: 2I sobre el culto de las estatuas y las imágenes,
nueve sobre la penitencia, la limosna, los juegos del circo; algunos
son polémicos, como los doce contra los Anomeos y los ocho contra los
Judíos; algunos sermones para las grandes fiestas litúrgicas: Navidad, la
Pasión (traición de Judas, la Cruz, ek ladrón), Pascua; en fin, panegíricos,
ora de personajes del Antiguo Testamento como Job, Eleazar, los Macabeos,
o de santos del Nuevo Testamento, entre los cuales están siete elogios de San
Pablo.
Los Tratados abordan diversos temas de
moral o de ascesis: la virginidad y la viudez, la vida monástica, la educación
de los hijos, el sufrimiento. El más importante es la obra sobre el
“Sacerdocio”, en seis libros, en forma de diálogo entre el autor mismo y uno
de sus amigos llamado Basilio.
Dos obras de un carácter apologético: San
Babylas, contra Juliano el Apóstata y los gentiles; La divinidad de Cristo,
contra los Judíos y los gentiles.
Las Cartas, que son doscientas
cuarenta, datan del exilio de San Juan Crisóstomo. Más que a referir los
dolorosos episodios de su lento martirio, tratan de sostener el ánimo de sus
fieles. Se encuentran allí acentos reveladores del alma del santo:”¡La
verdadera, la única desdicha es el pecado!” Dos de esas cartas están
dirigidas al Papa Inocencio I.
San juan no es un teólogo en el sentido del
investigador que escruta los misterios para hacer avanzar la verdad. Tampoco es
un teórico ni un profesor que haga una exposición metódica de los dogmas.
Principalmente, casi exclusivamente moralista, atiende a la aplicación práctica.
Podría decirse que desafiando el orden normal que quiere que la conducta derive
del pensamiento, el Crisóstomo quiere enseñar primeramente a vivir con
rectitud para llevar enseguida a pensar rectamente. La base de esta enseñanza es
la Biblia: “No escuchéis a otro maestro, puesto que escucháis la palabra de
Dios: nada podrá instruiros mejor” (Homilía IX, sobre la Espístola a los
Colosenses).
Cuando habla de Cristo, sin caer en la
terminología especiosa que daba entonces lugar a discuciones, San Juan
Crisóstomo sabe afirmar simplemente la creencia popular en la doble naturaleza y
la única Persona del Verbo Encarnado: “Permaneciendo lo que era, ha venido a ser
lo que no era. . . Ninguna mezcla, ni separación alguna . . . Cuando digo ‘un
Cristo’ quiero significar una unión, no una mezcla, porque no se cambia una
de las dos naturalezas en la otra, sino que le está íntimamente unida (Hom.
VII sobre la Ep. A los Filip.). Y su Humanidad no es una apariencia, una
sombra, un fantasma; de desnudez, sus sufrimientos, su muerte, su tumba,
proclaman de manera suficiente que su Humanidad era real” (Hom. XIII, sobre Ep.
A los Rom.).
El verdadero, el único motivo de la
Encarnación es la Redención: “Ha tomado nuestra carne, únicamente por
amor, para tener piedad de nosotros” (Hom. V sobre Ep. A los Heb.). “Todos
estaríamos bajo el peso de la condenación divina, mereceríamos el último
siplicio. La ley nos acusaba y Dios nos condenaba. Jesucristo nos ha arrancado
de la muerte entregándose El mismo a la muerte: El ha contenido la cólera
divina” (Hom. II sobre Ep. A los Gál.). “En cambio de los numerosos ultrajes con
que lo hemos abrumado, no solamente nos ha castigado Dios sino que ha dado a su
Hijo, lo ha hecho ‘pecado’ por nosotros; ha dejado que se le condene como
pecador, lo ha dejado morir como maldito. Sobre El ha arrojado no sólo la
muerte, sino la falta, y esto para salvar al culpable y elevarlo enseguida a una
gran degnidad” (Hom. XI sobre Ep. II a los Cor.).
Substitución ordenada por el Padre, pero
también libremente acepta por el Hijo (Hom. XL, sobre San Juan). “Y Cristo
pagó infinitamente más de lo que nosotros debíamos, tanto como el océano excede
a la gota de agua” (Hom. X, sobre Ep. A los Rom.). “El Hijo de Dios se ha hecho
Hijo del hombre, a fin de que los hijos del hombre viniesen a ser hijos de Dios”
(Hom. XI, sobre S. Juan).
La imprecisión de ciertos textos de San Juan
Crisóstomo sobre el estado de justicia primitiva, sobre el pecado original y la
Gracia, fue aprovechada por Pelagio y sus seguidores en apoyo de su tesis sobre
la primacía de la acción humana en la obra de la salvación. San Agustín
redargüirles con pasajes en la enseñanza del Patriarca de Constantinopla es
enteramente conforme con la de la Iglesia católica: “Por el pecadode Adán
hemos contraído una deuda que nosotros agravamos todavía más con nuestros
pecados personales” (Hom. A los Neófitos); “El primer hombre fue creado
inmortal; pero no supo conservar su inocencia, y abusó de su libertad para hacer
el mal” (Hom. XI al pueblo de Antioquía). “El hombre vino a ser mortal, sujeto a
la concupiscencia, a la pasión, a la tristeza y a todas las debilidades que
reclaman mucha atención si no queremos ser sumergidos por los embates del mal” (Hom.
XIII sobre Ep. A los Rom.; Hom. XIX, XX, sobre el Génesis). “Adán es la figura
de Cristo. En efecto, como por su falta vino a ser Adán causa de la muerte de
todos sus descendientes, aunque éstos no fuesen culpables, por su Cruz
Jesucristo ha venido a ser causa de justicia para los que no eran justos” (Hom.
X, sobre Ep. A los Rom.).
La Gracia se les ofrece a todos, pero es
aceptada por unos, rechazada por los demás: “¿De dónde procede que éstos sean
vasos de cólera y aquéllos sean vasos de misericordia? De la propia voluntad de
cada uno. Dios, infinitamente bueno, manifiesta la misma condescendencia para
con todos; no solamente ha tenido piedad de los que se salvan, sino también de
Faraón. . . Pero si Faraón no ha sido salvado, esto no ha dependido sino de él:
no ha recibido menos que los demás” (Hom. XVI, sobre Ep. A los Rom.).
Gracia indispensable, no solamente en las
dificultades, y en los peligros, sino hasta en las circunstancias más triviales
de la vida: “El bien depende de nosostros, pero también depende de Dios”. Es
necesario primeramente que nosotros escojamos el bien; y cuando hemos escogido,
Dios nos concede lo que procede de El (Hom. XIV sobre Ep. A los Rom. Hom. I
sobre Ep. A los Ef.; Hom. XII sobre Ep. A los Heb.; Hom. X sobre S. Juan).
Como moralista
cuidadoso de estimular el esfuerzo de sus oyentes, San Juan Crisóstomo pone el
énfasis spbre la parte de la libertad humana más que sobre la de la Gracia
divina en la iniciativa del bien. Pero no trataba esta cuestión exprofeso; y
este arduo problema no había de ser abordado y resuelto sino en poco más tarde
por el Doctor de la Gracia, San Agustín.
La Iglesia es la esposa de Cristo, que la ha
comprado con su sangre (Hom. XI, sobre Ep. A los Ef.). La Iglesia es una,
católica, e indestructible, como el fundamento de la Verdad (Hom. XI sobre Ep.
I a Tim.).
Ella es independiente del poder civil y
superios a él: “Uno es el dominio de la realeza, otro el del sacerdocio, y éste
prevalece sobre aquél” (Hom. IV sobre el texto “He visto al Señor”).
La primacía ha sido conferida por Cristo a San
Pedro, “el primero, el corifeo, el príncipe de los Apóstoles, el fundamento de
la Iglesia, Jefe del universo a quien se le ha confiado el cuidado de conducir a
todo el rebaño, cuya autoridad reconoció el mismo San Pablo” (Hom. XXXII
sobre San Mateo, Homveamos XXIII sobre S. Juan, Hom. XXII sobre los Hechos de
los Apóstoles, Hom. XXIX sobre Ep. A los Rom., Hom. III sobre la Penitencia).
Llamado el “Doctor de la Eucaristía”,
San Juan Crisóstomo afirma primeramente la identidad del cuerpo de Cristo en
este sacramento y en la realidad histórica: “Cristo está presente: el mismo
Cristo que otrora hizo poner la mesa de la Cena, ha puesto ésta para vosotros.
No es un hombre quien hace que las ofrendas se conviertan en el cuerpo y en la
sangre de Cristo,sino ciertamente Cristo mismo crucificado por nosotros. Allí
está el sacerdote que lo representa y pronuncia las solemnes palabras, pero el
poder y la Gracia de Dios son las que operan: ‘Este es mi cuerpo’, dice
El. Estas palabras transforman las obleas. . . Estas palabras no han sido dichas
sino una sola vez; y desde ese día hasta ahora, hasta el retorno del Salvador,
en cada altar, en las iglesias, realizan el sacrificio perfecto” (Hom. LXXXII
sobre San Mateo, Hom. I sobre la traición de Judas). “Cristo no se contentó con
mostrarse a quienes lo deseaban; se ha dejado tocar, comer, triturar entre los
dientes, asimilar” (Hom. XLVI sobre S. Juan). “Que sus palabras se impongan
a nuestro razonamiento y a nuestos sentidos. . . No veamos solamente lo que está
bajo nuestras miradas, sino que tengamos presentes las palabras de Cristo. Así
es que una vez que sus palabras han dicho: “Este es mi cuerpo”,
rindámonos, veamos su cuerpo con los ojos de la inteligencia” (Hom. LXXXII
sobre S. Mateo). “Lo que está en el cáliz es eso mismo que brotó del costado
de Cristo y de eso es de lo que participamos.
“. . . Cuando se os presente el cuerpo de
Cristo, decíos a vosotros mismos: este es el Cuerpo que azotado con varas y
traspasado por clavos no ha sido presa de la muerte: este es el Cuerpo
ensangrentado, traspasado por la lanza, del que han manado las fuentes
saludables para toda la tierra. . . Y este Cuerpo nos lo ha dado El a tomar en
nuestras manos, para comer. . . acto de amor infinito” (Hom. XXIV, sobre Ep.
I Cor.; Hom. III sobre Ep. a los Ef.) Por lo demás, a pesar de las
expresiones realistas, el Santo Doctor sabe muy bien que el cuerpo de Cristo no
es ni triturado ni fraccionado por la comunión eucarística (Hom. I sobre S.
Mat, Hom. XVII sobre Ep. a los Heb.).
La Eucaristía es un verdadero sacrificio,
figurado por los de la Antigua Ley, y cuya única Víctima es desde ahora el
Cristo Salvador: “Ofrecemos siempre el mismo Holocausto, no ahora un cordero y
mañana otro, sino siempre el mismo, de suerte que no hay sino un solo
sacrificio” (Hom. XVII sobre Ep. a los Heb., Hom. XXI sobre los Hechos de los
Apóstoles).
En cuanto a la Penitencia, consiste
esencialmente en la contrición de los pecados, sin la cual penas eclesiásticas y
el sacramento mismo no sería sino irrisión: “Hemos expiado durante mucho
tiempo ¿decís vosotros? ¡Ah! Se trata ciertamente de duración. Pero es la
rectificación del alma lo que yo busco. Mostradme que estáis arepentidos, que
habéis cambiado, y todo está dicho. Pero si no hay nada de esto, de nada sirve
el tiempo. No preguntemos si la herida ha sido curada a menudo, sino si la
curación ha producido el efecto. . . El momento de dar de alta al herido lo
indica su estado” (Hom. XIV sobre Ep. II a los Cor.).
¿Es indispensable la confesión auricular y
habitualmente practicada? Ciertas frases podrían hacer dudar de ello: “Las
enfermedades y las heridas de las almas no se ven; no vienen por sí mismas al
conocimiento del Obispo. A menudo el mal está oculto para él; porque ninguno de
entre los hombres sabe lo que pasa en el hombre si no es el espíritu delhombre
que está en él” (Del Sacerdocio, II 2-4). Por lo demás, las frecuentes
exhortaciones a no disimular al hombre las faltas que no escapan a la mirada de
Dios, a aplicar sin temor a las faltas secretas mismas los remedios de la
penitencia parecen suponer una acusación (Hom. XXIV sobre S. Juan). Más
explícita quizá la siguiente observación: “ Para el obispo, una vez adquirido el
conocimiento del mal, el embarazo aumenta: allí se puede ligar, castigar,
cortar, quemar, pero la eficacia del remedio depende más del enfermo que del
médico” (Hom. III, sobre la Penitencia). Entre las acusaciones hechas a
San Juan Crisóstomo por sus adversarios en el Concilio de la Encina figura la de
mostrarse demasiado laxo en la admisión de los pecadores a la penitencia. Pero
si se recuerdan sus exigencias concernientes a la sinceridad de la contrición,
no se le podría reprochar una indulgencia excesiva ni un “estímulo para pecar”.
San Juan Crsóstomo no parece haber
reflexionado en los privilegios y en la eminente dignidad de la Santísima Virgen
María. Reconoce en Ella, ciertamente, a la Madre de Cristo, muy honrada por si
Divino Hijo; pero también una persona humana sujeta como todas las otras a
muchas imperfecciones.
Santo Tomás de Aquino, que cita muchas de
estas alusiones, no teme concluir de esta manera: “Cuando habla en estos
términos, el Crisóstomo yerra” (S. T. III, q. XXVII, art. 4, ad 3m).
“Juan había nacido arador, y desde sus
principios conquistó y encantó al pueblo de Antioquía. Ciertamente es él uno de
los más grandes entre todos los maestros de la palabra, tanto profana como
sagrada. Tiene desde luego una facilidad prodigiosa, y de ello podemos darnos
cuenta todavía ahora, porque sus Homilías, que de ordinario no se tomó el
trabajo de revisar, manifiestamente se ve que son admirables improvisaciones.
Toda su abundante palabra está llevada por un movimiento rápido, colorido y
animada por una viva pasión. El período no es recogido y vigorosamente
condesnsado como el período latino y como el de Demóstenes: por el contrario, se
desenvuelve por grados sucesivos, con reanudaciones imprevistas, con un cierto
descuido, pero un descuido lleno de gracia”.
De cierta falta de construcción lógica, a
veces de cierto desorden, de digresiones o paréntesis que los teóricos no
dejarían de reprochar en los discursos de San Juan Crisóstomo, el autor mismo se
justifica: “Si trato de tantas cosas en cada uno de mis discursos, si los
varío sin cesar, es que quiero que cada quien tenga su palabra, que tenga su
presa, y que nadie vuelva a su casa con las manos vacías” (Hom. XXIII, sobre S.
Juan). Así se explica que 130l interrumpa el hilo de las ideas, un día para
interpelar a oyentes extraños que acaba de descubrir repentinamente, otra vez
para apostrofar a la asistencia que se deja distraer un momento por los
sacristanes que están encendiendo las lámparas.
Aparte de los fieles ávidos de la palabra de
Dios, los espíritus curiosos se encantaban con las ideas inesperadas, con las
imágenes pintorescas, las anécdotas placenteras; y los amantes del bello
lenguaje abrevaban en “ este cristiano de Siria junto al cual todos los hellenos
de su tiempo no eran sino bárbaros” (Willamowitz-Mollendorff).
Desde el punto de vista histórico, San juan
Crisóstomo nos presenta un cuadro de costumbres de su tiempo, y no es un cuadro
halagüeño elque nos presenta este predicador austero, que se encarniza en
fustigar los vicios y que sueña con una sociedad auténticamente cristiana. Los
escándalos de la riqueza y la caridad para con los pobres eran unos de sus temas
favoritos. Viendo una nueva encarnación en Cristo en el pobre, pone en su boca
este lenguaje frente al rico: “Ciertamente podría alimentarme yo mismo, pero
prefiero errar mendigando, tender la mano ante tupuerta, para que tú me
alimentes. Por amor a ti es por lo que obro así: amo tu mesa como la aman tus
amigos; me honro en ser admitido a ella, a la faz del mundo te lleno de
alabanzas y a todos te muestro como mi mantenedor” (Hom. XVIII, sobre Ep. a los
Rom.).
El historiador
Sócrates lo acusa de haber sido arrogante, áspero. Hablando con toda equidad, no
se puede ver en sus recriminaciones sino una absoluta fidelidad a principios que
no aceptan componendas y la firmeza de una conciencia que nada intimidó jamás.
Llevado, en la más alta sede episcopal del Oriente, la vida ascética de un monje
del desierto, asumió durante diez años la ingrata tarea de testigo de la Verdad
y de la Caridad en el medio más falso y más brutal. Su ideal no se ha extinguido,
pues no es otro que el proclamar el Evangelio; y los acentos con los cuales lo
ha proclamado permanecer insuperables después de quince siglos.
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L’Eglise des Apôtres et des Martyrs, I’Eglise des temps barbares.
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