Nació
en Aquileya, ciudad de la Italia septentrional, hacia el año 340, en el seno de
una familia profundamente cristiana. Los pocos datos que conservamos de su
infancia y adolescencia proceden de una carta de San Jerónimo y de la Apología
de Rufino. Desde el año 370 fue miembro del clero de su ciudad. En calidad de
colaborador del obispo Valeriano participó en el Sínodo local que, convocado
en el 381 bajo la dirección de San Ambrosio, condenó el semiarrianismo. A la
muerte de Valeriano en el 388, Cromacio ocupó la sede de Aquileya. En el
desempeño de este cargo desarrolló una intensa actividad pastoral durante
veinte años, dedicándose por entero a la predicación, a la administración de
los sacramentos y a las tareas de gobierno. Murió en el año 407 ó 408.
De su
abundante producción literaria sólo conservamos 45 homilías —algunas en
estado fragmentario—, y 61 tratados. Estos dos tipos de obras descubren otros
tantos rasgos importantes de la figura de San Cromacio: al lado del pastor,
preocupado por enseñar las verdades de fe a sus fieles, surge el exegeta, que
realiza con erudición y piedad el comentario a los textos evangélicos de San
Mateo.
Escribió
también numerosas epístolas—que se han perdido—a personajes de la época:
San Ambrosio, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo... A través de ellas,
estimuló en su trabajo de traductores a San Jerónimo y a Rufino de Aquileya,
animándoles a poner al servicio de la Iglesia sus conocimientos lingüísticos.
LOARTE
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LAS BlENAVENTURANZAS
(Sermón
41, sobre las ocho bienaventuranzas)
Este
concurso y afluencia de pueblo en un día de mercado nos ofrece la ocasión de
proponeros, hermanos, la palabra del Evangelio, porque las realidades de este
mundo son figura de las espirituales y las cosas de la tierra ofrecen la imagen
de las del Cielo. En efecto, el Señor y Salvador nuestro nos señala
frecuentemente las realidades celestes recurriendo a las de la tierra, como
cuando dice: semejante es el reino de los cielos a una red echada en la mar (Mt
13, 47), y aun: el reino de los cielos se parece a un mercader que va en busca
de una perla preciosa (Mt 13, 45).
Así
pues, si la misión del mercader es permitir que cada uno, según sus intereses,
ponga en venta lo que le sobra o compre lo que le falta, no estará fuera de
lugar que también yo os ofrezca la mercancía que el Señor me ha confiado,
particularmente la predicación; pues—aunque ínfimo e indigno—me ha
escogido entre aquellos siervos a los que ha distribuido talentos para que los
empleen y obtengan ganancia. Ciertamente no faltarán los mercaderes donde, por
gracia de Dios, hay tantos y tales oyentes. Y es más necesario buscar un
beneficio celestial allí donde no se descuidan los intereses materiales.
Deseo
ofreceros, queridísimos hermanos, las perlas preciosas de las bienaventuranzas,
tomadas del Evangelio: Abrid, pues, las arcas de vuestro corazón, comprad,
tomad con avidez, adueñaos con alegría.
Mientras
se juntaban multitudes de diversas regiones, el Señor y Dios nuestro, Hijo
Unigénito del Sumo Padre, que se ha dignado hacerse hombre siendo Dios, y
maestro siendo el Señor, tornó consigo a sus discípulos, es decir, a sus
Apóstoles, subió a la montaña y comenzó a enseñarles diciendo:
bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los
cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra (Mt 5,
34)... El Señor, Salvador nuestro, pone como escalones extremadainente
sólidos, de piedras preciosas, por los que las almas santas y fieles puedan
encaramarse y subir hasta ese bien supremo que es el reino de los cielos. Deseo,
por tanto, hermanos queridísimos, indicaros brevemente cuáles son esos
escalones; prestad atención con toda vuestra mente y con toda vuestra alma,
porque las cosas de Dios no son de poca importancia.
Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 3).
Principio estupendo, hermanos míos, de la doctrina celestial. El Señor no
comienza por el miedo, sino por la bienaventuranza; no suscita temor, sino más
bien deseo. Como un árbitro o quien da un espectáculo de gladiadores, ofrece
un premio importante a los que luchan en este estadio espiritual, a fin de que
no teman las fatigas y, a la vista del premio, no tiemblen ante los peligros.
Bienaventurados, pues, los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de
los cielos. El Señor no ha dicho simplemente, sin precisar, que son felices los
pobres, sino que ha especificado: los pobres de espíritu. En efecto, no se
puede llamar bienaventurada cualquier pobreza, porque frecuentemente deriva de
desgracia, de costumbres depravadas y hasta de la cólera divina. Bienaventurada
es, pues, la pobreza espiritual, es decir, la de aquellos hombres que en
espíritu y voluntad se hacen pobres por Dios, renunciando a los bienes del
mundo y donando espontáneamente sus propias riquezas. A éstos se les llama
bienaventurados con justo título, porque son pobres de espiritu y porque de
ellos es el reino de los cielos: por medio de la pobreza voluntaria se consiguen
las riquezas del reino de los cielos.
El
Señor prosigue: bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra (Mt 5,
4). De modo admirable, tras el primer peldaño, se indica el segundo:
bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra. Pero de la misma manera
que no es posible, sin respetar el orden de los escalones, pararnos en el
segundo si no se ha subido el primero, así un hombre no podrá ser manso si
antes no se ha hecho pobre de espíritu. ¿Cómo podría un alma en medio de las
riquezas, de las preocupaciones y de los afanes del mundo, de los que nacen
agitaciones, litigios, recursos de apelación, iras y exacerbaciones sin fin;
cómo podría, digo, en medio de todo esto, ser dulce y mansa un alma si antes
no hubiera renunciado con un corte neto a todo lo que provoca cólera y a toda
ocasión de disputas? El mar no se aquieta hasta que cesan los vientos; el fuego
no se extingue mientras no se quita el material combustible y las ramas secas de
los arbustos. Del mismo modo un espíritu no podrá ser dulce y manso mientras
no haya renunciado a cuanto excita e inflama. El segundo escalón viene, pues,
oportunamente detrás del primero, porque los pobres de espíritu comienzan ya a
estar en el camino de la mansedumbre.
Y he
aquí el tercero: bienaventurados los que lloran, porque serán consolados (Mt
5, 5). ¿Cuál es para nosotros este llanto saludable? Desde luego no el que
nace de la pérdida de nuestros bienes, o de la muerte de nuestros seres
queridos, o de la privación de los honores de este mundo: de estas cosas no ha
de dolerse quien ha llegado a ser pobre de espíritu. Es saludable el llanto que
se derrama por los propios pecados, recordando el juicio de Dios. En medio de
las innumerables ocupaciones y de las dificultades de este mundo, el alma no
podía pensar en sí misma; pero libre ya de cuidados y amansada, se aplica a
mirarse más de cerca, a examinar sus acciones del día y de la noche; comienzan
entonces a aparecer las heridas de las culpas pasadas, a las que siguen llantos
y lágrimas saludables y muy útiles para atraer enseguida la consolación
celestial, pues es veraz el que ha dicho: bienaventurados los que lloran, porque
serán consolados.
Pasemos,
hermanos míos, al cuarto escalón: bienaventurados los que tienen hambre y sed
de justicia, porque serán saciados (Mt 5, 6). Después del arrepentimiento,
después de los llantos y las lágrimas derramadas sobre los pecados, ¿qué
otra hambre y qué otra sed puede nacer sino de la justicia? Como se alegra por
la luz ya próxima quien ha pasado la noche en la oscuridad, y como desea comer
y beber quien ha digerido la amarga bilis, así también el alma del cristiano,
tras haber expiado los propios pecados con el dolor y con las lágrimas, sólo
tiene hambre y sed de la justicia de Dios y con derecho se alegrará de ser
saciada de cuanto desea.
Pasemos
ahora el quinto escalón: bienaventurados los misericordiosos, porque
alcanzarán misericordia (Mt 5, 7). Nadie podrá dar nada a nadie si antes no lo
ha dado a sí mismo. Así, tras haber obtenido misericordia y abundancia de
justicia, el cristiano comienza a tener compasión de los infelices y empieza a
rezar por los otros pecadores. Se vuelve misericordioso incluso hacia sus
enemigos. Se prepara, con esta bondad, una buena reserva de misericordia para la
llegada del Señor. Por eso se ha dicho: bienaventurados los misericordiosos,
porque alcanzarán misericordia.
He
aquí el sexto escalón: bienaventurados los limpios de corazón, porque verán
a Dios (Mt 5, 8). Ciertamente están ya limpios de corazón y podrán ver a Dios
los pobres de espíritu, los mansos, los que han llorado sus propios pecados,
los que se han nutrido de justicia, y los misericordiosos que hasta en la
adversidad mantienen el ojo de su corazón tan limpio y claro que pueden mirar
sin ardor de malicia y sin obstáculo la inaccesible claridad de Dios. La pureza
del corazón y la rectitud de la conciencia no soportarán una nube para mirar
al Señor.
Sigue,
hermanos míos: bienaventurados los obradores de paz, porque serán llamados
hijos de Dios (Mt 5, 9). Grande es la dignidad de cuantos se afanan por la paz,
pues son considerados hijos de Dios. Es seguro bien restablecer la paz entre
hermanos que se llaman a juicio por cuestiones de interés, de vanagloria o de
rivalidad. Pero esto no merece más que una modesta recompensa, porque el Señor
había dicho para ejemplo nuestro: ¿quién me ha constituido juez o partidor
sobre vosotros? (Lc 12, 14). Y antes: no reclames lo tuyo a quien te lo toma (Lc
6, 30). Y en otro lugar: ¿cómo podríais creer vosotros, que andais en busca
de gloria, los unos de los otros? (Jn 5, 44). Hemos de darnos cuenta de que
existe una obra de paz de mejor calidad y más sublime: me refiero a la que,
mediante una asidua enseñanza, lleva la paz a los paganos, enemigos de Dios; la
que corrige a los pecadores y, mediante la penitencia, los reconcilia con Dios;
la que devuelve al recto camino a los herejes rebeldes; la que recompone en la
unidad y en la paz a cuantos andan en desacuerdo con la Iglesia. Tales obradores
de paz no son sólo bienaventurados, sino bien dignos de ser llamados hijos de
Dios. Por haber imitado al mismo Hijo de Dios, Cristo al que el Apóstol llama
nuestra paz y nuestra reconciliación (cfr. Ef 2, 14-16 2 Cor 5, 18-19), se les
concede participar de su nombre.
Bienaventurados
los perseguidos a causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los
cielos (Mt 5, 10). No cabe duda, hermanos, de que la envidia es siempre
compañera del bien realizado. Por no hablar de la crueldad de los
perseguidores, cuando se comienza a practicar una justicia rigurosa, a combatir
la arrogancia, a amonestar a los incrédulos para que se pongan en paz con el
Señor; cuando además se comienza a disentir de quien vive en la mundanidad y
en el error, enseguida estallan las persecuciones; es inevitable que surjan los
odios y que la rivalidad difame. Así conduce Cristo finalmente a sus seguidores
al último peldaño, a esa cima, a esa altura, no sólo para que resistan en el
sufrimiento, sino para que se gocen en el morir.
Bienaventurados
seréis—dice—cuando os ultrajen y persigan y, mintiendo, digan de vosotros
todo género de mal a causa de la justicia. Alegraos y exultad, porque es grande
vuestra recompensa en los cielos. Así persiguieron a los profetas que fueron
antes que vosotros (Mt 5, 1 1-12). Es perfecta virtud, hermanos, después de
obras de gran justicia, ser ultrajados por la verdad, ser afligidos con
tormentos y, al fin, heridos de muerte sin dejarnos aterrorizar, siguiendo el
ejemplo de los profetas que, atormentados de muchas maneras por la justicia,
merecieron ser asimilados a los sufrimientos y premio de Cristo. Este es el
peldaño más alto, en el que Pablo, mirando a Cristo, decía: mi única mira
es, olvidando las cosas de atrás, y atendiendo sólo y mirando a las de
delante, ir corriendo hacia la meta, para ganar el premio a que Dios llama desde
lo alto por Jesucristo (Fil 3, 13-14). Y más claramente aún a Timoteo: he
combatido el buen combate, he terminado mi carrera (2 Tim 4, 7). Y como quien ha
subido todos los escalones, añade: he guardado la fe. Ya me está preparada la
corona de la justicia (Ibid. 4, 8). Terminada la carrera, a Pablo no le quedaba
más que alcanzar glorioso, a través de las tribulaciones y de los
sufrimientos, el peldaño más alto del martirio. La palabra del Señor nos
exhorta, pues, oportunamente: alegraos y exultad, porque grande es vuestra
recompensa en los cielos; y El muestra con claridad que esta recompensa aumenta
con el aumento de las persecuciones.
Hermanos,
ante vuestros ojos están estos ocho escalones del Evangelio, construidos, como
decía, con piedras preciosas. He aquí esa escalera de Jacob que comenzaba en
la tierra y cuya cumbre tocaba el cielo. El que la sube encuentra la puerta del
cielo y, habiendo entrado por ella, estará con alegría sin fin en la presencia
del Señor, alabándole eternamente con los ángeles santos. Éste es nuestro
comercio, éste es nuestro mercado espiritual. Demos, benditos de Dios, lo que
tenemos; ofrezcamos la pobreza de espíritu para recibir la riqueza del reino de
los cielos que nos ha sido prometida; ofrezcamos nuestra mansedumbre, para
poseer la tierra y el paraíso; lloremos los pecados propios y ajenos, para
merecer el consuelo de la bondad del Señor; tengamos hambre y sed de justicia,
para ser saciados más abundantemente; demos misericordia, para recibir
verdadera misericordia; vivamos como obradores de paz, para ser llamados hijos
de Dios; ofrezcamos un corazón puro y un cuerpo casto, para ver a Dios con
clara conciencia; no temamos las persecuciones por la justicia, para ser
herederos del reino de los cielos, acojamos con gozo y alegría los insultos,
los tormentos, la muerte misma—si llegara a sobrevenir—por la verdad de
Dios, a fin de recibir en el cielo una gran recompensa con los Apóstoles y los
Profetas.
Y
para que el fin de mi discurso concuerde con el principio: si los comerciantes
se alegran por las frágiles ganancias del momento, ¡cuánto más hemos de
alegrarnos y felicitarnos todos juntos por haber encontrado hoy estas perlas del
Señor, con las que no se puede comparar ningún bien de este mundo! Para
merecer comprarlas, obtenerlas y poseerlas, hemos de pedir el auxilio, la gracia
y la fuerza al Señor mismo. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos.
Amén.
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