Los
datos que poseemos sobre San Paciano, Obispo de Barcelona en la segunda mitad
del siglo IV, se deben exclusivamente al testimonio de San Jerónimo, que alaba
su integridad de vida y su elocuente enseñanza. Aparte de algunos títulos de
obras hoy perdidas, no conocemos en la actualidad más que unas pocas páginas
de este Padre de la Iglesia; suficientes, sin embargo, para poner de relieve su
calidad teológica y su maestría como predicador. A él se debe la célebre
frase, llena de santo orgullo por la verdadera fe recibida en la Iglesia:
«cristiano es mi nombre, católico mi apellido».
En
sus cartas y homilías reafirma, frente a los errores de los novacianos (que
limitaban el poder de la Iglesia para perdonar los pecados), la verdadera
doctrina católica. Conservamos tres cartas a un tal Simproniano, y un tratado—importante
para la historia del sacramento de la Penitencia—que se ocupa de los diversos
tipos de pecados, de la disciplina penitencial. Desarrolla conceptos propuestos
por Tertuliano y San Cipriano, mas ningún otro tratado anterior arroja una luz
tan viva y concreta sobre los diversos elementos del Sacramento de la
Penitencia, tal como se practicaba en la antigüedad cristiana.
También
es suyo un Sermón sobre el Bautismo, del que a continuación se recogen unos
párrafos. Destaca la clara exposición del pecado original y su transmisión al
género humano, la necesidad de la Redención, y la importancia del Bautismo,
sacramento que hace renacer en Cristo, perdonando el pecado e infundiendo la
vida nueva de la gracia.
LOARTE
*
* * * *
SAN PACIANO DE BARCELONA, de donde fue obispo, murió
poco antes del 392. Escribió sobre el bautismo, sobre la penitencia y contra los
novacianos, así como una obra, perdida, el Cervus, contra los desórdenes
con que se celebraba el año nuevo en su ciudad. Buen teólogo, escribió con
elegancia y en un tono amable.
La
justificación en Jesucristo
(Sermón
sobre el Bautismo, 1-5)
Comprended,
queridísimos hijos, en qué muerte se halla el hombre antes de recibir el
Bautismo. Ciertamente no ignoráis la antigua historia del retorno de Adán a su
origen terreno, ni la condenación que lo sujetó a la ley de una muerte eterna.
Desde entonces, todos sus descendientes, sometidos a la misma ley, han estado
sujetos a esta muerte que ha reinado sobre todo el género humano desde Adán
hasta Moisés. Mas bajo Moisés, fue elegido un solo pueblo, descendiente de
Abraham. Se le pidió que fuera capaz de observar la ley de justicia.
Entretanto, nosotros [los gentiles] estábamos retenidos en la cárcel del
pecado para ser presa de aquella muerte. Estábamos destinados a alimentarnos de
bellotas y a guardar piaras, es decir, a cumplir actos inmundos bajo el influjo
de los ángeles malos. Bajo su imperio no nos era permitido practicar la
justicia, y ni siquiera conocerla. La naturaleza misma de las cosas imponía la
sumisión a tales señores. ¿Cómo hemos sido liberados de este poder tiránico
y de esta muerte? ¡Escuchadlo!
Como
ya os he contado, Adán, después de pecar, fue entregado a la muerte por el
Señor, que le dijo: eres polvo y al polvo has de volver (Gn 2, 19). Esta
condena se transmitía a todo el género humano. Todos, en efecto, han pecado en
razón de las exigencias de la naturaleza misma, según la palabra del Apóstol:
así como por un solo hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la
muerte. asé también la muerte se propagó en todos los hombres porque todos
han pecado (Rm 5, 12). Era el reino del pecado lo que nos arrastraba hacia la
muerte, como a cautivos cargados de cadenas hacia una muerte sin fin. Mas antes
del tiempo de la Ley nadie tenia conciencia de este pecado, como lo dice el
Apóstol. Antes de la promulgación de la Ley, el mundo ignoraba el pecado, en
el sentido de que el pecado no aparecía a sus ojos. Pero el pecado revivió con
la llegada de la Ley (cfr. Rm 5, 13; 7, 9). Fue desvelada su existencia y por
consiguiente se hizo visible: pero esta intervención de la Ley fue vana, pues
casi nadie la observaba. La Ley decía: no cometerás adulterio, no matarás, no
codiciarás; sin embargo, la concupiscencia permanecía, con todos sus vicios.
Antes de la Ley, el pecado mataba con una espada escondida; desde la Ley, el
pecado fue sacado a plena luz. ¿Qué esperanza, pues, restaba al hombre? Sin la
Ley, el hombre perecía porque ignoraba su pecado. Bajo el régimen de la Ley,
perecía por caer conscientemente en el pecado. ¿Quién ha podido liberarlo
entonces de la muerte? Escuchad al Apóstol: ¡desdichado de mi! ¿Quién me
librará de este cuerpo de muerte? Y añade: la gracia, por Jesucristo Nuestro
Señor (Rm 7, 24-25).
¿Y
qué es la gracia? Es la remisión del pecado. Es, por lo tanto, un don. Cristo
vino a rescatar al hombre y lo ha devuelto a Dios, purificado, inocente, libre
de la prisión del pecado. He aquí, dice Isaías, que la virgen concebirá y
dará a luz un hijo que llamará Emmanuel. Se alimentará de leche y miel hasta
que sepa desechar el mal y elegir el bien (ls 7, 14-1S). A propósito de este
hijo, el mismo Isaías añade más adelante: jamás cometió pecado ni profirió
mentira su boca (Is 53, 9). Poderoso por esta inocencia, Cristo emprendió la
restauración de nuestra dignidad, precisamente en una carne de pecado.
Pronto
el demonio, padre del pecado de desobediencia, que antes habla engañado al
primer hombre, se impacientó, se agitó y tembló. Era menester vencerlo
abrogando la ley del pecado, la única que había permitido al demonio someter
al hombre. El diablo se arma para combatir al Inocente. Ante todo, recurre a la
misma argucia con la que derribó a Adán en el Paraíso: insinúa a Cristo una
cuestión de prestigio, como solícito de su autoridad celestial: si eres el
Hijo de Dios, le dice, di que estas piedras se conviertan en panes (Mt 4, 3). El
tentador esperaba que Jesús se plegaria a esta invitación, para desvelar su
naturaleza divina. El demonio no se detuvo allí. Le sugiere precipitarse desde
lo alto, asegurándole que los ángeles, encargados por el Padre de llevarle
sobre sus alas, lo recogerán con sus manos, para que su pie no choque con
ninguna piedra. Así el Señor podría comprobar si en verdad se referían a Él
tales providencias dispuestas por el Padre, a las que el tentador le insta a
acogerse. La Serpiente, rechazada de nuevo, hace ya ademán de ceder y le
promete los mismos reinos de la tierra que en otro tiempo había arrebatado al
primer hombre... Pero en todos estos combates, el enemigo es derribado,
subyugado por la fuerza de lo alto, como dice el Profeta dirigiéndose al
Señor: Tú acallarás a enemigos y rebeldes y contemplaré tu cielo, la obra de
tus manos (Sal 8, 3-4).
El
demonio se había visto obligado a ceder, pero no se consideró derrotado.
Recurriendo a sus habituales artimañas, sobornó a escribas, fariseos y a toda
la ralea de sus cómplices impíos, excitándolos a la cólera. Después de
haber empleado diversos métodos y actitudes hipócritas, con el fin de
engañar, al modo de la serpiente, a cuantos seguían al Señor, se confirmó el
fracaso de sus tentativas. Al final, atacaron de frente, como salteadores,
infligiendo a Cristo los crueles tormentos de la Pasión. Esperaban así que,
vencido por la humillación o el dolor, se permitiera alguna actitud o palabra
injusta; así el Mesías habría perdido al hombre [la naturaleza humana] que
llevaba en sí, y habría abandonado su alma a los infiernos. Sus enemigos no
tenían más que un deseo: poderlo contar como pecador: el aguijón de la muerte—dice
el Apóstol—es el pecado (I Cor 15, 56). Cristo resistió, como Aquél que
jamás cometió pecado alguno y en cuya boca no se encontró engaño (1 Pe 2,
22), según hemos dicho, lo cual se verificó incluso cuando le conducían al
suplicio. Allí estuvo su victoria: en ser condenado a pesar de su inocencia. En
efecto, el demonio había recibido plenos poderes sobre los pecadores, y
reivindicaba el mismo poder sobre el Justo. Ésa fue su derrota: arrogarse en
relación al Justo unos derechos que la Ley divina no le reconocía. De ahí la
palabra del profeta al Señor: Tú eres justo cuando das sentencia. Y sin
reproche cuando castigas (Sal 50, 6).
Según
las palabras del Apóstol, Él ha despojado a los principados y potestades, y
los ha dado en espectáculo ante la faz del mundo. arrastrándolos en su cortejo
triunfal (Col 2, 15). He aquí por qué Dios no ha abandonado su alma en el
sepulcro, ni ha dejado que su Santo conozca la corrupción (Sal 15, 10). Así es
como, pisoteando el aguijón de la muerte, resucitó al tercer día en su carne,
para reconciliarla con Dios y devolverla a la eternidad, después de la derrota
y destrucción del pecado.
Pero
si sólo Él ha vencido, ¿cuál fue el provecho para los demás? Escuchad
brevemente. El pecado de Adán se había transmitido a toda la raza humana: por
un solo hombre entró el pecado en el mundo, dice el Apóstol, y por el pecado
la muerte; así la muerte se propagó a todos los hombres (Rm 5, 12). La
justicia de Cristo se extiende así también necesariamente a toda la raza
humana. Si Adán, por su pecado, ha causado la perdición de toda su
descendencia, Cristo, por su justicia, ha dado vida a toda su raza. El Apóstol
insiste en esto: como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron
constituidos pecadores, así por la obediencia de uno solo, muchos serán
constituidos justos. Del mismo modo que el pecado reinó para dar la muerte,
así también la gracia reinará en virtud de la justicia para dar la vida
eterna por Jesucristo Nuestro Señor (Rm 5, 19-21).
Obras publicadas en
versión bilingüe por L. RUBIO FERNÁNDEZ, Facultad de Filosofía y Letras,
Barcelona 1958.
Exhortación a la
penitencia
Sus diocesanos no
han hecho caso a su reprensión:
Aunque en algunas
ocasiones, si bien desordenadamente, hablé de la reconciliación de los
penitentes, recordando ahora la solicitud del Señor, que, ante la pérdida de una
sola oveja, no titubeó en cargarla sobre su cuello y espaldas, devolviendo su
querida (oveja) pecadora para completar su rebaño; trataré, en la medida de mis
posibilidades, de describir con mi pluma tan gran dechado de virtud y, aunque
siervo con mi escaso talento de siervo, imitaré la industriosa laboriosidad del
Señor.
Mi único temor,
amadísimos míos, es que, vituperando las costumbres de quienes se resisten a mis
habituales amonestaciones, les enseñe a pecar más bien que a reprimir el pecado:
que tal vez fuera mejor, a ejemplo de Solón, el ateniense, silenciar los delitos
graves que precaverse de ellos; y que hasta tal punto hayan degenerado las
costumbres de nuestras gentes que se consideren incitadas a una cosa cuando se
les prohibe. Efectivamente, creo que el tratado del Ciervo logró
últimamente este resultado: que se pusiera tanto mayor afán en celebrarlo cuanto
era mayor el empeño en censurarlo. Y toda aquella crítica de un vicio
frecuentemente señalado y condenado, no parece haber frenado sino enseñado el
libertinaje. ¡Pobre de mí! ¿Qué crimen es el mío? Me parece que no sabrían
hacer el ciervo si yo, con mi censura, no se lo hubiera enseñado.
Sea ello cierto.
Los apóstatas o los excluidos de la Iglesia suelen ofenderse por la censura,
indignados desde luego al ver que alguien se atreve a vituperar sus costumbres.
Y así como el cieno suele oler mal principalmente cuando se mueve, y una hoguera
arde más cuando se agita, y la rabia se irrita con mayor vehemencia si se la
provoca, así también ellos suelen romper a patadas el aguijón de una censura
necesaria, no por cierto sin lastimarse y herirse en la lucha.
Vosotros en cambio,
amadísimos míos, recordad que ha dicho el Señor: Reprende al prudente, y te
amará; reprende al necio, y te aborrecerá. Y también: Yo reprendo y
castigo a los que amo. Y en consecuencia, creedme: el celo suave y atento
puesto en este trabajo que he emprendido como vuestro hermano y vuestro obispo
atendiendo a la voluntad del Señor, es fruto no del rigor sino de la caridad,
que pretende ganaros con cariño, no venceros a fuerza de resistencia.
Además nadie se
figure que este sermón sobre la penitencia vaya dirigido tan sólo a los
penitentes y, así, todo aquel que no lo es en ninguno de sus grados, desprecie
cuanto aquí se diga como destinado a los demás; pues con esta especie de broche
se enlaza toda la doctrina de la Iglesia; ya que los catecúmenos han de velar
por no caer, los fieles por no reincidir; y los mismos penitentes han de
trabajar para conseguir rápidamente el fruto del arrepentimiento.
El orden de mis
explicaciones será el siguiente: en primer lugar trataré de la clasificación de
los pecados, para que nadie crea que se ha impuesto el sumo castigo a todos los
pecados sin distinción. Luego hablaré de aquellos fieles que, ruborizándose de
su remedio, en mala hora se avergüenzan y comulgan con el cuerpo y el alma
igualmente manchados. Muy tímidos en presencia de los hombres, ante Dios en
cambio sumamente atrevidos, contaminan con sus manos profanas y su boca sucia el
altar que inspira respeto a los santos e incluso a los ángeles. En tercer lugar
tratará mi sermón de aquellos que habiendo confesado y declarado debidamente sus
pecados, ignoran o rechazan los remedios de la penitencia y los ejercicios
propios con que esta penitencia se satisface.
Finalmente nos
esforzaremos por manifestar con la máxima claridad qué castigo espera a quienes
no hacen penitencia o incluso la desprecian, muriendo así con su llaga y su
dolencia; y, por otra parte, qué corona, qué premio espera a quienes limpian las
manchas de su conciencia con una confesión correcta y canónica.
(1-2; o.c. 137-139)
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