Nacido
en Mauritania, pasó casi toda su vida en el Norte de Italia. Fue obispo de
Verona, ciudad que hoy le venera corno Patrono, y se distinguió por la lucha
llevada a cabo contra el ya decadente paganismo, contra la herejía arriana y
contra ciertos abusos que se habían infiltrado entre los cristianos.
Dedicó
todas sus energías al cuidado de sus fieles. Así lo atestiguan sus vibrantes
sermones—recopilados después de su muerte, acaecida hacia el año 371—, en
los que expone las verdades centrales de la fe y exhorta a la práctica de las
virtudes cristianas. Muchos están dirigidos a los catecúmenos, como
preparación inmediata al Bautismo. En estas homilías se revela gran orador,
con un conocimiento profundo de las letras cristianas y paganas.
Entre
los sermones breves—o tractatus—merece particular atención el dedicado a
las tres virtudes teologales. Es una de las primeras obras sistemáticas de la
literatura eclesiástica sobre la fe, la esperanza y la caridad. San Zenón
enseña de manera clara y escueta que las virtudes teologales se hallan en la
base de la vida cristiana y que no han de separarse unas de otras, pues
constituyen la trama de nuestra unión con Dios.
LOARTE
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Virtudes-teologales
(Tratado sobre la fe, la esperanza y la caridad, I-IV)
(Tratado sobre la fe, la esperanza y la caridad, I-IV)
Tres
cosas son fundamentales para la perfección del cristiano: la fe, la esperanza y
la caridad; y de tal modo se enlazan estas virtudes entre sí, que cada una de
ellas es necesaria a las otras. Si la esperanza no va por delante, ¿a quién
aprovechará la fe? Si la fe no existe, ¿cómo nacerá la esperanza? Y si a la
fe y a la esperanza les quitas la caridad, una y otra quedarán inútiles, pues
ni la fe obra sin la caridad, ni la esperanza sin la fe. Por consiguiente, el
cristiano que desee ser perfecto ha de fundamentarse en las tres: si le falta
alguna, no alcanzará la perfección de su obra.
EP/ZENON-DE-VERONA:
En primer lugar se nos propone la esperanza de las cosas futuras, sin la que las
mismas cosas presentes no pueden mantenerse en pie. Es más: quita la esperanza,
y se paralizará la humanidad entera; quita la esperanza, y cesarán todas las
artes y todas las virtudes; quita la esperanza, y todo quedará destruido.
¿Qué hace el niño junto al maestro, si no espera fruto de esas letras? ¿En
qué barca se aventurará el navegante entre las olas del mar, si no espera una
ganancia ni confía en llegar al puerto deseado? ¿Qué soldado menospreciará,
no ya las injurias del cruel invierno o del tórrido verano, sino a sí mismo,
si no abriga la esperanza de una gloria futura? ¿Qué agricultor esparcerá la
semilla, si no piensa que recogerá la cosecha como premio de su sudor? ¿Qué
cristiano se adherirá por la fe a Cristo, si no cree que ha de llegar el tiempo
de la felicidad eterna que se le ha prometido? (...).
Por
tanto, hermanos, abracemos con tenacidad la esperanza; custodiémosla entre
todas las virtudes, dediquémonos a cultivarla constantemente. La esperanza es
el fundamento inconmovible de nuestra vida, baluarte invicto y dardo contra los
asaltos del demonio, coraza impenetrable de nuestra alma, ventajosa y verdadera
ciencia de la ley, terror de los demonios, fortaleza de los mártires, esplendor
y muralla de la Iglesia. La esperanza es sierva de Dios, amiga de Cristo,
convidada del Espíritu Santo. El presente y el futuro le están sometidos: el
presente, porque lo desprecia; el futuro, porque sabe de antemano que es suyo.
No teme que no venga, pues siempre lo lleva consigo en el ámbito de su poder.
Por esto, Abraham, esperando contra toda esperanza confió en Dios, que le
haría padre de muchas gentes (/Rm/04/18). Contra toda esperanza, es decir,
porque parece imposible y no es objeto de visión; pero se hace posible por esta
esperanza cuando se confía en la palabra de Dios sin ninguna duda y con firmeza
pues dice el Señor: todo es posible para el que cree (Mc 9, 22). Por eso
Abraham creyó en Dios, y le fue reputado para justicia (Gn 15, 6). Es justo por
haber sido fiel, pues el justo vive de la fe (Gal 3, 6); y es fiel por haber
creído en Dios: si no hubiera tenido fe, no habría podido ser justo ni padre
de los pueblos. Por esta razón es evidente que una e inseparable es la
naturaleza de la esperanza y de la fe: si cualquiera de ellas falta en el
hombre, mueren las dos.
La
fe es lo más propiamente nuestro, pues dice el Señor: tu fe te ha salvado (Mc
10, 52). Por tanto, si es nuestra, conservémosla como nuestra, para que con
motivo podamos esperar las cosas que aún no poseemos. Nadie recuenta los
haberes de un dilapidador, ni honra al desertor con las recompensas del triunfo,
más aún estando escrito: al que tiene se le dará y tendrá en abundancia;
pero al que no tiene, ano eso que posee le sera quitado (Mt 13, 12).
Por
la fe, hermanos, Henoch mereció que Dios le trasladase de lugar con su cuerpo,
contra la ley de la naturaleza. Por la fe, salvándose, Noé no halló a nadie
con quien hablar que había habido un diluvio. Por la fe llegó Abraham a la
amistad con Dios, Isaac se distinguió más que los restantes (cfr. Heb 11, 5,
7, 8, 20), y José sometió a Egipto bajo su autoridad (cfr. Gn 32, 41). Esta fe
le hizo a Moisés un muro de cristal en el Mar Rojo (cfr. Ex 14, 22); puso sus
frenos al sol y a la luna para que, abandonando su curso acostumbrado, se
sometieran al deseo de Josué (Jos 10, 13); ofreció al inerme David el triunfo
sobre el armado Goliat (cfr. I Sam 17) y no desmayó en Job, asaltado de
frecuentes y graves males (Job 1 y 2). Ella fue medicina en la ceguera de
Tobías (cfr. Tob 11); en Daniel, ató las fauces a los leones (cfr. Dan 6); y
convirtió para Jonás la ballena en barca (cfr. Jon 2). Ella sola venció en el
ejército de los hermanos Macabeos (cfr. 2 Mac 7) e hizo agradables los fuegos a
los tres jóvenes (cfr. Dan 3). Esta fe hizo que Pedro se atreviera a caminar
sobre el mar (cfr. Mt 24, 29), y fue la causa de que los Apóstoles curaran a
muchos de sus contagiosas úlceras y enfermedades, cambiando la lepra deforme en
limpia piel. Por esta fe, añadiré, mandaron ver a los ciegos, oír a los
sordos, hablar a los mudos, correr a los cojos, fortalecer a los paralíticos,
huir de los posesos a los demonios y, con frecuencia, volver de los sepulcros en
sus propios funerales a los mismos muertos, para que todos vieran convertirse en
lágrimas de alegría las que hasta entonces lo habían sido de tristeza.
Pero
es largo, hermanos, ir detallando los hechos de la fe; sobre todo, porque la
caridad presenta unos hechos aún más portentosos. Y es lógico que sea así,
pues de tal modo se eleva la caridad por encima de todas las virtudes, que por
derecho propio es la reina de todas ellas.
Aunque
triunfe la fe con todo género de hechos prodigiosos, y la esperanza proponga
muchas y grandes cosas, ni una ni otra podrán sostenerse sin la caridad: ni la
fe, si no se ama a sí misma; ni la esperanza, si no es amada. Además, la fe
aprovecha sólo a uno mismo; la caridad a todos. La fe no lucha gratis; la
caridad, en cambio, se suele dar incluso a los ingratos. La fe no pasa a otro;
la caridad, poco es decir que alcanza a otro, pues beneficia al pueblo. La fe es
de unos pocos, la caridad de todos.
Añade
a todo esto que la esperanza y la fe tienen un tiempo, mientras que la caridad
no conoce fin (cfr. 1 Cor 13), crece en cada momento, y cuanto más es
practicada por los que se aman mutuamente, tanto más es debida entre ellos. La
caridad no hace distinción de personas, porque no sabe adular; no busca
conseguir honores, porque no es ambiciosa; no se fija en el sexo, porque para
ella los dos son uno; no se ejercita según el tiempo, porque no es caprichosa;
no tiene envidia, porque desconoce qué es la envidia; no se hincha, porque
cultiva la humildad; no piensa mal, porque es sencilla; no se deja llevar por la
ira, porque también abraza gustosamente las injurias; no engaña, porque es la
guardiana de la fe; de nada se muestra indigente, porque—fuera de lo que es—no
experimenta ninguna necesidad.
La
caridad conserva los campos, las ciudades y pueblos, y los tratados de paz. Hace
seguras las espadas en torno a los flancos de los reyes. Suprime las guerras,
borra las riñas, vacía los privilegios, evita los tribunales, erradica los
odios, apaga las iras. La caridad traspasa el mar, circunda el orbe, suministra
lo necesario a las naciones por medio del mutuo intercambio. Proclamaré,
hermanos, su poder con brevedad. Lo que la naturaleza ha negado a unos lugares,
la caridad lo otorga. La caridad del afecto conyugal une en una sola carne a dos
personas con un venerable sacramento. Ella da a la humanidad que exista lo que
nace. Por la caridad es amada la propia mujer, los hijos se muestran orgullosos
de su origen, y los padres son verdaderos padres. A ella se debe que los demás
sean para nosotros prójimos y amigos, tan cercanos o más que nosotros mismos.
A la caridad se debe que amemos a los siervos como a hijos, y que ellos nos
sirvan gustosamente como a señores. La caridad hace que amemos, no sólo a los
conocidos o amigos, sino incluso a los que nunca hemos visto. A la caridad se
debe, en fin, que reconozcamos las virtudes de los antiguos por los libros, o a
los libros por sus virtudes.
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