En
la tristeza, en la enfermedad, en el luto, en la persecución tiene el
hombre necesidad de consolación. Entonces son ciertamente numerosos los
que se apartan de él como de un apestado. Por lo menos sus padres y sus
amigos, movidos de compasión, acuden a visitarle para compartir su dolor
y suavizárselo (Gén 37,35; 2Sa 10,2s; Jn 11,19.31); con sus palabras,
con sus gestos rituales, se esfuerzan por consolar (Job 2,llss; Jer
16,15ss). Pero no pocas veces estas buenas palabras son un peso más que
un alivio (Job 16,2; 21,34; Is 22,4) y no pueden hacer que vuelva el que
ha partido, por el que se llora (Gén 37,35; Mt 2,18). El hombre se queda
solo con su dolor (Job 6,15.21; 19,13-19; Is 53,3); Dios mismo parece
alejarse de él (Job; Sal 22,2s; Mt 27,46).
1. La espera del Dios consolador.
Jerusalén pasó en su historia por la experiencia de este total
abandono. Privada, en su ruina y en su exilio, de toda consolación por
parte de sus aliados de la víspera (Lam 1,19), piensa incluso haber sido
olvidada por su Dios (Is 49,14; 54,6ss), sin esperanza.
Pero
en realidad Dios sólo la ha abandonado “un breve instante” (Is 54,7)
para hacerle comprender que sólo él es el verdadero consolador. Y, en
efecto, vuelve a Jerusalén: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice
vuestro Dios” (Is 40,1; 49,13...). Yahveh responde así a la queja de
Jerusalén abandonada. Después del castigo del exilio intervendrá en su
favor para cumplir las promesas hechas por sus profetas (Jer 31,13-16;
cf. Eclo 48,24). Esta intervención salvífica es un proceder de amor, que
se expresa en diversas imágenes. Dios consuela a su pueblo con la bondad
de un pastor (Is 40,11; Sal 23,4), el afecto de un padre, el ardor de un
prometido, de un esposo (Is 54), con la ternura de una madre (Is 49,14s;
66,11ss).
Así,
Israel expresará su esperanza de la salud escatológica como la espera de
la consolación definitiva (Zac 1,13).
Un
enviado misterioso, el siervo, vendrá a realizar esta obra (Is 61,2). y
la tradición judía, testimoniadapor el Evangelio mismo, llamará al
Mesías Menahen, “consolación de Israel” (Is 2,25s). En espera de estos
días del Mesías, saben los fieles que Dios no los ha dejado en la
soledad: para consolarlos en su peregrinación terrena les ha dado su
promesa (Sal 119,50), su amor (119,76), la ley y los profetas (2Mac
15,9), las Escrituras (1Mac 12,9; Rom 15,4); así animados en sus pruebas
viven en la esperanza.
2. Cristo, consolador de los afligidos.
Y
ahora viene en Jesús a los hombres el Dios que consuela. Jesús se
presenta como el Siervo esperado: “El Espíritu del Señor está sobre
mí...” (Lc 4,18-21). Aporta a los afligidos, a los pobres, el mensaje de
consolación, el Evangelio de la felicidad en el reino de su Padre (Mt
5,5). Viene a dar ánimos a los que están abrumados por sus pecados o por
la enfermedad, cuyo signo es (Mt 9,2.22). Ofrece el reposo a los que
penan y ceden bajo la carga (Mt 11,28ss).
Esta
consolación no cesa al partir él para el Padre: Jesús no deja huérfanos
a los suyos. El Espíritu de pentecostés, que les ha sido dado, no cesa
de asistir a la comunidad cristiana con alientos interiores que le
permiten hacer frente a los obstáculos y persecuciones (Hech 9,31). Los
pastores a quienes ha confiado su Iglesia le aportan también su palabra
alentadora (15,31). Los milagros del Señor en favor de su Iglesia son
también signos del Dios que consuela y hacen que nazca el gozo en el
corazón de los fieles (20,12).
El
apóstol Pablo sentó las bases de una teología de la consolación: a
través de una prueba tan terrible como la muerte descubrió que la
consolación brota de la desolación misma cuando ésta se une al
sufrimiento de Cristo (2Cor 1,8ss). Esta consolación rebota a su vez
sobre los fieles (1,3-7). pues se alimenta de la fuente única, el gozo
del Resucitado.
Cristo es. en efecto, fuente de toda consolación (Flp 2,1), en
particular para los que por la muerte se hallan separados de sus seres
queridos (1Tes 4,18). En la Iglesia es esencial la función de
consolador, para mostrar que Dios consuela para siempre a los pobres y a
los afligidos (1Cor 14,3; Rom 15,5; 2Cor 7,6; cf. Eclo 48,24).
CHARLES AUGRAIN
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