La religión griega
del eros aparece como praxis salvadora que se funda en el orfismo y la piedad de
los misterios. Ella quiere liberar la luz divina de los hombres, conquistando y
recreando su verdad originaria, cautivada en una cárcel de dolor, sombra y
materia. Lógicamente, el alma debe aprender a liberarse por la acción
centemplativa o religiosa que le lleva a descubrir su realidad original y
retornar de esa manera a lo divino.
Platón ha
elaborado los principios que le ofrece la tradición anterior y edifica desde el
eros un expléndido sistema de verdad, de salvación y pensamiento. La visión del
eros, que Platón ha presentado desde el mito anterior, presupone en realidad que
el hombre es ahora esclavo: está cautivo sobre el mundo pero guarda las semillas
del recuerdo de su vida originaria. Ese recuerdo, reflejado germinalmente en el
eros, le conduce a partir de los valores sensibles de este mundo (cuerpos,
ideales...), hacia el bien de lo supremo como meta donde puede sosegar y
realizarse su existencia. El amor es, por tanto, una potente fuerza de atracción
que, al inquietarnos en el mundo, nos inmerge en la ansiedad y nos conduce hacia
la idea y la bondad de lo divino. Según esto, no hay eros en Dios, pues a Dios
nada le falta en su existencia. Tampoco puede hallarse entre los hombres que se
encuentran perdidos en los bienes de la tierra. El eros es la fuerza
ascensional, aquel impulso que constantemente lleva desde el mundo sensible y
limitado, a la verdad de lo que somos en lo eterno. Por eso tienen eros o son
eros solamente aquellos hombres que partiendo de los bienes de este mundo, se
elevan y dirigen en camino de amor hacia el sentido y bondad de lo divino. El
eros de la carne (amor corporal) se supera y se transciende haciendo que surja
de ese modo el proceso del «eras espiritual».
A. Nygren,
sistematizador protestante del tema, ha distinguido en la visión del eros estos
momentos. a) Es amor-deseo que nos lleva a superar la privación en que
ahora estamos, caminando hacia un estado de existencia más dichoso. b) Es
anhelo que conduce desde el mundo a lo divino. Por eso, Dios no ama ni
tampoco aquellos que prefieren contentarse con la tierra, c) Es amor
egocéntrico: es nostalgia de conquista, un gran deseo por lograr y disfrutar
lo que nos falta. Sólo en el momento en que, inmergidos en Dios, hayamos colmado
la ansiedad y realizado nuestro anhelo, cesaremos en la marcha: se habrá
cumplido el eros, no seremos más cautivos de la tierra; la historia habrá
cerrado su camino, quedará la eternidad.
Por encima de este
anhelo, el cristianismo ofrece la presencia salvadora de Dios en Jesucristo. Lo
que importa no es que el hombre haya querido subir hacia los cielos. El misterio
está en que Dios ha descendido de manera salvadora hasta la tierra. Esto lo
expresa el NT al acuñar de un modo nuevo la palabra antigua agape.
El agape es un amor
espontáneo y no egoísta. Su principio está en el Dios que de manera
gratuita ha decidido entregar su vida por los hombres. Por eso el agape no
depende del valor de los objetos. Dios no se ocupa sólo de los buenos: ama con
fuerza especial a los pequeños y perdidos, ama a todos los que sufren, inaugura
de esa forma un modo nuevo de existencia. Por eso, en el principio del amor no
hay un ascenso hacia la altura, ni tampoco una justicia que sanciona a los
perfectos. El amor se manifiesta y triunfa en la vida que se entrega, en el
misterio de Dios que nos ofrece su asistencia.
Esto supone que
el agape es creador. El eros nada crea, simplemente tiende hacia la fuente
de la vida verdadera. Por el contrario, el agape recrea a las personas: amar
implica hacer que surja, que se extienda la existencia, que haya esperanza en la
desesperación, perdónen el pecado, interés donde existía sólo indiferencia, vida
en medio de la muerte.
Finalmente, el
agape es comunión. Mientras que el eros busca la fusión del hombre con su
raíz originaria, el agape le capacita para amar a las personas: invita a
realizar la comunión entre los hombres, conduciendo hacia el encuentro
interhumano o dirigiendo hacia el misterio de la unión de Dios con nuestra
historia.
El eros es la
tensión de los hombres que pretenden ascender hacia su centro en lo divino. El
agape es, al contrario, la expresión de la presencia salvadora de Dios sobre la
tierra: por eso ofrece unos matices creadores, se refleja de manera preferente
en el abismo de la cruz de Jesucristo y se explicita en el amor al enemigo. Para
el eros, carece de sentido hablar de entrega de la vida «por los malos»: el amor
al enemigo resulta inconcebible. En el agape eso es primario: sólo existe amor
auténtico y perfecto donde el hombre se dispone, como Cristo, a realizarse en
apertura hacia los otros. Amar es dar la vida. Y es hacerlo en gratuidad, porque
merece la pena conseguir que el otro sea. Amar es darse, hacer posible que haya
vida entre los hombres, en gesto de absoluta limpidez, sin intereses, en camino
que culmina allí donde se ayuda al enemigo.
Los cristianos
protestantes acentúan, de una forma general, la oposición del eros y el
agape: frente a la búsqueda idolátrica del hombre está la gracia salvadora de
Dios; frente al amor como deseo y como mérito (eros) el misterio de Dios que nos
regala en Jesucristo su existencia (agape).
Pues bien,
matizando esa postura debemos afirmar que el eros y el agape se penetran, se
enriquecen y completan. El eros representa el ser del mundo, es la tendencia
natural de los vivientes que se expanden y realizan. Sin eso que llamamos el
«deseo físico» del eros nuestro ser de humanos quiebra y se deshace.
Sólo porque hay
eros (porque el ser humano busca su propia plenitud) puede hablarse de agape
(gesto de salida, de entrega hacia los otros). Pues bien, esta unión de eros y
agape sólo la podemos entender de una manera original en lo divino. El NT (1 Jn
4, 16) ha confesado de forma lapidaria que Dios mismo es agape, donación
de amor gratuito. Los cristianos lo interpretan ciertamente en nivel de economía
salvadora: Dios es ágape entregándose de forma gratuita hacia los hombres. Pero
resulta necesario dar un paso más diciendo: Dios nos puede regalar su amor
porque él mismo es misterio de amor inmanente.
Ésta es la mejor
definición de la Trinidad: es el agape de Dios, la comunión personal en que
Padre e Hijo en el Espíritu se ofrecen y regalan de manera gratuita la
existencia. Pero siendo agape (amor como regalo), Dios mismo es eros: es gozo de
sí mismo, plenitud ya realizada a modo de comunión entre personas. Al darse al
Hijo (agape) el Padre encuentra su gozo y plenitud en ese Hijo (eros);
por su parte, el Hijo halla y plenifica su propio ser (eros) cuando
devuelve su misma realidad y plenitud al Padre (agape). Dando un paso más,
podemos añadir que el mismo Espíritu Santo es a la vez agape y eros: es
gratuidad y gozo de amor compartido.
Presentemos de otro
modo el tema. El Padre se ha entregado en manos de su Hijo: no retiene
absolutamente nada; nada deja en su reserva. Éste es el principio del agape.
Pues bien, en un milagro de absoluta comunión, el Hijo ha retornado nuevamente
al Padre todo aquello que del Padre ha recibido. De esa forma, por medio del
agape, encuentra el eros, el gozo más perfecto. En el juego de don y de
respuesta, de gracia que se entrega y vida que retorna y se devuelve a
modo de regalo, eros y agape se fecundan y completan. Aquí se ha
desvelado el amor como divino. ¿Quién es Dios? Aquel que, poseyéndose a sí mismo
plenamente (Padre), se entrega plenamente suscitando al Hijo. De esa forma se
define como encuentro. Es eros: gozo de sí mismo. Es agape:
donación perfecta'.
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