La
restricción de la elección de un nuevo Papa a los padres cardenales no
se verificó sin dificultades. De hecho, la primera aplicación de la
legislación de Nicolás II provocó un cisma, debido a la resistencia de
la facción pro-imperial, que opuso un antipapa –Honorio II– al
canónicamente elegido Alejandro II (1061-1073). Previendo estas
complicaciones, Nicolás se había granjeado la protección de dos
príncipes normandos: Roberto Guiscardo, soberano de Apulia, Calabria y
Sicilia, y Ricardo de Aversa, duque de Capua. A cambio les otorgó la
investidura de los territorios que ocupaban, con lo que, de paso, la
Santa Sede se convertía en potencia feudal. Precisamente fue gracias al
segundo como Alejandro II pudo prevalecer contra su competidor.
Su sucesor san Gregorio VII (1073-1085), el gran monje reformador
Hildebrando, consejero de cinco papas, fue curiosamente elegido al
margen de la bula In nomine Domini, al ser aclamado papa “por
inspiración”, cuando el pueblo secundó entusiasta la improvisa propuesta
de su nombre por el cardenal Hugo Cándido. En cualquier caso, esta
designación fue corroborada por todos, incluso por el emperador Enrique
IV, que tantos dolores de cabeza iba a provocarle al gran Gregorio con
motivo de la Querella de las Investiduras. Sin entrar en todas las
vicisitudes de este primer enfrentamiento grave entre el Papado y el
Imperio, baste decir que Enrique IV apoyó contra el pontífice al
antipapa Clemente III (1080-1084). Próximo a la muerte en el exilio,
Gregorio VII, con el fin de evitar nuevos desórdenes y cismas, propuso a
los cardenales una terna de candidatos entre los cuales elegir a su
sucesor a su muerte. Ninguno de ellos fue tomado en cuenta, sino
Desiderio de Benevento, abad de Montecasino, propuesto por Jordán de
Aversa, príncipe normando de Capua. Fue elegido canónicamente y, después
de vencer sus escrúpulos, se convirtió en el papa Víctor III
(1086-1087).
La elección con arreglo a la bula de Nicolás II se fue consolidando en
lo sucesivo. La de Eudes de Châtillon —Urbano II (1088-1099)— tuvo lugar
por primera vez fuera de Roma: en Terracina. La del cardenal Rainiero
de San Clemente -Pascual II (1099-1118) fue muy rápida y sencilla. A él
siguió el cardenal Juan de Gaeta, que había sido canciller de la Iglesia
Romana y tomó el nombre de Gelasio II (1118-1119). Antes de morir éste
en Vienne del Delfinado, al hallarse Roma ocupada por sus adversarios,
intentó volver a la designación testamentaria, señalando como sucesor a
Conón de Palestrina. Al rehusar éste, Gelasio propuso a Guido de
Borgoña. Los cardenales-obispos Lamberto de Ostia y Conón de Palestrina
quisieron cubrir la elección de Guido con un manto de legalidad y
convocaron en Vienne la reunión de electores con la intención de recabar
más tarde la confirmación del clero y pueblo romanos. Guido se
convirtió en Calixto II (1119-1124) y fue quien hizo la paz con Enrique V
mediante el Concordato de Worms (1122), que acabó con la plaga de
antipapas de este período suscitados por el Emperador.
Sin embargo, a la muerte de Calixto, se iban a producir nuevas
situaciones de cisma provocadas por elecciones dobles. Reunidos los
cardenales en la iglesia de San Pancracio, convinieron en la elección
del Cardenal de Santa Sabina, Teobaldo Buccapecus (Boca de Oveja), quien
tomó el nombre de Celestino II, aunque no tuvo tiempo de ser
entronizado, pues Roberto Frangipani se presentó proclamando al cardenal
Lamberto de Ostia. La mayoría de los presentes se adhirieron al nuevo
elegido, que se llamó Honorio II (1124-1130), pero no quiso ser
consagrado hasta que no se convalidase su elección, lo que fue posible
gracias a la generosa actitud de Celestino II que prefirió retirarse
para evitar un cisma. Éste, por desgracia, sobrevendría a la muerte de
Honorio II, como se ha visto en estas mismas páginas. La ocultación de
la muerte del papa en 1130, dio lugar a la elección anticanónica del
cardenal Gregorio Papareschi —Inocencio II (1130-1143)— y a la posterior
del cardenal Pedro Pierleoni —Anacleto II (1130-1137)—, en la que se
obvió el trámite necesario de declarar inválida la anterior. A Anacleto
siguió el antipapa Víctor IV (1138).
Las elecciones de los sucesores de Inocencio II fueron ya totalmente
regulares: Celestino II (1143-1144), Lucio II (1144-1145), Eugenio III
(1145-1153), Anastasio IV (1153-1154), Adriano IV (1154-1159) y
Alejandro III (1159-1181). Este último, enfrentado con el emperador
Federico I Barbarroja, se vio oponer tres antipapas sucesivos. Desde
1181, año de la muerte de Alejandro III, y habiéndose firmado la paz
entre el Papa y el emperador, no volvió a haber antipapas en siglo y
medio. Las elecciones se desarrollaron conforme a lo establecido por
Nicolás II, sucediéndose pacíficamente los Romanos Pontífices, entre los
que descollaron, sin lugar a dudas dos miembros de la familia de los
Condes de Segni: el gran Inocencio III (1198-1216) y su sobrino Gregorio
IX (1227-1241). El inmediato sucesor de este último fue el cisterciense
Celestino IV (1241), que sólo reinó dos semanas, pero al que citamos
por haber sido elegido en lo que puede llamarse el primer cónclave de la
Historia. Los romanos, en efecto, encerraron a los cardenales electores
bajo llave (cum clave) en el monasterio de Septizonium in Vrbe.
La Iglesia conoció en el siglo XIII su Edad de Oro. Se abrió
brillantemente con Inocencio III, que encarnó como ningún otro la gran
idea de la teocracia medieval. No obstante, a la mitad de la centuria
Inocencio IV (1243-1254) se empeñó en una lucha sin cuartel contra
Federico II de Suabia, lo que desgastó al Pontificado además de herir
gravemente al Imperio. El caso es que en 1268, muerto Clemente IV
(1265-1268) era difícil encontrar un candidato idóneo que devolviese a
la Sede Romana su seguridad en sí misma. Por si fuera poco, en Oriente
acababan desastrosamente las Cruzadas. Los cardenales, reunidos en
Viterbo, no lograban ponerse de acuerdo en un nuevo papa. Así pasó un
año, después otro y estaba a punto de pasar un tercero sin que se
hubiera resuelto la situación, que parecía abocada a un callejón sin
salida. San Buenaventura, el gran místico franciscano, sucesor de San
Francisco de Asís, exhortó a los cardenales a desquitarse de su deber
por el bien de la Iglesia. De regreso a Francia con el cadáver de su
padre San Luis, Felipe III y su tío Carlos de Anjou, intentaron hacerles
comprender la gravedad del momento. De todos sitios llegaban demandas
de una pronta y feliz solución. Nada. Los cardenales no aflojaban.
Entonces intervino el pueblo de Viterbo. Por un momento, volvió a ser
decisiva la intervención popular en una elección papal. Alberto de
Montebono, podestà y el comandante de la milicia, de nombre Ratti, a
instancias de la gente, hicieron llamar albañiles que, ante la sorpresa
de los Príncipes de la Iglesia, comenzaron a tapiar puertas y ventanas
del Palacio Episcopal, donde se hallaban éstos reunidos. Para que no
pudieran hacer demoler esta obra, se encomendó a los Savelli —nobles
romanos de antigua prosapia— que organizaran la vigilancia. En recuerdo
de este servicio fueron más tarde nombrados “guardianes del cónclave” a
perpetuidad. Este privilegio fue más tarde heredado por los Chigi, que
hasta este siglo fueron los gobernadores del cónclave. Los electores, en
número de quince, resistían, pero se hallaban como en el primer día.
Los viterbienses recurrieron entonces a medios más drásticos aún.
Levantaron el techo del Palacio, dejando a sus habitantes a la
intemperie y redujeron progresivamente las vituallas, hasta que los
cardenales se vieron sometidos a un régimen a pan y agua. Como ni aun
así se entendían, nombraron de entre ellos a seis compromisarios, que se
pusieron de acuerdo en elegir a un personaje ajeno al Sacro Colegio: un
arcediano de Lieja llamado Teobaldo Visconti, al que hubo que consagrar
y que tomó el nombre de Gregorio X (1272-1276): la sede vacante había
durado dos años, nueve meses y dos días.
Fue este papa el que, para evitar que volviera a producirse un
interregno semejante, poco deseable para el bien de la Iglesia, emanó la
bula que puede considerarse fundamental en la legislación sobre el
cónclave: la Vbi periculum, promulgada el 7 de julio de 1274 en medio
del Segundo Concilio de Lyon. En dicho documento legal, Gregorio X
establecía que los cardenales debían entrar en cónclave en el plazo
máximo de diez días después de la muerte del Papa y en el lugar donde
ésta hubiese ocurrido. Serían encerrados en cónclave (bajo llave)
aislándose tajantemente del mundo, con el que mantendrían el contacto
sólo a través de una ventana para poder recibir alimentos. Si en el
plazo de tres días no habían elegido todavía papa, se les reducirían
éstos a un plato en la comida y otro en la cena; a los cinco días, se
les pondría a un régimen de pan y agua, con un poco de vino. Por otro
lado, mientras los cardenales estuviesen en cónclave, no percibirían
ninguna renta apostólica. Su única preocupación sería concentrarse en la
elección y efectuarla libremente, sin haberse comprometido previamente a
nada.
Por desgracia, casi de inmediato esta legislación se convirtió en letra
muerta y volvieron a producirse demoras intolerables en las elecciones
pontificias, como la de Nicolás III (1277-1280), que duró cinco meses;
la de Nicolás IV, (1288-1292), o, peor, la de Celestino V (1294), que se
prolongó dos años y tres meses. Este último Papa y su sucesor Bonifacio
VIII dieron nuevo vigor a la bula de Gregorio X, haciéndola
absolutamente obligatoria. Durante el período de Aviñón, especialmente,
fue respetada por lo que pudieron dedicarse los Pontífices a la
organización de la Curia Papal. Pero en 1378, a la muerte de Gregorio XI
(1370-1378), el papa que había vuelto a Roma desde Aviñón, un doble
cónclave puso a la Cristiandad en el trance del Gran Cisma de Occidente,
en el que llegó a haber tres papas simultáneos y duró casi cincuenta
años. No vamos a historiar aquí las múltiples incidencias de este
período. Baste decir que el cisma quedó resuelto con la única elección
no exclusivamente cardenalicia que ha habido en la Historia desde
entonces. Depuestos el Juan XXIII, papa de la obediencia pisana, y
Benedicto XIII (1394-1423), papa de la obediencia aviñonesa-peñiscolana,
y habiendo renunciado Gregorio XII, papa de la obediencia romana, el
concilio modificó temporalmente la bula Ubi periculum, llamando a elegir
papa a los cardenales de las tres obediencias y agregándoles cinco
prelados de cada una de las seis naciones representadas en Constanza.
Resultó elegido Otón Colonna, que tomó el nombre de Martín V
(1417-1431). Curiosamente, un cónclave convocado en 1429 en toda regla
por un dimisionario Clemente VIII de Peñíscola (sucesor de Benedicto
XIII), convalidó su elección, por lo que Martín V, agradecido, creó
cardenal a aquél y lo preconizó obispo de Palma de Mallorca.
Durante el Renacimiento, sin embargo, volvió a verificarse una
relajación de la disciplina del cónclave. La clausura ya no era
respetada y los distintos embajadores iban y venían libremente
departiendo con los electores (con el consiguiente riesgo de presiones
del poder laico). Pío IV (1559-1565) decidió tomar cartas en el asunto.
En 1562, dio la Bula In eligendis, por la cual restauraba la antigua
disciplina del cónclave. La hizo, además, firmar por todos los
cardenales. En ella, el Papa determinó: que el Sacro Colegio no podría
disponer de dinero durante la sede vacante; que una comisión permanente
(compuesta por el Camarlengo y los tres cardenales cabezas de orden
renovados por sorteo) se encargaría del gobierno interino de la Iglesia,
de la administración de los bienes temporales y de la clausura del
cónclave; que las celdas construidas en el Palacio Apostólico se
atribuirían por sorteo, y que ningún cardenal por debajo del diaconado
tomaría parte en la elección. Más tarde, Gregorio XV (1621-1623), por la
Bula Aeterni Patris de 1621, perfeccionó estas prescripciones, entre
otras cosas, proscribiendo la confección de “listas blancas” o “negras”
de candidatos y autorizando las conversaciones y los entendimientos
acerca de éstos. Desde esta época y durante trescientos años, el
cónclave se llevó a cabo sin ningún otro cambio.
En 1903, la elección del sucesor de León XIII (1878-1903) dio lugar a un
gran revuelo cuando el cardenal Puszyna de Cracovia vetó al cardenal
Rampolla del Tindaro en nombre del emperador Francisco José I de
Austria-Hungría, que hacía así uso del antiguo privilegio llamado de
exclusive, por el cual los príncipes católicos manifestaban su oposición
a la elección de algún papable que consideraban persona non grata.
Entre los tres siglos precedentes se había ejercido este privilegio en
no pocas ocasiones. Pero a principios del siglo XX se consideraba un
abuso intolerable y obsoleto. El caso es que el cardenal Rampolla no fue
elegido, sino el cardenal Giuseppe Sarto, patriarca de Venecia, quien
tomó el nombre de san Pío X (1903-1914). Una de sus primeras
providencias fue la supresión del exclusive, mediante la constitución
apostólica Commissum Nobis de 20 de enero de 1904.
Después de esto, a todo lo largo del Novecientos y principios del siglo
actual los sucesivos romanos pontífices introdujeron algunas
modificaciones:
-la constitución Vacante Sede Apostólica de San Pío X (25 de diciembre
de 1904), que incorporó la supresión de cualquier veto, y la circulación
de listas negras o lista blancas en el cónclave;
Benedicto XV fue elegido en la décima votación. El cónclave había
comenzado el 31 de agosto de 1914. Entraron en el cónclave 57 cardenales
del total de 65 que componían el Sacro Colegio. El 3 de septiembre, el
cardenal Della Chiesa obtenía 38 votos, justo los dos tercios exigidos
para ceñir la tiara pontificia, por lo que hubo que examinar todas las
papeletas para comprobar que el elegido no se había votado a sí mismo,
pues si lo hubiera hecho no habría valido el resultado de la votación.
-Achille Ratti (Pío XI) necesitó más votaciones para ser elegido papa.
En total 14. El cardenal Primado de Hungría comentó a la salida del
cónclave: Hemos hecho pasar al cardenal Ratti por las catorce estaciones
del Vía Crucis y lo dejamos solo en el Calvario. El motu proprio Cum
Proxime de Pío XI (1º de marzo de 1922), amplió a quince días el plazo
de convocatoria del cónclave, a fin de permitir a los cardenal
extra-europeos preparar con tiempo su traslado a Roma para el cónclave;
-la constitución Apostólica Vacantis Apostolicae Sedis del venerable Pío
XII (8 de diciembre de 1945), estableció una mayoría de dos tercios más
uno de los votos para que se verificara la elección del nuevo papa;
-el motu proprio Summi Pontificis electio del beato Juan XXIII (5 de
septiembre de 1962), derogando la disposición anterior;
-la constitución apostólica Regimini Ecclesiae Universae de Pablo VI (15
de agosto de 1967), reconoció a la Cámara apostólica, presidida por el
cardenal camarlengo, o a falta de él, por el vicecamarlengo, el oficio
de cuidar y administrar los bienes y los derechos temporales de la Santa
Sede, en el tiempo en el que ésta está vacante;
-el motu proprio Ingravescentem aetatem de Pablo VI (21 de noviembre de
1970) excluyó a los cardenales mayores de ochenta años de la
participación en el cónclave;
-la constitución apostólica Romano Pontifice Eligendo de Pablo VI (1º de
octubre de 1975) fijó el número máximo de cardenales electores en 120 y
estableció la necesidad de los dos tercios más uno de los votos para
que la elección se verifique;
-la constitución apostólica Universi Dominici gregis de Juan Pablo II
(22 de febrero de 1996, entre otras cosas, abolió la elección por
aclamación quasi ex inspiratione y la elección por compromiso, y acabó
con el encierro estricto en el Palacio Apostólico, estableciendo la
residencia de los cardenales en la Domus Sancta Marthae, siempre en el
recinto de la Ciudad Leonina, y
-el motu proprio “Normas nonnullas” de Benedicto XVI (22 de febrero de
2013), dejando a los cardenales la libertad de acortar los plazos de
convocatoria del cónclave para sucederle, dado que no ha habido muerte
del papa anterior.
Todos estos cambios no tocan la substancia de una institución que ha
sobrevivido casi mil años en medio de no pocas vicisitudes, pero que ha
demostrado ser la más segura y la más adecuada para la elección de un
nuevo Sucesor de san Pedro.
Rodolfo Vargas Rubio
Rodolfo Vargas Rubio
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