A mediados del siglo VIII, la Francia Occidental se había convertido en
una importante potencia en la Cristiandad, descollando entre los
distintos reinos surgidos del hundimiento del Imperio Romano de
Occidente. Debido a sucesivas particiones, se hallaba dividida en tres
regiones: Neustria, Austrasia y Borgoña, cada una con sus propios reyes
(todos pertenecientes a la dinastía merovingia, descendiente de
Clodoveo), aunque frecuentemente vueltas a unir bajo el mismo cetro. En
732, Carlos Martel, mayordomo de palacio de Austrasia, había vencido y
hecho retroceder a los sarracenos en Poitiers, en una decisiva batalla
que entonces salvó a Occidente de la invasión de la Medialuna. Los
mayordomos de palacio, especie de primeros ministros, acabaron por
ejercer realmente un poder que ostentaban ya sólo nominalmente los reyes
francos, llamados “fainéants” (holgazanes).
Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, era el todopoderoso mayordomo
de palacio de Neustria. Austrasia y Borgoña bajo el rey holgazán
Childerico III. En 750 envió a Roma a Fulrado, capellán de Saint-Denis, y
a Burcardo, obispo de Wurzburgo, con el objeto de someter al Papa la
cuestión sobre quién debiera ser considerado rey: si el que lleva el
título o el que ejerce el poder. San Zacarías, privado del apoyo del
basileus de Constantinopla y que, por tanto sólo podía contar con los
francos para hacer frente a la amenaza de los longobardos, respondió que
“aquel que ejerce verdaderamente el poder sea el que lleve el título de
rey”. Pipino, sintiéndose autorizado para llevar a cabo una revolución
de palacio, depuso a Childerico III y lo hizo encerrar en un monasterio y
ciñó la corona, dando así inicio a la segunda raza de reyes francos,
conocida como de los carolingios.
Pipino el Breve fue ungido rey por primera vez en Soissons, en marzo de
752, por el obispo san Bonifacio, su consejero, a fin de enlazar con la
tradición de Clodoveo (ungido por san Remigio en Reims). Sin embargo,
dos años más tarde fue el propio papa Esteban II (sucesor de san
Zacarías), el que lo ratificó como rey al consagrarlo el 28 de julio de
754 en la abadía de Saint-Denis. El Romano Pontífice había remontado los
Alpes para pedirle su auxilio contra los longobardos, cuyo rey Astolfo
amenazaba Roma. Pipino les hizo la guerra y los venció en 756,
entregando al Papa todos los territorios que había reconquistado a
Astolfo en cumplimiento del Tratado de Quierzy o “Promissio Carisiaca”
de 754. Esteban II recibió así los territorios del Exarcado de Rávena y
las ciudades de la Pentápolis (Rímini, Pésaro, Fano, Senigallia y
Ancona), que los longobardos habían arrebatado a los bizantinos. El Papa
de Roma se convertía así en señor temporal y adquiría una sólida
independencia.
Las nuevas circunstancias en las que se desenvolvía el pontificado
romano determinaron más que nunca la ambición por ocupar la sede de
Pedro. Ya antes de morir Esteban II, habían surgido antagonismos entre
los electores. Los partidarios del patronazgo bizantino deseaban que
fuese papa el griego Teofilacto. Los demás apoyaban al hermano del papa,
el diácono Pablo. Fue éste quien acabó siendo elegido e inmediatamente
comunicó la noticia a Pipino el Breve, llamándole por el título de
Patricius Romanorum y saludándolo como a nuevo Moisés, que había salvado
al pueblo de Dios. Pipino respondió cortésmente haciendo a Pablo I
(757-767) padrino de su hija Gisela. Pero también escribió al clero y al
pueblo romanos instándoles a que aceptaran al papa como su padre y
señor. Por supuesto ya no fue requerida la aprobación imperial.
Constantinopla se debatía en las violentas luchas provocadas por la
herejía iconoclasta, en las que tomaba parte activa el propio Emperador.
Dos partidos se formaron en Roma: el de los filo-francos y el de los
filo-longobardos, que sostenían los intereses de los dos reinos por
entonces más poderosos de la Cristiandad de Occidente, cuyos nuevos
adalides eran respectivamente Carlos, hijo de Pipino, y Desiderio,
sucesor de Astolfo. Este último intervino para acabar con el cisma que
sobrevino a la muerte de Pablo I, haciendo elegir a Esteban III
(768-772). Sus inmediatos sucesores Adriano I (772-795) y san León III
(795-816) no debieron su elección a la predominancia de ningún partido y
puede decirse que fueron los papas que supieron aprovechar la nueva
independencia de la Iglesia, reivindicando sus derechos contra toda
usurpación.
Adriano I exigió a Desiderio la restitución de sus Estados, nuevamente
ocupados por los longobardos, y, al no obtener satisfacción, acudió a
Carlos, el cual no sólo los reconquistó y devolvió al Papa, sino que
llegó hasta Pavía y venció a su ex-suegro (pues estaba casado con la
hija de Desiderio), ciñendo la Corona de Hierro en 774. San León III,
por su parte, recurrió también a Carlos para justificarse ante él de
graves acusaciones lanzadas contra él por parte del clero de Roma.
Después de prestar juramento delante del rey de los Francos, el Papa,
reconocido inocente por éste, lo coronó emperador la noche de Navidad
del año 800, restaurando así en su persona el Imperio de Occidente,
vacante desde 476. Carlomagno se convertía así en el protector natural
del Pontificado y de la Iglesia, cuya defensa material le estaba
encomendada como la primordial razón de ser de dignidad como Emperador.
Las elecciones papales se vieron nuevamente sujetas al placet imperial,
aunque intermitentemente y sólo de modo formal desde Lotario I (nieto de
Carlomagno). El papa Nicolás I (858-867), sin embargo, se opuso
eficazmente a la injerencia imperial y san Adriano III (884-885) emanó
un decreto prohibiendo que, en lo sucesivo, la consagración papal
tuviera lugar sin la presencia de los enviados imperiales. La disolución
del Imperio Carolingio en 887 y las sucesivas luchas por el poder
imperial entre distintas familias descendientes de una u otra manera de
Carlomagno permitieron al Papado sacudirse, de momento, cualquier
interferencia de un principado temporal en la elección del obispo de
Roma, pero, en contrapartida, ésta quedó al arbitrio de una poderosa
familia, que se movía sorteando hábilmente las intrigas de los distintos
partidos: la de los Teofilactos, continuada en la de los Crescencios.
Sin que sus miembros hayan ocupado continuamente el sacro solio, puede
decirse que durante casi siglo y medio, los Teofilactos-Crescencios
dominaron la Roma papal. El rico y potente senador Teofilacto pertenecía
a la familia de los señores de Vía Lata, que ya habían dado a la
Iglesia cuatro pontífices: Adriano I (772-795), Valentín (827), san
Adriano III (884-885) y Esteban V (885-891). Con su esposa Teodora la
Mayor había tenido dos hijas: la celebérrima Marozia y Teodora la Joven,
ambas cabezas de las dos familias que van a dominar el Pontificado y
disponer de él como de una hacienda particular. El primer gran triunfo
de Teofilacto fue la elección de su pariente Sergio III (904-911),
amante de Marozia y con la que tuvo un hijo: el futuro papa Juan XI. Los
inmediatos sucesores de Sergio, Landón (911-914) y Juan X (914-928), le
debieron también su elección. Los siguientes ya fueron criaturas de la
virago, que se hacía llamar “domna senatrix”: León VI (928), Esteban VII
(928-931) y, sobre todo, Juan XI (931-935), su hijo habido con Sergio
III. Muerta Marozia en 932, su hijo Alberico II de Espoleto se convirtió
en el nuevo dueño de la situación. Su primera providencia fue poner a
su medio hermano Juan XI bajo estrecha vigilancia. A él se debieron las
elecciones de León VII (936-939), Esteban VIII (939-942), Marino II
(942-946) y Agapito II (946-955). Murió en 954, no sin antes haber
obtenido la promesa del clero romano de elegir a su hijo Octaviano,
sucesor suyo como señor de hecho de Roma, como papa a la muerte de
Agapito II, como así fue.
Octaviano, que tomó el nombre de Juan XII (955-964), es uno de los papas
más discutidos por su inmoralidad y falta de escrúpulos. Sin embargo, a
él se debe la segunda restauración del Imperio de Occidente en la
persona del rey de Germania Otón I, coronado por él, en 962, emperador
del Sacro Imperio Romano Germánico, por donde debía venir la
regeneración de la Iglesia después del llamado “siglo de hierro”. Otón I
y Juan XII celebraron un pacto que quedó plasmado en el llamado
Privilegium Ottonianum, por el cual el emperador se comprometía a
respetar los derechos del Pontificado al Patrimonio de San Pedro a
cambio de que el papa y sus sucesores reconociesen la autoridad
imperial. Juan XII prestó, pues, juramento de fidelidad a Otón y lo
mismo hicieron la nobleza y el pueblo romanos. Apenas partió el
emperador de regreso a Germania, Juan XII se avergonzó de su sumisión,
indigna de un hijo de Alberico II, y entabló negociaciones con
Berengario. Enterado Otón de esta deslealtad, aprovechó para llevar a
cabo lo que secretamente anhelaba desde hacía tiempo: disponer del
Papado. Juan XII fue juzgado, condenado y depuesto y el Emperador impuso
a León VIII (963-965). Pero el clero y pueblo romanos no se resignaron a
volver a sufrir la injerencia papal y, a la muerte de Juan XII se
apresuraron a elegir a Benedicto V (964-965). Otón puso sitio a Roma y,
vencido Benedicto V, restauró a León VIII, que confirmó el Privilegium
Ottonianum, reforzándolo mediante la prohibición a los romanos de
intervenir en las elecciones papales y estableciendo que en lo sucesivo
los Romanos Pontífices debían rendir cuentas a los emperadores
germánicos.
Muertos Benedicto VIII y León VIII en 965, Otón I hizo elegir al obispo
Juan de Narni como nuevo papa, que se llamó Juan XIII. Era hijo de
Teodora la Joven y, por tanto, nieto de Teofilacto, sobrino de Marozia,
primo de Juan XI y tío de Juan XII. Con él hace su aparición en el
escenario de Roma la segunda rama de la dinastía: los Crescencios. En
adelante, los sucesores de Pedro serían elegidos en su mayoría con la
intervención imperial. Los Crescencios aún ocuparon el sacro solio a
través de los hermanos Benedicto VIII (1012-1024) y Juan XIX (1024-1032)
y el sobrino de ambos Benedicto IX, que reinó en tres períodos
(1032-1044; de abril a mayo de1045; 1047-1048). Este último superó la
abyección de su tío bisabuelo Juan XII, al llegar a vender el
pontificado. Pero los tiempos de la llamada “pornocracia” habían
terminado y, depuesto por el emperador Enrique III, terminó sus días en
el monasterio de Grotaferratta, entregado a la oración.
Llegamos así a los tiempos de la gran reforma gregoriana, nacida gracias
a la influencia de los monjes de Cluny. Tras el escándalo de Benedicto
IX, el Emperador volvió a poner orden e hizo elegir a ilustres prelados
partidarios de la reforma: san León IX (1049-1054), Víctor II
(1055-1057), Esteban IX (1057-1058) y Nicolás II (1059-1061). Se debe a
este último el fundamental cambio en la legislación sobre las elecciones
papales. En abril de 1059, convocó Nicolás II un concilio en la
Basílica de Letrán. Uno de sus decretos concernía a las elecciones
papales y estaba dirigido a terminar drásticamente con los abusos y
escándalos que se habían tantas veces verificado en ocasión de ellas. De
dicho documento se hicieron dos recensiones: la auténtica —la papal—
pasó al Decreto de Graciano, entrando así a formar parte del Derecho
Canónico; la otra era favorable a las pretensiones intervencionistas de
los emperadores germánicos y, por tanto, claramente apócrifa. El decreto
lateranense fue recogido por Nicolás II en forma de bula, que comienza
con las palabras In nomine Domini y lleva la fecha de 13 de abril de
1059. En ella se advierte la influencia de Hildebrando, Pedro Damián y
Humberto de Silva Cándida, los grandes adalides de la reforma.
En virtud de lo establecido por el concilio y por la autoridad del papa,
en lo sucesivo la elección de un nuevo pontífice romano estaría a cargo
exclusivamente de un colegio electoral restringido a los padres
cardenales. Los cardenales-obispos propondrían los candidatos y,
juntamente con los demás cardenales harían la elección, la cual podría
recaer en un no romano, aunque los candidatos romanos tendrían la
preferencia. El resto del clero y el pueblo quedaban reducidos al papel
de meros refrendarios, cosa que, por otra parte, habían sido
frecuentemente en los últimos siglos y, a veces, ni eso. Debían
limitarse, de ahora en adelante, a expresar su consentimiento a la
elección ya hecha, la cual podía, asimismo, tener lugar fuera de Roma si
así lo consideraban oportuno los cardenales-obispos. En cuanto al
emperador, ya no se hablaba de placet o confirmación: tan sólo se le
notificaría la elección en nombre del “honor y reverencia a él debidos”.
Aquí, pues, hemos de ver el antecedente más remoto del actual modo de
elegir al Romano Pontífice, es decir, exclusivamente por los cardenales,
y que sólo se ha quebrantado en ocasión de la elección de Martín V por
el concilio de Constanza. Pero aún no se trata de cónclave propiamente
dicho.
Rodolfo Vargas Rubio
Rodolfo Vargas Rubio
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