Denuncia
en primer lugar su desobediencia.
Jn
5,37b-38 «Nunca habéis escuchado su voz ni visto su figura, y
tampoco conserváis su mensaje entre vosotros; la prueba es que no dais fe
a su enviado».
De
la exposición del testimonio en su favor pasa Jesús a la invectiva
contra los dirigentes, que pretendían ser los depositarios de la auténtica
tradición y los mediadores entre Dios y el pueblo; son ellos los que, en
nombre de Dios, condenan a Jesús. Denuncia en primer lugar su
desobediencia. La frase escuchar su voz recuerda la exigencia de Dios en
la antigua alianza pidiendo que el pueblo lo escuchara (Ex 19,5, 23,22), y
las promesas del pueblo de escuchar lo que había dicho el Señor (Ex
19,8; 24,3.7), como ratificación de la alianza. Jesús los acusa de
no haber escuchado la voz de Dios y no haber observado su alianza, como en
7,19 los acusará de no observar la Ley de Moisés que oficialmente
defienden.
La
figura de Dios que menciona Jesús está también en relación con la
alianza. En Ex 24,17 se describe la manifestación en el Sinaí como
la «figura de la gloria» de Dios, visible para todo el pueblo. Dios
invitó a verla, pero éstos, que no han obedecido a su voz, no la han
visto. Jesús les niega no ya el conocimiento pleno de Dios, que no tuvo
siquiera Moisés (Ex 33,22), sino incluso el conocimiento propio de la
antigua alianza, que debía haberles preparado a la plena revelación en
su persona. Allí apareció fuego voraz; ahora Jesús la revela como amor
leal.
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Este
amor se hará realidad tangible y experimentable con Jesús.
La
consecuencia de su desobediencia y falta de fidelidad a la alianza es que
han perdido el mensaje que ésta pretendía comunicar y que había sido
renovado por los profetas. Han ignorado la verdadera característica de
Dios, la de su amor al hombre. Este amor se hará realidad tangible y
experimentable con Jesús (1,17), pero Dios quiso anunciarlo y prepararlo
y ellos lo han ignorado. Por eso en Caná faltaba el vino (2,3). Dios había
querido dar vino de amor a su pueblo, pero había sido sofocado por la
institución judía, encarnada en el absoluto de la Ley (2,6). Jesús
denuncia un endurecimiento inveterado en los círculos dirigentes de
Israel y da la clave para comprender el carácter opresor de sus
instituciones. Nunca han escuchado el mensaje de amor que Dios proponía.
Se
enfrentan aquí dos concepciones de Dios: el Dios de Jesús, el Padre, que
ama al hombre y se manifiesta dándole vida y libertad, y el Dios de los
dirigentes, el Soberano, que impone y mantiene un orden jurídico,
prescindiendo del bien concreto del hombre. Por eso Jesús puede afirmar
rotundamente que no conocen en absoluto al Padre; es más, incluso el
mensaje transmitido, expresado desde el principio con la acción de Dios,
que los hizo un pueblo precisamente al sacarlos de la esclavitud, tampoco
lo han conservado. La descripción que Dios mismo hizo de sí a Moisés
antes de la alianza: el Dios compasivo y clemente, paciente, grande en
amor y lealtad (Ex 34,6), era precisamente la que correspondía a la obra
de Jesús, hasta tal punto que la gloria del Padre, presente en Jesús, ha
sido descrita por Jn con estas palabras de Dios (1,14.17). Ellos, sin
embargo, han olvidado esta imagen dada por Dios mismo, para fabricarse la
suya.
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Quien
se cierra al bien del hombre no puede reconocer a Dios.
En
efecto, en el Código de la Alianza que sigue al Decálogo (Ex 20,
22-25,33), entre la minuciosa casuística que regula materias diversas, se
encuentran prescripciones relativas a la manera de comportarse con los «débiles»,
compendiadas' de ordinario en la fórmula estereotipado de «forasteros,
huérfanos y viudas», pero que abarcan toda clase de desvalidos que, por
su condición, pueden ser objeto de explotación o abuso (22,20-26). Su
grito, advierte el Señor, será escuchado siempre (22,22). Fue
precisamente el grito de los israelitas, mientras sufrían la opresión en
Egipto, el que motivó la intervención liberadora del Señor (Ex 3, 7-9).
El actúa en favor del oprimido porque es compasivo (Ex 22,26: yo soy
compasivo). Es una cualidad que lo definirá cuando más tarde Moisés le
pida ver su gloria (34,6) y es ella la que lo mueve a liberar al
pueblo y hacer su alianza con ellos. Por eso, a los israelitas que se
conviertan a su vez en opresores, Dios los tratará igual que trató a los
egipcios (22,23; cf. 4,23; 13,15). Es significativa a este respecto la
expresión: Si prestas dinero a mi pueblo, al pobre que habita contigo...
(22,24); al hablar así, Dios separa momentáneamente al acreedor de su
pueblo, constituido por los pobres.
Esto
explica por qué los profetas, ante las injusticias que se cometen,
denuncian el incumplimiento de la alianza y equiparan a Israel a los
pueblos paganos (Is 1,10: Sodoma y Gomorra), descalificándolo como pueblo
de Dios a pesar del culto esplendoroso que practican en el templo (Is
1,10-28).
Lo
que ellos enseñan y sostienen es, por tanto, una traición a la revelación
de Dios, tanto más grave cuanto que pretende ser la única doctrina auténtica.
La
prueba de estas afirmaciones de Jesús es que no reconocen en su acción
la de Dios y, en consecuencia, no dan fe a su enviado. Quien se cierra al
bien del hombre no puede reconocer a Dios (7,17; 8,19.54s; 15,21; 16,3).
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