La unidad de la Santa Trinidad
(Carta I a Serapión, 28-30)
Es cosa muy útil investigar la antigua
tradición, la doctrina y la fe de la Iglesia Católica, aquella que el Señor nos ha
enseñado, la que los Apóstoles han predicado y los Padres han conservado. En ella, en
efecto, tiene su fundamento la Iglesia; y si alguno se aleja de esa doctrina, de ninguna
manera podrá ser ni llamarse cristiano.
Nuestra fe es ésta: la Trinidad santa y
perfecta, que se distingue en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, no tiene nada
extraño a sí misma ni añadido de fuera, ni está constituida por el Creador y las
criaturas, sino que es toda Ella potencia creadora y fuerza operativa. Una sola es su
naturaleza, idéntica a sí misma; uno solo el principio activo, una sola la operación.
En efecto, el Padre realiza todas las cosas por el Verbo en el Espíritu Santo; de este
modo se conserva intacta la unidad de la santa Trinidad. Por eso en la Iglesia se predica
un solo Dios que está por encima de todas las cosas, que actúa por medio de todo y está
en todas las cosas (cfr. Ef 4,6). Está por encima de todas las cosas ciertamente
como Padre, principio y origen. Actúa a través de todo, sin duda por medio del Verbo.
Obra, en fin, en todas las cosas en el Espíritu Santo. El Apóstol Pablo, cuando escribe
a los corintios sobre las realidades espirituales, reconduce todas las cosas a un solo
Dios Padre como al Principio, diciendo: hay diversidad de carismas, pero un solo
Espíritu; hay diversidad de ministerios; pero un solo Señor; hay diversidad de
operaciones, pero uno solo es Dios que obra en todos (1 Cor 12,4-6). En efecto,
aquellas cosas que el Espíritu distribuye a cada uno proviene del Padre por medio del
Verbo, pues verdaderamente todo lo que es del Padre es también del Hijo. De ahí que
todas las cosas que el Hijo concede en el Espíritu son verdaderos dones del Padre.
Igualmente, cuando el Espíritu está en nosotros, también en nosotros está el Verbo de
quien lo recibimos, y en el Verbo está también el Padre; de este modo se realiza lo que
está dicho: vendremos (Yo y el Padre) y pondremos en él nuestra morada (Jn
14,23). Porque donde está la luz, allí se encuentra el esplendor; y donde está el
esplendor, allí está también su eficacia y su espléndida gracia.
Lo mismo enseña San Pablo en la segunda
epístola a los Corintios, con estas palabras: la gracia del Señor Jesucristo, el amor
de Dios y la comunicación del Espíritu Santo estén con todos vosotros (2 Cor 13,13).
La gracia, en efecto, que es don de la Trinidad, es concedida por el Padre, por medio del
Hijo, así no podemos participar nosotros del don sino en el Espíritu Santo. Y entonces,
hechos partícipes de Él, tenemos en nosotros el amor del Padre, la gracia del Hijo y la
comunión del mismo Espíritu.
La condescendencia divina
(La Encarnación del Verbo)
La creación del mundo y la formación del
universo ha sido entendida por muchos de manera diferente y cada cual la ha definido
según su propio parecer. En efecto, unos dicen que el universo llegó al ser
espontáneamente y por azar, como los Epicúreos, quienes cuentan en sus teorías que no
existe providencia en el mundo y hablan en contra de los fenómenos evidentes de la
experiencia. Pues si, como ellos dicen, todo se originó espontáneamente y sin
providencia, sería necesario que todo hubiera nacido simple, semejante y no diferente.
Como en un solo cuerpo sería necesario que todo fuera sol y luna, y en los hombres sería
necesario que todo fuera mano, ojo, o pie. Pero ahora no es así: vemos por un lado el
sol, por otro la luna, por otro la tierra; y por lo que se refiere al cuerpo humano, una
cosa es el pie, otra la mano, otra la cabeza. Tal orden nos indica que ellos no surgieron
espontáneamente, sino que nos señala que una causa precedió a su creación, a partir de
la cual es posible pensar que fue Dios quien ordenó y creó el universo.
Otros, entre los que se encuentra el que es
tan grande entre los griegos, Platón, pretenden que Dios creó el mundo a partir de una
materia preexistente e increada; Dios no habría podido crear nada si esta materia no
hubiera preexistido, de la misma manera que la madera debe existir antes que el
carpintero, para que éste pueda trabajar. Los que hablan así no saben que atribuyen a
Dios la impotencia. Pues si Él mismo no es causante de la materia, sino que simplemente
hace las cosas a partir de una materia preexistente, se revela impotente, puesto que sin
esta materia no pude producir ninguno de los seres creados; del mismo modo, sin duda, que
es una impotencia para el carpintero no poder fabricar sin madera ninguno de los objetos
necesarios. Y, ¿cómo se podría decir que es el Creador y el Hacedor, si toma de otra
cosa, quiero decir de la materia, la posibilidad de crear?. Si fuera así, Dios sería,
según ellos, solamente un artesano y no el creador que da el ser, si trabaja la materia
preexistente, sin ser Él mismo causante de esta materia. En una palabra, no se puede
decir que es Creador, si no crea la materia de la cual vienen las criaturas. Los herejes
imaginan un creador del universo distinto del Padre de nuestro Señor Jesucristo y, al
decir esto, dan prueba de una extrema ceguera. Pues cuando el Señor dice a los judíos: ¿No
habéis leído que el Creador desde el principio los hizo varón y hembra?, añade: por
esto el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos
una sola carne; lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre, (Mt 19,4-6), ¿cómo
suponer una creación extraña al Padre? si, según Juan, que encierra todo en una sola
palabra: todo ha sido hecho por Él y sin Él nada ha sido hecho (Jn 1,3 ), ¿cómo
podría existir un creador distinto del Padre de Cristo?.
He aquí sus fábulas; pero la
enseñanza inspirada por Dios y la fe en Cristo rechazan como impiedad sus vanos
discursos. Los seres no han nacido espontáneamente, a causa de la falta de providencia,
ni a partir de una materia preexistente, a causa de la impotencia de Dios, sino que Dios,
mediante su Verbo, a partir de la nada ha creado y traído al ser todo el universo, que
antes no existía en absoluto. En un principio creó Dios el cielo y la tierra (Gn 1,1)
(...). Es lo que Pablo indica cuando dice: Por la fe conocemos que los mundos han
sido formados por la palabra de Dios, de suerte que lo que vemos no ha sido hecho a partir
de cosas visibles (Heb 11,3). Pues Dios es bueno, o mejor aún, es la fuente de toda
bondad, y lo que es bueno no sabría tener envidia por nada; por tanto, no envidiando la
existencia de ninguna cosa, creó todos los seres de la nada mediante Nuestro Señor
Jesucristo, su propio Verbo. Entre estos seres, de todos los que existían sobre la
tierra, tuvo especial piedad del género humano, y viéndolo incapaz, según la ley de su
propia naturaleza, de subsistir siempre, le concedió una gracia añadida: no se contentó
con crear a los hombres, como había hecho con todos los animales irracionales que hay
sobre la tierra, sino que los creó a su imagen, haciéndolos participes del poder de su
propio Verbo. Así, como si tuvieran una sombra del Verbo, y convertidos ellos mismos en
racionales, los hombres podrían permanecer en la felicidad, viviendo en el paraíso la
verdadera vida, que es realmente la de los santos. Sabiendo además que la voluntad libre
del hombre podría inclinarse en uno u otro sentido, les tomó la delantera y fortaleció
la gracia que les había dado, con la imposición de una ley y un lugar determinado. Los
introdujo, en efecto, en el paraíso y les dio una ley, de modo que si ellos guardaban la
gracia y permanecían en la virtud, tendrían en el paraíso una vida sin tristeza, dolor
ni preocupación, además de la promesa de inmortalidad en los cielos. Pero si
transgredían esta ley y, dándole la espalda, se convertían a la maldad, que supieran
que les esperaba la corrupción de la muerte, según su naturaleza, y que no vivirían ya
en el paraíso, sino que en el futuro morirían fuera de él y permanecerían en la muerte
y en la corrupción. Es lo que la divina Escritura pronostica, hablando por boca de Dios: comerás
de todo árbol que hay en el paraíso, pero no comáis del árbol del conocimiento del
bien y del mal; el día que comáis de él, moriréis de muerte (Gn 2,16-17). Éste
"moriréis de muerte" no quiere decir solamente moriréis, sino permaneceréis
en la corrupción de la muerte (...). Por esta razón el incorpóreo e incorruptible e
inmaterial Verbo de Dios aparece en nuestra tierra. No es que antes hubiera estado
alejado, pues ninguna parte de la creación estaba vacía de Él, sino que Él llena todos
los seres operando en todos en unión con su Padre. Pero en su benevolencia hacia nosotros
condescendió en venir y hacerse manifiesto. Pues vio al género racional destruido y que
la muerte reinaba entre ellos con su corrupción; y vio también que la amenaza de la
transgresión hacía prevalecer la corrupción sobre nosotros y que era absurdo abrogar la
ley antes de cumplirla; y vio también qué impropio era lo que había ocurrido, porque lo
que Él mismo había creado, era lo que pereció; y vio también la excesiva maldad de los
hombres, porque ellos poco a poco la habían acrecentado contra sí hasta hacerla
intolerable. Vio también la dependencia de todos los hombres ante la muerte, se
compadeció de nuestra raza y lamentó nuestra debilidad y, sometiéndose a nuestra
corrupción, no toleró el dominio de la muerte, sino que, para que lo creado no se
destruyera, ni la obra del Padre entre los hombres resultara en vano, tomó para sí un
cuerpo y éste no diferente del nuestro. Pues no quiso simplemente estar en un cuerpo, ni
quiso solamente aparecer, pues si hubiese querido solamente aparecer, habría podido
realizar su divina manifestación por medio de algún otro ser más poderoso. Pero tomó
nuestro cuerpo, y no simplemente esto, sino de una virgen pura e inmaculada, que no
conocía varón, un cuerpo puro y verdaderamente no contaminado por la relación con los
hombres.
En efecto,
aunque era poderoso y el Creador del universo, prepara en la Virgen para Sí el cuerpo
como un templo y lo hace apropiado como un instrumento en el que sea conocido y habite. Y
así, tomando un cuerpo semejante a los nuestros, puesto que todos estamos sujetos a la
corrupción de la muerte, lo entregó por todos a la muerte, lo ofreció al Padre, y lo
hizo de una manera benevolente, para que muriendo todos con Él se aboliera la ley humana
que hace referencia a la corrupción(porque se centraría su poder en el cuerpo del Señor
y ya no tendría lugar en el cuerpo semejante de los hombres), para que, como los hombres
habían vuelto de nuevo a la corrupción, Él los retomara a la incorruptibilidad y
pudiera darles vida en vez de muerte, por la apropiación de su cuerpo, haciendo
desaparecer la muerte de ellos, como una caña en el fuego, por la gracia de la
resurrección.
Unidad y distinción entre el Padre y el
hijo.
"Yo en el Padre, y el Padre en
mí" (Jn 14,10). El Hijo está en el Padre, en cuanto podemos comprenderlo, porque
todo el ser del Hijo es cosa propia de la naturaleza del Padre, como el resplandor lo es
de la luz, y el arroyo de la fuente. Así el que ve, al Hijo ve lo que es propio del
Padre, y entiende que el ser del Hijo, proviniendo del Padre, está en el Padre. Asimismo
el Padre está en el Hijo, porque el Hijo es lo que es propio del Padre, a la manera como
el sol está en su resplandor, la mente está en la palabra, y la fuente en el arroyo. De
esta suerte, el que contempla al Hijo contempla lo que es propio de la naturaleza del
Padre, y piensa que el Padre está en el Hijo. Porque la forma y la divinidad del Padre es
el ser del Hijo, y, por tanto, el Hijo está en el Padre, y el Padre en el Hijo. Por esto
con razón habiendo dicho primero "Yo y el Padre somos uno" (Jn 14,10),
añadió: "Yo en el Padre y el Padre en mí" (Jn 13,10): así manifestó la
identidad de la divinidad y la unidad de su naturaleza.
Sin embargo, son uno pero no a la manera
con que una cosa se divide luego en dos, que no son en realidad más que una; ni tampoco
como una cosa que tiene dos nombres, como si la misma realidad en un momento fuera Padre y
en otro momento Hijo. Esto es lo que pensaba Sabelio, y fue condenado como hereje. Se
trata de dos realidades, de suerte que el Padre es Padre, y no es Hijo; y el Hijo es Hijo,
y no es Padre. Pero su naturaleza es una; pues el engendrado no es semejante con respecto
al que engendra, ya que es su imagen, y todo lo que es del Padre es del Hijo. Por esto el
Hijo no es otro dios, pues no es pensado fuera (del Padre): de lo contrario, si la
divinidad se concibiera fuera del Padre, habría sin duda muchos dioses. El Hijo es
"otro" en cuanto es engendrado, pero es "el mismo" en cuanto es Dios.
El Hijo y el Padre son una sola cosa en cuanto que tienen una misma naturaleza propia y
peculiar, por la identidad de la divinidad única. También el resplandor es luz, y no es
algo posterior al sol, ni una luz distinta, ni una participación de él, sino simplemente
algo engendrado de él: ahora bien, una realidad así engendrada es necesariamente una
única luz con el sol, y nadie dirá que se trata de dos luces, aunque el sol y su
resplandor sean dos realidades: una es la luz del sol, que brilla por todas partes en su
propio resplandor. Así también, la divinidad del Hijo es la del Padre, y por esto es
indivisible de ella. Por esto Dios es uno, y no hay otro fuera de él. Y siendo los dos
uno, y única su divinidad, se dice del Hijo lo mismo que se dice del Padre, excepto el
ser Padre.
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