Se
trata de un breve tratado apologético dirigido a un tal Diogneto que, al
parecer, había preguntado acerca de algunas cosas que le llamaban la atención
sobre las creencias y modo de vida de los cristianos: "Cuál es ese Dios en
el que tanto confían; cuál es esa religión que les lleva a todos ellos a
desdeñar al mundo y a despreciar la muerte, sin que admitan, por una parte, los
dioses de los griegos, ni guarden, por otra, las supersticiones de los judíos;
cuál es ese amor que se tienen unos a otros, y por qué esta nueva raza o modo
de vida apareció ahora y no antes» (Cap. 1).
El
desconocido autor de este tratado, compuesto seguramente a finales del siglo II,
va respondiendo a estas cuestiones en un tono más de exhortación espiritual y
de instrucción que de polémica o argumentación. Literariamente es, sin duda,
la obra más bella y mejor compuesta de la literatura apologética: sus
formulaciones acerca de la postura de los cristianos en el mundo o del sentido
de la salvación ofrecida por Cristo son de una justeza y una penetración
admirables.
*
* * * *
Esta
antigua obra es una exposición apologética de la vida de los primeros
cristianos, dirigida a cierto Diogneto—nombre puramente honorífico, según la
opinión más difundida—y redactada en Atenas, en el siglo II. Investigaciones
recientes invitan a identificarla con la Apología de Cuadrato al emperador
Adriano, que durante siglos se creyó perdida. Desgraciadamente, el único
manuscrito que se conservaba de este antiguo texto fue destruido en el siglo
pasado, durante la guerra franco-prusiana, en el incendio de la biblioteca de
Estrasburgo. Todas las ediciones y traducciones se basan en ese único
manuscrito, ya desaparecido.
La
parte central de esta apología expone un aspecto fundamental de la vida de los
primeros cristianos: el deber de santificarse en medio del mundo, iluminando
todas las cosas con la luz de Cristo. Un mensaje siempre actual, que el Señor
ha recordado a los hombres en estos tiempos últimos con las enseñanzas del
Concilio Vaticano II.
*
* * * *
Una de las
Apologías más breves y mejor escritas que nos han llegado, el Discurso a
Diogneto.
El autor dirige
su obra a Diogneto, que puede ser un nombre propio pero también un título
dado al emperador («conocido de Zeus»), para responder a su interés por
conocer la doctrina y la vida de los cristianos. Comienza refutando la
idolatría: las imágenes a las que se adora no son dioses, sino objetos
hechos por los hombres y que no pueden valerse por sí mismos; también los
judíos están equivocados, pues aunque adoran al Dios verdadero, lo hacen con
ritos innecesarios y ridículos, a los que conceden gran importancia. Los
cristianos en cambio, que viven en este mismo mundo sin huir de él, que usan
el mismo vestido y la misma lengua y viven en las mismas ciudades, están en
el mundo como si no fueran de él; son como el alma del mundo, aborrecidos
por éste y sin embargo dándole vida. Sus convicciones son tan firmes que no
vacilan en dar la vida para no abandonarlas; pues no se han inventado su
doctrina, sino que la han recibido de Dios, que se ha manifestado
últimamente, enviando a su Hijo amado para que nos revelara lo que desde un
principio tenía preparado para nosotros; además, el Hijo de Dios nos ha
librado de nuestra culpa sufriendo por nuestros pecados. Exhorta después a
Diogneto a conocer a Dios Padre y a amarle a Él y al prójimo para que,
viviendo en la tierra, pueda contemplar al Dios del cielo.
MOLINÉ
TEXTOS
Una
vez que te hayas purificado de todos los prejuicios que dominan tu mente y te
hayas liberado de tus hábitos mentales que te engañan, haciéndote como un
hombre radicalmente nuevo puedes comenzar a ser oyente de ésta que tú mismo
confiesas ser una doctrina nueva. Mira, no sólo con tus ojos, sino también con
tu inteligencia cuál es la realidad y aun la apariencia de ésos que vosotros
creéis y decís ser dioses. Uno es una piedra como las que pisamos; otro es un
pedazo de bronce, no mejor que el que se emplea en los cacharros de nuestro uso
ordinario; otro es de madera, que a lo mejor está ya podrida; otro es de plata,
y necesita de un guardia para que no lo roben; otro es de hierro y el orín lo
corrompe; otro es de arcilla, en nada mejor que la que se emplea para los
utensilios más viles. ¿No están todos ellos hechos de materia corruptible?...
¿No fue el escultor el que los hizo, o el herrero, o el platero o el
alfarero?... No son todos ellos cosas sordas, ciegas, inanimadas, insensibles,
inmóviles? ¿No se pudren todas? ¿No se destruyen todas? Esto es lo que
vosotros llamáis dioses, y a ellos os esclavizáis, a ellos adoráis, para
acabar siendo como ellos. ¿Por eso aborrecéis a los cristianos, porque no
creen que eso sean dioses?... 1
¿Por
qué los cristianos no practican la misma religión que los judíos? Los
judíos, en cuanto se abstienen de la idolatría y adoran a un solo Dios de
todas las cosas al que tienen por Dueño soberano, piensan rectamente. Pero se
equivocan al querer tributarle un culto semejante al culto idolátrico del qué
hemos hablado. Porque los griegos muestran ser insensatos al presentar sus
ofrendas a objetos insensibles y sordos; pero éstos hacen lo mismo, como si
Dios tuviera necesidad de ellas, lo cual más parece propio de locura que de
verdadero culto religioso. Porque el que hizo «el cielo y la tierra y todo lo
que en ellos se contiene» (Sal 145, 6) y que nos dispensa todo lo que nosotros
necesitamos, no tiene necesidad absolutamente de nada, y es él quien
proporciona las cosas a los que se imaginan dárselas... No es necesario que yo
te haya de informar acerca de sus escrúpulos con respecto a los alimentos, su
superstición en lo referente al sábado, su gloriarse en la circuncisión y su
simulación en materia de ayunos y novilunios: todo eso son cosas ridículas e
indignas de consideración. ¿Cómo no hemos de tener por impío el que de las
cosas que Dios ha creado para los hombres se tomen algunas como bien creadas,
mientras que se rechazan otras como inútiles y superfluas? ¿Cómo no es cosa
irreligiosa calumniar a Dios, atribuyéndole que él nos prohibe que hagamos
cosa buena alguna en sábado? ¿No es digno de irrisión el gloriarse en la
mutilación de la carne como signo de elección, como si con esto ya hubieran de
ser particularmente amados de Dios?... Con esto pienso que habrás visto
suficientemente cuánta razón tienen los cristianos para apartarse de la
general inanidad y error y de las muchas observaciones y el orgullo de los
judíos 2.
III.
Los cristianos en el mundo.
En
cuanto al misterio de la religión propia de los cristianos, no esperes que lo
podrás comprender de hombre alguno. Los cristianos no se distinguen de los
demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En
efecto, en lugar alguno establecen ciudades exclusivas suyas, ni usan lengua
alguna extraña, ni viven un género de vida singular. La doctrina que les es
propia no ha sido hallada gracias a la inteligencia y especulación de hombres
curiosos, ni hacen profesión, como algunos hacen, de seguir una determinada
opinión humana, sino que habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según
a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se
refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran
viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario.
Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como
los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les
es patria, y toda patria les es extraña.
Se
casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa
común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están
sobre la tierra, pero su ciudadania es la del cielo. Se someten a las leyes
establecidas, pero con su propia vida superan las leyes. Aman a todos, y todos
los persiguen. Se los desconoce, y con todo se los condena. Son llevados a la
muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos
(/2Co/06/10). Les falta todo, pero les sobra todo. Son deshonrados, pero se
glorían en la misma deshonra. Son calumniados, y en ello son justificados. «Se
los insulta, y ellos bendicen» (1 Cor 4, 22). Se los injuria, y ellos dan
honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados. Ante la pena de muerte, se
alegran como si se les diera la vida. Los judíos les declaran guerra como a
extranjeros y los griegos les persiguen, pero los mismos que les odian no pueden
decir los motivos de su odio.
Para
decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en
el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y los
cristianos lo están por todas las ciudades del mundo. El alma habita
ciertamente en el cuerpo, pero no es es del cuerpo, y los cristianos habitan
también en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está en la
prisión del cuerpo visible, y los cristianos son conocidos como hombres que
viven en el mundo, pero su religión permanece invisible. La carne aborrece y
hace la guerra al alma, aun cuando ningún mal ha recibido de ella, sólo porque
le impide entregarse a los placeres; y el mundo aborrece a los cristianos sin
haber recibido mal alguno de ellos, sólo porque renuncian a los placeres. El
alma ama a la carne y a los miembros que la odian, y los cristianos aman
también a los que les odian. El alma está aprisionada en el cuerpo, pero es la
que mantiene la cohesión del cuerpo; y los cristianos están detenidos en el
mundo como en un prisión, pero son los que mantienen la cohesión del mundo. El
alma inmortal habita en una tienda mortal, y los cristianos tienen su
alojamiento en lo corruptible mientras esperan la inmortalidad en los cielos. El
alma se mejora con los malos tratos en comidas y bebidas, y los cristianos,
castigados de muerte todos los días, no hacen sino aumentar: tal es la
responsabilidad que Dios les ha señalado, de la que no sería licito para ellos
desertar.
Porque,
lo que ellos tienen por tradición no es invención humana: si se tratara de una
teoría de mortales, no valdría la pena una observancia tan exacta. No es la
administración de misterios humanos lo que se les ha confiado. Por el
contrario, el que es verdaderamente omnipotente, creador de todas las cosas y
Dios invisible, él mismo hizo venir de los cielos su Verdad y su Palabra santa
e incomprensible, haciéndola morar entre los hombres y estableciéndola
sólidamente en sus corazones. No envió a los hombres, como tal vez alguno
pudiera imaginar, a un servidor suyo, algún ángel o potestad de las que
administran las cosas terrenas o alguno de los que tienen encomendada la
administración de los cielos, sino al mismo artífice y creador del universo,
el que hizo los cielos, aquel por quien encerró el mar en sus propios limites,
aquel cuyo misterio guardan fielmente todos los elementos, de quien el sol
recibió la medida que ha de guardar en su diaria carrera, a quien obedece la
luna cuando le manda brillar en la noche, a quien obedecen las estrellas que son
el séquito de la luna en su carrera; aquel por quien todo fue ordenado,
delimitado y sometido: los cielos y lo que en ellos se contiene, la tierra y
cuanto en la tierra existe, el mar y lo que en el mar se encierra, el fuego. el
aire, el abismo, lo que está en lo alto, lo que está en lo profundo y lo que
está en medio. A éste envió Dios a los hombres. Ahora bien, ¿lo envió, como
alguno de los hombres podría pensar, para ejercer una tirania y para infundir
terror y espanto? Ciertamente no, sino que lo envió con bondad y mansedumbre,
como un rey que envia a su hijo rey, como hombre lo envió a los hombres, como
salvador, para persuadir, no para violentar, ya que no se da en Dios la
violencia. Lo envió para invitar, no para perseguir; para amar, no para juzgar.
Ya llegará el día en que lo envíe para juzgar, y entonces ¿quién será
capaz de soportar su presencia?... 3.
65
Dios, Señor y Creador del universo, que hizo todas las cosas y las distinguió
según su orden, no sólo se mostró amador de los hombres, sino también
magnánimo con ellos. En realidad siempre fue tal, y lo sigue siendo, y lo
será: benévolo, bueno, sin ira y veraz: sólo él es bueno. Y habiendo
concebido un designio grande e inefable, lo comunicó sólo con su Hijo. Pues
bien, mientras su voluntad llena de sabiduría se mantenía en secreto y se
guardaba, parecía que no se cuidaba ni se preocupaba de nosotros. Pero después
que lo reveló por medio de su Hijo amado y manifestó lo que tenía preparado
desde el principio, nos lo dio todo de una vez, a saber, no sólo tener parte en
sus beneficios, sino ver y comprender lo que ninguno de nosotros hubiera jamás
esperado.
Así
pues, teniéndolo todo preparado en sí mismo y con su Hijo, hasta el tiempo
próximo pasado nos permitió que nos dejáramos llevar a nuestro antojo por
nuestros desordenados impulsos, arrastrados por los placeres y concupiscencias.
No es que tuviera en manera alguna complacencia en nuestros pecados, pero los
toleraba. Ni tampoco aprobaba entonces aquel tiempo de iniquidad, sino que iba
preparando el tiempo actual de justicia, para que, habiendo quedado en aquel
tiempo convictos par nuestras propias obras de que éramos indignos de la vida,
ahora fuéramos hechos dignos de ella por la bondad de Dios; y habiendo quedado
bien patente que nosotros por nosotros mismos no podíamos entrar en el reino de
Dios, se nos conceda ahora la capacidad de entrar por el poder del mismo Dios.
Cuando nuestra iniquidad llegó a su colmo y se puso plenamente de manifiesto
que la paga que podíamos esperar era el castigo y la muerte, llegó aquel
momento que Dios había dispuesto de antemano a partir del cual tenía que
mostrarse su bondad y su poder. ¡Oh maravillosa benignidad y amor de Dios para
con los hombres! No nos aborreció, no nos arrojó de sí, no nos guardó
rencor, sino que se mostró magnánimo, nos soportó, y compadecido de nosotros
cargó sobre sí nuestros pecados. ÉI mismo «entregó a su propio Hijo» (Rm
8, 32) como rescate por nosotros: al santo por los pecadores, al inocente por
los malvados, «al justo por los injustos» (1 Pe 3, 18), al incorruptible por
los corruptibles, al inmortal por los mortales. Porque, ¿qué otra cosa podía
cubrir nuestros pecados, fuera de su justicia? ¿En quién podíamos nosotros,
malvados e impíos, ser justificados, sino sólo en el Hijo de Dios? ¡Oh dulce
trueque! ¡Oh obra insondable! ¡Oh beneficios inesperados! La iniquidad de
muchos quedó sepultada en un solo justo, y la justicia de uno bastó para
justificar a muchos malvados.
De
esta suerte, habiéndonos convencido Dios en el tiempo pasado de que por nuestra
propia naturaleza no éramos capaces de alcanzar la vida, y habiendo mostrado
ahora al salvador que es capaz de salvar lo imposible, quiso que a partir de
estas dos cosas creyéramos en su bondad y le tuviéramos como sustentador
nuestro, padre, maestro, consejero, médico, inteligencia, luz, honor, gloria,
fuerza, vida, sin que anduviéramos preocupados de nuestro vestido o comida.
Si
deseas llegar a alcanzar también tú esta fe, procura primero alcanzar el
conocimiento del Padre. Porque Dios amó a los hambres, por los cuales hizo el
mundo, a quienes sometió todas las cosas de la tierra, a quienes dio la razón
y la inteligencia, los únicos a quienes concedió mirar hacia arriba para que
pudieran verle, a quienes modeló a su propia imagen, a quienes envió a su Hijo
unigénito (1 Jn 4, 9), a quienes prometió el reino de los cielos, que dará a
los que le hubieren amado. No tienes idea de la alegría que te llenará cuando
llegues a alcanzar este conocimiento, o del amor que puedes llegar a sentir para
con aquel que primero te amó hasta tal extremo. Y cuando llegues a amarle, te
convertirás en imitador de su bondad. No te maravilles de que el hombre pueda
llegar a ser imitador de Dios: lo puede, si lo quiere Dios. Porque la felicidad
no está en dominar tiránicamente al prójimo, ni en querer estar siempre por
encima de los más débiles, ni en la riqueza, ni en la violencia para con los
más necesitados: en esto no puede nadie imitar a Dios, porque todo esto es
ajeno de su grandeza. Más bien el que toma sobre sí la carga de su prójimo,
el que en aquello en que es superior está dispuesto a hacer el bien a su
inferior, el que suministra a los necesitados lo que él mismo recibió de Dios,
éste se convierte en Dios de los que reciben de su mano, éste es imitador de
Dios.
Entonces,
aunque morando en la tierra, podrás contemplar cómo Dios es el Señor de los
cielos; entonces empezarás a hablar los misterios de Dios; entonces amarás y
admirarás a los que reciben castigo de muerte por no querer negar a Dios;
entonces condenarás el engaño y el extravio del mundo, cuando conocerás la
verdadera vida del cielo, cuando llegarás a despreciar la que aquí se tiene
por muerte, cuando temerás la muerte verdadera, que está reservada para los
condenados al fuego eterno que ha de castigar hasta el fin a los que a él sean
arrojados. Entonces, cuando hayas llegado a tener conocimiento de aquel fuego,
admirarás a los que por causa de la justicia soportan este fuego temporal, y
los tendrás por bienaventurados 4.
........................
1.
Carta a Diogneto, cap. 2,
2,
Ibid., cap. 3-4.
3.
Ibid., cap. 5-7.
4.
Ibid., cap. 8-10.
DISCURSO A DIOGNETO
Exordio:
Pues veo,
Excelentísimo Diogneto, tu extraordinario interés por conocer la religión de los
cristianos y que muy puntual y cuidadosamente has preguntado sobre ella:
primero, qué Dios es ése en que confían y qué género de culto le tributan para
que así desdeñen todos ellos el mundo y desprecien la muerte, sin que, por una
parte, crean en los dioses que los griegos tienen por tales y, por otra, no
observen tampoco la superstición de los judíos; y luego qué amor es ése que se
tienen unos a otros; y por qué, finalmente, apareció justamente ahora y no antes
en el mundo esta nueva raza, o nuevo género de vida; no puedo me-nos de alabarte
por este empeño tuyo, a par que suplico a Dios, que es quien nos concede lo
mismo el hablar que el oír, que a mí me conceda hablar de manera que mi discurso
redunde en provecho tuyo, y a ti el oír de modo que no tenga por qué
entristecerse el que te dirigió su palabra.
(1; BAC 65, 845)
La vida corriente de los cristianos y sus ideales:
Los cristianos, en
efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla
ni por sus costumbres. Por-que ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan
una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la
verdad, esta doctrina no ha sido por ellos inventada gracias al ta-lento y
especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una enseñanza
humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a
cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los
usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta,
admirable, y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias,
pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan
como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria,
tierra extraña. Se casan como todos: como todos engendran hijos, pero no exponen
los que les nacen. Ponen mesa común, pero no le-cho. Están en la carne, pero no
viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en
el cielo. Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las le-yes.
A todos aman y por todos son perseguidos. Se los desconoce y se los condena. Se
los mata y en ello se les da la vida. Son pobres
y enriquecen a muchos. Carecen de todo y
abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. Se
los maldice y se los declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se
los injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se los castiga como malhechores;
castigados de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Por los judíos se
los combate como a extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin embargo,
los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio.
(5; BAC 65, 850-851)
La caridad
Si deseas alcanzar
tú también esa fe, trata, ante todo, de adquirir conocimiento del Padre. Porque
Dios amó a los hombres, por los cuales hizo el mundo, a los que sometió cuanto
hay en la tierra, a los que concedió inteligencia y razón, a los solos que
permitió mirar hacia arriba para contemplarle a Él, los que plasmó de su propia
imagen, a los que envió su Hijo Unigénito, a los que prometió su reino en
el cielo, que dará a los que le hubieren ama-do. Ahora, conocido que hayas a
Dios Padre, ¿de qué alegría piensas que serás colmado?, ¿o cómo amarás a quien
hasta tal extremo te amó antes a ti? Y en amándole que le ames, te convertirás
en imitador de su bondad. Y no te maravilles de que el hombre pueda venir a ser
imitador de Dios. Queriéndolo Dios, el hombre puede. Porque no está la felicidad
en dominar tiránicamente sobre nuestro prójimo, ni en querer estar por encima de
los más débiles, ni en enriquecerse y violentar a los necesitados. No es ahí
donde puede nadie imitar a Dios, sino que todo eso es ajeno a su magnificencia.
El que toma sobre sí la carga de su prójimo; el que está pronto a hacer bien a
su inferior en aquello justamente en que él es superior; el que, suministrando a
los necesitados lo mismo que él recibió de Dios, se convierte en Dios de los que
reciben de su mano, ése es el verdadero imitador de Dios.
Entonces, aun
morando en la tierra, contemplarás a Dios cómo tiene su imperio en el cielo;
entonces empezarás a hablar de los misterios de Dios; entonces amarás y
admirarás a los que son castigados de muerte por no querer negar a Dios;
entonces condenarás el engaño y extravío del mundo, cuando conozcas la verdadera
vida del cielo, cuando desprecies ésta que aquí parece muerte, cuando temas la
que es de verdad muerte, que está reservada para los condenados al fuego eterno,
fuego que ha de atormentar hasta el fin a los que fueren arrojados a él. Cuando
este fuego conozcas, admirarás y tendrás por bienhadados a los que, por amor de
la justicia, soportan estotro fuego de un momento.
(10; BAC 65, 850-858)
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