(¿Quién
es el rico que se salva? 11-14)
Vino
corriendo uno y, arrodillado a sus pies, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué
debo hacerpara conseguir la vida eterna? (...). Jesús, mirándole de hito en
hito, mostró quedar prendado de él; y le dijo: una cosa te falta: anda, vende
cuanto tienes y dalo a los pobres, que así tendrás un tesoro en el Cielo; y
ven después, y sígueme. A esta propuesta, entristecido el joven, marchóse muy
afligido, pues tenía muchos bienes (/Mc/10/17-22).
¿Qué
es lo que le movió a la fuga y le hizo desertar del Maestro, de la súplica, de
la esperanza y de los pasados trabajos? Lo de vende cuanto tienes. ¿Y qué
quiere decir esto? No lo que a la ligera admiten algunos. El Señor no manda que
tiremos nuestra hacienda y nos apartemos del dinero. Lo que El quiere es que
desterremos de nuestra alma la primacía de las riquezas, la desenfrenada
codicia y fiebre de ellas, las solicitudes, las espinas de la vida, que ahogan
la semilla de la verdadera Vida. Si no fuera así, los que nada absolutamente
tienen, los que, privados de todo auxilio, andan diariamente mendigando y se
tienden por los caminos, sin conocimiento de Dios y de su justicia, serían, por
el mero hecho de su extrema indigencia, por carecer de todo medio de vida y
andar escasos de lo más esencial, los más felices y amados de Dios, y los
únicos que alcanzarían la vida eterna.
Por
otra parte, tampoco es cosa nueva renunciar a las riquezas y repartirlas entre
los pobres y necesitados, pues lo hicieron muchos antes del advenimiento del
Salvador: unos, para dedicarse a las letras y por amor de la vana sabiduría;
otros, a la caza de fama y de gloria, como Anaxágoras, Demócrito y Crates.
¿Qué
es, pues, lo que manda el Señor como cosa nueva, como propio de Dios, como lo
único que vivifica, y no lo que no salvó a los anteriores? ¿Qué nos indica y
enseña como cosa eximia el que es, como Hijo de Dios, la nueva criatura? No nos
manda lo que dice la letra y otros han hecho ya, sino algo más grande, más
divino y más perfecto que por aquello es significado, a saber: que desnudemos
el alma misma de sus pasiones desordenadas, que arranquemos de raíz y arrojemos
de nosotros lo que es ajeno al espíritu. He ahí la enseñanza propia del
creyente, he ahí la doctrina digna del Salvador. Los que antes del Señor
despreciaron los bienes exteriores, no hay duda de que abandonaron y perdieron
sus riquezas, pero acrecentaron aún más las pasiones de sus almas. Porque,
imaginando haber realizado algo sobrehumano, vinieron a dar en soberbia,
petulancia, vanagloria y menosprecio de los otros.
Ahora
bien, ¿cómo iba el Salvador a recomendar, a quienes han de vivir para siempre,
algo que dañara y destruyera la vida que Él promete? En efecto, puede darse el
caso de que uno, echado de encima el peso de los bienes o hacienda, no por eso
mantenga menos impresa y viva en su alma la codicia y apetito de las riquezas.
Se desprendió, sin duda, de sus bienes; pero, al carecer y desear a la par lo
que dejó, será doblemente atormentado por la ausencia de las cosas necesarias
y por la presencia del arrepentimiento. Porque es ineludible e imposible que
quien carece de lo necesario para la vida no se turbe de espíritu y se
distraiga de lo más importante, con intento de procurárselo cómo y dónde
sea.
¡Cuánto
más provechoso es lo contrario! Poseer, por una parte, lo suficiente y no
angustiarse por tenerlo que buscar; y, por otra, socorrer a los que convenga.
Porque, de no tener nadie nada, ¿qué comunión de bienes podría darse entre
los hombres? ¿Cómo no ver que esta doctrina de abandonarlo todo pugnaría y
contradiría patentemente a otras muchas y muy hermosas enseñanzas del
Salvador? Haceos amigos con las riquezas de iniquidad, a fin de que, cuando
falleciereis, os reciban en los eternos tabernáculos (Lc 16, 9). Tened vuestros
tesoros en los cielos, donde el orín y la polilla no los destruyen, ni los
ladrones horadan las paredes (Mt 6, 19). ¿Cómo dar de comer al hambriento, de
beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al desamparado—cosas por las que,
de no hacerse, amenaza el Señor con el fuego eterno y las tinieblas exteriores—,
si cada uno empezara por carecer de todo eso?
(...)
No deben, consiguientemente, rechazarse las riquezas que pueden ser de provecho
a nuestro prójimo. Se llaman efectivamente posesiones porque se poseen, y
bienes o utilidades porque con ellas puede hacerse bien y para utilidad de los
hombres han sido ordenadas por Dios. Son cosas que están ahí y se destinan,
como materia o instrumento, para uso bueno en manos de quienes saben lo que es
un instrumento. Si del instrumento se usa con arte, es beneficioso; si el que lo
maneja carece de arte, la torpeza pasa al instrumento, si bien éste no tiene
culpa alguna.
Instrumento
así es también la riqueza. Si se usa justamente, se pone al servicio de la
justicia. Si se hace uso injusto, se la pone al servicio de la injusticia. Por
su naturaleza está destinada a servir, no a mandar. No hay, pues, que acusarla
de lo que de suyo no tiene, al no ser buena ni mala. La riqueza no tiene culpa.
A quien hay que acusar es al que tiene facultad de usar bien o mal de ella, por
la elección que hace; y esto compete a la mente y juicio del hombre, que es en
sí mismo libre y puede, a su arbitrio, manejar lo que se le da para su uso. De
suerte que lo que hay que destruir no son las riquezas, sino las desordenadas
pasiones del alma que no permiten hacer mejor uso de ellas. De este modo,
convertido el hombre en bueno y noble, puede hacer de las riquezas uso bueno y
generoso.
Ejemplo
de buen Pastor
(¿Quién
es el rico que se salva? 42)
Oigamos
una historia que no es una fábula, sino un testimonio real acerca de San Juan,
transmitido de generación en generación. Después de la muerte del tirano
Domiciano, Juan regresó a Éfeso desde la isla de Patmos. Siempre que
solicitaban su presencia, acudía a las ciudades vecinas de los gentiles para
nombrar obispos, organizar la Iglesia, o elegir como clérigo a uno de los
designados por el Espíritu Santo.
En
cierta ocasión, se trasladó a una de aquellas ciudades próximas —algunos
incluso mencionan el nombre de Esmirna—donde, después de haber confortado a
los hermanos, mientras observaba a quien había nombrado obispo, distinguió a
un joven que destacaba por su buen aspecto y fuerte temperamento. Señalándole,
dijo al obispo: Te lo confío con especial solicitud ante la Iglesia y Cristo,
como testigos. El obispo lo acogió e hizo la promesa, con las mismas palabras y
los mismos testigos.
Juan
partió hacia Éfeso y el obispo acogió en su casa al joven que le había sido
confiado; lo alimentó, lo educó y tuvo cuidado de él hasta que, por fin, fue
bautizado. Sin embargo, después del Bautismo, el obispo disminuyó su celo y
vigilancia con el joven, porque ya estaba marcado por el sello del Señor y para
él aquello representaba una sólida garantía.
Dejado
precipitadamente a merced de su libertad, el joven fue corrompido por algunos
muchachos ociosos y de vida disoluta, habituados al mal. Primeramente lo
condujeron a banquetes suntuosos y, después, mientras salían de noche a robar,
consideraron que sería capaz de llevar a cabo con ellos empresas mayores. Se
habituó a ese género de vida y, por la vehemencia de su carácter, abandonó
el recto camino como un caballo que rompe el freno, adentrándose cada vez más
en el abismo. Al fin, renunció a la salvación divina y no se preocupó más de
las cosas pequeñas; al contrario, cometiendo un pecado muy grave, se vio
perdido para siempre y siguió la misma suerte de todos sus compañeros. Los
reunió y formó una banda de ladrones y asesinos. Él era su jefe: el más
violento, el más peligroso, el más cruel.
Pasó
el tiempo y un asunto exigió de nuevo la presencia de Juan en aquella ciudad.
El Apóstol, después de haber puesto en orden aquello que motivó su venida,
dijo al obispo: Restituye ahora el bien que Cristo y yo te habíamos confiado en
depósito ante la Iglesia, que tú presides y que es testigo. El obispo, en un
primer momento, quedó confuso: pensaba que se le acusaba injustamente de la
sustracción de un dinero que jamás había recibido, y del que no podría dar
fe a Juan porque no lo tenía, ni tampoco poner en duda su palabra. Sin embargo,
en cuanto el Apóstol añadió: Te pido que me devuelvas aquel joven, el alma de
aquel hermano; el anciano, con una gran exclamación, respondió entre
lágrimas: ¡Ha muerto! ¿Cómo?, preguntó Juan; ¿y de qué muerte? ¡Ha
muerto a Dios!, contestó el obispo, pues se ha convertido en un hombre malvado
y corrupto: un ladrón, por decirlo brevemente. Y ahora, en vez de acudir a la
iglesia, vive en las montañas con una banda de hombres semejantes a él.
El
Apóstol se rasgó entonces las vestiduras y, golpeándose la cabeza, dijo entre
sollozos: ¡Buen custodio del alma de su hermano, he dejado! ¡Enviadme
enseguida un caballo y que alguien haga de guía!
Y
al instante partió de la Iglesia rápidamente al galope. Nada más llegar, fue
capturado por la guardia de los bandidos, pero no intentó huir, ni suplicar,
tan sólo les gritó: ¡He venido para esto; llevadme a vuestro jefe! El,
mientras tanto, le esperaba armado, pero al reconocerle, quedó avergonzado y
huyó. El Apóstol siguió tras de él con todas sus fuerzas sin tener en cuenta
su edad, y le gritó: ¿Por qué huyes, hijo? ¿Por qué escapas a tu padre,
viejo y desarmado? Ten piedad de mí, hijito, no tengas miedo. Tienes todavía
una esperanza de vida. Yo daré cuentas al Señor por ti. Si es necesario,
aceptaré la muerte, como el Señor lo hizo por nosotros; daré mi vida por la
tuya. ¡Deténte; ten confianza: Cristo me ha enviado!
Al
escuchar estas palabras, se detuvo. Bajó los ojos, tiró las armas y comenzó a
llorar amargamente, temblando. Después, abrazó al anciano que estaba a su
lado, mientras, entre sollozos, le pedía perdón: así, fue bautizado por
segunda vez con lágrimas. Sin embargo, ocultaba su mano derecha. San Juan se
constituyó en garante, confirmando con juramento que había obtenido el perdón
por parte del Salvador y, rezando, se arrodilló y le besó la mano derecha, ya
purificada por el arrepentimiento.
A
continuación, le condujo de nuevo a la Iglesia, e intercediendo con abundantes
oraciones y luchando juntos con ayunos continuos, cautivó la mente del joven
con los innumerables encantos de sus palabras. Según los testimonios, no se
retiró hasta haberlo introducido de nuevo en el seno de la Iglesia, dando así
un gran ejemplo de penitencia, una prueba enorme de cambio de vida, un trofeo de
conversión manifiesta.
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