lunes, 1 de febrero de 2016

Ermitaños


Ermitaños (eremites, “habitantes de un desierto”, del griego eremos), también llamados anacoretas y eremitas, fueron hombres que huyeron de la sociedad de sus semejantes para vivir solos en retiro. No todos ellos, sin embargo, buscaron una soledad tan completa como para evitar absolutamente cualquier interacción con sus semejantes. Algunos llevaron con ellos algún compañero, por lo general un discípulo; otros se mantuvieron cerca de los lugares habitados, de los que adquirían su comida. Este tipo de vida religiosa precedió a la vida comunitaria de los cenobitas.
A Elías se le considera el precursor de los ermitaños en el Antiguo Testamento. San Juan Bautista vivió como ellos en el desierto. Cristo, también, llevó este tipo de vida cuando se retiró a las montañas. Sin embargo, la vida eremítica propiamente dicha realmente comienza sólo en la época de las persecuciones. El primer ejemplo conocido es el de San Pablo, cuya biografía fue escrita por San Jerónimo. Él comenzó alrededor del año 250. Hubo otros en Egipto; San Atanasio, quien habla de ellos en su vida de San Antonio, no menciona sus nombres. Tampoco fueron los únicos. Estos primeros solitarios, pocos en número, seleccionaron este modo de vida por iniciativa propia.
Fue San Antonio quien puso en boga este modo de vida a principios del siglo IV. Después de las persecuciones el número de ermitaños aumentó mucho en Egipto, luego en Palestina, a continuación, en la península del Sinaí, Mesopotamia, Siria y Asia Menor. Surgió entre ellos comunidades cenobíticas, pero no llegaron a ser tan importantes como para extinguir la vida eremítica, la cual continuó floreciendo en los desiertos de Egipto, por no hablar de otras localidades. En Egipto surgieron discusiones en cuanto a los respectivos méritos de los estilos de vida cenobítica y eremítica. ¿Cuál era la mejor? Casiano, que expresa la opinión común, creía que la vida cenobítica ofrecía más ventajas y menos inconvenientes que la vida eremítica. Los ermitaños sirios, además de su soledad, estaban acostumbrados a someterse a grandes austeridades corporales. Algunos pasaban años en el tope de una columna (estilitas); mientras que otros se condenaban a sí mismos a permanecer de pie, al aire libre (estacionarios); otros se encerraban en una celda de la que no pudieran salir (reclusos).
No todos estos eremitas eran modelos de piedad. La historia señala muchos abusos entre ellos; pero, teniendo en cuenta todo, siguen siendo uno de los más nobles ejemplos de ascetismo heroico que el mundo haya visto. Muchísimos de ellos eran santos. Doctores de la Iglesia, como San Basilio, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo, pertenecían a su número; y también podríamos mencionar a los santos Epifanio, Hilarión, Nilo, Isidoro de Pelusio. No tenemos regla para dar un relato de su modo de vida, aunque nos podemos formar una idea sobre ella a partir de sus biografías, que se encuentran en Paladio, "Historia Lausiaca", P.L., XXXIV, 901-1262; Rufino, "Historia Monachorum", P.L., XXI, 387-461; Casiano, "Collationes Patrum; De Institutis coenobitarum", P.L., IV; Teodoreto, "Historia religiosa", P.G., LXXXII, 1279-1497; y también en el "Verba Seniorum", P.L., LXXIV, 381-843, y el "Apophthegmata Patrum", P.G., LXV, 71-442.
La vida eremítica se extendió al Occidente en el siglo IV, y floreció sobre todo en los dos siglos siguientes, es decir, hasta que la experiencia hubo demostrado las ventajas de la organización cenobítica a partir de los resultados. San Gregorio Magno en sus “Diálogos”, da un relato de los solitarios mejor conocidos del centro de Italia (P.L., LXXVII, 149-430). San Gregorio de Tours hace lo mismo para una parte de Francia (Vitae Patrum), P.L. LXXI, 1009-97). A menudo, los que ayudaron más a difundir el ideal cenobítico fueron originalmente solitarios ellos mismos, por ejemplo, San Severino de Nórica y San Benito de Nursia. Los monasterios con frecuencia, aunque de ninguna manera siempre, surgieron de la celda de un ermitaño, que reunió un grupo de discípulos a su alrededor. Desde el comienzo del siglo VII encontramos casos de monjes que a intervalos llevaron una vida eremítica. A modo de ejemplo podemos citar a San Columbano, San Riquier y San Germer. Algunos monasterios tenían cerca celdas aisladas, a donde se podían retirar aquellos religiosos que fuesen juzgados capaces de vivir en soledad. Tal fue el caso especialmente en el monasterio de Casiodoro, en Viviers en Calabria, y la Abadía de Fontenelle, en la diócesis de Ruán. A aquellos que sentían la necesidad de soledad se les aconsejaba que residieran cerca de un oratorio o una iglesia monástica. Los concilios y las reglas monásticas no animaban a aquellos que deseaban llevar una vida eremítica.
La relajación generalizada de la disciplina monástica llevó a San Odo, el gran apóstol de la reforma en el siglo VI, a la soledad del bosque. El fervor religioso de la época siguiente produjo muchos ermitaños. Sin embargo, para protegerse contra los graves peligros de este tipo de vida, se fundaron institutos monásticos que combinaban las ventajas de la soledad con la supervisión de un superior y la protección de una regla. Así, por ejemplo, tuvimos a los cartujos y a los camaldulenses en Vallombrosa y Monte Vergine. Sin embargo, todavía continuó habiendo un gran número de ermitaños aislados, y se hizo un intento para formarlos en congregaciones que tuviesen una regla fija y un superior responsable. Italia, especialmente, fue el hogar de estas congregaciones a principios del siglo XIII. Algunas redactaron una regla totalmente nueva para sí mismos; otras adaptaron la Regla de San Benito para satisfacer sus necesidades; mientras que otras prefirieron basar su regla en la de San Agustín. El Papa Alejandro IV unió estas últimas en una sola orden, bajo el nombre de los Ermitaños de San Agustín (1256).
Tres congregaciones de ermitaños llevaron el nombre de San Pablo: una formada en 1250 en Hungría, otra en Portugal, fundada por Mendo Gómez de Simbria (m. 1481) y la tercera en Francia, creada por Guillaume Callier (1620). Estos últimos ermitaños eran conocidos también por el nombre de los Hermanos de la Muerte. El Papa Eugenio IV formó en una congregación, llamada después San Ambrosio, a los ermitaños que vivían en un bosque cerca de Milán (1441). Podemos mencionar también a los Hermanos del Apóstol (1484), los coloritas (1530), los ermitaños de Monte Senario (1593), y los de Monte Luco, que se encontraban en Italia; los de Mont-Voiron, cuyas constituciones fueron elaboradas por San Francisco de Sales; las de San Sever, en Normandía, fundadas por Guillaume, que anteriormente había sido un camaldulense; los de San Juan Bautista), en Navarra, aprobadas por Gregorio XIII; los ermitaños del mismo nombre (bautistinos), fundada en Francia por Michel de Sainte-Sabine (1630); las de Mont-Valérien, cerca de París (siglo XVII), las de Baviera, fundadas en la diócesis de Ratisbona (1769).
El Venerable José Cottolengo fundó una congregación de ermitaños en Lombardía a mediados del siglo XIX. Algunos monasterios benedictinos tenían ermitas que dependían de ellos. Así tenemos el caso de San Guillermo del Desierto (1330) y los ermitaños de Nuestra Señora de Montserrat, en España. Estos últimos fueron bien conocidos desde el siglo XVI a partir de su relación con García de Cisneros; desaparecieron en el siglo XVIII. Para 1910 existía un conjunto de ermitaños en una montaña cerca de Córdoba.
Vemos, por lo tanto, que la Iglesia siempre ha estado ansiosa por formar a los ermitaños en comunidades. Sin embargo, muchos prefirieron su independencia y su soledad. Fueron numerosos en Italia, España, Francia y Flandes en el siglo XVII. Los Papas Benedicto XIII y Urbano VIII tomaron medidas para evitar los abusos que pudiesen surgir a partir de la demasiada independencia. Desde entonces, la vida eremítica ha sido abandonando gradualmente, y han sido infructuosos los intentos por revivirla en los pasados siglos. (Vea Regla de San Agustín de Hipona; Orden de la Camáldula; Orden Carmelita; Orden de la Cartuja; Orden de San Jerónimo, también bajo Iglesia Griega, Vol. VI, p 761).

Fuente: Besse, Jean. "Hermits." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910. 9 Dec. 2012 <http://www.newadvent.org/cathen/07280a.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina

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