La palabra Logos es el término con el cual la teología cristiana designa en lengua griega al Verbo de Dios, o Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Antes de que San Juan consagrara este término adoptándolo, los griegos y los judíos lo habían utilizado para expresar concepciones religiosas que, bajo diferentes títulos, han ejercido una influencia cierta en la teología cristiana, y a las cuales es necesario hacer referencia.
El Logos en el Helenismo
La teoría del Logos aparece por vez primera en Heráclito, y es indudablemente por esta razón que fue considerado por San Justino (Apol. I, 46) como un cristiano antes de Cristo entre los filósofos griegos. Según Heráclito, el Logos, al que identifica aparentemente con el fuego, es aquel principio universal que anima y gobierna el mundo. Esta concepción solo podía hallar lugar en un monismo materialista. Los filósofos de los siglos quinto y cuarto antes de Cristo eran dualistas, y concebían a Dios como trascendente, de manera que ni en Platón (lo que quiera se haya dicho sobre el tema) ni en Aristóteles encontramos la teoría del Logos.
Reaparece en los escritos de los estoicos, y son ellos particularmente quienes la desarrollan. Dios, de acuerdo a los estoicos, "no hizo el mundo como un artesano hace su trabajo, sino que es penetrando completamente toda materia que Él se hace demiurgo del universo" (Galeno, "De qual. incorp." en "Fr. Stoic.", ed. von Arnim, II, 6); Él penetra el mundo "como la miel el panal" (Tertuliano, "Adv. Hermogenem", 44); este Dios tan íntimamente compenetrado con el mundo es fuego o aire encendido; en tanto Él es el principio que controla el universo, es llamado Logos; y en cuanto Él es el germen del que se desarrolla todo lo demás, es llamado Logos seminal (logos spermatikos). Este Logos es al mismo tiempo una fuerza y una ley: una fuerza irresistible que conduce al mundo entero y todas las criaturas a un final común; una ley inevitable y sagrada de la que nada puede sustraerse, y que todo hombre razonable debe seguir voluntariamente (Cleantes, "Himno a Zeus" en "Fr. Stoic." I, 527 - cf. 537). En conformidad con sus hábitos exegéticos, los estoicos hicieron de los diferentes dioses personificaciones del Logos, por ejemplo, de Zeus, y sobre todo de Hermes.
En Alejandría, Hermes fue identificado con Thoth, el dios de Hermópolis, conocido luego como el gran Hermes, "Hermes Trimegistos", y representado como el revelador de todas las letras y toda religión. Simultáneamente, la teoría del Logos se conformó al dualismo neoplatónico corriente en Alejandría: no se concibe al Logos como naturaleza o necesidad inmanente, sino como un intermediario a través del cual el Dios trascendente gobierna el mundo. Esta concepción aparece en Plutarco, especialmente en su "Isis y Osiris"; desde temprana data en el primer siglo de la era cristiana, influenció profundamente al filósofo judío Filón.
La Palabra en el Judaísmo
Con bastante frecuencia el Antiguo Testamento presenta el acto creador como la palabra de Dios (Gn.1, 3; Sal. 32, 9; Si. 42, 15); a veces parece atribuir a la palabra acción por sí misma, aunque no independiente de Yavé (Is. 55, 11; Za. 5, 1-4; Sal. 106, 20; 147, 15). En todo esto podemos ver solo audaces figuras retóricas: la palabra de creación, de salvación, o, en Zacarías, la palabra de maldición, es personificada, pero no concebida como una hipóstasis divina distinta. En el Libro de la Sabiduría esta personificación se implica más directamente (18, 15 s), y se establece un paralelo (9, 1-2) entre la Sabiduría y la Palabra.
En el rabinismo palestino la Palabra (Memra) es mencionada a menudo, al menos en los Tárgumes: es el Memrá de Yahvé que vive, habla, y actúa; sin embargo, si se procura determinar en forma precisa el significado de la expresión, frecuentemente aparenta ser solo una paráfrasis por la que el targumista sustituye el nombre de Yavé. El Memrá se asemeja al Logos de Filón tan poco como las obras de la mente rabínica en Palestina se asemejan a las especulaciones de Alejandría: los rabinos se preocupan principalmente del ritual y las observancias; en razón de escrúpulos religiosos, no se atreven a atribuir a Yavé acciones como las que las Escrituras le atribuyen; es suficiente para ellos velar la majestad divina bajo una paráfrasis abstracta: la Palabra, la Gloria, la Morada, y otras. El problema de Filón era de orden filosófico: Dios y el hombre están infinitamente distantes uno del otro, y es necesario establecer entre ellos relaciones de acción y oración; el Logos es aquí el intermediario.
Además del autor del Libro de la Sabiduría, otros judíos alejandrinos antes que Filón habían especulado acerca del Logos; pero sus obras nos han llegado únicamente a través de los raros fragmentos que autores cristianos y Filón mismo han preservado. Sólo Filón nos es conocido cabalmente; sus escritos son tan extensivos como los de Platón o Cicerón, y esclarecen cada aspecto de su doctrina; de él es de quien mejor aprendemos la teoría del Logos según fuera desarrollada por el judaísmo alejandrino. El carácter de su enseñanza es tan diverso como sus fuentes:
· a veces, influenciado por la tradición judaica, Filón representa al Logos como la Palabra creadora de Dios ("De Sacrific. Ab. et Cain"; cf. "De Somniis", I 182; "De Opif. Mundi", 13);
· en otras ocasiones lo describe como el revelador de Dios, simbolizado en la Escritura por el ángel de Yavé ("De Somniis", I, 228-39, "De Cherub.", 3; "De Fuga", 5; "Quis rer. divin. haeres sit", 201-205).
· Con mayor frecuencia aún, acepta el lenguaje de la especulación helénica; el Logos es entonces, siguiendo un concepto platónico, la suma total de ideas y el mundo inteligible ("De Opif. Mundi", 24, 25; "Leg. Alleg.", I, 19; III, 96),
· o, de acuerdo con la doctrina estoica, el poder que sostiene el mundo, el lazo que asegura su cohesión, la ley que determina su desarrollo ("De Fuga", 110; "De Plantat. Noe" 8-10; "Quis rer. divin. haeres sit", 188, 217; "Quod Deus sit immut.", 176; "De Opif. Mundi", 143).
En esta diversidad de conceptos puede reconocerse una doctrina fundamental: el Logos es un intermediario entre Dios y el mundo; a través de él Dios crea el mundo y lo gobierna; a través de él también los hombres conocen a Dios y le oran ("De Cherub." 125; "Quis rerum divin. haeres sit" 205-06). En tres pasajes el Logos es llamado Dios ("Leg. Alleg." III, 207; "De Somniis" I, 229; "In Gen." II, 62, citado por Eusebio, "Praep. Ev." VII, 13); pero, como Filón mismo explica en uno de estos textos (De Somniis), es una apelación indebida e incorrectamente empleada, y él la utiliza sólo porque lo conducen a ello los textos sagrados que comenta. Más aún, Filón no reconoce al Logos como una persona; es una idea, un poder, y aunque identificado ocasionalmente con los ángeles de la Biblia, lo es por personificación simbólica.
El Logos en el Nuevo Testamento
El término Logos se halla únicamente en los escritos joánicos: en el Apocalipsis (19,13), en el Evangelio de San Juan (1, 1-14), y en su Primera Carta (1, 1; cf. 1, 7 - Vulgata). Pero ya en las cartas de San Pablo la teología del Logos había hecho sentir su influencia. Vemos esto en las Cartas a los Corintios, donde Cristo es llamado "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co. 1, 24) e "imagen de Dios" (2 Co. 4, 4); es más evidente en la Carta a los Colosenses (1, 15 ss); por encima de todo, en la Carta a los Hebreos, donde la teología del Logos carece solo del término en sí, que finalmente aparece en San Juan. En esta carta también notamos una pronunciada influencia del Libro de la Sabiduría, especialmente en la descripción de las relaciones entre el Hijo y el Padre: "resplandor de su gloria e impronta de su sustancia" (cf. Sb. 7, 26). Esta semejanza sugiere el modo por el que la doctrina del Logos se introdujo en la teología cristiana; otra clave nos es proporcionada por el Apocalipsis, donde el término Logos aparece por primera vez (19,13), y no a propósito de alguna enseñanza teológica, sino en una visión apocalíptica, en cuyo contenido no hay indicio de Filón sino que más bien evoca a Sabiduría 18, 15.
En el Evangelio de San Juan el Logos aparece en el primer versículo sin explicación alguna, como un término familiar para los lectores; San Juan lo utiliza en el final del prólogo (1, 14), y no lo vuelve a mencionar en su Evangelio. De esto, Harnack concluye que la mención de la Palabra era solo un punto de partida para el evangelista, y que pasó directamente de esta concepción helénica del Logos a la doctrina cristiana del Hijo único ("Ueber das Verhältniss des Prologs des vierten Evangeliums zum ganzen Werk" en "Zeitschrift fur Theol. und Kirche", II, 1892, 189-231). Esta hipótesis se ve desacreditada por la insistencia con que el evangelista vuelve sobre esta idea de la Palabra; además, es bastante natural que este término técnico, empleado en el prólogo donde el evangelista está interpretando el misterio divino, no reaparezca en la continuación de la narrativa, cuyo carácter podría de esta manera variar.
¿Cuál es el valor preciso de este concepto en los escritos de San Juan? El Logos no tiene para él el significado estoico que con tanta frecuencia tenía para Filón: no es el poder impersonal que sostiene el mundo, ni la ley que lo regula; tampoco encontramos en San Juan el concepto platónico del Logos como el modelo ideal del mundo; el Verbo es para él la Palabra de Dios, y en consecuencia se alinea con la tradición judaica, la teología del Libro de la Sabiduría, de los Salmos, de los Libros Proféticos, y del Génesis; él perfecciona la idea y la transforma al mostrar que este Verbo creador, que desde toda la eternidad estaba en Dios y era Dios, se hizo carne y habitó entre los hombres.
Esta diferencia no es la única que distingue la teología joánica del Logos del concepto de Filón, al que no pocos han querido asemejarla. El Logos de Filón es impersonal; es una idea, un poder, una ley; a lo máximo podría ser comparado con aquellas entidades semi-abstractas, semi-concretas a las que la mitología estoica había prestado cierta forma personal. Para Filón, la encarnación del Logos debe haber carecido absolutamente de significado, tanto como su identificación con el Mesías. Para San Juan, por el contrario, el Logos aparece a la entera luz de una personalidad concreta y viviente; es el Hijo de Dios, el Mesías, Jesús. La diferencia es igualmente vasta cuando consideramos el papel del Logos. El Logos de Filón es un intermediario: "El Padre que engendró todo ha otorgado al Logos el insigne privilegio de ser un intermediario (methorios) entre la criatura y el creador… no es sin principio (agenetos) como lo es Dios, ni engendrado (genetos) como lo sois vosotros [la humanidad], sino intermedio (mesos) entre estos dos extremos" (Quis rer. divin. haeres sit, 205-06). El Verbo de San Juan no es un intermediario, sino un Mediador; Él no es intermedio entre dos naturalezas, divina y humana, sino que las une en su Persona; de Él no puede decirse, como del Logos de Filón, que no es agenetos ni genetos, porque es al mismo tiempo uno y otro, no en tanto es el Verbo, sino en cuanto es el Verbo encarnado (San Ignacio, "Ad Ephes." vii, 2).
En la historia subsiguiente de la teología cristiana se originarían naturalmente muchos conflictos entre estos conceptos rivales, y las especulaciones helénicas constituían una tentación peligrosa para los escritores cristianos. Desde luego, no habrían de hacer del Logos divino un poder impersonal (la Encarnación prohibía esto muy claramente), pero en ocasiones se inclinaban, más o menos conscientemente, a considerar al Verbo como un ser intermediario entre Dios y el mundo. De aquí surgieron las teorías subordinacionistas encontradas en algunos escritores ante-nicenos; de aquí, también, la herejía arriana (véase NICEA, CONCILIO DE).
El Logos en la Literatura Cristiana Primitiva
Los Padres Apostólicos no mencionan la teología del Logos; una pequeña referencia aparece solamente en San Ignacio (Ad Magn. viii, 2). Los Apologistas, por el contrario, la desarrollan, debido en parte a su entrenamiento filosófico, pero más particularmente a su deseo de declarar su fe de un modo familiar para sus lectores (San Justino, por ejemplo, insiste vigorosamente en la teología del Logos en su "Apología" destinada a los paganos; en muy menor medida en su "Diálogo con el judío Trifón"). Esta ansiedad por adaptar la discusión apologética a las circunstancias de sus oyentes acarreaba sus peligros, ya que así era posible que los apologistas cayeran dentro de las líneas de sus adversarios.
Sobre la cuestión capital de la generación del Verbo, la ortodoxia de los Apologistas es irreprochable: el Verbo no fue creado, como los arrianos sostuvieron más tarde, sino que nació de la misma sustancia del Padre de acuerdo a la posterior definición de Nicea (Justino, "Diál." 128; Taciano, "Or." v; Atenágoras, "Legat." x, xviii; Teófilo, "Ad Autolyc." II, x; Tertuliano "Adv. Prax." vii). Su teología es menos satisfactoria en lo que se refiere a la eternidad de esta generación y su necesidad; de hecho, representan a la Palabra como pronunciada por el Padre cuando el Padre quiso crear y en orden a esta creación (Justino, "II Apol." 6; cf. "Dial." 61-62; Taciano, "Or." v, un texto corrupto y dudoso; Atenágoras, "Legat." x; Teófilo, "Ad Autolyc." II, xxii; Tertuliano, "Adv. Prax." v-vii). Cuando buscamos comprender qué indicaban con esta "pronunciación", es difícil dar una única respuesta. Atenágoras parece querer significar el rol del Hijo en la obra de la creación, la syncatabasis de los Padres nicenos (Newman, "Causes of the Rise and Successes of Arianism" en "Tracts Theological and Ecclesiastical", Londres, 1902, 238); otros, especialmente Teófilo y Tertuliano (cf. Novaciano, "De Trinit." xxxi), con suficiente certeza, parecen entender esta "pronunciación" literalmente. Serían responsables de esta actitud remanentes mentales de la psicología estoica: los filósofos del Pórtico distinguían entre la palabra innata (endiathetos) y la palabra pronunciada (prophorikos); teniendo en mente esta distinción, los sobredichos apologistas concebían un desarrollo en el Verbo de Dios según el mismo modo. Después de este período, San Ireneo condenó muy severamente estos intentos de explicación psicológica (Adv. Haeres. II, xiii, 3-10; cf. II, xxviii, 4-6), y Padres posteriores rechazaron esta desafortunada distinción entre el Verbo endiathetos y prophorikos [Atanasio (?), "Expos. Fidei" i, en PG XXV, 201 - cf. "Orat." II, 35, en PG XXVI, 221; Cirilo de Jerusalén "Cat." IV, 8, en PG XXXIII, 465 - cf. "Cat." XI, 10, en PG XXXIII, 701 - cf. Concilio de Sirmio, can. viii, en Atan., "De Synod." 27 - PG XXVI.
En cuanto a la naturaleza divina del Verbo, todos los apologistas estaban de acuerdo, pero para algunos de ellos, al menos para San Justino y Tertuliano, parecía haber en esta divinidad una cierta subordinación (Justino, "I Apol." 13 - cf. "II Apol." 13; Tertuliano, "Adv. Prax." 9, 14, 26).
Los teólogos alejandrinos, estudiosos profundos de la doctrina del Logos, evitaron los errores antes mencionados respecto de la concepción dual del Verbo (véase, sin embargo, un fragmento de las "Hipotiposis", de Clemente de Alejandría, citado por Focio, en PG CIII, 384, y Zahn, "Forschungen zur Geschichte des neutest. Kanons", Erlangen, 1884, xiii 144) y la generación en el tiempo; para Clemente y para Orígenes el Verbo es eterno como el Padre (Clemente "Strom." VII, 1, 2, en PG IX, 404, 409, y "Adumbrat. in Joan." i, 1, en PG IX, 734; Orígenes, "De Princip." I, xxii, 2 ss, en PG XI, 130 ss; "In Jer. Hom." IX, 4, en PG XIII, 357, "In Jo." i, 32, en PG XIV, 77; cf. Atanasio, "De decret. Nic. syn." 27, en PG XXV, 465). En lo referente a la naturaleza del Verbo, su enseñanza es menos segura: en Clemente, por cierto, encontramos solo unos pocos indicios de subordinacionismo ("Strom." IV, 25, en PG VIII, 1365; "Strom." VII, 3, en PG IX, 421; cf. "Strom." VII, 2, en PG IX, 408); en cualquier otro lugar él afirma explícitamente la igualdad del Padre y del Hijo y la unidad ("Protrept." 10, en PG VIII 228, "Paedag." I, vi, en PG VIII, 280; I, viii, en PG VIII, 325, 337 - cf. I, ix, en PG VIII, 353; III, xii, en P. d., V*I, 680). Orígenes, por el contrario, defendía frecuente y formalmente ideas subordinacionistas ("De Princip." I, iii, 5, en PG XI, 150; IV, xxxv, en PG XI, 409, 410; "In Jo." ii, 2, en PG XIV, 108, 109; ii, 18, en PG XIV, 153, 156; vi, 23, en PG XIV, 268; xiii, 25, en PG XIV, 441-44; xxxii, 18, en PG XIV, 817-20; "In Matt." xv, 10, en PG XIII, 1280, 1281; "De Orat." 15, en PG XI, 464, "Contra Cels." V, xi, en PG XI, 1197); sus enseñanzas acerca del Verbo evidentemente adolecían de especulación helénica: en el orden del conocimiento religioso y de la oración, el Verbo es para él un intermediario entre Dios y la criatura.
En medio de estas especulaciones de apologistas y teólogos alejandrinos, elaboradas no sin peligro ni error, la Iglesia mantuvo su estricta enseñanza dogmática acerca del Verbo de Dios. Se la reconoce particularmente en las obras de aquellos Padres más devotos de la tradición que de la filosofía, y especialmente en San Ireneo, quien condena cada forma de teoría helénica y gnóstica de seres intermediarios (Adv. Haer. II, xxx, 9; II, ii, 4; III, viii, 3; IV, vii, 4; IV, xx, 1), y quien afirma enérgicamente la total comprensión del Padre por el Hijo y su identidad de naturaleza (Adv. Haer. II, xvii, 8; IV, iv, 2, IV, vi, 3, 6). La encontramos nuevamente con mayor autoridad aún en la carta del papa San Dionisio a su tocayo, el obispo de Alejandría (véase Atan., "De decret. Nic. syn." 26, en PG XXV, 461-65): "… opinan falsamente sobre la generación del Señor los que se atreven a llamar creación a su divina e inefable generación. Ni se debe dividir en tres divinidades la admirable y divina unidad, ni disminuir con la idea de creación la dignidad y suprema grandeza del Señor; sino que hay que creer en Dios Padre omnipotente y en Jesucristo su Hijo y en el Espíritu Santo, y que en el Dios del universo está unido el Verbo. Porque: Yo —dice— y el Padre somos una sola cosa (Jn. 10, 30); y: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí (Jn. 14, 10). Porque de este modo es posible mantener íntegra tanto la divina Trinidad como la santa predicación de la unidad de principio." El Concilio de Nicea (325) no tenía más que prestar consagración oficial a esta enseñanza dogmática.
Analogía entre el Verbo Divino y el Lenguaje Humano
Luego del Concilio de Nicea, habiendo extirpado todo peligro de subordinacionismo, fue posible buscar en la analogía del habla humana alguna luz sobre el misterio de la generación divina; los Padres griegos se refieren especialmente a esta analogía para explicar cómo esta generación es puramente espiritual y no implica disminución ni cambio: Dionisio de Alejandría (Atan., "De Sent. Dion." 23, en PG XXV, 513); Atanasio ("De decret. Nic. syn." 11, en PG XXV, 444); Basilio ("In illud: In principio erat Verbum" 3, en PG XXXI, 476-77); Gregorio de Nazancio ("Or." xxx, 20, en PG XXXVI, 128-29) Cirilo de Alejandría (" Thes." iv, en PG LXXV, 56; cf. 76, 80; xvi, ibíd., 300; xvi, ibíd., 313; "De Trinit." diál. ii, en PG LXXV, 768-69), Juan Damasc. ("De Fide Orthod." I, vi, en PG XCIV, 804).
San Agustín estudió más detalladamente esta analogía entre el Verbo divino y el habla humana (véase especialmente "De Trinit." IX, vii, 12 s, en PL XLII, 967, XV, x, 17 s, ibíd., 1069), y dedujo de ella enseñanzas aceptadas por mucho tiempo en la teología católica. Compara al Verbo de Dios no con la palabra hablada por los labios, sino con el habla interior del alma, con lo cual podemos en alguna medida captar el misterio divino; engendrada por la mente, permanece allí dentro, es igual a ella, es la fuente de sus operaciones. Esta doctrina fue luego desarrollada y enriquecida por Santo Tomás, especialmente en "Contra Gent." IV, xi-xiv, opúsc. "De natura verbi intellectus"; "Quaest. disput. de verit." iv, "De potent." ii-viii, 1, "Summa Theol." I-I, xxvii, 2; xxxiv. Santo Tomás expone de un modo muy claro la identidad de significado, mencionada ya por San Agustín (De Trinit. VII, ii, 3), entre los términos Hijo y Verbo: "eo Filius quo Verbum, et eo Verbum quo Filius" ("Summa Theol." I-I, xxvii, 2; "Contra Gent." IV, xi). La enseñanza de Santo Tomás ha sido honrosamente aprobada por la Iglesia especialmente en la condenación del Sínodo de Pistoya por Pío VI (Denzinger, "Enchiridion" 1460). (Véase JESUCRISTO; TRINIDAD.)
Traducido por Emilce S. Fékete