Como ya hemos indicado, san Pablo afirma que los que se bautizan son sepultados
y resurgen de modo semejante al de Jesucristo. De ese modo, nos unimos del todo
a El, tanto con una muerte semejante a la suya, como con la resurrección: «Pero
si hemos muerto con Cristo, creamos que también viviremos con Él [...] de modo
que consideraos también vosotros muertos al pecado, pero vivos para Dios en
Jesucristo» (Rm 6, 8-11). En consecuencia, el bautismo es un gesto eficaz que
significa y nos une realmente a Cristo, hasta el punto de hacernos partícipes
del acontecimiento salvífico pascual. De modo semejante, la imagen del
revestirse de Cristo describe el bautismo para aquellos que lo reciben como un
nuevo modo de ser y de formar una unidad en Cristo Jesús que supera toda
distinción humana, es decir, de formar una unidad con Él que nos hace herederos
de la promesa del pueblo constituido por la llamada de Dios, hecha a Abraham.
«En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no
hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos
vosotros sois una persona en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois
descendencia de Abraham, herederos según la Promesa» (Ga 3, 27-29)
15.
San Pablo enseña la
pertenencia a Cristo también con otras dos imágenes: la de la unción y la del
sello, que encontramos juntas en 2 Co 1, 21-22: «Y es Dios el que nos conforta
juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su
sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» 16.
La unción indica la participación en la unción profética de Cristo, una unción
espiritual a través de la fe. Dios hace penetrar en nosotros la doctrina del
evangelio, nos da el sentido de la verdad y nos instruye acerca de todas las
cosas (cfr. 1 Jn 2, 20.27) 17.
El sello impreso sobre un objeto cambia su aspecto, pero sobre todo su
propiedad. El sello expresa una relación real nueva que, de manera visible y
estable, expresa la referencia, en este caso, de las personas a Jesús: se trata
del sello del Espíritu Santo, que había sido prometido y ha sido conferido ahora
por la redención (cfr. Ef 1, 13; 4, 30).
Apoyándose en estos datos bíblicos, afirma el concilio de Florencia que el
bautismo ocupa el primer lugar, es la puerta de la vida espiritual; por él
llegamos a ser miembros de Cristo y del cuerpo eclesial (DS 1314). El Vaticano
II enseña que por medio del bautismo somos configurados con Cristo, se
representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo (cfr. LG
7). El primer efecto del bautismo, por tanto, se puede decir que es, de manera
sintética, una acción fundamental por la que un hombre pasa a ser parte
inherente del misterio de Cristo: es el signo con el que Cristo coge al hombre y
lo hace discípulo suyo, transformándolo en sus fibras más íntimas y
distinguiéndolo con el nombre de cristiano 18.
Mas todo esto representaría una idea sólo parcial, si no aclarásemos aún que el
bautizado entra a formar parte de la Iglesia, que es la comunidad con la que
Cristo permanece, de manera visible y objetiva, en la historia, por la que de
por sí, sin la intervención negativa de factores externos, ser miembro de Cristo
es idéntico a ser miembro de su cuerpo de modo pleno.
El bautizado entra en una nueva comunidad, en una nueva obediencia, al servicio
de Jesucristo y en la caridad fraterna. En efecto, afirma san Pablo: «Porque en
un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo,
judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
[...] Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por
su parte» (1 Co 12, 13.27). Los bautizados son agregados por el Señor a la
Iglesia y con ese gesto obtienen la salvación (cfr. Hch 2, 41.48; 5, 14). A
partir de aquellos que son miembros de Adán se constituyen miembros que
pertenecen a Cristo, en el sentido de que el bautizado asume la figura, la
fisonomía de miembro del cuerpo de Cristo, que permanece para siempre. En
efecto, aquellos que han sido iluminados definitivamente y de una vez para
siempre, aquellos que han gustado el don celestial y participan del Espíritu
Santo, esto es, han sido bautizados, pero han caído después, es imposible que
sean bautizados de nuevo, como parece afirmar Hb 6, 4-6.
Los bautizados incorporados a Cristo están llamados, por tanto, a constituir el
único pueblo de Dios, en una unidad de vida y de obediencia. A este respecto
afirma el concilio Vaticano II: «El bautismo, por tanto, constituye un poderoso
vínculo sacramental de unidad entre todos los que con él se han regenerado. Sin
embargo, el bautismo por sí mismo es tan sólo un principio y un comienzo, porque
todo él se dirige a la consecución de la plenitud de la vida en Cristo. Así,
pues, el bautismo se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la plena
incorporación, a los medios de salvación determinados por Cristo y, finalmente,
a la íntegra incorporación en la comunión eucarística» (UR 22). El bautismo es,
por consiguiente, principio sacramental tanto de la unión de los bautizados con
Cristo en la Iglesia, como de la unidad de la misma Iglesia. Proporciona una
unidad tanto externa como sobrenatural y espiritual, conduce a una unidad
divino-humana a los bautizados, a pesar de sus múltiples diferencias naturales
de raza, sexo, condición social...
Los bautizados, que han pasado a formar parte inherente del misterio de Cristo
vivo en la Iglesia, reciben, pues, de manera sobrenatural, un vínculo interior,
que se llama carácter. Los concilios de Florencia y de Trento definen la
existencia del carácter bautismal y lo describen como un signo espiritual
indeleble que distingue de los otros, por lo que el sacramento no se puede
repetir una vez celebrado válidamente (cfr. DS 1313; 1624; véase también LG 11).
No puede ser considerado sólo como palabra de Dios impresa en el alma de
aquellos que reciben con fe el bautismo de Cristo (cfr. DS 3228). El carácter
es, por tanto, el efecto del bautismo en cuanto constituye el acontecimiento de
salvación inicial y fundamental, que hace nacer a la vida cristiana. Imprime un
vínculo indeleble, que reclama y exige siempre la unidad plena con Cristo en su
Iglesia.
El
sacerdocio «bautismal» 19
El carácter que consagra a Cristo es asimismo vínculo que hace a los bautizados
capaces de participar en la obra profética, cultual y real del pueblo de Dios.
La consagración y el sacerdocio bautismal son dos aspectos complementarios e
inseparables de hecho entre sí. Los hemos distinguido para una mejor
comprensión. Ahora vamos a intentar tratar del carácter como capacidad de dar el
culto debido a Dios.
Los cristianos entran «cual piedras vivas, en la construcción de un edificio
espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales,
aceptos a Dios por mediación de Jesucristo. [...] Pero vosotros sois linaje
elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las
alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz
vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el Pueblo de Dios, de
los que antes no se tuvo compasión, pero ahora son compadecidos» (1 P 2,
5.9-10). Unido a Cristo, piedra viva, el nuevo pueblo reunido de todas partes
del mundo forma un edificio espiritual, una nación llamada y santificada por
Dios, que ha accedido cabe la Trinidad. Por eso puede ofrecerse a sí mismo como
sacrificio agradable y proclamar las obras y las maravillas de Dios, que se ha
mostrado compasivo con él. Los hombres, antes dispersos, son ahora pueblo de
Dios, asamblea convocada y reunida en su nombre, que vive de la gracia redentora
de Jesucristo. En efecto, ahora han sido regenerados por la palabra de Dios viva
y verdadera, no de un germen corruptible, sino inmortal (cfr. 1 P 1, 23).
Asimismo san Pablo afirma que Jesucristo, con el misterio de su cruz, ha puesto
el fundamento para hacer de los dos pueblos (judíos y paganos) uno solo, para
crear en sí mismo un solo hombre nuevo, para reconciliar a los dos con Dios
formando un solo cuerpo (cfr. Ef 2, 14-16). El pueblo, que tiene como piedra
angular a Jesucristo y es templo santo en el Señor, tiene la facultad de
presentarse a Dios Padre en un mismo Espíritu (cfr. Ef 2, 18). De este modo, los
bautizados se ofrecen a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a
Dios; éste es su culto razonable; renovando así su mente, podrán discernir y
realizar la voluntad de Dios (cfr. Rm 12, 1-2).
El concilio Vaticano II ha recuperado la doctrina del sacerdocio de los fieles,
presente tanto en la Sagrada Escritura como en los Padres de la Iglesia, y
afirma que los bautizados «son consagrados como casa espiritual y sacerdocio
santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio
de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y
anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable»
(LG 10). Los fieles están destinados al culto de la religión cristiana
precisamente por el carácter bautismal (cfr. LG 11); según su modalidad, son
constituidos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo (cfr.
LG 31) 20.
En virtud del sacerdocio bautismal, a diferencia del ministerial que tiene la
facultad de enseñar y regir a todo el pueblo de Dios y de realizar el sacrificio
eucarístico en la persona de Cristo, los fieles participan en la oblación de la
eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida
santa, con la abnegación y caridad operante (LG 10). El pueblo sacerdotal revela
y realiza, por consiguiente, su propia índole sagrada, sobre todo, con la
participación en el culto de la Iglesia y con su santidad de vida. En
consecuencia, el sacerdocio bautismal tiene un aspecto interior-espiritual y
otro externo-sacramental; se ejerce tanto al recibir los beneficios de Cristo y
de la Iglesia, como de una manera activa a través del testimonio y de las
virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. El pueblo sacerdotal ejerce
también tareas proféticas y reales para la renovación y la expansión de la
Iglesia. Estos aspectos de la vida del pueblo de Dios están unidos al aspecto
sacerdotal y ordenados el uno al otro (cfr. LG 34-36). Todo el pueblo de Dios es
hecho partícipe del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, y lo
realiza en toda su propia vida.
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