El cisma -o separación- de las Iglesias de Oriente y Occidente es
una de las mayores catástrofes que se han abatido sobre la cristiandad. En su
génesis y consumación intervinieron numerosos factores, no sólo de índole
religiosa, sino también política. La unión de las Iglesias es la mayor causa
pendiente del cristianismo actual.
El proceso que culmina con la separación y la mutua excomunión de
las Iglesias de Oriente y Occidente es la cristalización de una larga serie de
controversias de índole doctrinal y litúrgica, en la que no faltaron las
ambiciones personales y rivalidades políticas, alimentadas por el cesaropapismo
de los emperadores de Oriente y por algunas decisiones tomadas por los obispos
de Roma, no en su calidad de papas, sino como soberanos de los Estados
Pontificios. A todo ello se ha de sumar la declarada animadversión entre los
griegos y los latinos.
En un intento de simplificar la sucesión de los acontecimientos,
muchas veces confusos, podrían señalarse los siguientes factores:
El primado del patriarcado de Constantinopla.
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El canon 3 del concilio I de Constantinopla (381) reclamaba para
la sede episcopal de esta ciudad el primado de honor, después del obispo de
Roma, aduciendo que Constantinopla era la nueva Roma, pues a ella se había
trasladado la capitalidad del Imperio Romano. Los papas no admitieron nunca
esta pretensión, en la que se producía una desviación de gravísimas
consecuencias desde la fundamentación dogmática a la argumentación política.
Roma no ostentaba el primado en la Iglesia por ser la capital del Imperio, sino
por haber sido la sede episcopal del apóstol Pedro. Constantinopla no había
sido sede de ningún apóstol y, en este sentido, gozaban de mejor posición
Jerusalén, Antioquía y Alejandría.
El primer enfrentamiento doctrinal, de matiz litúrgico, se produjo
a propósito de la licitud del culto a las imágenes (iconos) de Cristo, María y
los santos. En esta controversia se entremezclaban aspectos psicológicos,
culturales y políticos. La sensibilidad y la mentalidad semita (judíos, sirios
y musulmanes) no admiten representaciones sensibles de realidades trascendentes
ni reproducciones muertas de seres vivos. El emperador León III (717-741),
primer desencadenante de la iconoclastia, era de origen sirio. Por otra parte,
el imperio bizantino sentía en sus fronteras la constante amenaza del poder emergente
islámico. El culto a las imágenes, prohibido en el islam, podía constituir un
motivo -o un pretexto- para enfrentamientos armados en los que Bizancio tenía
muy poco que ganar. Por lo que respecta al aspecto estrictamente religioso, al
decreto imperial (730) que obligaba a destruir las imágenes, respondió el
sínodo de Roma (731), bajo Gregorio III, con la amenaza de excomunión contra
quienes obedecieran aquella orden. La réplica oriental fue dura: el sínodo de
Constantinopla (754) declaró que el culto a las imágenes es idolatría. En el
concilio II de Nicea (758), los padres conciliares proclamaron la licitud de la
veneración de las imágenes. Las aguas parecían calmarse, pero sólo en la
superficie.
La controversia del "Filioque"
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Mayor densidad dogmática entrañaba la controversia del Filioque.
El credo niceno-constantinopolitano había declarado que el Espíritu Santo
procede del Padre. El concilio III de Toledo (589) añadió la frase
Filioque
("y del Hijo"). El añadido, admitido sin dificultad por la mayoría de
las Iglesias occidentales, fue incorporado al símbolo de la fe a lo largo de
los siglos VII y VIII. Focio (867) lo rechazó como herético, afirmando que el
Espíritu Santo procede
únicamente del Padre.
Focio, secretario de Estado y hombre de vastísima cultura, fue
elegido patriarca de Constantinopla en controvertidas circunstancias. Fueron
muchos los que rechazaron la legitimidad de su nombramiento y el papa Nicolás I
le declaró privado de toda dignidad eclesiástica. Focio replicó de forma
fulminante. Lanzó gravísimas acusaciones contra las costumbres y las doctrinas
de los latinos (entre ellas la cuestión del
Filioque) y en un sínodo
(867) tomó la inaudita decisión de excomulgar al Papa como hereje. Jugaba a su
favor el clima antilatino de la corte, avivado por la decisión del papa Nicolás
I de mantener bajo la jurisdicción de Roma el territorio de Bulgaria, que había
sido evangelizado por misioneros griegos de rito bizantino. De todas formas,
aquel mismo año, coincidiendo con la entronización de un nuevo soberano, Focio
fue depuesto y se restableció la comunión con Occidente.
La escisión definitiva con Miguel Cerulario
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El patriarca Miguel Cerulario, hombre dotado de una férrea
voluntad, se propuso hacer realidad la vieja aspiración de elevar la sede
bizantina a patriarcado de Oriente, en pie de igualdad con el Papa, patriarca
romano de Occidente. Para conseguir su propósito desencadenó una ofensiva en la
que se acumulaban diversas acusaciones contra los latinos, como que comulgaban con
pan ácimo, suprimían los aleluyas en Cuaresma o permitían que los sacerdotes se
rasuraran la barba. La respuesta latina no fue menos virulenta. Tachaban, por
ejemplo, de adulterio el matrimonio de los sacerdotes orientales. Los legados
del Papa enviados a Constantinopla fueron vejados por Cerulario, que llegó a
prohibirles celebrar la misa. En aquel ambiente de crispación, los legados
depositaron en el altar de Santa Sofía, en presencia del clero y del pueblo,
una bula de excomunión (16 de julio de 1054) contra el patriarca de
Constantinopla. Pocos días más tarde, el 24 de julio, un edicto sinodal
constantinopolitano excomulgaba a los latinos. Se había consumado la ruptura.
El saqueo de Constantinopla por los cruzados francos (1202) ahondó aún más el foso
entre Oriente y Occidente. Dada la tensa hostilidad mutua, fueron efímeros los
resultados de los intentos de unión llevados a cabo en el concilio de Lyon
(1274) y de Ferrara-Florencia (1439), más debidos a la angustiosa situación de
Constantinopla frente al poder musulmán y a su desesperada necesidad de la
ayuda militar del Occidente cristiano que a un verdadero deseo de comunión
religiosa.
El primitivo cristianismo en su entorno político
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Jesús de Nazaret (hacia 4 a.C.-hacia 33 d.C.)
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Fundador de una corriente mesiánica en la Palestina del siglo I y
figura central del cristianismo.
Sus discípulos le consideraron el Mesías (
Cristós en
griego), el salvador enviado por Dios.
Los evangelios conservan el testimonio de sus estrechas relaciones
con Juan, llamado el Bautista. Ambos se mostraron cercanos al movimiento de los
esenios y fueron muy críticos con la clase dirigente de Jerusalén y los
sacerdotes del templo.
Su movimiento fue juzgado potencialmente subversivo y fue tratado
como rebelde y condenado a la crucifixión.
Murió sin dejar obra escrita.
Sus discípulos fundaron la Iglesia cristiana, comunidad de los
seguidores de Cristo.
Tiberio (42 a.C.-37 d.C.)
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Emperador romano entre los años 14 y 37 de nuestra era, durante su
mandato se desarrolló la actividad de
Jesús de Nazaret.
Era hijo de Lidia e hijastro del emperador Augusto, a quien
sucedió.
Profundamente conservador por naturaleza, continuó la política de
Agusto y se limitó a consolidar las conquistas de él.
A pesar de la eficacia de su administración y política exterior,
en política interior su reinado fue un desastre saturado de sospechas de
asesinatos y abusos; implantó su sede en la isla de Capri, desde la que
instauró un régimen de terror.
Procurador romano en Judea de quien se conservan pocos documentos
que prueben fehacientemente su existencia real (a finales del siglo XX se
descubrió en Alejandría, sepultada en el mar, una inscripción con su nombre).
Aparentemente estuvo en su cargo entre los años 26 y 36, siendo
Tibero emperador de Roma, quien le mantuvo en su cargo a pesar de haber
provocado las iras de los judíos por haberse apropiado del tesoro del templo.
Según los evangelios, juzgó y condenó a
Jesús de Nazaret, más a
causa de su desdén para con los judíos, que por creer que el reo fuera
realmente culpable de algo digno de castigo.
Habiendo caído finalmente en desgracia, fue enviado a Roma.
Aparece muy tarde en numerosas y pintorescas leyendas de los
apócrifos cristianos.
Cayo Aurelio Valerio Diocleciano (245-316)
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Emperador romano. Nacido en una humilde familia de Dalmacia,
ascendió en el escalafón del ejército hasta llegar a ser el mayor de los
emperadores militares del siglo III. Abdicó en 305.
Se conserva en la memoria de los cristianos como el más
encarnizado perseguidor de los seguidores de
Jesús.
Constantino I el Grande (hacia 285-337)
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Emperador romano. Gracias a sus victorias sobre Majencio en Roma y
sobre Licinio, emperador de Oriente, se conviritió en emperador único en 324.
Al creer que su victoria sobre Majencio (en 312) había sido obra
del Dios cristiano, promovió por primera vez el cristianismo en el Imperio.
Estableció su capital en Constantinopla, en una enclave
estratégico de Bizancio, y por tanto la ciudad fue cristiana desde su
fundación.
Después de su muerte, el Imperio Romano fue de nuevo dividido
entre sus hijos.
Dámaso I, Papa (muerto en 384)
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Español de origen, fue elegido en un tiempo de enfrentamiento
entre los cristianos, de modo que recurrió al emperador Teodosio para hacer
valer sus derechos. El cisma se resolvió por la intervención del emperador.
Encargó a su secretario, san Jerónimo, la revisión de la antigua
traducción latina de la Biblia.
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