El Bautismo es un sacramento
(v.) instituido por Jesucristo, que devuelve al hombre la amistad con
Dios, perdida por el pecado original, mediante una regeneración
espiritual obrada por el agua y por el Espíritu Santo. Véase el
significado etimológico de la palabra B. en I, 1. Aquí estudiamos: 1.
Institución por Cristo. 2. Estructura teológica del B. 3. Efectos. 4.
Ministro. 5. Sujeto del B. 6. Necesidad del B. 7. Condiciones de validez
y licitud del B. 8. El B. en las confesiones cristianas no católicas.
1. Institución por Cristo. Puede decirse que la institución del B. como sacramento, hecha por Jesucristo, se asienta sobre la universal inclinación del hombre a expresar y conocer las realidades suprasensibles (como son las espirituales, y más aún las sobrenaturales) por medio de signos y símbolos. El baño es un símbolo religioso primario que expresa que el hombre debe estar limpio y que continuamente debe purificarse para comparecer ante Dios; así se explican las diversas «prácticas bautismales» estudiadas por la historia de las religiones (v. I y II, 1). Pero el B. instituido por Cristo no deriva de esos baños, sagrados o purificatorios, practicados en algunos grupos religiosos; las características, e incluso la práctica, del B. cristiano son originales (unicidad e irrepetibilidad, consecuencia de su carácter esencial constitutivo), como lo son su sentido y efectos sobrenaturales (cfr. I, 4 y ii). Aunque sí puede decirse que Cristo de alguna manera recoge esas «prácticas bautismales», dándoles contenido y significación nuevas. Sería un ejemplo más del conocido principio teológico de que la gracia y la revelación no destruyen la naturaleza humana y sus necesidades, sino que las suponen y las perfeccionan dándoles su acabamiento. El B. está intrínsecamente ligado a la obra histórica de salvación de Jesús, la cual, de una vez y para siempre, purificó a los hombres de toda culpa.
El B. instituido por Jesucristo fue significado y profetizado en el A. T. mediante diversas figuras y vaticinios. Zacarías afirma que llegará un día en que «habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia» (Zach 13, 1). Isaías hace también una alusión profética al B. (Is 44, 34), mientras Ezequiel, refiriéndose a la nueva alianza que sustituiría a la antigua (v. ALIANZA II), pone en boca de Dios estas palabras: «os rociaré con aguas puras y os purificaré de todas vuestras impurezas, de todas vuestras idolatrías. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu» (Ez 36, 2527). Además el A. T., «sombra de las cosas futuras» (Col 2, 17), está lleno también de hechos que prefiguran el B. cristiano; en efecto, «la Revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio» (Vaticano II, const. Dei Verbum, 2). Así, se consideran figuras del B. la circuncisión (v.), el paso del mar Rojo, el agua sacada de la roca por Moisés, el paso del Jordán, etc. Cada una de estas figuras expresa de un modo particular algunas características del B.: el perdón del pecado original, la pertenencia del bautizado al Pueblo de Dios, la liberación de la esclavitud del pecado y la consecución de la vida de la gracia, las aguas regeneradoras que apagarían la sed de los hombres, etc.
El N. T. narra la realización de todas estas promesas y figuras, en la institución por Cristo del sacramento del B.; institución que forma parte de la fe de la Iglesia, proclamada solemnemente en diversas ocasiones (p. ej., en el conc. de Trento, cfr. Denz.Sch. 1601). En cuanto al momento preciso de esa institución, la explicación más común lo sitúa poco antes de la Ascensión de Jesucristo («id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», Mt 28, 19). Antes, lo había ido anunciando, revelándolo a los Apóstoles poco a poco, como todos los misterios sobrenaturales, y dando a conocer progresivamente los diversos aspectos del sacramento (v. II, 2 y 3). El primer anuncio es el de Juan Bautista, cuando Cristo comenzó su ministerio público: «yo os bautizo con agua para moveros a penitencia; pero el que ha de venir después de mí... ha de bautizaros en el Espíritu Santo y en el fuego» (Mt 3, 11). El de Juan no es todavía el B. cristiano, sino un b. de penitencia que sirve para suscitar e indicar las disposiciones requeridas por el B. cristiano: apartamiento del pecado, fe en el Mesías prometido. El B. de Jesús en el jordán es otro momento de esa revelación; se muestra entonces que la fuente de la regeneración bautismal es la Santísima Trinidad, hecha presente de modo visible en la teofanía del jordán descrita por los evangelistas: «bautizado Jesús, al instante que salió del agua se le abrieron los cielos, y vio bajar el Espíritu de Dios a manera de paloma, y posar sobre Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: Éste es mi Hijo querido en quien Yo me complazco» (Mt 3, 1617). También se indica aquí el efecto propio del B.: filiación divina y apertura de las puertas del cielo. El coloquio de Jesús con Nicodemo (lo 3, 5 ss.) da a conocer de modo preciso que el B. cristiano es fruto del agua y del Espíritu Santo, y que es absolutamente necesario para alcanzar la salvación. También en otros momentos de su vida, Jesucristo alude a esté sacramento. Y en el agua que manó del costado abierto de Cristo en la cruz (lo 19, 34), los Padres de la Iglesia han visto simbolizado, unánimemente, el B.
El mandato de Jesucristo fue enseguida puesto en práctica por la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo inmediatamente después de Pentecostés son bautizadas más de tres mil personas (Act 2, 41), que mediante este rito son agregadas a la naciente Iglesia. Ya entonces el B. cristiano se distingue perfectamente del b. predicado por Juan (como los Apóstoles mismos se preocupan de subrayar) porque, mientras el b. de Juan sólo movía a penitencia, el B. de Cristo perdona realmente los pecados y otorga el Espíritu Santo (Act 2, 38; 19, 36). Se distingue también de las diversas abluciones rituales judaicas y de los ritos purificatorios de los paganos (v. i; PURIFICACIÓN I y II). La S. E., especialmente los Hechos de los Apóstoles, dicen que este B. se realizaba «en el nombre de Jesús»; pero esto no quiere decir, según la opinión más común, que no se empleara la fórmula trinitaria impuesta por el mismo Cristo, sino que se administraba con la autoridad de Jesucristo y bajo su mandato, en unión con Él y por su virtud (v. ii). Sin embargo, la polémica de algunos Padres contra la fórmula «en el nombre de Jesús» (Orígenes, In Romanos, 5, 8: Cipriano, Epístola 73, 18; Basilio, De Spiritu Sancto 12, 28) puede significar que esa expresión se había usado como fórmula bautismal en algunas partes; su equivalencia a la fórmula trinitaria parece que fue defendida por algunos Padres y teólogos en determinados casos.
2. Estructura teológica del Bautismo. La reflexión teológica sobre los textos bíblicos ha llevado a distinguir tres elementos fundamentales en la estructura de los sacramentos: el signo sacramental («sacramentum tantum»), la realidad contenida y significante («res et sacramentum») y la realidad contenida y significada («res tantum»).
A. El signo sacramental. Lo que la teología ha dado en llamar «sacramentum tantum» no es otra cosa que el mismo signo externo y material por el que toda la realidad sacramental se hace presente y operante entre los hombres (v. SIGNO III y Iv). Se distingue siempre un elemento material o materia del sacramento, y un elemento formal, las palabras u otro acto sensible que determinan y se aplican a aquella materia. El elemento material del B. es el agua natural, perfectamente apta para significar el efecto purificador propio del B.; es lo que los teólogos llaman materia remota; la materia próxima sería el hecho mismo de derramar ese agua sobre el sujeto del sacramento. Las palabras pronunciadas por el ministro en el momento de derramar el agua sobre el sujeto, son la forma del B., y determinan plenamente el significado de ese lavado con agua. Ya el conc. Romano del 382 recalcaba que la fórmula necesaria para la validez del B. es: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», según había declarado el mismo Jesucristo. Posteriormente, lo reafirman múltiples documentos de la Iglesia, principalmente los conc. Florentino y Tridentino. Las Iglesias católicas orientales, en lugar de la forma indicativa «yo te bautizo...», utilizan la forma deprecativa «es bautizado...», igualmente válida porque manifiesta claramente que el rito se realiza en nombre y con el poder de las tres Personas divinas (cfr. conc. Florentino, bula Exultate Deo, 22 nov. 1439: Denz.Sch. 1314).
Estos elementos esenciales del rito bautismal (materia y forma) se acompañan de múltiples ceremonias que pretenden significar lo que ocurre en el alma del bautizado: exorcismos, degustación de la sal, etc. (v. IV). En cuanto al hecho mismo de la ablución, en los primeros tiempos de la Iglesia, y hasta bien entrada la Edad Media, el B. se administraba por inmersión: todo el cuerpo del neófito se sumergía en el agua, significándose de este modo que moría al pecado y resucitaba a la vida de la gracia, según el conocido texto de S. Pablo: «¿no sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Jesucristo fuimos bautizados en su muerte? En efecto: por el B. hemos sido sepultados con Él muriendo al pecado...» (Rom 6, 34). Este simbolismo se hacía más evidente sumergiendo por tres veces al bautizado en el agua bautismal, para representar los tres días que el cuerpo muerto de Jesucristo permaneció en el sepulcro. Durante la Edad Media surgió la costumbre de administrar el B. por infusión, derramando el agua sobre la cabeza del sujeto; el agua así derramada debe dejarse correr, de modo que se signifique bien el efecto de lavado propio del B. Aún es posible una tercera forma, el B. por aspersión, mucho menos utilizada que las anteriores.
B. La realidad contenida y significante: el carácter. La segunda característica de todo sacramento es lo que la teología llama «res et sacramentum»; una realidad interior producida y significada por la aplicación del signo sacramental, que a su vez significa y produce otra realidad, la gracia, más intrínseca. En el caso del B., la «res et sacramentum» es el carácter: signo o marca espiritual indeleblemente impreso en el alma. El B. nunca se reitera, se da una sola vez, lo que quiere decir que imprime carácter. El carácter bautismal, pues, es indeleble, y obra la incorporación del bautizado a la Iglesia, distinguiéndole de los que no forman parte del Pueblo de Dios (v.) y dándole un status jurídico peculiar, como fiel cristiano, en el seno de la comunidad eclesial, que le hace sujeto de determinados derechos y deberes (v. IGLESIA III, 2). El carácter bautismal es el fundamento último de la igualdad radical de todos los cristianos en el seno del Cuerpo Místico (v.) de Cristo, igualdad sobre la que se edifica la diversidad funcional inherente a la condición jerárquica de la Iglesia.
Desde el punto de vista ontológico, el carácter es un accidente que afecta intrínsecamente al alma; según la doctrina de S. Tomás de Aquino, es una cualidad a modo de potencia. Desde el punto de vista teológico, en cuanto potencia pasiva, da derecho a recibir los demás sacramentos: el B. es por eso «puerta de todos los sacramentos», como señalan los Santos Padres. En cuanto potencia activa, el carácter bautismal hace partícipe al hombre del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo (v.). En el carácter bautismal, por tanto, se fundamenta el derecho y el deber, inherente a la misma condición cristiana, de ofrecer el sacrificio eucarístico; de enseñar a los hombres el camino de la salvación, con la palabra y con el ejemplo; de contribuir a la consecratio mundi mediante la santificación del trabajo y demás realidades temporales (V. LAICOS I y II; IGLESIA III, 46; APOSTOLADO; TRABAJO HUMANO VII).
C. La realidad contenida y significada: la gracia. La «res tantum» del B. es, como en todos los sacramentos, la gracia santificante, participación creada de la naturaleza increada de Dios (v. GRACIA SOBRENATURAL). La gracia dada por el B. se llama primera porque antes de recibirlo el hombre se halla en estado de pecado, de enemistad con Dios, incompatible con el estado de gracia; y a los sacramentos que la conceden, B. y Penitencia, se les llama sacramentos de muertos, a diferencia de los demás sacramentos, llamados de vivos por presuponer necesariamente la vida sobrenatural en el alma. Por la gracia habitual o santificante, que reviste el alma del bautizado y la perfecciona con las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo, el hombre queda justificado (V. JUSTIFICACIÓN), es decir, «se convierte de injusto en justo, y de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna» (conc. de Trento: Denz.Sch. 1528).
Junto a la gracia habitual o santificante, el B. concede, como los demás sacramentos, una gracia sacramental específica, necesaria para que el bautizado viva dignamente su nuevo modo de existencia «en Cristo». Por la gracia sacramental se diversifican entre sí los sacramentos (cfr. conc. de Trento, sess. VII, can. 3; Denz.Sch. 1603). Los teólogos difieren en sus explicaciones sobre el constitutivo formal de la gracia sacramental (v. GRACIA SOBRENATURAL I; SACRAMENTOS II); en todo caso, es una gracia que configura con Cristo al que recibe el sacramento, de un modo peculiar y propio en cada uno de ellos. En el caso del B., y de acuerdo con el principio general de que «los sacramentos hacen lo que significan», la gracia sacramental configura al hombre con Cristo muerto y resucitado, según se deduce del simbolismo propio de este sacramento, corroborado por la catequesis de S. Pablo en varias de sus epístolas (cfr. Roni 6, 48; Col 2, 1112; Gal 3, 27) y recogido en el Magisterio de la Iglesia. «Por el sacramento del B., enseña el conc. Vaticano II, debidamente administrado según la institución del Señor y recibido con la requerida disposición del alma, el hombre se incorpora realmente a Cristo crucificado y glorioso y se regenera para el consorcio de la vida divina, según las palabras del Apóstol: `con Él fuisteis sepultados en el B., y en Él, asimismo, fuisteis resucitados por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos' (Col 2, 12)» (Decr. Unitatis redintegratio, 22).
3. Efectos. Como acto de Cristo, el B. aplica al que lo recibe la obra redentora, le hace participar en el misterio mismo de la salvación. El B. es un encuentro personal con Jesucristo Señor, que introduce al mismo tiempo en la vida de la Trinidad (v.) Santísima y en el Cuerpo místico de Cristo. Filiación divina e incorporación a la Iglesia son simétricas y complementarias; la gracia es dada con vistas a la edificación del Cuerpo de Cristo. Ya se ha explicado, al hablar del carácter y de la gracia, lo que el B. realiza en el alma del bautizado. Resumiendo esos dos efectos principales, podemos decir que por el carácter bautismal se incorpora el cristiano a la Iglesia y, hecho miembro del Cuerpo Místico de Cristo, pasa a formar parte del Pueblo de Dios, con una misión concreta que debe realizar a lo largo de su vida: «los fieles, incorporados a la Iglesia por el B., quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana; y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia» (Vaticano II, const. Lumen gentium, 11). Por la gracia recibida, en cambio, el cristiano se configura con Jesucristo, su modelo; de modo especial, con su muerte y su resurrección. Esta doble incorporación, a Cristo, y por Él a la Trinidad, y a la Iglesia es el hecho fundamental sucedido en el B., que transforma radicalmente y para siempre la vida humana. De aquí se deducen de modo inmediato los tradicionales efectos del B. que estudia la teología moral:
El mismo rito del B. indica ya que la configuración con Cristo obrada en este sacramento es a modo de regeneración espiritual, como decía Jesús a Nicodemo: «quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios» (lo 3, 5). Este nuevo nacimiento en el Espíritu es el fundamento de la filiación divina (v.) alcanzada en el B. «Y~ así, por el Bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos, `por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre!' (Rom 8, 15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre» (Vaticano II, const. Sacrosanctum Concilium, 6). Esta adopción lleva consigo la aniquilación de todo lo que era pecado en el alma del hombre, y la infusión de la gracia. En efecto, «al ser incorporados a la pasión y muerte de Cristo por el B., según la expresión de S. Pablo: `si hemos muerto con Él, también viviremos con Él' (Rom 6, 8), es evidente que a todo bautizado se le aplican los méritos redentores de la pasión de Cristo como si Él mismo hubiese padecido y muerto» (S. Tomás, Sum. Th. 3 q69 a2). Y como la muerte de Cristo tiene un efecto universal, que alcanza a todo pecado y a toda pena, en el B. se perdonan el pecado original y todos los pecados personales, así como todo reato de pena eterna y temporal debida por los pecados (V. PECADO III). Simultáneamente, la configuración con Cristo Resucitado, simbolizada por la emersión del agua bautismal, indica que la gracia divina, las virtudes infusas (V. VIRTUDES II) y los dones del Espíritu Santo (V. ESPÍRITU SANTO III) Se han asentado en el alma del bautizado, la cual se ha hecho morada de la Santísima Trinidad. El último efecto, por fin, es la apertura del cielo, cerrado antes al alma por causa del pecado; por eso, «si los bautizados mueren antes de cometer culpa alguna, llegan inmediatamente al reino de los cielos y a la visión de Dios» (conc. Florentino, bula Exultate Deo, 22 nov. 1439: Denz.Sch. 1316).
Todo pecado y toda pena son destruidos, por tanto, en el B. Permanecen, sin embargo, en la naturaleza humana aquellas consecuencias del pecado original que, si bien proceden de él, no tienen en sí mismas razón de pecado, ya que formalmente no son privación de ningún don sobrenatural, sino privación de otros dones ciencia, integridad, inmortalidad llamados preternaturales porque superan las exigencias de la naturaleza humana, aunque no trasciendan el orden natural. El hombre bautizado sigue sujeto al error, a la concupiscencia y a la muerte. Pero aun así, el B. ha sembrado en el cuerpo humano la semilla de una renovación gloriosa, que incluso puede llegar a superar aquella perfecta libertad (sujeción de todo el hombre a su alma) de que gozaba por los dones preternaturales perdidos con el pecado original; al final de los tiempos, cuando el Señor venga gloriosamente para juzgar a vivos y a muertos (v. PARusíA) se completarán los efectos del B. con la redención y resurrección para la gloria también del cuerpo (cfr. Rom 8, 23): «porque es necesario que este cuerpo corruptible sea revestido de incorruptibilidad, y que este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad. Mas cuando este cuerpo mortal haya sido revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: la muerte ha sido absorbida por una victoria» (1 Cor 15, 5354; v. RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS). Sin embargo, la perseverancia final es un don que no se recibe con la gracia bautismal; se requiere el Ulterior auxilio de Dios, que se ha de pedir humilde y confiadamente, y la cooperación humana mediante la práctica de las buenas obras, la obediencia a las leyes divinas y eclesiásticas, etc. (v. GRACIA SOBRENATURAL II; PERSEVERANCIA).
4. Ministro. En el B. solemne, es decir, en el rito bautismal completo, con todas las ceremonias establecidas por la Iglesia, el ministro ordinario es el obispo o el presbítero que goce de la debida jurisdicción (párroco u otro sacerdote delegado por él), ministro extraordinario es el diácono (cfr. CIC, can. 738-744). Sin embargo, aunque fuese administrado por personas distintas a las indicadas, el B. sería válido, aunque fuera de caso de necesidad ilícito. En caso de necesidad (cuando hay peligro de muerte o no es posible la asistencia de un sacerdote), cualquier persona puede administrarlo, con tal de que observe lo esencial del signo sacramental (v. 7) y tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia. Si varias personas están presentes, se prefiere que bautice un católico antes que un acatólico o un infiel; antes un presbítero que un diácono o un subdiácono; antes un clérigo que un laico; antes un hombre que una mujer, a no ser que ésta conozca mejor la forma y la manera de bautizar o, por alguna otra razón, sea preferible lo contrario. Como entre el ministro y el bautizado se establece una relación espiritual análoga a la que media entre padre e hijo, los padres del neófito deben abstenerse de bautizar personalmente a sus hijos, a no ser que no hubiera otra persona en condiciones de administrar el sacramento.
Como los sacramentos son principalmente acciones del mismo Cristo, que infunde su gracia por medio de instrumentos humanos, y teniendo en cuenta, por otra parte, la necesidad de este sacramento para la salvación mayor que la de ningún otro, absolutamente considerado, es perfectamente válido el B. administrado por cualquier persona, incluso un infiel, hereje o persona en pecado mortal actual: «todos los que reciben el B. de manos de un borracho, de un homicida, de un adúltero afirma S. Agustín, si el B. es de Cristo, por Cristo son bautizados» (In Ioann. Ev. Tract. 5, 18: PL 35, 1424). Es decir, la eficacia del B. y de todos los sacramentos no depende de la fe ni de la santidad del ministro, aunque sean vivamente recomendables, porque los sacramentos producen su efecto «ex opere operato», esto es, por su propia virtud. De ahí que la Iglesia no rebautice nunca a los que han recibido el B. de manos de un ministro indigno, si se ha guardado lo esencial (V. REBAUTIZANTES, CONTROVERSIA DE LOS). Lo único absolutamente necesario en el ministro para la validez de este sacramento es la intención de hacer lo que hace la Iglesia, aunque ni siquiera crea en la eficacia del rito. Si no hubiera certeza moral de la recta intención del ministro, como está en juego la validez misma del sacramento, la Iglesia recomienda administrar de nuevo el B., sub conditione (bajo condición).
5. Sujeto del Bautismo (intención, fe, contrición) (adultos y niños). Todo hombre vivo que no haya 'sido bautizado válidamente, tanto adulto como niño, puede recibir el B. (cfr. CIC, car. 745754). Los adultos deben tener intención de recibirlo; de lo contrario, no habría B. Por eso, nadie que se acercara a la fuente bautismal violentamente coaccionado contra su propia voluntad, recibiría verdaderamente el B.; por la misma razón, el B. administrado durante el sueño, sin el consentimiento del sujeto, sería inválido; y lo mismo si se bautizara a un demente que, antes de perder el uso de razón, se hubiera opuesto a recibir el sacramento. Sin embargo, el que aceptara ser bautizado por miedo, recibiría válidamente el sacramento, puesto que no le faltaría la intención de recibirlo, aunque, mientras no tuviera la fe y la penitencia debidas, sería infructuoso para él.
Otras dos condiciones deben reunir los adultos para recibir el B. lícitamente y con fruto. En primer lugar, que conozcan la fe (v.) cristiana y la profesen. El B., como todo sacramento, es un signo que sólo habla a la fe; lo que él significa sólo puede ser percibido por la fe, en la fe, en proporción de la fe que se une al objeto del sacramento como acto de Cristo. Sin la fe, el sacramento se desvirtúa en magia (v.). La fe forma parte de su esencia, no en cuanto que ella cause la eficacia del B. sino para percibir la gracia del mismo y aceptarla. La acción de la fe, en el B., debe respetar la absoluta y libre soberanía de Dios, que actúa, justifica y provoca el libre compromiso de la fe en el bautizado, desde su conversión (v.) hasta la perfección (v.) cristiana. El opus operatum del B., lejos de oponerse a la acción del sujeto, opus operantis, la provoca y la solicita. La cuestión de la fe permite percibir el aspecto eclesial del B. Lo que se requiere ante todo es que la comunidad cristiana reconozca el valor del signo y confiese el misterio significado. Este mínimo siempre es necesario, y él legitima el B. de los niños. Lo cual da también una dimensión eclesial a la confesión de fe del bautizando, quien pública y cultualmente expresa su equiescencia a Dios, en comunión con toda la familia de Dios, con la Iglesia. Cuando el diácono Felipe evangelizó al ministro de la reina Candaces, le exigió un acto de fe antes de administrarle el B.: «aquí hay agua; ¿qué impedimento hay para que yo sea bautizado? Ninguno, respondió Felipe, si crees de todo corazón. A lo que dijo el eunuco: yo creo que Jesucristo es el Hijo de Dios» (Act 8, 3637). Se requiere, al menos, la fe explícita en la existencia de un solo Dios, en su justicia remunerativa y vindicativa, y, de algún modo, en los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación. Creer estas verdades es necesario para la salvación (v. FE IV); por eso, incluso en peligro de muerte, no debe omitirse nunca el interrogar a los adultos sobre ellas, y explicárselas brevemente si es necesario, antes de administrarles el B.
La segunda condición para que un adulto reciba con fruto este sacramento es que su voluntad rechace expresamente toda afección al pecado, con propósito de no volverlo a cometer (V. CONTRICIÓN; CONVERSIÓN I Y Ir). Es lo que S. Pedro exigía a los primeros cristianos convertidos del judaísmo: «haced penitencia y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo» (Act 2, 38). Si un adulto recibe el B. sin tener la fe suficiente o sin que su voluntad se aparte del pecado, entonces el sacramento, válidamente recibido, queda muerto: se imprime el carácter, pero no se produce su último efecto, la gracia, y no desaparecen, por tanto, los pecados. Para que reviva, se ha de quitar el obstáculo que impide la acción de la gracia: la afección al pecado o la falta de fe; entonces quedarían perdonados el pecado original y todos los pecados personales cometidos antes de la recepción del B. (reviviscencia del sacramento); pero aquellos pecados cometidos mientras el sacramento estaba muerto, deben ser confesados en el sacramento de la Penitencia. En cuanto a la instrucción de los adultos en orden al B. y a su administración actual a los mismos, v. IV Y CATECÚMENO.
La necesidad del B. para la salvación dio lugar a la práctica del B. de los niños, ya insinuada en el N. T. (Act 16, 15.33; 1 Cor 1, 16; B. de familias enteras). En el B. de los niños, la fe necesaria se dice que «la presta la Iglesia». Pste es el sentido de la institución de los padrinos que prestan el consentimiento y profesan la fe en nombre del infante, y han de elar que sea educado en la fe católica. La costumbre de bautizar a los niños es muy antigua en la Iglesia, que enseña la conveniencia de administrarles el sacramento cuanto antes; ya el conc. XVI de Cartag. declaró contra los pelagianos, que la negaban, «que lob niños recién —acidos del seno materno han de ser bautizados» (can. 2; Denz.Sch. 223). La misma doctrina sostuvieron los conc. de Pfeso (a. 431), II de Letrán (1135), IV de Letrán (1215), Vienense (1311) y Trento (sess. VII, a. 1547). El conc. Florentino, recogiendo la tradición multisecular de la Iglesia, explicaba así este modo de proceder: «en cuanto a los niños, la Iglesia Romana advierte que, por razón del peligro de muerte que con frecuencia suele acontecerles, no ha de diferirse el sagrado Bautismo..., sino que ha de conferírseles tan pronto como pueda hacerse cómodamente; ya que no se les puede socorrer con otro remedio que con el B., por el que son librados del dominio del diablo y adoptados por hijos de Dios» (bula Cantate Domino, 4 feb. 1442: Denz.Sch. 1349). La Iglesia, aunque desea ardientemente la salvación de todos, prohibe que los hijos de los acatólicos sean bautizados contra la voluntad de sus padres, porque se violaría un principio de derecho natural y, además, al no proveerse a la educación cristiana de esos niños, se expondría el B. a ser profanado. Sin embargo, si un cristiano se encontrara con uno de estos niños en peligro próximo de muerte, como ocurre frecuentemente en maternidades, clínicas para prematuros, etc., «hará una cosa laudable y grata a Dios quien por medio del agua purificadora le dé al niño la vida inmortal» (Benedicto XIV, Carta Postremo mense, 28 feb. 1747: Denz.Sch. 2555).
6. Necesidad del Bautismo. La doctrina católica enseña que el B. es necesario con necesidad de medio para la salvación: «quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios» (lo 3, 5), dice categóricamente Jesús a Nicodemo. Y a los Apóstoles, cuando les envía a predicar y a bautizar: «el que creyere y se bautizare, se salvará; el que no creyere, se condenará» (Mc 16, 16). La Tradición de la Iglesia recogió desde el principio esta doctrina, negada por algunos herejes a lo largo de la historia: Pelagio (v.) y los pelagianos la negaban porque no admitían la existencia del pecado original y su transmisión; los cátaros (v.) y albigenses (v.), porque atribuían la institución del B. a un dios malo, consecuentes con su doctrina dualista; algunos protestantes, porque afirmaban que el único principio de justificación es la fe; el modernismo (v. MODERNISMO TEOLÓGICO) reducía el cristianismo y todas sus instituciones y normas a un desarrollo religioso de raíz exclusivamente humana. Frente a todos estos errores, la Iglesia ha expuesto la verdadera doctrina cristiana repetidas veces enseñando la necesidad absoluta del B. para la salvación y' la conveniencia de recibirlo cuanto antes (p. ej., cfr. conc. de Trento, sesión VII: «si alguno dijere que el Bautismo es libre, es decir, no necesario para la salvación, sea anatema», can. 5 sobre el B., Denz.Sch. 1618; cfr. 1524, 1604). Sin embargo, esta necesidad no significa una limitación de la universal voluntad salvífica de Dios, que a todos quiere salvar (1 Tim 2, 16) y, por los m6ritos de Cristo, a todos concede la gracia suficiente para su justificación (Denz.Sch. 1536, 1567). La necesidad del B. para la salvación no debe entenderse en el sentido de que exclusivamente se salvan los que han recibido el B. de agua, como han sostenido algunos, p. ej., modernamente L. Feeney; a propósito de ello, Pío XII recordaba: «los efectos de aquellos auxilios de salvación que se ordenan al último fin solamente por institución divina, y no por una intrínseca necesidad, ha querido Dios que en ciertas circunstancias se obtengan con el solo deseo o voto de recibirlos, y así lo vemos enunciado con palabras claras por el concilio Tridentino a propósito del sacramento de la regeneración y de la penitencia» (Carta del Santo Oficio al arzobispo de Boston, 8 ag. 1949: Denz. Sch. 3869).
Por eso, se considera que el B. de agua puede ser suplido por el martirio (B. de sangre), cuando una persona sufre la muerte por Cristo, antes de haber recibido el sacramento; o por el deseo al menos implícito de recibirlo (B. de deseo), unido a un acto de perfecta contrición, como ocurre en el caso de un catecúmeno que muere antes de haber sido bautizado. En el caso de las personas muertas sin recibir el B. y sin conocer la doctrina de Cristo, la cuestión es diversa según se trate de adultos o de niños. En el caso de los adultos, se supone que pueden salvarse si tenían el deseo, al menos implícito, de recibir el sacramento, con un acto de perfecta contrición; por deseo implícito entienden la generalidad de los teólogos el que se despertaría en esa persona si oyera hablar de la revelación de Cristo y de la necesidad del B. para la salvación, lo cual supone en concreto tener voluntad de orientar la vida según la voluntad de Dios. Algunos piensan que Dios concedería a esos paganos, que no han oído nunca hablar de Jesucristo, la posibilidad de conocer por medios extraordinarios la existencia de la Iglesia; pero no parece necesaria esta intervención extraordinaria de Dios, ya que S. Pablo afirma que esas personas serán juzgadas de acuerdo con los preceptos de la ley natural, impresos en el corazón de todos los hombres (cfr. Rom 2, 1216; V. CONCIENCIA III; LEY III, 3; 'VII, l).
El caso de los niños muertos sin haber recibido el B. ha sido muy discutido, y aún hoy los autores no son concordes en la respuesta. Los niños que no tienen uso de razón son incapaces de desear el sacramento y de hacer un acto de perfecta contrición; las puertas del cielo, a causa del pecado original, quedarían cerradas para ellos. Pero tampoco parece justo que se condenen, ya que no han podido cometer pecados personales. Sin embargo, el pasaje de S. Juan que narra la conversación de Jesús con Nicodemo enseña claramente que sin la recepción del B. no puede gozarse de la visión de Dios (cfr. lo 3, 5); y, por otra parte, hay que considerar la universal voluntad salvífica de Dios.
Así, pues, acerca del destino de los niños muertos sin B. del agua, y del equivalente al B. que podría salvarles, se han desarrollado muchas teorías. Algunos autores han hablado de que se salvarían por la fe y la oración de los padres; o mediante una intervención extraordinaria de Dios, que les concedería antes de su muerte el uso de razón para que libremente decidieran su suerte eterna, de modo análogo a la prueba sufrida por los ángeles. Otros teólogos han considerado que los sufrimientos y la muerte de esos niños serían, en virtud de los sufrimientos voluntarios de Cristo, un quasisacramento... Todas estas explicaciones no son claras, porque reducen la salvación a una cuestión de fe, o bien obligan a Dios a hacer milagros de continuo, y carecen de suficiente fundamento en la S. E. y en la Tradición. Y, en cualuier caso, son meramente hipotéticas: basarse en ellas' para descuidar o retrasar el B. de los niños sería poner en riesgo su salvación basándose en una mera opinión humana, y, por tanto, actuar de manera desordenada.
El Magisterio de la Iglesia es bastante parco en este tema (cfr. Denz.Sch. 223, 780, 1349, 1514). Algunas indicaciones claras ofrece, sin embargo: enseña, en efecto, que la visión divina no es algo exigible por la naturaleza humana, sino don de la gracia; declara que a la primera gracia se tiene acceso por el B., y si bien afirma esas suplencias del B. que son el B. de sangre y el B. de deseo antes mencionados, ha manifestado prevención frente a esas otras teorías a que nos referimos, si bien no ha llegado a condenarlas; y, finalmente, ha recogido, aun sin definirla, la doctrina del limbo (v.) según la cual los niños muertos sin B. carecerían de la visión de Dios, pero gozarían de una felicidad natural.
Si analizamos la Tradición vemos que los Padres de Oriente opinan con unanimidad que la situación de esos niños no puede ser parangonada a la de los condenados en el infierno (v.), ya que siendo inocentes no son atormentados, etc. En Occidente, a raíz de la controversia pelagiana, algunos sostienen un parecer más duro. La razón se debe a que S. Agustín, viendo clara la universal difusión del pecado original, no percibe cómo, afectando éste a los niños, no va a traer consigo el castigo. Una profundización en el tema del pecado original permite superar la dificultad. Inocencio III, en una carta al obispo de Arles, respondiendo a una consulta precisa, afirma: «e1 pecado es doble: original y actual. Original es el que se contrae sin consentimiento, actual el que se comete con consentimiento. El original, pues, que se contrae sin consentimiento, sin consentimiento se perdona en virtud del sacramento; el actual, como se contrae con consentimiento, sin consentimiento no puede ser perdonado. La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno» (Carta Maiores Ecclesiae causas, 1201: Denz.Sch. 780). Del pensamiento del Papa se deduce que, si alguien muere sin haber cometido pecados personales (como es el caso de los niños muertos sin B.), la pena sería solamente la carencia de la visión divina, sin pena alguna de sentido. La bula Auctorem Fidei de Pío VI contra los jansenistas del Sínodo de Pistoia viene a reforzar la idea de un «lugar» especial o limbo (v.) para los niños muertos sin B., distinto del infierno (v.) de los condenados: «la doctrina que reprueba como fábula pelagiana el lugar de los infiernos, corrientemente designado por los fieles con el nombre de limbo de los niños, en que las almas de los que mueren sólo con la culpa original son castigadas con pena de daño sin la pena del fuego..., es falsa, temeraria e injuriosa contra las escuelas católicas» (no 26, Denz.Sch. 2626).
7. Condiciones de validez y licitud del Bautismo. Como han ido siendo expuestas ya a lo largo de este estudio, las resumimos ahora brevemente.
Para que el B. sea válidamente administrado, se requiere: 1) por parte de la materia, que sea agua natural (de río, mar, nieve, hielo, fuente, etc.); no habría B. si se empleasen otros líquidos, como saliva, cerveza, vino (cfr. Denz.Sch. 787 y 829), aunque se puede añadir al agua una. pequeña cantidad de alguna sustancia (p. ej., sublimado corrosivo, cloruro de mercurio) para evitar el peligro de infección cuando se bautiza a un niño en el seno materno (cfr. Denz.Sch. 3356). 2) Por parte de la forma, se requiere observar la fórmula establecida, con las palabras «yo te bautizo» y distinguiendo perfectamente las tres Personas divinas en cuyo nombre se administra el sacramento «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», con lo que se da significado al rito bautismal (cfr. Denz.Sch. 445). 3) Por parte del ministro, ha de tener intención de hacer lo que hace la Iglesia, aunque no tenga fe o esté en pecado mortal. El B. no puede dárselo nadie a sí mismo. 4) En cuanto al rito observado, el ministro debe pronunciar las palabras de la fórmula al mismo tiempo que aplica la materia. La ablución con el agua puede hacerse de tres modos distintos: inmersión, infusión, aspersión. En el caso del B. par infusión (el más frecuentemente empleado en nuestros días) hay opiniones diversas entre los autores acerca de si es necesario para la validez verter el agua sobre la cabeza, o si puede derramarse sobre otra parte del cuerpo. La opinión más común afirma que es válido aunque el agua no se derrame sobre la cabeza; pero la praxis de la Iglesia, en los casos en que el agua bautismal se ha vertido sobre una mano o un pie, como puede ocurrir en un B. de urgencia durante un parto, es que se rebautice al niño sub conditione, una vez nacido, derramando el agua sobre su cabeza. 5) Por parte del sujeto, se requiere, en primer lugar, que sea capaz de recibir el sacramento; es decir, que sea una persona viva no bautizada anteriormente; no pueden recibirlo, por tanto, un animal o un cadáver. Sin embargo, la Iglesia acostumbra a bautizar los abortos, aunque no tengan forma humana, empleando una fórmula condicional («si eres capaz, yo te bautizo...»), ya que se desconoce con exactitud tanto el momento en que se infunde el alma en el cuerpo como el de su separación. Cuando se trata de una persona adulta, es necesario además que tenga intención de recibirlo; no se puede, por tanto, obligar a nadie a recibir el B. contra su voluntad.
Para bautizar lícitamente, la Iglesia exige, fuera de caso de necesidad, otras condiciones: 1) por parte de la materia, que el agua haya sido bendecida solemnemente en la Vigilia de Pascua o de Pentecostés, o que se bendiga según la fórmula del Ritual. 2) Por parte del ministro se requiere que lo administre el obispo o el presbítero que tenga jurisdicción, párroco u otro sacerdote delegado por él, o un diácono en caso de que no haya presbítero. Debe observarse el rito establecido por la Iglesia, con todas sus ceremonias. 3) En cuanto al sujeto, si se trata de alguien sin uso de razón, niños o dementes perpetuos, hay que contar con el consentimiento de los padres o tutores; si se trata de un adulto, debe creer al menos en la existencia de un solo Dios que premia a los buenos y castiga a los malos, y en los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación; debe arrepentirse además de todos los pecados que haya cometido, con propósito de no volver a pecar. Los que administrasen el B. faltando alguna de estas condiciones, excepto en caso de urgencia, lo administrarían válidamente, pero ilícitamente, es decir, el B. sería válido, pero cometerían una falta grave.
8. El Bautismo en las confesiones cristianas no católicas. Los orientales separados de la Iglesia Romana, ortodoxos, nestorianos, coptos, etc., tienen la misma doctrina sobre el B. que la Iglesia católica, y practican también el B. de los niños. Características peculiares del B. entre los orientales son: usar la fórmula deprecativa en lugar de la indicativa (v. 2, A); administrar el B. por inmersión: administrar al mismo tiempo los tres sacramentos de la iniciación cristiana (v.): B., Confirmación y Eucaristía.
En cuanto a los protestantes, casi todas las confesiones admiten el B. como verdadero sacramento instituido por Jesucristo, aunque en el curso de la historia lean desvirtuado de tal modo su naturaleza, que en algunas nada queda del verdadero B. El anglicanismo (v.) reconoce en su libro litúrgico oficial, el Prayer book, toda la doctrina tradicional y ortodoxa sobre el B. En los 39 artículos, por influencia presbiteriana, se desdibujan un poco esos rasgos, hasta el punto de que en el s. xvlli es considerado como un rito sin importancia. Desde 1835, gracias al movimiento de OxIord (v.), el B. recobra su importancia en la Iglesia anglicana. El luteranismo (v. LUTERO Y LUTERANISMO) y la Iglesia evangélica conservan al principio, en sus textos litúrgicos, las ideas fundamentales sobre el B. cristiano; pero desde el s. XVIII hay una reacción contra el dogmatismo luterano, y el sacramento es relegado a la categoría de signo cuya función es excitar la fe. SOcino y el socinianismo (v. SOCINo Y SOCINIANISMo) dejan en libertad de administrar o no el B., porque consideran que sólo fue instituido para los primeros tiempos del cristianismo; además niegan que los niños puec~a n recibirlo, porque no son capaces de hacer una profesión de fe. Los puritanos (v.) ingleses, en la Confesión de fe de Westminster de 1647, se inspiran en las doctrinas de Calvino (v.); esta misma confesión es aceptada por los presbiterianos (v.) escoceses. Los congregacionalistas (v.), el metodismo (v.) y otras sectas disidentes de Inglaterra y Gales han exigido para la validez del B. que fuera administrado por un ministro sagrado, pero en no pocas ocasiones lo consideran como un rito sin importancia, llegando incluso a variar la fórmula. Los baptistas (v.) sólo lo administran a los adultos, negando su validez en los niños. Los cuáqueros (v.) reconocen solamente el «B. del Espíritu», fundados en una mala interpretación de un texto del evangelio de S. Mateo; el B. de agua sería sólo una figura de ese «B. del Espíritu»; la fe en Cristo y la santidad de vida, dicen, expresa ese B. con más plenitud que una ablución exterior con agua.,
La Iglesia considera válidos los B. de los no católicos si tuvieran los requisitos esenciales (v. 7). El 20 nov. 1878, respondiendo a la pregunta dé «si todos los herejes que se convierten deben ser xebautizados bajo condición», el Santo Oficio respondió así: «En la conversión de los herejes, de cualquier lugar o de cualquier secta que vengan, hay que inquirir sobre la validez del B. recibido en la herejía. Tenido, pues, en cada caso el examen, si se averiguare que no se confirió Bautismo, o fue conferido nulamente, han de bautizarse de modo absoluto. Pero si, practicada la investigación conforme al tiempo y a la razón de los lugares, nada se descubre en pro o en contra de la validez, o queda todavía duda probable sobre la validez del Bautismo, entonces bautícense privadamente bajo condición. Finalmente, si constare que el Bautismo fue válido, han de ser sólo recibidos a la abjuración o profesión de fe» (Denz.Sch. 3128). Queda, pues, claro, el modo de actuar de la Iglesia: B. sub conditione sólo cuando hay duda consistente o positiva sobre la validez del B. anteriormente administrado. No obstante, la Santa Sede ha dado unas normas de actuación en el caso de que el converso proceda de determinadas confesiones protestantes. La mayoría de esas reglas son concreciones del principio general expuesto más arriba. Solamente en dos casos manda la Iglesia rebautizar de modo solemne: si el nuevo fiel pertenecía a la secta unitaria, entre los que se ha corrompido la fórmula o hay otros defectos esenciales, y en el caso de proceder de la confesión cuáquera, que no administra el B. Por el contrario, cuando el converso ha militado en la confesión anglicana, no es preciso generalmente rebautizarle, basta recibir su abjuración e impartirle la absolución de sus censuras y pecados (lo mismo dígase, más aún, en el caso de vuelta a la comunión de cristianos ortodoxos). En los demás casos, se suele rebautizar sub conditione y luego se administra el sacramento de la Penitencia.
V. t.: INICIACIÓN CRISTIANA; IGLESIA III, 2; APOSTOLADO I y II; FE IV; JUSTIFICACIÓN; CUERPO MÍSTICO; CONVERSIÓN; CONTRICIÓN; LIMBO.
1. Institución por Cristo. Puede decirse que la institución del B. como sacramento, hecha por Jesucristo, se asienta sobre la universal inclinación del hombre a expresar y conocer las realidades suprasensibles (como son las espirituales, y más aún las sobrenaturales) por medio de signos y símbolos. El baño es un símbolo religioso primario que expresa que el hombre debe estar limpio y que continuamente debe purificarse para comparecer ante Dios; así se explican las diversas «prácticas bautismales» estudiadas por la historia de las religiones (v. I y II, 1). Pero el B. instituido por Cristo no deriva de esos baños, sagrados o purificatorios, practicados en algunos grupos religiosos; las características, e incluso la práctica, del B. cristiano son originales (unicidad e irrepetibilidad, consecuencia de su carácter esencial constitutivo), como lo son su sentido y efectos sobrenaturales (cfr. I, 4 y ii). Aunque sí puede decirse que Cristo de alguna manera recoge esas «prácticas bautismales», dándoles contenido y significación nuevas. Sería un ejemplo más del conocido principio teológico de que la gracia y la revelación no destruyen la naturaleza humana y sus necesidades, sino que las suponen y las perfeccionan dándoles su acabamiento. El B. está intrínsecamente ligado a la obra histórica de salvación de Jesús, la cual, de una vez y para siempre, purificó a los hombres de toda culpa.
El B. instituido por Jesucristo fue significado y profetizado en el A. T. mediante diversas figuras y vaticinios. Zacarías afirma que llegará un día en que «habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia» (Zach 13, 1). Isaías hace también una alusión profética al B. (Is 44, 34), mientras Ezequiel, refiriéndose a la nueva alianza que sustituiría a la antigua (v. ALIANZA II), pone en boca de Dios estas palabras: «os rociaré con aguas puras y os purificaré de todas vuestras impurezas, de todas vuestras idolatrías. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu» (Ez 36, 2527). Además el A. T., «sombra de las cosas futuras» (Col 2, 17), está lleno también de hechos que prefiguran el B. cristiano; en efecto, «la Revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio» (Vaticano II, const. Dei Verbum, 2). Así, se consideran figuras del B. la circuncisión (v.), el paso del mar Rojo, el agua sacada de la roca por Moisés, el paso del Jordán, etc. Cada una de estas figuras expresa de un modo particular algunas características del B.: el perdón del pecado original, la pertenencia del bautizado al Pueblo de Dios, la liberación de la esclavitud del pecado y la consecución de la vida de la gracia, las aguas regeneradoras que apagarían la sed de los hombres, etc.
El N. T. narra la realización de todas estas promesas y figuras, en la institución por Cristo del sacramento del B.; institución que forma parte de la fe de la Iglesia, proclamada solemnemente en diversas ocasiones (p. ej., en el conc. de Trento, cfr. Denz.Sch. 1601). En cuanto al momento preciso de esa institución, la explicación más común lo sitúa poco antes de la Ascensión de Jesucristo («id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», Mt 28, 19). Antes, lo había ido anunciando, revelándolo a los Apóstoles poco a poco, como todos los misterios sobrenaturales, y dando a conocer progresivamente los diversos aspectos del sacramento (v. II, 2 y 3). El primer anuncio es el de Juan Bautista, cuando Cristo comenzó su ministerio público: «yo os bautizo con agua para moveros a penitencia; pero el que ha de venir después de mí... ha de bautizaros en el Espíritu Santo y en el fuego» (Mt 3, 11). El de Juan no es todavía el B. cristiano, sino un b. de penitencia que sirve para suscitar e indicar las disposiciones requeridas por el B. cristiano: apartamiento del pecado, fe en el Mesías prometido. El B. de Jesús en el jordán es otro momento de esa revelación; se muestra entonces que la fuente de la regeneración bautismal es la Santísima Trinidad, hecha presente de modo visible en la teofanía del jordán descrita por los evangelistas: «bautizado Jesús, al instante que salió del agua se le abrieron los cielos, y vio bajar el Espíritu de Dios a manera de paloma, y posar sobre Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: Éste es mi Hijo querido en quien Yo me complazco» (Mt 3, 1617). También se indica aquí el efecto propio del B.: filiación divina y apertura de las puertas del cielo. El coloquio de Jesús con Nicodemo (lo 3, 5 ss.) da a conocer de modo preciso que el B. cristiano es fruto del agua y del Espíritu Santo, y que es absolutamente necesario para alcanzar la salvación. También en otros momentos de su vida, Jesucristo alude a esté sacramento. Y en el agua que manó del costado abierto de Cristo en la cruz (lo 19, 34), los Padres de la Iglesia han visto simbolizado, unánimemente, el B.
El mandato de Jesucristo fue enseguida puesto en práctica por la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo inmediatamente después de Pentecostés son bautizadas más de tres mil personas (Act 2, 41), que mediante este rito son agregadas a la naciente Iglesia. Ya entonces el B. cristiano se distingue perfectamente del b. predicado por Juan (como los Apóstoles mismos se preocupan de subrayar) porque, mientras el b. de Juan sólo movía a penitencia, el B. de Cristo perdona realmente los pecados y otorga el Espíritu Santo (Act 2, 38; 19, 36). Se distingue también de las diversas abluciones rituales judaicas y de los ritos purificatorios de los paganos (v. i; PURIFICACIÓN I y II). La S. E., especialmente los Hechos de los Apóstoles, dicen que este B. se realizaba «en el nombre de Jesús»; pero esto no quiere decir, según la opinión más común, que no se empleara la fórmula trinitaria impuesta por el mismo Cristo, sino que se administraba con la autoridad de Jesucristo y bajo su mandato, en unión con Él y por su virtud (v. ii). Sin embargo, la polémica de algunos Padres contra la fórmula «en el nombre de Jesús» (Orígenes, In Romanos, 5, 8: Cipriano, Epístola 73, 18; Basilio, De Spiritu Sancto 12, 28) puede significar que esa expresión se había usado como fórmula bautismal en algunas partes; su equivalencia a la fórmula trinitaria parece que fue defendida por algunos Padres y teólogos en determinados casos.
2. Estructura teológica del Bautismo. La reflexión teológica sobre los textos bíblicos ha llevado a distinguir tres elementos fundamentales en la estructura de los sacramentos: el signo sacramental («sacramentum tantum»), la realidad contenida y significante («res et sacramentum») y la realidad contenida y significada («res tantum»).
A. El signo sacramental. Lo que la teología ha dado en llamar «sacramentum tantum» no es otra cosa que el mismo signo externo y material por el que toda la realidad sacramental se hace presente y operante entre los hombres (v. SIGNO III y Iv). Se distingue siempre un elemento material o materia del sacramento, y un elemento formal, las palabras u otro acto sensible que determinan y se aplican a aquella materia. El elemento material del B. es el agua natural, perfectamente apta para significar el efecto purificador propio del B.; es lo que los teólogos llaman materia remota; la materia próxima sería el hecho mismo de derramar ese agua sobre el sujeto del sacramento. Las palabras pronunciadas por el ministro en el momento de derramar el agua sobre el sujeto, son la forma del B., y determinan plenamente el significado de ese lavado con agua. Ya el conc. Romano del 382 recalcaba que la fórmula necesaria para la validez del B. es: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», según había declarado el mismo Jesucristo. Posteriormente, lo reafirman múltiples documentos de la Iglesia, principalmente los conc. Florentino y Tridentino. Las Iglesias católicas orientales, en lugar de la forma indicativa «yo te bautizo...», utilizan la forma deprecativa «es bautizado...», igualmente válida porque manifiesta claramente que el rito se realiza en nombre y con el poder de las tres Personas divinas (cfr. conc. Florentino, bula Exultate Deo, 22 nov. 1439: Denz.Sch. 1314).
Estos elementos esenciales del rito bautismal (materia y forma) se acompañan de múltiples ceremonias que pretenden significar lo que ocurre en el alma del bautizado: exorcismos, degustación de la sal, etc. (v. IV). En cuanto al hecho mismo de la ablución, en los primeros tiempos de la Iglesia, y hasta bien entrada la Edad Media, el B. se administraba por inmersión: todo el cuerpo del neófito se sumergía en el agua, significándose de este modo que moría al pecado y resucitaba a la vida de la gracia, según el conocido texto de S. Pablo: «¿no sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Jesucristo fuimos bautizados en su muerte? En efecto: por el B. hemos sido sepultados con Él muriendo al pecado...» (Rom 6, 34). Este simbolismo se hacía más evidente sumergiendo por tres veces al bautizado en el agua bautismal, para representar los tres días que el cuerpo muerto de Jesucristo permaneció en el sepulcro. Durante la Edad Media surgió la costumbre de administrar el B. por infusión, derramando el agua sobre la cabeza del sujeto; el agua así derramada debe dejarse correr, de modo que se signifique bien el efecto de lavado propio del B. Aún es posible una tercera forma, el B. por aspersión, mucho menos utilizada que las anteriores.
B. La realidad contenida y significante: el carácter. La segunda característica de todo sacramento es lo que la teología llama «res et sacramentum»; una realidad interior producida y significada por la aplicación del signo sacramental, que a su vez significa y produce otra realidad, la gracia, más intrínseca. En el caso del B., la «res et sacramentum» es el carácter: signo o marca espiritual indeleblemente impreso en el alma. El B. nunca se reitera, se da una sola vez, lo que quiere decir que imprime carácter. El carácter bautismal, pues, es indeleble, y obra la incorporación del bautizado a la Iglesia, distinguiéndole de los que no forman parte del Pueblo de Dios (v.) y dándole un status jurídico peculiar, como fiel cristiano, en el seno de la comunidad eclesial, que le hace sujeto de determinados derechos y deberes (v. IGLESIA III, 2). El carácter bautismal es el fundamento último de la igualdad radical de todos los cristianos en el seno del Cuerpo Místico (v.) de Cristo, igualdad sobre la que se edifica la diversidad funcional inherente a la condición jerárquica de la Iglesia.
Desde el punto de vista ontológico, el carácter es un accidente que afecta intrínsecamente al alma; según la doctrina de S. Tomás de Aquino, es una cualidad a modo de potencia. Desde el punto de vista teológico, en cuanto potencia pasiva, da derecho a recibir los demás sacramentos: el B. es por eso «puerta de todos los sacramentos», como señalan los Santos Padres. En cuanto potencia activa, el carácter bautismal hace partícipe al hombre del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo (v.). En el carácter bautismal, por tanto, se fundamenta el derecho y el deber, inherente a la misma condición cristiana, de ofrecer el sacrificio eucarístico; de enseñar a los hombres el camino de la salvación, con la palabra y con el ejemplo; de contribuir a la consecratio mundi mediante la santificación del trabajo y demás realidades temporales (V. LAICOS I y II; IGLESIA III, 46; APOSTOLADO; TRABAJO HUMANO VII).
C. La realidad contenida y significada: la gracia. La «res tantum» del B. es, como en todos los sacramentos, la gracia santificante, participación creada de la naturaleza increada de Dios (v. GRACIA SOBRENATURAL). La gracia dada por el B. se llama primera porque antes de recibirlo el hombre se halla en estado de pecado, de enemistad con Dios, incompatible con el estado de gracia; y a los sacramentos que la conceden, B. y Penitencia, se les llama sacramentos de muertos, a diferencia de los demás sacramentos, llamados de vivos por presuponer necesariamente la vida sobrenatural en el alma. Por la gracia habitual o santificante, que reviste el alma del bautizado y la perfecciona con las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo, el hombre queda justificado (V. JUSTIFICACIÓN), es decir, «se convierte de injusto en justo, y de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna» (conc. de Trento: Denz.Sch. 1528).
Junto a la gracia habitual o santificante, el B. concede, como los demás sacramentos, una gracia sacramental específica, necesaria para que el bautizado viva dignamente su nuevo modo de existencia «en Cristo». Por la gracia sacramental se diversifican entre sí los sacramentos (cfr. conc. de Trento, sess. VII, can. 3; Denz.Sch. 1603). Los teólogos difieren en sus explicaciones sobre el constitutivo formal de la gracia sacramental (v. GRACIA SOBRENATURAL I; SACRAMENTOS II); en todo caso, es una gracia que configura con Cristo al que recibe el sacramento, de un modo peculiar y propio en cada uno de ellos. En el caso del B., y de acuerdo con el principio general de que «los sacramentos hacen lo que significan», la gracia sacramental configura al hombre con Cristo muerto y resucitado, según se deduce del simbolismo propio de este sacramento, corroborado por la catequesis de S. Pablo en varias de sus epístolas (cfr. Roni 6, 48; Col 2, 1112; Gal 3, 27) y recogido en el Magisterio de la Iglesia. «Por el sacramento del B., enseña el conc. Vaticano II, debidamente administrado según la institución del Señor y recibido con la requerida disposición del alma, el hombre se incorpora realmente a Cristo crucificado y glorioso y se regenera para el consorcio de la vida divina, según las palabras del Apóstol: `con Él fuisteis sepultados en el B., y en Él, asimismo, fuisteis resucitados por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos' (Col 2, 12)» (Decr. Unitatis redintegratio, 22).
3. Efectos. Como acto de Cristo, el B. aplica al que lo recibe la obra redentora, le hace participar en el misterio mismo de la salvación. El B. es un encuentro personal con Jesucristo Señor, que introduce al mismo tiempo en la vida de la Trinidad (v.) Santísima y en el Cuerpo místico de Cristo. Filiación divina e incorporación a la Iglesia son simétricas y complementarias; la gracia es dada con vistas a la edificación del Cuerpo de Cristo. Ya se ha explicado, al hablar del carácter y de la gracia, lo que el B. realiza en el alma del bautizado. Resumiendo esos dos efectos principales, podemos decir que por el carácter bautismal se incorpora el cristiano a la Iglesia y, hecho miembro del Cuerpo Místico de Cristo, pasa a formar parte del Pueblo de Dios, con una misión concreta que debe realizar a lo largo de su vida: «los fieles, incorporados a la Iglesia por el B., quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana; y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia» (Vaticano II, const. Lumen gentium, 11). Por la gracia recibida, en cambio, el cristiano se configura con Jesucristo, su modelo; de modo especial, con su muerte y su resurrección. Esta doble incorporación, a Cristo, y por Él a la Trinidad, y a la Iglesia es el hecho fundamental sucedido en el B., que transforma radicalmente y para siempre la vida humana. De aquí se deducen de modo inmediato los tradicionales efectos del B. que estudia la teología moral:
El mismo rito del B. indica ya que la configuración con Cristo obrada en este sacramento es a modo de regeneración espiritual, como decía Jesús a Nicodemo: «quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios» (lo 3, 5). Este nuevo nacimiento en el Espíritu es el fundamento de la filiación divina (v.) alcanzada en el B. «Y~ así, por el Bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos, `por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre!' (Rom 8, 15), y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre» (Vaticano II, const. Sacrosanctum Concilium, 6). Esta adopción lleva consigo la aniquilación de todo lo que era pecado en el alma del hombre, y la infusión de la gracia. En efecto, «al ser incorporados a la pasión y muerte de Cristo por el B., según la expresión de S. Pablo: `si hemos muerto con Él, también viviremos con Él' (Rom 6, 8), es evidente que a todo bautizado se le aplican los méritos redentores de la pasión de Cristo como si Él mismo hubiese padecido y muerto» (S. Tomás, Sum. Th. 3 q69 a2). Y como la muerte de Cristo tiene un efecto universal, que alcanza a todo pecado y a toda pena, en el B. se perdonan el pecado original y todos los pecados personales, así como todo reato de pena eterna y temporal debida por los pecados (V. PECADO III). Simultáneamente, la configuración con Cristo Resucitado, simbolizada por la emersión del agua bautismal, indica que la gracia divina, las virtudes infusas (V. VIRTUDES II) y los dones del Espíritu Santo (V. ESPÍRITU SANTO III) Se han asentado en el alma del bautizado, la cual se ha hecho morada de la Santísima Trinidad. El último efecto, por fin, es la apertura del cielo, cerrado antes al alma por causa del pecado; por eso, «si los bautizados mueren antes de cometer culpa alguna, llegan inmediatamente al reino de los cielos y a la visión de Dios» (conc. Florentino, bula Exultate Deo, 22 nov. 1439: Denz.Sch. 1316).
Todo pecado y toda pena son destruidos, por tanto, en el B. Permanecen, sin embargo, en la naturaleza humana aquellas consecuencias del pecado original que, si bien proceden de él, no tienen en sí mismas razón de pecado, ya que formalmente no son privación de ningún don sobrenatural, sino privación de otros dones ciencia, integridad, inmortalidad llamados preternaturales porque superan las exigencias de la naturaleza humana, aunque no trasciendan el orden natural. El hombre bautizado sigue sujeto al error, a la concupiscencia y a la muerte. Pero aun así, el B. ha sembrado en el cuerpo humano la semilla de una renovación gloriosa, que incluso puede llegar a superar aquella perfecta libertad (sujeción de todo el hombre a su alma) de que gozaba por los dones preternaturales perdidos con el pecado original; al final de los tiempos, cuando el Señor venga gloriosamente para juzgar a vivos y a muertos (v. PARusíA) se completarán los efectos del B. con la redención y resurrección para la gloria también del cuerpo (cfr. Rom 8, 23): «porque es necesario que este cuerpo corruptible sea revestido de incorruptibilidad, y que este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad. Mas cuando este cuerpo mortal haya sido revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: la muerte ha sido absorbida por una victoria» (1 Cor 15, 5354; v. RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS). Sin embargo, la perseverancia final es un don que no se recibe con la gracia bautismal; se requiere el Ulterior auxilio de Dios, que se ha de pedir humilde y confiadamente, y la cooperación humana mediante la práctica de las buenas obras, la obediencia a las leyes divinas y eclesiásticas, etc. (v. GRACIA SOBRENATURAL II; PERSEVERANCIA).
4. Ministro. En el B. solemne, es decir, en el rito bautismal completo, con todas las ceremonias establecidas por la Iglesia, el ministro ordinario es el obispo o el presbítero que goce de la debida jurisdicción (párroco u otro sacerdote delegado por él), ministro extraordinario es el diácono (cfr. CIC, can. 738-744). Sin embargo, aunque fuese administrado por personas distintas a las indicadas, el B. sería válido, aunque fuera de caso de necesidad ilícito. En caso de necesidad (cuando hay peligro de muerte o no es posible la asistencia de un sacerdote), cualquier persona puede administrarlo, con tal de que observe lo esencial del signo sacramental (v. 7) y tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia. Si varias personas están presentes, se prefiere que bautice un católico antes que un acatólico o un infiel; antes un presbítero que un diácono o un subdiácono; antes un clérigo que un laico; antes un hombre que una mujer, a no ser que ésta conozca mejor la forma y la manera de bautizar o, por alguna otra razón, sea preferible lo contrario. Como entre el ministro y el bautizado se establece una relación espiritual análoga a la que media entre padre e hijo, los padres del neófito deben abstenerse de bautizar personalmente a sus hijos, a no ser que no hubiera otra persona en condiciones de administrar el sacramento.
Como los sacramentos son principalmente acciones del mismo Cristo, que infunde su gracia por medio de instrumentos humanos, y teniendo en cuenta, por otra parte, la necesidad de este sacramento para la salvación mayor que la de ningún otro, absolutamente considerado, es perfectamente válido el B. administrado por cualquier persona, incluso un infiel, hereje o persona en pecado mortal actual: «todos los que reciben el B. de manos de un borracho, de un homicida, de un adúltero afirma S. Agustín, si el B. es de Cristo, por Cristo son bautizados» (In Ioann. Ev. Tract. 5, 18: PL 35, 1424). Es decir, la eficacia del B. y de todos los sacramentos no depende de la fe ni de la santidad del ministro, aunque sean vivamente recomendables, porque los sacramentos producen su efecto «ex opere operato», esto es, por su propia virtud. De ahí que la Iglesia no rebautice nunca a los que han recibido el B. de manos de un ministro indigno, si se ha guardado lo esencial (V. REBAUTIZANTES, CONTROVERSIA DE LOS). Lo único absolutamente necesario en el ministro para la validez de este sacramento es la intención de hacer lo que hace la Iglesia, aunque ni siquiera crea en la eficacia del rito. Si no hubiera certeza moral de la recta intención del ministro, como está en juego la validez misma del sacramento, la Iglesia recomienda administrar de nuevo el B., sub conditione (bajo condición).
5. Sujeto del Bautismo (intención, fe, contrición) (adultos y niños). Todo hombre vivo que no haya 'sido bautizado válidamente, tanto adulto como niño, puede recibir el B. (cfr. CIC, car. 745754). Los adultos deben tener intención de recibirlo; de lo contrario, no habría B. Por eso, nadie que se acercara a la fuente bautismal violentamente coaccionado contra su propia voluntad, recibiría verdaderamente el B.; por la misma razón, el B. administrado durante el sueño, sin el consentimiento del sujeto, sería inválido; y lo mismo si se bautizara a un demente que, antes de perder el uso de razón, se hubiera opuesto a recibir el sacramento. Sin embargo, el que aceptara ser bautizado por miedo, recibiría válidamente el sacramento, puesto que no le faltaría la intención de recibirlo, aunque, mientras no tuviera la fe y la penitencia debidas, sería infructuoso para él.
Otras dos condiciones deben reunir los adultos para recibir el B. lícitamente y con fruto. En primer lugar, que conozcan la fe (v.) cristiana y la profesen. El B., como todo sacramento, es un signo que sólo habla a la fe; lo que él significa sólo puede ser percibido por la fe, en la fe, en proporción de la fe que se une al objeto del sacramento como acto de Cristo. Sin la fe, el sacramento se desvirtúa en magia (v.). La fe forma parte de su esencia, no en cuanto que ella cause la eficacia del B. sino para percibir la gracia del mismo y aceptarla. La acción de la fe, en el B., debe respetar la absoluta y libre soberanía de Dios, que actúa, justifica y provoca el libre compromiso de la fe en el bautizado, desde su conversión (v.) hasta la perfección (v.) cristiana. El opus operatum del B., lejos de oponerse a la acción del sujeto, opus operantis, la provoca y la solicita. La cuestión de la fe permite percibir el aspecto eclesial del B. Lo que se requiere ante todo es que la comunidad cristiana reconozca el valor del signo y confiese el misterio significado. Este mínimo siempre es necesario, y él legitima el B. de los niños. Lo cual da también una dimensión eclesial a la confesión de fe del bautizando, quien pública y cultualmente expresa su equiescencia a Dios, en comunión con toda la familia de Dios, con la Iglesia. Cuando el diácono Felipe evangelizó al ministro de la reina Candaces, le exigió un acto de fe antes de administrarle el B.: «aquí hay agua; ¿qué impedimento hay para que yo sea bautizado? Ninguno, respondió Felipe, si crees de todo corazón. A lo que dijo el eunuco: yo creo que Jesucristo es el Hijo de Dios» (Act 8, 3637). Se requiere, al menos, la fe explícita en la existencia de un solo Dios, en su justicia remunerativa y vindicativa, y, de algún modo, en los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación. Creer estas verdades es necesario para la salvación (v. FE IV); por eso, incluso en peligro de muerte, no debe omitirse nunca el interrogar a los adultos sobre ellas, y explicárselas brevemente si es necesario, antes de administrarles el B.
La segunda condición para que un adulto reciba con fruto este sacramento es que su voluntad rechace expresamente toda afección al pecado, con propósito de no volverlo a cometer (V. CONTRICIÓN; CONVERSIÓN I Y Ir). Es lo que S. Pedro exigía a los primeros cristianos convertidos del judaísmo: «haced penitencia y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo» (Act 2, 38). Si un adulto recibe el B. sin tener la fe suficiente o sin que su voluntad se aparte del pecado, entonces el sacramento, válidamente recibido, queda muerto: se imprime el carácter, pero no se produce su último efecto, la gracia, y no desaparecen, por tanto, los pecados. Para que reviva, se ha de quitar el obstáculo que impide la acción de la gracia: la afección al pecado o la falta de fe; entonces quedarían perdonados el pecado original y todos los pecados personales cometidos antes de la recepción del B. (reviviscencia del sacramento); pero aquellos pecados cometidos mientras el sacramento estaba muerto, deben ser confesados en el sacramento de la Penitencia. En cuanto a la instrucción de los adultos en orden al B. y a su administración actual a los mismos, v. IV Y CATECÚMENO.
La necesidad del B. para la salvación dio lugar a la práctica del B. de los niños, ya insinuada en el N. T. (Act 16, 15.33; 1 Cor 1, 16; B. de familias enteras). En el B. de los niños, la fe necesaria se dice que «la presta la Iglesia». Pste es el sentido de la institución de los padrinos que prestan el consentimiento y profesan la fe en nombre del infante, y han de elar que sea educado en la fe católica. La costumbre de bautizar a los niños es muy antigua en la Iglesia, que enseña la conveniencia de administrarles el sacramento cuanto antes; ya el conc. XVI de Cartag. declaró contra los pelagianos, que la negaban, «que lob niños recién —acidos del seno materno han de ser bautizados» (can. 2; Denz.Sch. 223). La misma doctrina sostuvieron los conc. de Pfeso (a. 431), II de Letrán (1135), IV de Letrán (1215), Vienense (1311) y Trento (sess. VII, a. 1547). El conc. Florentino, recogiendo la tradición multisecular de la Iglesia, explicaba así este modo de proceder: «en cuanto a los niños, la Iglesia Romana advierte que, por razón del peligro de muerte que con frecuencia suele acontecerles, no ha de diferirse el sagrado Bautismo..., sino que ha de conferírseles tan pronto como pueda hacerse cómodamente; ya que no se les puede socorrer con otro remedio que con el B., por el que son librados del dominio del diablo y adoptados por hijos de Dios» (bula Cantate Domino, 4 feb. 1442: Denz.Sch. 1349). La Iglesia, aunque desea ardientemente la salvación de todos, prohibe que los hijos de los acatólicos sean bautizados contra la voluntad de sus padres, porque se violaría un principio de derecho natural y, además, al no proveerse a la educación cristiana de esos niños, se expondría el B. a ser profanado. Sin embargo, si un cristiano se encontrara con uno de estos niños en peligro próximo de muerte, como ocurre frecuentemente en maternidades, clínicas para prematuros, etc., «hará una cosa laudable y grata a Dios quien por medio del agua purificadora le dé al niño la vida inmortal» (Benedicto XIV, Carta Postremo mense, 28 feb. 1747: Denz.Sch. 2555).
6. Necesidad del Bautismo. La doctrina católica enseña que el B. es necesario con necesidad de medio para la salvación: «quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios» (lo 3, 5), dice categóricamente Jesús a Nicodemo. Y a los Apóstoles, cuando les envía a predicar y a bautizar: «el que creyere y se bautizare, se salvará; el que no creyere, se condenará» (Mc 16, 16). La Tradición de la Iglesia recogió desde el principio esta doctrina, negada por algunos herejes a lo largo de la historia: Pelagio (v.) y los pelagianos la negaban porque no admitían la existencia del pecado original y su transmisión; los cátaros (v.) y albigenses (v.), porque atribuían la institución del B. a un dios malo, consecuentes con su doctrina dualista; algunos protestantes, porque afirmaban que el único principio de justificación es la fe; el modernismo (v. MODERNISMO TEOLÓGICO) reducía el cristianismo y todas sus instituciones y normas a un desarrollo religioso de raíz exclusivamente humana. Frente a todos estos errores, la Iglesia ha expuesto la verdadera doctrina cristiana repetidas veces enseñando la necesidad absoluta del B. para la salvación y' la conveniencia de recibirlo cuanto antes (p. ej., cfr. conc. de Trento, sesión VII: «si alguno dijere que el Bautismo es libre, es decir, no necesario para la salvación, sea anatema», can. 5 sobre el B., Denz.Sch. 1618; cfr. 1524, 1604). Sin embargo, esta necesidad no significa una limitación de la universal voluntad salvífica de Dios, que a todos quiere salvar (1 Tim 2, 16) y, por los m6ritos de Cristo, a todos concede la gracia suficiente para su justificación (Denz.Sch. 1536, 1567). La necesidad del B. para la salvación no debe entenderse en el sentido de que exclusivamente se salvan los que han recibido el B. de agua, como han sostenido algunos, p. ej., modernamente L. Feeney; a propósito de ello, Pío XII recordaba: «los efectos de aquellos auxilios de salvación que se ordenan al último fin solamente por institución divina, y no por una intrínseca necesidad, ha querido Dios que en ciertas circunstancias se obtengan con el solo deseo o voto de recibirlos, y así lo vemos enunciado con palabras claras por el concilio Tridentino a propósito del sacramento de la regeneración y de la penitencia» (Carta del Santo Oficio al arzobispo de Boston, 8 ag. 1949: Denz. Sch. 3869).
Por eso, se considera que el B. de agua puede ser suplido por el martirio (B. de sangre), cuando una persona sufre la muerte por Cristo, antes de haber recibido el sacramento; o por el deseo al menos implícito de recibirlo (B. de deseo), unido a un acto de perfecta contrición, como ocurre en el caso de un catecúmeno que muere antes de haber sido bautizado. En el caso de las personas muertas sin recibir el B. y sin conocer la doctrina de Cristo, la cuestión es diversa según se trate de adultos o de niños. En el caso de los adultos, se supone que pueden salvarse si tenían el deseo, al menos implícito, de recibir el sacramento, con un acto de perfecta contrición; por deseo implícito entienden la generalidad de los teólogos el que se despertaría en esa persona si oyera hablar de la revelación de Cristo y de la necesidad del B. para la salvación, lo cual supone en concreto tener voluntad de orientar la vida según la voluntad de Dios. Algunos piensan que Dios concedería a esos paganos, que no han oído nunca hablar de Jesucristo, la posibilidad de conocer por medios extraordinarios la existencia de la Iglesia; pero no parece necesaria esta intervención extraordinaria de Dios, ya que S. Pablo afirma que esas personas serán juzgadas de acuerdo con los preceptos de la ley natural, impresos en el corazón de todos los hombres (cfr. Rom 2, 1216; V. CONCIENCIA III; LEY III, 3; 'VII, l).
El caso de los niños muertos sin haber recibido el B. ha sido muy discutido, y aún hoy los autores no son concordes en la respuesta. Los niños que no tienen uso de razón son incapaces de desear el sacramento y de hacer un acto de perfecta contrición; las puertas del cielo, a causa del pecado original, quedarían cerradas para ellos. Pero tampoco parece justo que se condenen, ya que no han podido cometer pecados personales. Sin embargo, el pasaje de S. Juan que narra la conversación de Jesús con Nicodemo enseña claramente que sin la recepción del B. no puede gozarse de la visión de Dios (cfr. lo 3, 5); y, por otra parte, hay que considerar la universal voluntad salvífica de Dios.
Así, pues, acerca del destino de los niños muertos sin B. del agua, y del equivalente al B. que podría salvarles, se han desarrollado muchas teorías. Algunos autores han hablado de que se salvarían por la fe y la oración de los padres; o mediante una intervención extraordinaria de Dios, que les concedería antes de su muerte el uso de razón para que libremente decidieran su suerte eterna, de modo análogo a la prueba sufrida por los ángeles. Otros teólogos han considerado que los sufrimientos y la muerte de esos niños serían, en virtud de los sufrimientos voluntarios de Cristo, un quasisacramento... Todas estas explicaciones no son claras, porque reducen la salvación a una cuestión de fe, o bien obligan a Dios a hacer milagros de continuo, y carecen de suficiente fundamento en la S. E. y en la Tradición. Y, en cualuier caso, son meramente hipotéticas: basarse en ellas' para descuidar o retrasar el B. de los niños sería poner en riesgo su salvación basándose en una mera opinión humana, y, por tanto, actuar de manera desordenada.
El Magisterio de la Iglesia es bastante parco en este tema (cfr. Denz.Sch. 223, 780, 1349, 1514). Algunas indicaciones claras ofrece, sin embargo: enseña, en efecto, que la visión divina no es algo exigible por la naturaleza humana, sino don de la gracia; declara que a la primera gracia se tiene acceso por el B., y si bien afirma esas suplencias del B. que son el B. de sangre y el B. de deseo antes mencionados, ha manifestado prevención frente a esas otras teorías a que nos referimos, si bien no ha llegado a condenarlas; y, finalmente, ha recogido, aun sin definirla, la doctrina del limbo (v.) según la cual los niños muertos sin B. carecerían de la visión de Dios, pero gozarían de una felicidad natural.
Si analizamos la Tradición vemos que los Padres de Oriente opinan con unanimidad que la situación de esos niños no puede ser parangonada a la de los condenados en el infierno (v.), ya que siendo inocentes no son atormentados, etc. En Occidente, a raíz de la controversia pelagiana, algunos sostienen un parecer más duro. La razón se debe a que S. Agustín, viendo clara la universal difusión del pecado original, no percibe cómo, afectando éste a los niños, no va a traer consigo el castigo. Una profundización en el tema del pecado original permite superar la dificultad. Inocencio III, en una carta al obispo de Arles, respondiendo a una consulta precisa, afirma: «e1 pecado es doble: original y actual. Original es el que se contrae sin consentimiento, actual el que se comete con consentimiento. El original, pues, que se contrae sin consentimiento, sin consentimiento se perdona en virtud del sacramento; el actual, como se contrae con consentimiento, sin consentimiento no puede ser perdonado. La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la pena del pecado actual es el tormento del infierno eterno» (Carta Maiores Ecclesiae causas, 1201: Denz.Sch. 780). Del pensamiento del Papa se deduce que, si alguien muere sin haber cometido pecados personales (como es el caso de los niños muertos sin B.), la pena sería solamente la carencia de la visión divina, sin pena alguna de sentido. La bula Auctorem Fidei de Pío VI contra los jansenistas del Sínodo de Pistoia viene a reforzar la idea de un «lugar» especial o limbo (v.) para los niños muertos sin B., distinto del infierno (v.) de los condenados: «la doctrina que reprueba como fábula pelagiana el lugar de los infiernos, corrientemente designado por los fieles con el nombre de limbo de los niños, en que las almas de los que mueren sólo con la culpa original son castigadas con pena de daño sin la pena del fuego..., es falsa, temeraria e injuriosa contra las escuelas católicas» (no 26, Denz.Sch. 2626).
7. Condiciones de validez y licitud del Bautismo. Como han ido siendo expuestas ya a lo largo de este estudio, las resumimos ahora brevemente.
Para que el B. sea válidamente administrado, se requiere: 1) por parte de la materia, que sea agua natural (de río, mar, nieve, hielo, fuente, etc.); no habría B. si se empleasen otros líquidos, como saliva, cerveza, vino (cfr. Denz.Sch. 787 y 829), aunque se puede añadir al agua una. pequeña cantidad de alguna sustancia (p. ej., sublimado corrosivo, cloruro de mercurio) para evitar el peligro de infección cuando se bautiza a un niño en el seno materno (cfr. Denz.Sch. 3356). 2) Por parte de la forma, se requiere observar la fórmula establecida, con las palabras «yo te bautizo» y distinguiendo perfectamente las tres Personas divinas en cuyo nombre se administra el sacramento «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», con lo que se da significado al rito bautismal (cfr. Denz.Sch. 445). 3) Por parte del ministro, ha de tener intención de hacer lo que hace la Iglesia, aunque no tenga fe o esté en pecado mortal. El B. no puede dárselo nadie a sí mismo. 4) En cuanto al rito observado, el ministro debe pronunciar las palabras de la fórmula al mismo tiempo que aplica la materia. La ablución con el agua puede hacerse de tres modos distintos: inmersión, infusión, aspersión. En el caso del B. par infusión (el más frecuentemente empleado en nuestros días) hay opiniones diversas entre los autores acerca de si es necesario para la validez verter el agua sobre la cabeza, o si puede derramarse sobre otra parte del cuerpo. La opinión más común afirma que es válido aunque el agua no se derrame sobre la cabeza; pero la praxis de la Iglesia, en los casos en que el agua bautismal se ha vertido sobre una mano o un pie, como puede ocurrir en un B. de urgencia durante un parto, es que se rebautice al niño sub conditione, una vez nacido, derramando el agua sobre su cabeza. 5) Por parte del sujeto, se requiere, en primer lugar, que sea capaz de recibir el sacramento; es decir, que sea una persona viva no bautizada anteriormente; no pueden recibirlo, por tanto, un animal o un cadáver. Sin embargo, la Iglesia acostumbra a bautizar los abortos, aunque no tengan forma humana, empleando una fórmula condicional («si eres capaz, yo te bautizo...»), ya que se desconoce con exactitud tanto el momento en que se infunde el alma en el cuerpo como el de su separación. Cuando se trata de una persona adulta, es necesario además que tenga intención de recibirlo; no se puede, por tanto, obligar a nadie a recibir el B. contra su voluntad.
Para bautizar lícitamente, la Iglesia exige, fuera de caso de necesidad, otras condiciones: 1) por parte de la materia, que el agua haya sido bendecida solemnemente en la Vigilia de Pascua o de Pentecostés, o que se bendiga según la fórmula del Ritual. 2) Por parte del ministro se requiere que lo administre el obispo o el presbítero que tenga jurisdicción, párroco u otro sacerdote delegado por él, o un diácono en caso de que no haya presbítero. Debe observarse el rito establecido por la Iglesia, con todas sus ceremonias. 3) En cuanto al sujeto, si se trata de alguien sin uso de razón, niños o dementes perpetuos, hay que contar con el consentimiento de los padres o tutores; si se trata de un adulto, debe creer al menos en la existencia de un solo Dios que premia a los buenos y castiga a los malos, y en los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación; debe arrepentirse además de todos los pecados que haya cometido, con propósito de no volver a pecar. Los que administrasen el B. faltando alguna de estas condiciones, excepto en caso de urgencia, lo administrarían válidamente, pero ilícitamente, es decir, el B. sería válido, pero cometerían una falta grave.
8. El Bautismo en las confesiones cristianas no católicas. Los orientales separados de la Iglesia Romana, ortodoxos, nestorianos, coptos, etc., tienen la misma doctrina sobre el B. que la Iglesia católica, y practican también el B. de los niños. Características peculiares del B. entre los orientales son: usar la fórmula deprecativa en lugar de la indicativa (v. 2, A); administrar el B. por inmersión: administrar al mismo tiempo los tres sacramentos de la iniciación cristiana (v.): B., Confirmación y Eucaristía.
En cuanto a los protestantes, casi todas las confesiones admiten el B. como verdadero sacramento instituido por Jesucristo, aunque en el curso de la historia lean desvirtuado de tal modo su naturaleza, que en algunas nada queda del verdadero B. El anglicanismo (v.) reconoce en su libro litúrgico oficial, el Prayer book, toda la doctrina tradicional y ortodoxa sobre el B. En los 39 artículos, por influencia presbiteriana, se desdibujan un poco esos rasgos, hasta el punto de que en el s. xvlli es considerado como un rito sin importancia. Desde 1835, gracias al movimiento de OxIord (v.), el B. recobra su importancia en la Iglesia anglicana. El luteranismo (v. LUTERO Y LUTERANISMO) y la Iglesia evangélica conservan al principio, en sus textos litúrgicos, las ideas fundamentales sobre el B. cristiano; pero desde el s. XVIII hay una reacción contra el dogmatismo luterano, y el sacramento es relegado a la categoría de signo cuya función es excitar la fe. SOcino y el socinianismo (v. SOCINo Y SOCINIANISMo) dejan en libertad de administrar o no el B., porque consideran que sólo fue instituido para los primeros tiempos del cristianismo; además niegan que los niños puec~a n recibirlo, porque no son capaces de hacer una profesión de fe. Los puritanos (v.) ingleses, en la Confesión de fe de Westminster de 1647, se inspiran en las doctrinas de Calvino (v.); esta misma confesión es aceptada por los presbiterianos (v.) escoceses. Los congregacionalistas (v.), el metodismo (v.) y otras sectas disidentes de Inglaterra y Gales han exigido para la validez del B. que fuera administrado por un ministro sagrado, pero en no pocas ocasiones lo consideran como un rito sin importancia, llegando incluso a variar la fórmula. Los baptistas (v.) sólo lo administran a los adultos, negando su validez en los niños. Los cuáqueros (v.) reconocen solamente el «B. del Espíritu», fundados en una mala interpretación de un texto del evangelio de S. Mateo; el B. de agua sería sólo una figura de ese «B. del Espíritu»; la fe en Cristo y la santidad de vida, dicen, expresa ese B. con más plenitud que una ablución exterior con agua.,
La Iglesia considera válidos los B. de los no católicos si tuvieran los requisitos esenciales (v. 7). El 20 nov. 1878, respondiendo a la pregunta dé «si todos los herejes que se convierten deben ser xebautizados bajo condición», el Santo Oficio respondió así: «En la conversión de los herejes, de cualquier lugar o de cualquier secta que vengan, hay que inquirir sobre la validez del B. recibido en la herejía. Tenido, pues, en cada caso el examen, si se averiguare que no se confirió Bautismo, o fue conferido nulamente, han de bautizarse de modo absoluto. Pero si, practicada la investigación conforme al tiempo y a la razón de los lugares, nada se descubre en pro o en contra de la validez, o queda todavía duda probable sobre la validez del Bautismo, entonces bautícense privadamente bajo condición. Finalmente, si constare que el Bautismo fue válido, han de ser sólo recibidos a la abjuración o profesión de fe» (Denz.Sch. 3128). Queda, pues, claro, el modo de actuar de la Iglesia: B. sub conditione sólo cuando hay duda consistente o positiva sobre la validez del B. anteriormente administrado. No obstante, la Santa Sede ha dado unas normas de actuación en el caso de que el converso proceda de determinadas confesiones protestantes. La mayoría de esas reglas son concreciones del principio general expuesto más arriba. Solamente en dos casos manda la Iglesia rebautizar de modo solemne: si el nuevo fiel pertenecía a la secta unitaria, entre los que se ha corrompido la fórmula o hay otros defectos esenciales, y en el caso de proceder de la confesión cuáquera, que no administra el B. Por el contrario, cuando el converso ha militado en la confesión anglicana, no es preciso generalmente rebautizarle, basta recibir su abjuración e impartirle la absolución de sus censuras y pecados (lo mismo dígase, más aún, en el caso de vuelta a la comunión de cristianos ortodoxos). En los demás casos, se suele rebautizar sub conditione y luego se administra el sacramento de la Penitencia.
V. t.: INICIACIÓN CRISTIANA; IGLESIA III, 2; APOSTOLADO I y II; FE IV; JUSTIFICACIÓN; CUERPO MÍSTICO; CONVERSIÓN; CONTRICIÓN; LIMBO.
J. A. LOARTE GONZÁLEZ DE RIVERA.
BIBL.: S. TOMÁS DE
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Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia
Rialp, 1991
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