En el sacramento de la fe, el bautismo, es consagrado el hombre a Jesucristo, se
vuelve una célula viva de su cuerpo y, al mismo tiempo, revive personalmente
toda el acontecimiento que nos ha salvado. Así, tenemos dos tipos de efectos
fundamentales. El primero consiste en la agregación a Jesucristo y en la unión a
su cuerpo. De este modo, el bautizado es signado, de una manera concreta e
indeleble, por el carácter, es decir, por el vínculo que lo inserta y lo hace
pertenecer al único pueblo de Dios. El segundo efecto consiste en la
regeneración que nos hace hijos de Dios, partícipes de su naturaleza,
conciudadanos de los santos y familiares de Dios.
Este sacramento, es cierto, tiene muchos significados y, por consiguiente,
también muchos efectos, que manifiestan la riqueza espiritual que se nos da en
el bautismo. Intentaremos exponer sólo los que parecen esenciales, empezando por
el que ha sido considerado como el primero, en cuanto establece el vínculo
objetivo de pertenencia y de unidad con Cristo y la Iglesia, cuando es válida la
celebración del sacramento.
Como ya hemos indicado, san Pablo afirma que los que se bautizan son sepultados
y resurgen de modo semejante al de Jesucristo. De ese modo, nos unimos del todo
a El, tanto con una muerte semejante a la suya, como con la resurrección: «Pero
si hemos muerto con Cristo, creamos que también viviremos con Él [...] de modo
que consideraos también vosotros muertos al pecado, pero vivos para Dios en
Jesucristo» (Rm 6, 8-11). En consecuencia, el bautismo es un gesto eficaz que
significa y nos une realmente a Cristo, hasta el punto de hacernos partícipes
del acontecimiento salvífico pascual. De modo semejante, la imagen del
revestirse de Cristo describe el bautismo para aquellos que lo reciben como un
nuevo modo de ser y de formar una unidad en Cristo Jesús que supera toda
distinción humana, es decir, de formar una unidad con Él que nos hace herederos
de la promesa del pueblo constituido por la llamada de Dios, hecha a Abraham.
«En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no
hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos
vosotros sois una persona en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois
descendencia de Abraham, herederos según la Promesa» (Ga 3, 27-29)
15.
San Pablo enseña la
pertenencia a Cristo también con otras dos imágenes: la de la unción y la del
sello, que encontramos juntas en 2 Co 1, 21-22: «Y es Dios el que nos conforta
juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su
sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» 16.
La unción indica la participación en la unción profética de Cristo, una unción
espiritual a través de la fe. Dios hace penetrar en nosotros la doctrina del
evangelio, nos da el sentido de la verdad y nos instruye acerca de todas las
cosas (cfr. 1 Jn 2, 20.27) 17.
El sello impreso sobre un objeto cambia su aspecto, pero sobre todo su
propiedad. El sello expresa una relación real nueva que, de manera visible y
estable, expresa la referencia, en este caso, de las personas a Jesús: se trata
del sello del Espíritu Santo, que había sido prometido y ha sido conferido ahora
por la redención (cfr. Ef 1, 13; 4, 30).
Apoyándose en estos datos bíblicos, afirma el concilio de Florencia que el
bautismo ocupa el primer lugar, es la puerta de la vida espiritual; por él
llegamos a ser miembros de Cristo y del cuerpo eclesial (DS 1314). El Vaticano
II enseña que por medio del bautismo somos configurados con Cristo, se
representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo (cfr. LG
7). El primer efecto del bautismo, por tanto, se puede decir que es, de manera
sintética, una acción fundamental por la que un hombre pasa a ser parte
inherente del misterio de Cristo: es el signo con el que Cristo coge al hombre y
lo hace discípulo suyo, transformándolo en sus fibras más íntimas y
distinguiéndolo con el nombre de cristiano 18.
Mas todo esto representaría una idea sólo parcial, si no aclarásemos aún que el
bautizado entra a formar parte de la Iglesia, que es la comunidad con la que
Cristo permanece, de manera visible y objetiva, en la historia, por la que de
por sí, sin la intervención negativa de factores externos, ser miembro de Cristo
es idéntico a ser miembro de su cuerpo de modo pleno.
El bautizado entra en una nueva comunidad, en una nueva obediencia, al servicio
de Jesucristo y en la caridad fraterna. En efecto, afirma san Pablo: «Porque en
un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo,
judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
[...] Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por
su parte» (1 Co 12, 13.27). Los bautizados son agregados por el Señor a la
Iglesia y con ese gesto obtienen la salvación (cfr. Hch 2, 41.48; 5, 14). A
partir de aquellos que son miembros de Adán se constituyen miembros que
pertenecen a Cristo, en el sentido de que el bautizado asume la figura, la
fisonomía de miembro del cuerpo de Cristo, que permanece para siempre. En
efecto, aquellos que han sido iluminados definitivamente y de una vez para
siempre, aquellos que han gustado el don celestial y participan del Espíritu
Santo, esto es, han sido bautizados, pero han caído después, es imposible que
sean bautizados de nuevo, como parece afirmar Hb 6, 4-6.
Los bautizados incorporados a Cristo están llamados, por tanto, a constituir el
único pueblo de Dios, en una unidad de vida y de obediencia. A este respecto
afirma el concilio Vaticano II: «El bautismo, por tanto, constituye un poderoso
vínculo sacramental de unidad entre todos los que con él se han regenerado. Sin
embargo, el bautismo por sí mismo es tan sólo un principio y un comienzo, porque
todo él se dirige a la consecución de la plenitud de la vida en Cristo. Así,
pues, el bautismo se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la plena
incorporación, a los medios de salvación determinados por Cristo y, finalmente,
a la íntegra incorporación en la comunión eucarística» (UR 22). El bautismo es,
por consiguiente, principio sacramental tanto de la unión de los bautizados con
Cristo en la Iglesia, como de la unidad de la misma Iglesia. Proporciona una
unidad tanto externa como sobrenatural y espiritual, conduce a una unidad
divino-humana a los bautizados, a pesar de sus múltiples diferencias naturales
de raza, sexo, condición social...
Los bautizados, que han pasado a formar parte inherente del misterio de Cristo
vivo en la Iglesia, reciben, pues, de manera sobrenatural, un vínculo interior,
que se llama carácter. Los concilios de Florencia y de Trento definen la
existencia del carácter bautismal y lo describen como un signo espiritual
indeleble que distingue de los otros, por lo que el sacramento no se puede
repetir una vez celebrado válidamente (cfr. DS 1313; 1624; véase también LG 11).
No puede ser considerado sólo como palabra de Dios impresa en el alma de
aquellos que reciben con fe el bautismo de Cristo (cfr. DS 3228). El carácter
es, por tanto, el efecto del bautismo en cuanto constituye el acontecimiento de
salvación inicial y fundamental, que hace nacer a la vida cristiana. Imprime un
vínculo indeleble, que reclama y exige siempre la unidad plena con Cristo en su
Iglesia.
El
sacerdocio «bautismal» 19
El carácter que consagra a Cristo es asimismo vínculo que hace a los bautizados
capaces de participar en la obra profética, cultual y real del pueblo de Dios.
La consagración y el sacerdocio bautismal son dos aspectos complementarios e
inseparables de hecho entre sí. Los hemos distinguido para una mejor
comprensión. Ahora vamos a intentar tratar del carácter como capacidad de dar el
culto debido a Dios.
Los cristianos entran «cual piedras vivas, en la construcción de un edificio
espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales,
aceptos a Dios por mediación de Jesucristo. [...] Pero vosotros sois linaje
elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las
alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz
vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el Pueblo de Dios, de
los que antes no se tuvo compasión, pero ahora son compadecidos» (1 P 2,
5.9-10). Unido a Cristo, piedra viva, el nuevo pueblo reunido de todas partes
del mundo forma un edificio espiritual, una nación llamada y santificada por
Dios, que ha accedido cabe la Trinidad. Por eso puede ofrecerse a sí mismo como
sacrificio agradable y proclamar las obras y las maravillas de Dios, que se ha
mostrado compasivo con él. Los hombres, antes dispersos, son ahora pueblo de
Dios, asamblea convocada y reunida en su nombre, que vive de la gracia redentora
de Jesucristo. En efecto, ahora han sido regenerados por la palabra de Dios viva
y verdadera, no de un germen corruptible, sino inmortal (cfr. 1 P 1, 23).
Asimismo san Pablo afirma que Jesucristo, con el misterio de su cruz, ha puesto
el fundamento para hacer de los dos pueblos (judíos y paganos) uno solo, para
crear en sí mismo un solo hombre nuevo, para reconciliar a los dos con Dios
formando un solo cuerpo (cfr. Ef 2, 14-16). El pueblo, que tiene como piedra
angular a Jesucristo y es templo santo en el Señor, tiene la facultad de
presentarse a Dios Padre en un mismo Espíritu (cfr. Ef 2, 18). De este modo, los
bautizados se ofrecen a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a
Dios; éste es su culto razonable; renovando así su mente, podrán discernir y
realizar la voluntad de Dios (cfr. Rm 12, 1-2).
El concilio Vaticano II ha recuperado la doctrina del sacerdocio de los fieles,
presente tanto en la Sagrada Escritura como en los Padres de la Iglesia, y
afirma que los bautizados «son consagrados como casa espiritual y sacerdocio
santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio
de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y
anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable»
(LG 10). Los fieles están destinados al culto de la religión cristiana
precisamente por el carácter bautismal (cfr. LG 11); según su modalidad, son
constituidos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo (cfr.
LG 31) 20.
En virtud del sacerdocio bautismal, a diferencia del ministerial que tiene la
facultad de enseñar y regir a todo el pueblo de Dios y de realizar el sacrificio
eucarístico en la persona de Cristo, los fieles participan en la oblación de la
eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida
santa, con la abnegación y caridad operante (LG 10). El pueblo sacerdotal revela
y realiza, por consiguiente, su propia índole sagrada, sobre todo, con la
participación en el culto de la Iglesia y con su santidad de vida. En
consecuencia, el sacerdocio bautismal tiene un aspecto interior-espiritual y
otro externo-sacramental; se ejerce tanto al recibir los beneficios de Cristo y
de la Iglesia, como de una manera activa a través del testimonio y de las
virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. El pueblo sacerdotal ejerce
también tareas proféticas y reales para la renovación y la expansión de la
Iglesia. Estos aspectos de la vida del pueblo de Dios están unidos al aspecto
sacerdotal y ordenados el uno al otro (cfr. LG 34-36). Todo el pueblo de Dios es
hecho partícipe del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, y lo
realiza en toda su propia vida.
El bautismo como
regeneración del hombre
El bautismo, junto a la edificación de la Iglesia y la agregación de los fieles
al cuerpo de Cristo con la dignidad del carácter cristiano, introduce en el
hombre y en el mundo un germen de vida nueva que no puede ser considerado
únicamente como una renovación de intenciones o de ideales humanos o de una
religiosidad subjetiva. Observa, con justicia, D. Barsotti: «Mediante el
bautismo empieza para cada hombre una vida nueva de gracia; el bautismo es
verdaderamente un nacimiento. Con este nacimiento entra el hombre a formar parte
del mundo divino... Vivir la vida de Cristo supone un nuevo nacimiento y este
nacimiento hace que aquel que ha nacido, aun cuando no sea consciente ni actúe
según su nueva naturaleza, forme parte ya de un mundo nuevo, del mundo divino.
Quien no ha sido bautizado, aunque practicara todas las virtudes, no por ello
sería cristiano ni viviría una vida divina» 21.
El nuevo nacimiento o regeneración es el nacimiento del cristiano, del discípulo
de Jesucristo, llamado sin ningún mérito propio o genialidad especial a ser luz
del mundo y sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13-16). Vamos a presentar ahora los
aspectos principales de esta vida nueva en Cristo. Aquí, evidentemente, no se
trata de manera específica de la gracia, de las virtudes teológicas y de los
dones sobrenaturales, temas desarrollados en sus respectivos tratados, sino que
vamos a mostrar que toda la justificación y la vida sobrenatural que recibimos
son efecto de este sacramento. Esta enseñanza aparece ya en el concilio de
Trento con las siguientes palabras: «En cambio, la causa instrumental (de la
justificación) es el sacramento del bautismo, que es "el sacramento de la fe",
sin el cual nadie puede conseguir la justificación» (DS 1529).
Arrepentimiento y perdón de los pecados
Del mismo modo que Juan el Bautista predicaba y confería «un bautismo de
conversión para el perdón de los pecados» (Mc 1, 4), también los apóstoles
exigen el arrepentimiento para la remisión de los pecados antes de conceder el
sacramento (cfr. Hch 2, 38; 5, 31; 22, 16). Pedro exhorta al arrepentimiento y
al cambio de vida, a fin de que sean cancelados los pecados (cfr. Hch 3, 19).
También a los paganos les permite Dios que se conviertan para tener la vida con
el bautismo (cfr. Hch 11, 16-18). Así, el bautismo requiere, de entrada, el
arrepentimiento, que es un acto humano realizado con la gracia divina. Prepara
para la remisión de los pecados, obra y don, absolutamente gratuitos, de Dios
para nosotros, que deriva de manera exclusiva de su iniciativa. El perdón de los
pecados es concedido mediante un lavado con agua acompañado de la palabra, a fin
de que la Iglesia permanezca sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada (cfr.
Ef 5, 25-27). Por eso, el bautismo, como acción preliminar, lava de todo
elemento negativo presente en el hombre. La misma acción bautismal, al
significar el lavado y la purificación de los pecados, produce los efectos
espirituales indicados. Esto es supuesto asimismo por las alusiones a los
profetas del A.T., que anunciaban el juicio escatológico y la purificación
definitiva con la imagen del baño (cfr. Is 4, 4). A Dios debemos acercamos con
un corazón sincero y arrepentido, con los corazones purificados de toda mala
conciencia y lavado el cuerpo con el agua pura.
En las profesiones de fe, especialmente orientales, se confiesa un solo bautismo
para la remisión de los pecados (cfr. DS 41-48;150). El concilio de Florencia
menciona, como primer efecto del bautismo, la remisión de toda la culpa original
y actual, y también de toda la pena debida por la misma culpa. Por eso no se
debe imponer a los bautizados satisfacción alguna por los pecados pasados; y si
mueren antes de haber cometido pecado, enseguida alcanzan el cielo y la visión
de Dios (cfr. DS 1316). El concilio de Trento repite la misma doctrina que el de
Florencia (cfr. DS 1514-1515; 1543; 1672). Aparece, no obstante, un elemento
nuevo que condena el pensamiento de los Reformadores. En efecto, afirma el
Concilio que todo cuanto tiene verdadera y propia razón de pecado es suprimido y
no sólo cancelado o no imputado. Dios no odia nada en los bautizados, porque «ya
no hay condena para aquellos que han sido verdaderamente sepultados con Cristo
en la muerte a través del bautismo» (Rm 6, 4) (cfr. DS 1515).
El bautismo y la inhabitación del Espíritu Santo
22
La acción divina se realiza en el bautizado con el envío del Espíritu Santo.
Este elemento distingue el bautismo de Jesucristo con respecto al de Juan (cfr.
Mc 1, 8; Jn 1, 26-33; Hch 1, 5). El bautismo regenera al hombre en el Espíritu
Santo: ésa es la obra escatológica esencial del Mesías. Tras haber recibido el
Espíritu en la tierra, Jesús, muerto y resucitado, manda bautizar en el Espíritu
que El envía en el nombre del Padre. El Espíritu dado por Cristo comunica, a su
vez, la vida divina que desciende y es comunicada en el agua. Jesús glorificado
hará manar ríos de agua viva para todos los que tengan sed y crean en Él. El
agua viva indica el Espíritu que reciben todos los creyentes y seguidores de
Cristo. De este modo, se cumplen las profecías de la fuente que debía regenerar
Sión (cfr. Ez 47, lss.). El bautismo escatológico en el Espíritu se realiza así
con la inhabitación del mismo Espíritu en nosotros. El bautizado se convierte en
templo suyo, con importantes consecuencias: «En efecto, todos los que son
guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un
espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un
espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu
mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios»
(Rm 8, 14-16). El Espíritu recibido en el bautismo da origen al único cúerpo de
la Iglesia, en el que quedan superadas todas las diferencias humanas, a fin de
que formemos una sola persona en Cristo. Todo eso acaece en cuanto los
bautizados han recibido el sello del Espíritu Santo ya prometido, y con el que
son signados ahora para el día de la redención (cfr. 2 Co 1, 21-22; Ef 1, 13; 4,
30).
El Espíritu que se recibe en el bautismo, como muestran asimismo los pasajes
citados, es su venida como vida de Dios, no como los dones del Espíritu
otorgados en relación con la imposición de las manos
23.
De este último aspecto nos ocuparemos cuando hablemos de la confirmación. Aquí
señalaremos sólo que, a diferencia del Espíritu Santo dado en el bautismo, que
inhabita en el bautizado y le hace justo, con la imposición de las manos de la
confirmación el Espíritu Santo desciende como energía divina, que corrobora con
dones particulares; energía necesaria para vivir sobre esta tierra en lucha y en
camino hacia la perfección de la vida cristiana. El primer sacramento nos da el
Espíritu Santo como principio y comienzo de la vid divina, nos inserta en el
cuerpo de Cristo y nos hace hijos de Dios, mientras que el segundo nos
proporciona la fuerza para obrar de modo nuevo, potenciando nuestra inteligencia
y voluntad, y afirmándonos en el bien.
El cristiano es una
criatura nueva
Afirma san Pablo que, con el bautismo, nuestro hombre viejo ha sido crucificado,
ha muerto con Cristo en la cruz, de suerte que no seamos ya esclavos del pecado.
Por eso, a través del bautismo, vivimos en El, que ha resucitado. Así, los
bautizados deben considerarse muertos al pecado, y vivos para Dios en Cristo
Jesús (cfr. Rm 6, 11). Los cristianos están verdaderamente vivos, pero no viven
ya para ellos mismos, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó. En efecto,
«el que está en Cristo, es una nueva creación» (2 Co 5, 17). Los creyentes, al
unirse con Cristo en el bautismo, participan en lo que El ha conseguido para
todos los hombres, llamados a ser el verdadero y definitivo pueblo de Dios. Su
existencia es según el Espíritu en Jesucristo. «Porque nada cuenta ni la
circuncisión, ni la incircuncisión, sino la creación nueva» (Ga 6, 15). Dios,
por el gran amor con que nos ha amado, de muertos por el pecado nos ha hecho
revivir con Cristo. Esto ha acontecido por gracia, es don de Dios, somos obra
suya creados en Cristo Jesús (cfr. Ef 2, 4-6). De este modo, mediante Cristo,
judíos y gentiles se vuelven un hombre nuevo, formando un solo cuerpo y guiados
por un único Espíritu (cfr. Ef 2, 14-18). Merced a la reconciliación de
Jesucristo, todos se han convertido en hombre nuevo por encima de sus
diferencias, que no serán ya determinantes ni discriminatorias. Es Cristo quien
nos incorpora a Sí mismo, dando su propia vida a la humanidad renovada. La
modalidad con que Dios nos ha salvado está caracterizada por el signo eficaz del
bautismo: «él nos salvó, [...] según su misericordia, por medio del baño de
regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con
largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su
gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tt 3,
5-7). En este pasaje encontramos indicados también los efectos del bautismo: un
nuevo nacimiento, la justificación mediante la gracia de Cristo, la comunicación
del Espíritu Santo y la herencia de la vida eterna.
San Juan afirma que quien es engendrado de la carne es carne; en cambio, el que
es engendrado del Espíritu es espíritu, entra y vive en una esfera superior. Por
eso necesita el hombre renacer de lo alto, del Espíritu, si quiere ver el reino
de los cielos o entrar en él. Pero el nuevo nacimiento del Espíritu es un nuevo
nacimiento que tiene lugar también por el agua. El Espíritu es recibido así de
manera sacramental y transforma al ser humano camal (cfr. Jn 3, 4-7.19-34). En
este sentido, es el Espíritu quien da la vida, la carne no sirve para nada (cfr.
Jn 6, 63). Así, a los que creen y acogen a Dios se les concede convertirse en
hijos de Dios; son engendrados por Dios no con una generación humana, sino con
un acontecimiento sobrenatural obrado sólo por Dios. La generación divina es
obra del Espíritu divino y conduce al hombre a la esfera de Dios
24.
También 2 P 1, 4,
al afirmar que los fieles son hechos partícipes de la naturaleza divina, se
refiere a la vida nueva que éstos reciben en Cristo. Se trata de la comunicación
de la propia vida de Dios a los hombres; una comunión con Dios que se obtiene
después de haber sido purificados de los antiguos pecados, y que proporciona la
entrada en el reino eterno de nuestro Señor y salvador Jesucristo (cfr. 2 P
9,11) 25.
Por su parte, los concilios de Florencia y de Trento (cfr. DS 1311; 1672)
confirman que el bautismo nos hace renacer espiritualmente y nos convierte en
criaturas nuevas.
Si queremos expresar de manera sintética la gracia sacramental del bautismo,
podemos afirmar que se trata de la gracia basada en el misterio de Cristo y en
su obra salvífica, por la cual el hombre pecador, al recibir el Espíritu por vez
primera y para siempre, es regenerado, es decir, que es la gracia de la
iniciación o del comienzo la que hace acceder a la vida divina. El catecúmeno es
regenerado como hijo de Dios, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. Es
la gracia propia del nacimiento del cristiano la que hace capaz, la que «ordena»
al hombre a la gloria de Dios. Puede ser descrita con las palabras del concilio
de Trento: «Es el traslado desde el estado en que nace el hombre, como hijo del
primer Adán, al estado de gracia y de "adopción como hijos" (Rm 8, 15) de Dios,
por medio del segundo Adán, Jesucristo nuestro salvador; y este traslado,
después de la promulgación del evangelio, no puede tener lugar sin el lavado de
la regeneración (cap. 5 sobre el bautismo) o bien con el deseo del mismo, como
está escrito: "Nadie puede entrar en el reino de Dios, si no nace del agua y del
Espíritu Santo" (Jn 3, 5)» (DS 1524).
El bautismo es verdaderamente un nacimiento, una entrada en la vida cristiana;
es el don de una vida. Existe un salto cualitativo y ontológico entre el hombre
y el cristiano, entre la humanidad y la Iglesia. A propósito del bautismo,
nacimiento del cristiano, afirma D. Barsotti con toda justicia: «En
consecuencia, no existe continuidad entre la vida de la criatura y la vida de
Dios. Poseer en Cristo una participación en la naturaleza divina hace al
cristiano cualitativamente distinto de alguien que sea simplemente hombre, y
asimismo ser en Cristo lleva consigo una diferencia, porque supone la liberación
del pecado que ha dividido a los hombres entre sí»
26.
Esta gracia es totalmente gratuita; en efecto, nada de lo que precede al
bautismo y a la justificación del hombre, como la fe y las obras de preparación
realizadas con la ayuda divina, merece tal gracia. Se trata de una elección por
gracia. «Y, si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otro modo, la gracia
no sería ya gracia» (Rm 11, 6).
Dios otorga gratuitamente la gracia bautismal con la acción misma del
sacramento. Mas, de parte de los hombres, se requiere unas condiciones y,
precisamente, la fe en Dios Trino y en el misterio redentor de Cristo, en tomo a
los cuales son interrogados los candidatos en la misma celebración sacramental,
además de la renuncia al pecado y el propósito de llevar una vida en conformidad
con los mandamientos de Cristo. Mientras que, como hemos visto, para que se
imprima el carácter sólo existe como condición la validez del sacramento, para
recibir la gracia son necesarias también las condiciones señaladas. Tras haber
recibido el carácter bautismal, en cuanto son suprimidos los obstáculos que
impiden la justificación, se recibe el fruto sacramental, esto es, la remisión
de los pecados y la gracia del nacimiento cristiano.
6. Necesidad y distintas modalidades del bautismo
La necesidad del bautismo
El magisterio ha sancionado la necesidad del bautismo, pero nunca lo ha
considerado separado de la fe, sino precisamente como sacramento de la fe,
suprimiendo así todo carácter facultativo o libertad entendida como opción
autónoma de acceder o no a ese gesto de salvación (cfr. DS 1618). Y ha enseñado
esto remitiéndose en particular tanto a Mc 16, 16: «El que crea y sea bautizado,
se salvará; el que no crea, se condenará», como a Jn 3, 5: «En verdad, en verdad
te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de
Dios». La razón de tal necesidad estriba en el hecho de que, tras la
promulgación del evangelio, la justificación del impío sólo puede tener lugar
con el lavado de la regeneración (cfr. DS 1524) o con el deseo explícito o
implícito de ese sacramento. Esta doctrina, continuamente confirmada, depende
tanto de la misión confiada a la Iglesia, como de la importancia del bautismo
según la modalidad de la salvación realizada en Cristo. Esa necesidad se refiere
de modo claro no sólo a los adultos, sino a todos los hombres en cuanto
necesitados de redención, incluidos los recién nacidos. En efecto, todos los
hombres deben ser bautizados para la remisión de los pecados, es decir, por
estar privados de la gracia otorgada por Dios a causa del pecado original y de
los pecados personales. También los recién nacidos deben ser bautizados para la
remisión del pecado, como confirma de manera explícita su rito.
El lavado de la regeneración suprime todo lo que es pecado y el recién nacido se
reviste del hombre nuevo creado según Dios (cfr. DS 1514-1515). La necesidad del
bautismo para los recién nacidos es aún más apremiante, dado que les es
imposible el deseo del bautismo o de una elección con respecto a su propio
destino.
Junto a la necesidad del bautismo o del deseo del mismo, el magisterio ha
confirmado en otras ocasiones su firme convicción de que el Espíritu concede a
todos la posibilidad de la salvación: «Cristo murió por todos, y la vocación
suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En
consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad
de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS
22). Por estos motivos no pueden ser excluidos de la salvación eterna aquellos
que sólo con un deseo implícito se adhieren a la Iglesia (o a Cristo), como
recientemente ha confirmado el magisterio (cfr. DS 3870).
Así como, por una parte, debemos afirmar, con los Padres de la Iglesia, con los
teólogos medievales y con toda la tradición, que Jesucristo hace depender la
salvación del bautismo, por otra, Jesucristo no está ligado ni se limita a obrar
a través de los sacramentos. El poder y la gracia de Dios no están vinculados de
manera exclusiva a los sacramentos visibles, como afirman Ambrosio y Tomás
27.
Por eso, aunque el hombre pueda ser salvado de muchas
maneras, es preciso recordar, no obstante, que toda gracia, toda conversión,
conduce a la salvación de por sí únicamente en estrecho vínculo con el bautismo
por voluntad de Cristo, que envió a hacer discípulos de entre toda la gente y a
bautizarlos. La conversión y la salvación del hombre están conectadas con el
bautismo: «[...] también por la exigencia intrínseca de recibir la plenitud de
la nueva vida en él [...]. En efecto, el bautismo nos regenera a la vida de los
hijos de Dios [...] no es un mero sello de la conversión, como un signo exterior
que la demuestra y la certifica, sino que es un sacramento que significa y lleva
a cabo este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura vínculos reales e
inseparables con la Trinidad [...]»
28
De lo expuesto se desprende claramente la necesidad del bautismo, que dimana de
la orden salvífica de Jesucristo. Tras su venida, muerte y resurrección, tras el
anuncio del evangelio de salvación, al que se accede y en el que se participa
con los sacramentos, nadie puede sustraerse a la responsabilidad de obedecer el
mandato de Jesucristo. Mas el nexo entre el bautismo y la salvación no es sólo
del orden del precepto, sino también del medio. ¿Qué quiere decir esto? En
primer lugar, que existe un orden de salvación estrictamente objetivo. De por
sí, ninguna consideración de tiempo, de lugar o de conocimiento puede
infirmarlo. Jesucristo es el camino, la vida y la vida; es la vida y la
resurrección: quien crea en El no morirá para siempre (cfr. Jn 14, 6; 11, 25).
Jesús afirma: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y
yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn
15, 5). Así pues, el bautismo, que nos da la vida de Cristo, no puede ser
considerado como simple ejecución de una orden a la que estamos obligados en la
medida en que la conozcamos y podamos cumplirla.
Existe, a continuación, un nexo objetivo intrínseco entre la salvación tomada en
sí misma y la obra redentora de Jesucristo. El orden cristiano de salvación es
experimentado y gozado en su objetividad sólo por aquellos que encuentran y
viven el hecho cristiano como acontecimiento genuino de verdad y de felicidad
para el hombre. «La búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el
hambre de libertad, la nostalgia de la belleza, la voz de la conciencia» 29,
que hacen estar inquieto al corazón humano, son escuchados por Jesucristo
y experimentados directamente en su realización completamente satisfactoria por
el hombre nuevo que participa en la vida de Dios, creado de nuevo en Cristo en
la plenitud de la gracia y de la verdad.
Aun permaneciendo
siempre firme la necesidad de la relación objetiva entre el gesto bautismal
sacramental y la salvación de todos los hombres de cualquier edad, tiempo y
lugar, la Iglesia tiene conciencia de que hay otras acciones o modos que pueden
conceder, en cierta medida, los frutos del bautismo sin la modalidad
sacramental. En efecto, la Iglesia ha considerado, en primer lugar, el martirio
como un verdadero bautismo, incluso más noble y glorioso. Afirma san Cipriano:
«La fuerza del bautismo quizás sea superior y más eficaz por la confesión y el
martirio de quien confiesa a Cristo ante los hombres y de quien es bautizado en
su sangre» 30.
Hay, pues, quienes tienen la gracia de lavar directamente ellos mismos sus
vestidos en la sangre del Cordero (cfr. Ap 7, 14). La eficacia del bautismo de
sangre le viene de la pasión de Cristo y del Espíritu Santo mediante la
imitación concreta, con una expresión total de amor y de pertenencia a
Jesucristo, sin la celebración del sacramento y, en consecuencia, sin el
carácter bautismal, que se obtiene sólo con la realización del signo sacramental
31.
El valor del martirio procede de una profesión de fe absolutamente personal y
tan radical que llega hasta la donación de la propia vida por el Señor (cfr. Jn
15, 13). La pasión del mártir prolonga sobre la tierra la presencia redentora de
Cristo y de su sacrificio. Enriquece a la Iglesia confirmándola en la fidelidad
absoluta, en la unidad y en la santidad.
El bautismo de agua puede ser suplido también por el deseo implícito o
explícito, según los casos, o sea, por la disponibilidad a someterse al rito
bautismal. Esa voluntad está subordinada y dirigida a la aceptación del bautismo
como medio de salvación. No se trata de un cierto deseo abstracto o veleidoso,
sino de una disposición interior de ánimo caracterizada por la conversión y por
la caridad. Eso tiene lugar, observa santo Tomás, que prefiere llamarlo
sacramento de penitencia, por el hecho de que el Espíritu Santo mueve el corazón
a creer en Dios, a amarle y a arrepentirse de los propios pecados 32.
A través de la conversión del corazón y de las disposiciones personales es
como el bautismo de deseo produce en el hombre los frutos de una cierta unión
con la vida divina y le conduce al destino eterno. Como es evidente, ni imprime
carácter ni hace miembro del cuerpo de Cristo. En este caso el orden objetivo de
la salvación se vuelve personal y subjetivo. Esa apropiación se lleva a cabo
mediante la respuesta positiva a la gracia que concede el Señor y que no parece
que pueda dar fruto sin el arrepentimiento de los propios pecados y sin la fe y
el amor de Dios.
La razón por la que con el bautismo de deseo se obtiene la salvación reside en
la voluntad salvífica universal hecha operativa y eficaz en la redención de
Jesucristo. Todo hombre está llamado, de una manera misteriosa, desconocida por
nosotros, a encontrarse con Cristo muerto y resucitado. Afirma san Ambrosio con
respecto al deseo de recibir el bautismo: «¿Qué otra cosa depende de nosotros,
sino la intención, la petición de recibirlo? Pues bien, también hace poco tenía
(Valentiniano) este deseo de ser iniciado antes de venir a Italia y me expresó
su voluntad de ser bautizado por mí lo antes posible... ¿No tiene, pues, la
gracia que ha deseado, no tiene la gracia que ha pedido con insistencia? Y
puesto que la ha pedido, la ha recibido... No tenía miedo de disgustar a los
hombres para complacerte sólo a Ti (oh Padre) en Cristo. Quien tuvo tu Espíritu,
¿cómo no habrá recibido tu gracia?»
33
Con o sin el gesto sacramental, es preciso tener siempre presente que existe una
sola y única obra de salvación, la realizada por Jesucristo con su muerte y
resurrección, que se aplica a todos los hombres de modos distintos. De ella
procede toda verdad y toda gracia de salvación. Toda la humanidad vive, tiene la
vida sobrenatural, a través del acto supremo de amor de Jesucristo por el Padre,
que por nosotros pagó con su vida. En todo hombre que alcanza la salvación está
la obra de Cristo, que para alcanzar ese fin instituyó el acontecimiento y el
procedimiento sacramentales, a falta de los cuales los suple de otro modo. Sin
la obra de Cristo y de los distintos modos con los que hace a los hombres
partícipes de la misma, todo deseo o aspiración humana, incluso justo y llevado
hasta el final, permanecería insatisfecho y permanecería ligado,
inevitablemente, al limite y al pecado humanos.
Bautismo de niños
Desde finales del siglo IV, el magisterio (cfr. DS 184) declaró legítimo el
bautismo de niños, recibiendo una tradición que remonta por lo menos a
Policarpo, a Justino y a su compañero Rústico. Igualmente claro es el testimonio
de Ireneo de Lyon, que se refiere al bautismo conferido a los niños para dejar
bien sentado que Jesucristo ha salvado a todos por medio de su obra. Y para
alcanzar tal fin ha pasado por todas las edades: se hizo niño para los niños,
para santificar a los niños 34.
Además de la legitimidad y de la oportunidad, enseña también el magisterio la
necesidad del bautismo de los niños, a fin de que no muera ninguno sin este
remedio, especialmente aquellos que no pueden ser ayudados de otra manera (cfr.
DS 1349). Frente a la doctrina protestante, el concilio de Trento vuelve a
confirmar asimismo que el bautismo de niños tiene la eficacia propia del
sacramento, por lo que no hay necesidad de ratificarlo de adultos; los niños son
bautizados en la fe de la Iglesia y deben ser inscritos entre los creyentes,
aunque no crean de manera consciente y actual (cfr. DS 1625-1627).
La cuestión del bautismo de niños depende de la concepción exacta de la
necesidad del bautismo, que no es sólo precepto de Cristo, sino también parte
esencial de la modalidad salvífica sacramental instaurada por el Señor, que nos
concede el perdón de los pecados, incluido el original, y nos configura con su
imagen de Crucificado y Resucitado, desde esta vida terrena, a través de unos
signos eficaces de gracia. Según está modalidad, es necesario bautizar no sólo a
los adultos, conscientes y capaces de obedecer el precepto, sino también a los
niños, aunque sean ignaros? San Agustín se detiene e insiste sobre todo en el
aspecto de la universalidad y de la necesidad de liberar al hombre del pecado
original y de concederle la gracia de Cristo. Por otra parte, pone bien de
manifiesto la acción del Espíritu y de la Ecclesia Mater. Entre otras
cosas, afirma: «Los niños, en efecto, son presentados al bautismo para recibir
la gracia espiritual, no tanto por aquellos que los llevan en brazos, como por
toda la sociedad de los santos y de los fieles [...] Esta acción es propia de
toda la madre Iglesia, formada por los santos, pues es precisamente ella quien
da a luz a todos y a cada uno de los fieles»
35.
Santo Tomás afirma, a su vez, que el bautismo de niños es la celebración del
sacramento de la fe. Los recién nacidos no creen por un acto propio, sino por la
fe de la Iglesia a la que son asociados. En virtud de esta fe se les confiere la
gracia y las virtudes 36. Por consiguiente, los niños son
bautizados en la fe de la Iglesia y la reciben también por medio de la acción
sacramental.
Además de los motivos expuestos hasta ahora, es preciso tener en cuenta que
existe asimismo una prioridad de la iniciativa de Dios, que se expresa, en este
caso, en la gratuidad del don del bautismo. El niño es llamado, pues, desde el
nacimiento, y antes de cualquier responsabilidad por su parte, a la salvación.
Así como ha recibido la vida física, es elegido también para recibir la gracia
divina, sea cual sea su respuesta futura. Su vida está inscrita y guiada, desde
el principio, por el orden de la creación y por el de la modalidad salvífica
sacramental. En segundo lugar, no puede ser considerado más que dentro de una
comunidad, tanto desde el punto de vista humano como desde el punto de vista de
la vida religiosa. Es miembro de una comunidad, es un ser social. Así, el
bautismo del niño, además de expresar la misión y la responsabilidad de los
padres cristianos, pone al receptor en las condiciones de gracia en las que
podrá descubrir, progresivamente, y compartir con los otros la fe, la esperanza
y la caridad. Por último, podemos señalar que la fe y el bautismo están ligados
y son interdependientes. Si se otorga la gracia del bautismo, el camino hacia
una fe consciente y creativa será realizado con mayor facilidad y se verá
favorecido por la gracia recibida.
Por lo que respecta a la libertad en el bautismo de niños, cumple decir que es
conservada en substancia y está presente, de manera operativa, con el ejercicio
de la libertad de la comunidad, de la cual nunca se puede prescindir. El niño es
miembro de esta comunidad con toda su dignidad de ser humano. La libertad queda
salvaguardada aún por la vida futura del receptor, cuando ya de una manera
personal se adherirá o no a la salvación divina. Mas todo esto ha de ser
considerado, si queremos comprenderlo a fondo, no desde la perspectiva de la
libertad como autonomía y ausencia de vínculos, sino según la concepción
cristiana en que la libertad debe ser referida siempre y guiada por la verdad y
por la realidad en la que se apoya toda la existencia humana.
En la actualidad estamos asistiendo a un amplio y vivo debate sobre la libertad
en el bautismo de niños, sobre la fe de los padres y de la comunidad cristiana y
sobre su relación con el bautismo de los niños recién nacidos, sobre la
oportunidad del bautismo generalizado de niños. Las cuestiones pendientes de
solución son muchas y es posible que sigan siendo siempre discutidas y que se
les dé diferentes respuestas, dado que son muchos los temas doctrinales y
pastorales implicados 37.
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1. Cfr. AA.VV., I riti di iniziazione (editado por J. Ries),
Milano, 1989, sobre todo pp. 205-237 (edición española: Los ritos de
iniciación, EGA, 1994); G. Bardy, La conversione al cristianesimo
nei priori secoli, Milano, 19944, (edición española: La
conversión al cristianismo durante los prime-ros siglos, DDB, Bilbao y
Encuentro, 1990); M. Eliade, La nascita mistica. Riti e simboli d'iniziazione,
Brescia, 1974 (edición española: Iniciaciones místicas, Taurus,
1989).
2. A. Houssiau, 1 riti dell'iniziazione cristiana, en:
AA.VV., 1 riti di iniziazione,
p. 212.
3. Véase a este respecto, Juan Pablo II, Redemptoris missio,
6-11.46-47, donde el pontífice recuerda de manera apremiante la necesidad de
dirigir hoy a los no cristianos la llamada a la conversión y al bautismo, siendo
éste inseparable de aquélla.
4. Cfr. J. Giblet, Aspects du baptéme dans le Nouveau Testamento,
en: AA.VV., Le baptéme, entrée dans l'existence chrétienne, Bruxelles,
1983, pp. 35-71.
5. Cfr. H. Schlier, Il
battesimo di Gesú nei vangeli, en:
Riflessioni sul Nuovo Testamento, Brescia, 1969. pp. 275-284.
6. H. Schlier,
Il battesimo (secoudo il cap. VI dell'epistola ai
Romani), en: II tempo della Chiesa,
Bologna, 1966, p. 86. Sobre Rm 6, un texto discutido e interpretado de
distintos modos, véase además: Idem, La dottrina della Chiesa sul
battesinno, ibid., pp. 170-205; Idem, Lettera ai Romani,
Brescia, 1982, ad locura; R. Schnackenburg, La vira
cristiana. Milano, 1977, pp. 263-294; 365-383; K.H. Schelkle,
Teologia del N.T., IV, Bologna, 1980, pp. 131-156 con la bibliografía
indicada (edición española: Teología del Nuevo Testamento, Herder, 1972).
7. Son muchas las publicaciones que tratan sobre el bautismo y la iniciación
cristiana durante los períodos patrístico y medieval. Entre ellas podemos citar:
G. Bareille-J. Bellamy. Baptéme, en: DThC, II.1, Paris, 1923; A.
Hamman, Baptéme et confinnation, Paris, 1969 (edición española:
El bautismo y la confirmación, Herder, Barcelona, 1982); Idem (ed.),
L'iniziazione cristiana. Testi patristici, Casale Monferrato,
1982; B. Neunheuser, Taufe und Finnung, Freiburg. 19822; A.
Stenzel, Die Taufe. Eire genetische Erkldrung der Taufliturgie,
Innsbruk, 1958.
8. Cfr. Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, n. 18: «Creemos en un
solo bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para la remisión de los
pecados».
9. Para el pensamiento de los Reformadores, véase el parágrafo a ellos dedicado
en el capítulo primero de la primera parte. Con respecto al diálogo ecuménico
contemporáneo, cfr. Comisión Internacional Anglicano-Luterana,
Rapporto delle conversazioni anglicane-luterane autorizzate dalla Conferenza di
Larnbeth e dalla Federazione luterana rnondiale, Pullac (1972); Comisión
Internacional para el diálogo entre los Discípulos de Cristo y la Iglesia
Católica, Rapporto (1981); Comisión Fe y Constitución del Consejo
Ecuménico de las Iglesias, Battesimo, Eucaristia, Ministero, Lima,
1982; Enchiridion Oecurnenicunz, vol. 1, Bologna 1986, pp. 163ss., pp.
529ss., pp. 1391ss.
10. San Agustín,
Sermón 176, 2.
11. S. Th. III, 66, 1.
12. J. Betz,
Battesimo, en: Dizionario teologico, I, Brescia, 1966, p. 181.
13. Cfr. DS 788; 1529; san Ambrosio, El Espíritu Santo, I, 42;
san Agustín, Ep. 98, 9. Este autor afirma que los sacramentos, al
tener una relación de semejanza con las realidades sagradas de que son signo,
toman el nombre de las mismas realidades sagradas a las que se asemejan. De esta
suerte, el bautismo debe ser llamado sacramento de la fe, porque en él es la
misma fe la que está presente y es celebrada. De este modo, el bautismo es el
sacramento que celebra la fe de la Iglesia y, en ella, el ser una criatura nueva
en Jesucristo.
14. D. Barsotti, La vita in Cristo. 1 sacramenti dell'iniziazione,
Brescia, 1983, p. 75. Sobre la relación fe-sacramento. véase también C. E.
O'Neil, ¡ncontro con Cristo nei sacrmnenti, Assisi, 1968. pp. 70-75.
15. H. Schlier, La
lettera al Galati. Brescia, 1966, p. 156, afirma entre otras cosas al
comentar el pasaje: «Con lo cual se entienden dos cosas: todos juntos en Cristo
son uno solo, el cuerpo de Cristo; y lo son, no obstante, de manera que cada
uno, en relación con el otro, es Cristo; por consiguiente, y dicho de modo más
claro, que ahora son ya únicamente miembros de Cristo. Lo son, naturalmente,
sólo en cuanto bautizados, en cuanto son "en Cristo Jesús". Mas en cuanto tales,
lo son, y lo que determina su individualidad natural está extinto, para la
totalidad y para el individuo, en la dimensión esencial sacramental del cuerpo
de Cristo y de sus miembros. Estos, en efecto, pertenecen a Cristo. v. 29» (p.
180).
16. Para este texto, véase, sobre todo. I. De La Potterie. L'unzione
del cristiano con la fede, en: L De La Potterie-S. Lyonnet, La
vita secondo lo Spirito, Roma, 1967, pp. 125-199 (edición española: La
vida según el Espíritu, Sígueme, Salamanca. 1967).
17. Cfr. I. De La Potterie, Onction, en: DThB, Paris, 1964, cols.
716-720.
18. Cfr. L. Giussani, Perché la Chiesa, tomo 2,
11 segno efficace del divino pella storia,
Milano 1992, pp. 88-89.
19. Los términos usados para referirse al sacerdocio del pueblo de Dios son
numerosos. Se le denomina sacerdocio común, de los fieles, no jerárquico,
espiritual... (cfr. G. Philips, La Chiesa e il suo mistero nel
Concilio Vaticano 11, Milano, 1969, pp. 129-139, edición española: La
Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Herder, 1968). Nos parece
que sería más adecuado llamarlo sacerdocio bautismal, porque de este modo se
indica su origen y su naturaleza, De lo expuesto en este parágrafo y en el
anterior puede deducirse lo que se pretende significar con tal expresión.
20. Cfr. A.M. Sequeira, The doctrine of Vatican II on Baptisrn in me
dogmiatic Constitution «Lumen Gentiun», Roma, 1983.
21. D. Barsotti, o.c., pp. 24, 27.
22. Con esta alusión a la inhabitación del Espíritu Santo en el bautizado nos
parece que no se suprime la distinción entre el Espíritu Santo como «gracia
increada» y la justificación como «gracia creada», ni que la presencia del
Espíritu Santo deba ser considerada como un efecto del bautismo. Lo que
pretendemos poner de relieve es el hecho de que en el bautizado inhabita el
Espíritu Santo. Este no sólo precede y acompaña al bautismo, sino que pone
también su morada en el bautizado: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Co 3, 16; cfr. 1 Co 6, 19; 2 Co 6, 16).
23. Cfr. I. De La Potterie, o.c., pp. 185ss.
24. Para el significado y las cuestiones conexas con los pasajes citados del
Evangelio de Juan, y en particular de Jn 1, 13, véase R. Schnackenburg,
11 vangelo di Giovanni. I. Brescia, 1963, ad locuni (edición
española: El evangelio según san Juan, Herder, 1987).
25. Cfr. K.H. Schelkle, Le lettere di Pietro. La lettera di Giuda,
Brescia, 1981, ad locura (existe edición española de Cartas de Pedro,
Fax, 1974).
26. D. Barsotti, o.c., p. 28.
27. De obitu Valentiniani 53.75; S. Th.
III,
68, 2; III, 72, 6.
28. Juan Pablo II,
Redemptoris ntissio, 47.
29. Juan Pablo
II, Redenaptor hominis, 18.
30. San
Cipriano, Ep. 73, 21. Cfr.
Cipriano, Opere. Torino, 1980, p. 709.
31. Cfr.
S. Th. III, 66, 11,
2.
32.
Cfr. S. Th. III, 66, 11.
33.
San Ambrosio.
De obitu Valentiniani, 51-52.
34. Cfr. Ireneo de Lyon, Adv. Haer. II, 22, 4. Respecto a
la Sagrada Escritura no podemos dejar de acoger la conclusión del estudio,
verdaderamente interesante, de H. Schlier, La dottrina della Chiesa
sul battesinto,
en: II
ternpo della Chiesa, Bologna, 1966, p.
205. Afirma este autor que el N.T. no conoce, probablemente, el bautismo de
niños, pero su concepto de bautismo y de sacramento lo deja vislumbrar como
posible y necesario en conexión con la correspondiente concepción de Iglesia.
Este estudio es una respuesta, ciertamente satisfactoria, a la publicación, que
ha sido ocasión de muchos otros escritos, de K. Barth, Die Kirchlische
Lehre von der Taufe, Zürich, 1943. Éste se pronuncia contra el bautismo de
los niños.
35. Ep. 98, 5.
36. Cfr. S. Th. III, 68, 9; III, 69, 6. Sobre este problema véase
también: Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre el
bautismo de niños, Ciudad del Vaticano, 1980.
37. Para una primera orientación, cfr. H.U. von Balthasar, La
percezione della forma. vol. I de Gloria, Milano, 1971, pp. 542-543
(edición española: Gloria, una estética teológica, 7 vols., Encuentro,
Madrid); D. Grasso, Dobbiamo ancora battezzare i bambini? Teologia e
pastorale, Assisi, 1972 (edición española: ¿Hay que seguir bautizando a
los niños?, Sígueme, 1973);
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Los sacramentos de la iglesia
Benedetto Testa
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Benedetto Testa
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