(Vea también demonología, exorcismo, exorcista, posesión demoníaca
(Griego, daimonikos, daimonizomenos, poseído por un demonio).
La idea de una posesión demoníaca, por la cual un ser humano queda endemoniado, o sea, poseído o controlado por un demonio, estaba presente en muchas religiones étnicas antiguas, y de hecho se encuentra de una u otra forma donde quiera que exista la creencia en la existencia de demonios, lo cual es prácticamente en todas partes (vea demonología). Aquí, sin embargo, estamos interesados principalmente en la posesión demoníaca en el Nuevo Testamento, pues esta es en muchos sentidos la más digna de especial atención, y sirve como una medida para juzgar casos en cualquier parte. Preguntas adicionales respecto a estos otros casos y las prácticas generales de la Iglesia al tratar con aquellos que están poseídos por espíritus malignos serán tratadas en otros artículos (exorcismo, obsesión).
Entre los muchos milagros registrados en los Evangelios Sinópticos, se le da prominencia especial a la expulsión de diablos o demonios (daimon, daimonion). Así, en San Marcos, la primera de las maravillas es la expulsión de un diablo de un endemoniado, el hombre “con un espíritu inmundo” (en pneumati akatharto) en la sinagoga de Cafarnaúm. Y San Pedro describe así la misión y los milagros de Cristo: "como Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo Él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo" (tous katadynasteuomenous upo tou diabolou -- Hechos 10,38).
No es difícil encontrar la razón para la colocación de este énfasis en la expulsión de los demonios, pues los milagros de Cristo, como dice San Agustín, son obras y palabras. Son obras hechas en testimonio de su poder y su misión Divina; y son palabras porque tienen un significado profundo. En ambos aspectos, la expulsión de los demonios parece tener una preeminencia especial. Se puede decir que pocas, si alguna, de las maravillas dan una prueba tan notable de un poder sobre el orden de la naturaleza. Y por esta razón vemos que los discípulos parecen haber sido más impresionados por éste que por los otros poderes recibidos: “Incluso los demonios se nos someten.” Y como, cuándo Él calmó la tempestad en el mar, ellos gritaron: "Pues ¿quién es éste, que impera a los vientos y el agua, y le obedecen?” (Lc. 8,25). Así que los que vieron la expulsión del demonio en Cafarnaúm se preguntaron: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen.” (Mc. 1,27).
De la misma manera se puede decir que estas maravillas hablan en una manera especial y muestran el significado de su misión, pues Él vino a romper el poder de Satánas y liberar a los hombres de su estado de servidumbre. Es así que Cristo mismo, en la víspera de su Pasión, habla de la gran victoria que estaba a punto de alcanzar mediante Su Cruz en el Calvario: "Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera." (Juan 12,31). Esa expulsión es simbolizada en la liberación de cada poseído. Ellos pudieron también estar en la esclavitud del pecado y necesitados del perdón. Tal vez tenían alguna enfermedad corporal y necesitaban curación; sin embargo, no fue por esto que se decía que estaban poseídos, sino porque un espíritu malo había entrado literalmente en ellos, y tomado posesión de ellos, para controlar y dirigir, o quizás para entorpecer sus poderes físicos, por ejemplo, hablar a través de sus órganos vocales, o para atar sus lenguas. Y aunque esta posesión quizás se asocie con el pecado, este no era necesariamente el caso; pues a veces esta aflicción podía recaer en una persona inocente, como en el caso del niño que había estado poseído desde su infancia (Mc. 9,20). Así que no es necesario suponer que había cualquier tipo de enfermedad corporal en la víctima que no sea otra que la posesión misma, aún en el caso de aquellos descritos como ciegos o mudos, así como también los poseídos por un demonio. Pues puede ser---y en algunos lugares puede parecer que el texto lo sugiere---que la sordera u otra enfermedad no se debían a un defecto en los órganos, sino al hecho que su actividad normal era entorpecida por el diablo que lo poseía. Por lo tanto, cuando se quitaba su influencia y restricción, la enfermedad desaparecía inmediatamente.
Es de este modo que los comentaristas católicos han tratado constantemente estos casos de posesión demoníaca; es decir, las palabras de la Escritura se han tomado literalmente, y se ha entendido que denotan que un espíritu malo, uno de los ángeles caídos, ha entrado en el endemoniado, que este espíritu puede hablar a través de la voz de la persona endemoniada, pero que no es el hombre, sino el espíritu el que habla, y que por la orden de Cristo o de uno de sus servidores el espíritu malo puede ser arrojado, y la persona poseída puede ser liberada. Y aunque nuestros comentaristas y teólogos han tratado el tema de la obsesión con su usual plenitud de detalle y discriminación crítica, por mucho tiempo hubo poca oportunidad para una defensa decidida de esta interpretación y la aceptación literal de la doctrina bíblica sobre este asunto. Pero aún en los días de los primeros reformistas, cuando tantas doctrinas tradicionales eran puestas en tela de juicio, no había disposición para cuestionar la realidad de la posesión demoníaca. Los primeros protestantes no podían aceptar los reclamos de la Iglesia acerca del poder de exorcizar los malos espíritus, como negaron plenamente los altos poderes sacramentales del sacerdocio cristiano, pero no tuvieron reparo en dudar ni negar la existencia de espíritus malos y la realidad de la influencia y la actividad satánica. Esto no es sorprendente, puesto que el inicio del protestantismo estuvo marcado por un aumento en las prácticas de la superstición, y por un largo tiempo, tanto en los países católicos como protestantes, los hombres estaban propensos a ser demasiado crédulos sobre estos asuntos, y a exagerar la extensión de la obsesión, de la brujería y del trato con malos espíritus.
Huelga decir que toda la doctrina tradicional sobre este asunto fue rechazada por los filósofos escépticos del siglo XVIII. Y con la difusión de nuevas ideas en la época de la revolución, la economía política y la ciencia práctica pareció, en todo caso por un tiempo, a principios del siglo XIX, que las viejas creencias supersticiosas en espíritus y brujería sufrían una muerte natural. La mayoría de los hombres educados eran incrédulos acerca de cualquier agencia diabólica en este mundo, incluso si retenían alguna creencia oscura en la existencia de malos espíritus en otra esfera. Pero con una inconsistencia feliz, muchos de los que rechazaron como supersticiosos todos los otros alegados casos de obsesión, todavía profesaban su creencia en la narrativa del Evangelio, con sus numerosos endemoniados y sus exorcismos milagrosos. Por supuesto era posible, por lo menos en lo abstracto, y sin hacer un examen demasiado minucioso de los hechos, sostener una teoría acerca de que la posesión había acontecido realmente en la antigüedad y que había cesado del todo; pues todos deben admitir que de todos modos no ocurre con la misma frecuencia en todas las épocas ni en cada región de manera semejante. Pero una cosa es cuestionar el hecho y otra negar la posibilidad de la posesión demoníaca en tiempos medievales o modernos. Puede ser un gran error, pero no hay contradicción implicada en decir que la obsesión aconteció en la antigüedad, pero que no ocurre ahora; es seguramente otro asunto si decimos que estas cosas no pueden ocurrir ahora, que son intrínsecamente imposibles.
Y aunque ellos tal vez no estén completamente conscientes de sus propios motivos, es de temer que esta sea realmente la postura adoptada por los que rechazan todos los casos de posesión demoníaca, salvo los que aparecen registrados en el Nuevo Testamento. Es cierto que algunos esgrimen una razón teológica o bíblica para esta limitación. Pues ellos nos dicen que la posesión era verdaderamente posible antes de la muerte de Cristo, pero que desde esa gran victoria, el poder de Satán se quebrantó, o, en el lenguaje de la Escritura, él ha sido atado, para que nunca más pueda tomar posesión sobre los cuerpos de los hombres. Se puede aceptar libremente que no hay contradicción o inconsistencia implicada en admitir los casos evangélicos de obsesión y negar los otros, si ésta es la verdadera razón para hacer la distinción. Pero es difícil de creer que esta sea realmente la base para rechazar todos los casos posteriores como irreales, pues a fin de cuentas, esta doctrina acerca de la atadura de Satanás y el consecuente cese de la obsesión es a lo sumo una conjetura teológica (vea diablo) y una interpretación plausible de un texto misterioso, y como tal, apenas puede aportar una base para una conclusión cierta. Y se puede decir con seguridad que aquellos que niegan todos los casos modernos o medievales de obsesión, están generalmente muy seguros de su conclusión. Hay una dificultad adicional en el hecho de que en el Nuevo Testamento se registran casos de obsesión sucedidos después de la muerte de Cristo.
Fue sin duda debido a la fuerza de estas objeciones o al deseo de encontrar algunos medios de reunirlas o evadirlas, que la escuela racionalista de la crítica bíblica alemana se dio a la tarea de proporcionar una nueva interpretación de los casos de posesión demoníaca en los Evangelios. Los antiguos filósofos librepensadores y los agresores de la religión revelada, negaron bruscamente el hecho de la obsesión, y afirmaron que los endemoniados eran meramente locos, que sufrían de epilepsia, o de manía, o alguna otra forma de enajenación mental, y esa superstición judía le había atribuido la enfermedad a la presencia de un espíritu malo. La anterior escuela de teólogos racionalistas alemanes intentó modificar este punto de vista del asunto y así interpretar el Texto Sagrado para reconciliar la explicación naturalista con la reverencia debida al Evangelio y a la sabiduría del Divino Redentor. Así aceptaron la opinión de que los endemoniados eran meramente locos, y que era sólo la superstición popular la que producía la imaginación de que estaban poseídos por demonios. Hasta ahora estos teólogos concordaron con los escritores infieles. Pero, en vez de hacer de la confusión entre la locura y la posesión un suelo de ataque contra el Evangelio, pasaron a explicar que Cristo ciertamente sabía la verdad y que sólo se acomodó a las ideas de sus ignorantes oyentes, que eran incapaces de captar los hechos verdaderos, y que esta era la manera más sabia de dirigirlos hacia la verdad. Uno de estos intérpretes procura explicar las respuestas al espíritu malo en Cafarnaúm con el método adoptado por los doctores al tratar a los que sufren de delirio. Los mejores medios para curarlos se hallan a menudo en una adopción afectada del delirio del paciente, por ejemplo, si se imagina que tiene que experimentar alguna operación, el doctor fingirá realizarla. Del mismo modo se sugiere que la creencia supersticiosa en la posesión demoníaca prevaleció entre los judíos en tiempos de Cristo (y si verdadera o falsa, ciertamente prevaleció entre ellos), y en estas circunstancias un loco pudo muy bien estar bajo el delirio de que era sujeto de esta obsesión imaginaria---y así un médico sabio pudo curar el delirio por medio de un fingido exorcismo del espíritu malo inexistente.
En el siglo XIX la falacia de este crudo racionalismo fue criticada y expuesta inquisitivamente por Strauss en su “Vida Crítica de Cristo” (Das Leben Jesu, IX). Él indica que tales interpretaciones no sólo no tienen base en el texto, sino que hay mucho allí que simplemente las contradice. El crítico, observa, atribuye realmente las ideas de su propio tiempo a los que vivieron en el primer siglo. Y ciertamente un escrutinio más exhaustivo de la evidencia puede ser suficiente para mostrar que esta exégesis racionalista es contradictoria en sí misma y conflige con el testimonio de los mismos documentos en que profesa estar fundada. Se puede admitir que hay un elemento de verdad en la noción general de que puede haber alguna condescendencia o acomodación donde un maestro culto se dirige a una grosera e inculta audiencia, y uno que no puede en alguna medida adaptarse a sus crudas concepciones y hábitos de pensamiento y expresión puede también dirigirse a ellos en una lengua extranjera. Se puede agregar que en el caso de un maestro divino, debe haber alguna condescendencia o acomodación a los bajos modales de los hombres. Y por esta razón San Gregorio Nacianceno asemeja las palabras inspiradas de la Sagrada Escritura al idioma sencillo en que una madre les habla a sus balbucientes pequeños. Por lo tanto, no nos debe sorprender encontrar que Cristo acomodó sus palabras a las limitaciones de sus oyentes.
Pero este principio no servirá para explicar su manera de hablar y actuar respecto a este asunto de la posesión demoníaca, pues simplemente no corresponde a la realidad. No es cuestión de alguna acción o expresión aislada y posiblemente ambigua, sino de muchos y varios actos y expresiones todos consistentes entre sí, y con la creencia o el conocimiento de que hay una verdadera posesión demoníaca, y totalmente incompatible con la interpretación que estos críticos le han adjudicado. Puede ser una acción sabia el complacer a un loco que se imagina que está poseído, al pretender aceptar su creencia y el ordenarle al diablo que salga de él; y en el caso de algún misionero moderno, del cual no conocemos más que el hecho que ha usado algunas palabras en un caso de supuesta posesión, quizás se pueda dudar si él mismo creyó en la posesión, o solo procuraba calmar a un loco utilizando su delirio. Pero seguramente sería de otro modo si encontramos al mismo misionero hablando de esta manera acerca de demonios y posesión demoníaca a otros que no son locos que sufren de esta dolorosa monomanía. Si lo encontramos enseñando cómo los espíritus malos entran en un hombre y cómo, cuando son arrojados, vagan por lugares desolados. Mas esto es lo que encontramos verdaderamente en los Evangelios, donde Cristo no sólo se dirige a los diablos y les manda que salgan o guarden silencio, y así los trata como personalidades distintas al hombre que es el sujeto de la posesión, sino que habla de ellos del mismo modo a sus iscípulos, a quienes les enseña una doctrina acerca de la posesión demoníaca.
Así que, de nuevo, puede ser sabio para un maestro religioso tratar suavemente con las creencias de los ignorantes; puede sentir que es imposible hacer todo a la vez, y que algunos errores solo pueden ser destruidos por medios gentiles y una gradual ilustración. Puede ser que el mejor y más ilustrado profesor, que se encuentra a sí mismo en medio de una simple, crédula y supersticiosa población, evitaría adoptar medidas duras y drásticas para deshacerse de estas apreciadas supersticiones y errores populares. Y aunque en este punto debemos hablar con alguna reserva, es posible que en tal caso el maestro, al intentar hacerse entender por sus oyentes, usaría su propio idioma y transmitiría su propio mensaje de la verdad por medio de palabras y frases que, tomadas literalmente, puedan parecer que apoyan estos errores populares. Pero ya sea esto permisible o no, se puede afirmar seguramente que un maestro sabio y bueno no llevará su acomodación al punto de confirmar a sus oyentes en sus engaños. Y estos críticos en sí mismos pueden cuestionar apenas el hecho de que todo el tratamiento de la posesión demoníaca en los Evangelios ha tenido este efecto y ha confirmado y perpetuado la creencia en la verdadera posesión demoníaca.
Y por lo menos en estos últimos días debe haber muchos que hayan abandonado toda creencia en la realidad o incluso en la mera posibilidad de cualquier posesión, pero que se sienten forzados a creer en la autoridad de Cristo y en el testimonio de los Evangelios. Ciertamente, si fuera posible aceptar esta interpretación de los antiguos racionalistas, y considerar la actitud de Cristo como una acomodación a las creencias y supersticiones populares, se debe confesar que la alegada economía tuvo consecuencias muy desgraciadas. Racionalistas posteriores, que ven la dificultad, o más bien la imposibilidad, de reconciliar esta opinión con la evidencia de los Evangelios, han acudido a otras formas de escape, y, como los otros elementos sobrenaturales y milagrosos en la narrativa evangélica, los casos de posesión demoníaca y las expulsiones de demonios han sido explicados como partes de una leyenda mítica que ha crecido alrededor de la figura de Cristo, o más bien han aportado motivos para impugnar la plenitud de su conocimiento, o la autenticidad y la veracidad de la narrativa. Este no es el lugar para tratar con estos problemas de apologética; pero será bueno decir una palabra sobre el verdadero fundamento para el rechazo de la creencia en la verdadera posesión demoníaca. La tendencia ha sido negar la posibilidad de milagros o posesiones demoníacas. Y es a veces curioso que críticos que son tan audaces en poner límites al conocimiento de Cristo sean a menudo tan extrañamente ajenos a su propio conocimiento natural.
Sobre principios metafísicos no tenemos base sólida para decidir que tal cosa como una obsesión demoníaca es imposible, y es un curso más razonable, así como también más modesto, mantener los medios del conocimiento dentro de nuestro alcance y examinar la evidencia aducible para la ocurrencia verdadera de la obsesión. Si cualquiera ha examinado esta evidencia y la ha encontrado insuficiente, su negación de la agencia demoníaca, si la aceptamos o no, es de todos modos digna de respeto. Pero pocos de los que han rechazado más decididamente la obsesión u otras manifestaciones preternaturales o milagrosas han intentado examinar la evidencia aducida. Al contrario, generalmente la han descartado con desprecio, como indigna de seria consideración. Baader está seguramente bien justificado cuando se queja de lo que él llama "el oscurantismo y dogmatismo racionalista" sobre este asunto (Werke, IX, 109). En estos últimos años el magnetismo al que este agudo pensador llamaba la atención de los filósofos en la obra que hemos citado, y más recientemente los fenómenos del hipnotismo y el espiritismo, ha ayudado a los críticos a llegar a una actitud más racional. Y con el debilitamiento de este crédulo prejuicio, muchas de las dificultades levantadas contra la posesión demoníaca en el Nuevo Testamento desaparecerán naturalmente.
Los casos de obsesión mencionados en el Nuevo Testamento en términos generales se pueden dividir en dos clases. En el primer grupo se dan algunos hechos que, aún prescindiendo del uso del término endemoniado o algún otro término equivalente, podría bastar para mostrar que es un caso real de posesión demoníaca. Tales son los casos del "hombre con un espíritu inmundo" en la sinagoga en Cafarnaúm (Mc. 1) y el endemoniado de Gerasa (Lc. 11). En ambos casos, tenemos evidencia de la presencia de un espíritu malo que muestra conocimientos más allá del alcance de la persona poseída o (en el segundo caso) manifiesta su poder en otro lugar después que ha sido expulsado.
En el segundo grupo se pueden colocar aquellos casos en los que no se nos dan los claros e inconfundibles signos de la verdadera posesión demoníaca, por ejemplo, la mujer que tenía un espíritu de enfermedad (Lc. 13,11). Aquí, aparte de las palabras, espíritu y “a la que un espíritu tenía enferma”, aparentemente no hay nada para distinguir el caso de la curación normal de una enfermedad. Una cuidadosa consideración del aspecto médico de la posesión demoníaca, ha sido asociado muchas veces con una negación de la agencia demoníaca. Pero esto no es necesario de ningún modo, y, correctamente entendido, la evidencia médica podría incluso ayudar a establecer la verdad del hecho. Esto fue hecho por el Dr. W. Menzies Alexander en su "Demonic Possession in the New Testament: Its Relations, Historical, Medical and Theological" (Edimburgo, 1902). En su opinión, los registros evangélicos acerca de los principales casos de posesión demoníaca, exhiben todos los síntomas de enfermedades tales como la epilepsia, manía aguda, etc, con tal exactitud de detalles que la narrativa puede sólo deber su origen a un informe fiel de los hechos verdaderos. Al mismo tiempo el Dr. Alexander queda igualmente impresionado por la fuerza de la evidencia de verdadera posesión demoníaca por lo menos en estos casos. Aún esos lectores que son incapaces de aceptar sus conclusiones---y respecto a casos posteriores de obsesión, somos incapaces de seguirlo---encontrará el libro útil y sugestivo y puede ser encomendado a la atención de los teólogos católicos.
Fuente: Kent, William. "Demoniacs." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/04711a.htm>.
Traducido por Alonso Teullet, L H M.
La idea de una posesión demoníaca, por la cual un ser humano queda endemoniado, o sea, poseído o controlado por un demonio, estaba presente en muchas religiones étnicas antiguas, y de hecho se encuentra de una u otra forma donde quiera que exista la creencia en la existencia de demonios, lo cual es prácticamente en todas partes (vea demonología). Aquí, sin embargo, estamos interesados principalmente en la posesión demoníaca en el Nuevo Testamento, pues esta es en muchos sentidos la más digna de especial atención, y sirve como una medida para juzgar casos en cualquier parte. Preguntas adicionales respecto a estos otros casos y las prácticas generales de la Iglesia al tratar con aquellos que están poseídos por espíritus malignos serán tratadas en otros artículos (exorcismo, obsesión).
Entre los muchos milagros registrados en los Evangelios Sinópticos, se le da prominencia especial a la expulsión de diablos o demonios (daimon, daimonion). Así, en San Marcos, la primera de las maravillas es la expulsión de un diablo de un endemoniado, el hombre “con un espíritu inmundo” (en pneumati akatharto) en la sinagoga de Cafarnaúm. Y San Pedro describe así la misión y los milagros de Cristo: "como Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo Él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo" (tous katadynasteuomenous upo tou diabolou -- Hechos 10,38).
No es difícil encontrar la razón para la colocación de este énfasis en la expulsión de los demonios, pues los milagros de Cristo, como dice San Agustín, son obras y palabras. Son obras hechas en testimonio de su poder y su misión Divina; y son palabras porque tienen un significado profundo. En ambos aspectos, la expulsión de los demonios parece tener una preeminencia especial. Se puede decir que pocas, si alguna, de las maravillas dan una prueba tan notable de un poder sobre el orden de la naturaleza. Y por esta razón vemos que los discípulos parecen haber sido más impresionados por éste que por los otros poderes recibidos: “Incluso los demonios se nos someten.” Y como, cuándo Él calmó la tempestad en el mar, ellos gritaron: "Pues ¿quién es éste, que impera a los vientos y el agua, y le obedecen?” (Lc. 8,25). Así que los que vieron la expulsión del demonio en Cafarnaúm se preguntaron: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen.” (Mc. 1,27).
De la misma manera se puede decir que estas maravillas hablan en una manera especial y muestran el significado de su misión, pues Él vino a romper el poder de Satánas y liberar a los hombres de su estado de servidumbre. Es así que Cristo mismo, en la víspera de su Pasión, habla de la gran victoria que estaba a punto de alcanzar mediante Su Cruz en el Calvario: "Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera." (Juan 12,31). Esa expulsión es simbolizada en la liberación de cada poseído. Ellos pudieron también estar en la esclavitud del pecado y necesitados del perdón. Tal vez tenían alguna enfermedad corporal y necesitaban curación; sin embargo, no fue por esto que se decía que estaban poseídos, sino porque un espíritu malo había entrado literalmente en ellos, y tomado posesión de ellos, para controlar y dirigir, o quizás para entorpecer sus poderes físicos, por ejemplo, hablar a través de sus órganos vocales, o para atar sus lenguas. Y aunque esta posesión quizás se asocie con el pecado, este no era necesariamente el caso; pues a veces esta aflicción podía recaer en una persona inocente, como en el caso del niño que había estado poseído desde su infancia (Mc. 9,20). Así que no es necesario suponer que había cualquier tipo de enfermedad corporal en la víctima que no sea otra que la posesión misma, aún en el caso de aquellos descritos como ciegos o mudos, así como también los poseídos por un demonio. Pues puede ser---y en algunos lugares puede parecer que el texto lo sugiere---que la sordera u otra enfermedad no se debían a un defecto en los órganos, sino al hecho que su actividad normal era entorpecida por el diablo que lo poseía. Por lo tanto, cuando se quitaba su influencia y restricción, la enfermedad desaparecía inmediatamente.
Es de este modo que los comentaristas católicos han tratado constantemente estos casos de posesión demoníaca; es decir, las palabras de la Escritura se han tomado literalmente, y se ha entendido que denotan que un espíritu malo, uno de los ángeles caídos, ha entrado en el endemoniado, que este espíritu puede hablar a través de la voz de la persona endemoniada, pero que no es el hombre, sino el espíritu el que habla, y que por la orden de Cristo o de uno de sus servidores el espíritu malo puede ser arrojado, y la persona poseída puede ser liberada. Y aunque nuestros comentaristas y teólogos han tratado el tema de la obsesión con su usual plenitud de detalle y discriminación crítica, por mucho tiempo hubo poca oportunidad para una defensa decidida de esta interpretación y la aceptación literal de la doctrina bíblica sobre este asunto. Pero aún en los días de los primeros reformistas, cuando tantas doctrinas tradicionales eran puestas en tela de juicio, no había disposición para cuestionar la realidad de la posesión demoníaca. Los primeros protestantes no podían aceptar los reclamos de la Iglesia acerca del poder de exorcizar los malos espíritus, como negaron plenamente los altos poderes sacramentales del sacerdocio cristiano, pero no tuvieron reparo en dudar ni negar la existencia de espíritus malos y la realidad de la influencia y la actividad satánica. Esto no es sorprendente, puesto que el inicio del protestantismo estuvo marcado por un aumento en las prácticas de la superstición, y por un largo tiempo, tanto en los países católicos como protestantes, los hombres estaban propensos a ser demasiado crédulos sobre estos asuntos, y a exagerar la extensión de la obsesión, de la brujería y del trato con malos espíritus.
Huelga decir que toda la doctrina tradicional sobre este asunto fue rechazada por los filósofos escépticos del siglo XVIII. Y con la difusión de nuevas ideas en la época de la revolución, la economía política y la ciencia práctica pareció, en todo caso por un tiempo, a principios del siglo XIX, que las viejas creencias supersticiosas en espíritus y brujería sufrían una muerte natural. La mayoría de los hombres educados eran incrédulos acerca de cualquier agencia diabólica en este mundo, incluso si retenían alguna creencia oscura en la existencia de malos espíritus en otra esfera. Pero con una inconsistencia feliz, muchos de los que rechazaron como supersticiosos todos los otros alegados casos de obsesión, todavía profesaban su creencia en la narrativa del Evangelio, con sus numerosos endemoniados y sus exorcismos milagrosos. Por supuesto era posible, por lo menos en lo abstracto, y sin hacer un examen demasiado minucioso de los hechos, sostener una teoría acerca de que la posesión había acontecido realmente en la antigüedad y que había cesado del todo; pues todos deben admitir que de todos modos no ocurre con la misma frecuencia en todas las épocas ni en cada región de manera semejante. Pero una cosa es cuestionar el hecho y otra negar la posibilidad de la posesión demoníaca en tiempos medievales o modernos. Puede ser un gran error, pero no hay contradicción implicada en decir que la obsesión aconteció en la antigüedad, pero que no ocurre ahora; es seguramente otro asunto si decimos que estas cosas no pueden ocurrir ahora, que son intrínsecamente imposibles.
Y aunque ellos tal vez no estén completamente conscientes de sus propios motivos, es de temer que esta sea realmente la postura adoptada por los que rechazan todos los casos de posesión demoníaca, salvo los que aparecen registrados en el Nuevo Testamento. Es cierto que algunos esgrimen una razón teológica o bíblica para esta limitación. Pues ellos nos dicen que la posesión era verdaderamente posible antes de la muerte de Cristo, pero que desde esa gran victoria, el poder de Satán se quebrantó, o, en el lenguaje de la Escritura, él ha sido atado, para que nunca más pueda tomar posesión sobre los cuerpos de los hombres. Se puede aceptar libremente que no hay contradicción o inconsistencia implicada en admitir los casos evangélicos de obsesión y negar los otros, si ésta es la verdadera razón para hacer la distinción. Pero es difícil de creer que esta sea realmente la base para rechazar todos los casos posteriores como irreales, pues a fin de cuentas, esta doctrina acerca de la atadura de Satanás y el consecuente cese de la obsesión es a lo sumo una conjetura teológica (vea diablo) y una interpretación plausible de un texto misterioso, y como tal, apenas puede aportar una base para una conclusión cierta. Y se puede decir con seguridad que aquellos que niegan todos los casos modernos o medievales de obsesión, están generalmente muy seguros de su conclusión. Hay una dificultad adicional en el hecho de que en el Nuevo Testamento se registran casos de obsesión sucedidos después de la muerte de Cristo.
Fue sin duda debido a la fuerza de estas objeciones o al deseo de encontrar algunos medios de reunirlas o evadirlas, que la escuela racionalista de la crítica bíblica alemana se dio a la tarea de proporcionar una nueva interpretación de los casos de posesión demoníaca en los Evangelios. Los antiguos filósofos librepensadores y los agresores de la religión revelada, negaron bruscamente el hecho de la obsesión, y afirmaron que los endemoniados eran meramente locos, que sufrían de epilepsia, o de manía, o alguna otra forma de enajenación mental, y esa superstición judía le había atribuido la enfermedad a la presencia de un espíritu malo. La anterior escuela de teólogos racionalistas alemanes intentó modificar este punto de vista del asunto y así interpretar el Texto Sagrado para reconciliar la explicación naturalista con la reverencia debida al Evangelio y a la sabiduría del Divino Redentor. Así aceptaron la opinión de que los endemoniados eran meramente locos, y que era sólo la superstición popular la que producía la imaginación de que estaban poseídos por demonios. Hasta ahora estos teólogos concordaron con los escritores infieles. Pero, en vez de hacer de la confusión entre la locura y la posesión un suelo de ataque contra el Evangelio, pasaron a explicar que Cristo ciertamente sabía la verdad y que sólo se acomodó a las ideas de sus ignorantes oyentes, que eran incapaces de captar los hechos verdaderos, y que esta era la manera más sabia de dirigirlos hacia la verdad. Uno de estos intérpretes procura explicar las respuestas al espíritu malo en Cafarnaúm con el método adoptado por los doctores al tratar a los que sufren de delirio. Los mejores medios para curarlos se hallan a menudo en una adopción afectada del delirio del paciente, por ejemplo, si se imagina que tiene que experimentar alguna operación, el doctor fingirá realizarla. Del mismo modo se sugiere que la creencia supersticiosa en la posesión demoníaca prevaleció entre los judíos en tiempos de Cristo (y si verdadera o falsa, ciertamente prevaleció entre ellos), y en estas circunstancias un loco pudo muy bien estar bajo el delirio de que era sujeto de esta obsesión imaginaria---y así un médico sabio pudo curar el delirio por medio de un fingido exorcismo del espíritu malo inexistente.
En el siglo XIX la falacia de este crudo racionalismo fue criticada y expuesta inquisitivamente por Strauss en su “Vida Crítica de Cristo” (Das Leben Jesu, IX). Él indica que tales interpretaciones no sólo no tienen base en el texto, sino que hay mucho allí que simplemente las contradice. El crítico, observa, atribuye realmente las ideas de su propio tiempo a los que vivieron en el primer siglo. Y ciertamente un escrutinio más exhaustivo de la evidencia puede ser suficiente para mostrar que esta exégesis racionalista es contradictoria en sí misma y conflige con el testimonio de los mismos documentos en que profesa estar fundada. Se puede admitir que hay un elemento de verdad en la noción general de que puede haber alguna condescendencia o acomodación donde un maestro culto se dirige a una grosera e inculta audiencia, y uno que no puede en alguna medida adaptarse a sus crudas concepciones y hábitos de pensamiento y expresión puede también dirigirse a ellos en una lengua extranjera. Se puede agregar que en el caso de un maestro divino, debe haber alguna condescendencia o acomodación a los bajos modales de los hombres. Y por esta razón San Gregorio Nacianceno asemeja las palabras inspiradas de la Sagrada Escritura al idioma sencillo en que una madre les habla a sus balbucientes pequeños. Por lo tanto, no nos debe sorprender encontrar que Cristo acomodó sus palabras a las limitaciones de sus oyentes.
Pero este principio no servirá para explicar su manera de hablar y actuar respecto a este asunto de la posesión demoníaca, pues simplemente no corresponde a la realidad. No es cuestión de alguna acción o expresión aislada y posiblemente ambigua, sino de muchos y varios actos y expresiones todos consistentes entre sí, y con la creencia o el conocimiento de que hay una verdadera posesión demoníaca, y totalmente incompatible con la interpretación que estos críticos le han adjudicado. Puede ser una acción sabia el complacer a un loco que se imagina que está poseído, al pretender aceptar su creencia y el ordenarle al diablo que salga de él; y en el caso de algún misionero moderno, del cual no conocemos más que el hecho que ha usado algunas palabras en un caso de supuesta posesión, quizás se pueda dudar si él mismo creyó en la posesión, o solo procuraba calmar a un loco utilizando su delirio. Pero seguramente sería de otro modo si encontramos al mismo misionero hablando de esta manera acerca de demonios y posesión demoníaca a otros que no son locos que sufren de esta dolorosa monomanía. Si lo encontramos enseñando cómo los espíritus malos entran en un hombre y cómo, cuando son arrojados, vagan por lugares desolados. Mas esto es lo que encontramos verdaderamente en los Evangelios, donde Cristo no sólo se dirige a los diablos y les manda que salgan o guarden silencio, y así los trata como personalidades distintas al hombre que es el sujeto de la posesión, sino que habla de ellos del mismo modo a sus iscípulos, a quienes les enseña una doctrina acerca de la posesión demoníaca.
Así que, de nuevo, puede ser sabio para un maestro religioso tratar suavemente con las creencias de los ignorantes; puede sentir que es imposible hacer todo a la vez, y que algunos errores solo pueden ser destruidos por medios gentiles y una gradual ilustración. Puede ser que el mejor y más ilustrado profesor, que se encuentra a sí mismo en medio de una simple, crédula y supersticiosa población, evitaría adoptar medidas duras y drásticas para deshacerse de estas apreciadas supersticiones y errores populares. Y aunque en este punto debemos hablar con alguna reserva, es posible que en tal caso el maestro, al intentar hacerse entender por sus oyentes, usaría su propio idioma y transmitiría su propio mensaje de la verdad por medio de palabras y frases que, tomadas literalmente, puedan parecer que apoyan estos errores populares. Pero ya sea esto permisible o no, se puede afirmar seguramente que un maestro sabio y bueno no llevará su acomodación al punto de confirmar a sus oyentes en sus engaños. Y estos críticos en sí mismos pueden cuestionar apenas el hecho de que todo el tratamiento de la posesión demoníaca en los Evangelios ha tenido este efecto y ha confirmado y perpetuado la creencia en la verdadera posesión demoníaca.
Y por lo menos en estos últimos días debe haber muchos que hayan abandonado toda creencia en la realidad o incluso en la mera posibilidad de cualquier posesión, pero que se sienten forzados a creer en la autoridad de Cristo y en el testimonio de los Evangelios. Ciertamente, si fuera posible aceptar esta interpretación de los antiguos racionalistas, y considerar la actitud de Cristo como una acomodación a las creencias y supersticiones populares, se debe confesar que la alegada economía tuvo consecuencias muy desgraciadas. Racionalistas posteriores, que ven la dificultad, o más bien la imposibilidad, de reconciliar esta opinión con la evidencia de los Evangelios, han acudido a otras formas de escape, y, como los otros elementos sobrenaturales y milagrosos en la narrativa evangélica, los casos de posesión demoníaca y las expulsiones de demonios han sido explicados como partes de una leyenda mítica que ha crecido alrededor de la figura de Cristo, o más bien han aportado motivos para impugnar la plenitud de su conocimiento, o la autenticidad y la veracidad de la narrativa. Este no es el lugar para tratar con estos problemas de apologética; pero será bueno decir una palabra sobre el verdadero fundamento para el rechazo de la creencia en la verdadera posesión demoníaca. La tendencia ha sido negar la posibilidad de milagros o posesiones demoníacas. Y es a veces curioso que críticos que son tan audaces en poner límites al conocimiento de Cristo sean a menudo tan extrañamente ajenos a su propio conocimiento natural.
Sobre principios metafísicos no tenemos base sólida para decidir que tal cosa como una obsesión demoníaca es imposible, y es un curso más razonable, así como también más modesto, mantener los medios del conocimiento dentro de nuestro alcance y examinar la evidencia aducible para la ocurrencia verdadera de la obsesión. Si cualquiera ha examinado esta evidencia y la ha encontrado insuficiente, su negación de la agencia demoníaca, si la aceptamos o no, es de todos modos digna de respeto. Pero pocos de los que han rechazado más decididamente la obsesión u otras manifestaciones preternaturales o milagrosas han intentado examinar la evidencia aducida. Al contrario, generalmente la han descartado con desprecio, como indigna de seria consideración. Baader está seguramente bien justificado cuando se queja de lo que él llama "el oscurantismo y dogmatismo racionalista" sobre este asunto (Werke, IX, 109). En estos últimos años el magnetismo al que este agudo pensador llamaba la atención de los filósofos en la obra que hemos citado, y más recientemente los fenómenos del hipnotismo y el espiritismo, ha ayudado a los críticos a llegar a una actitud más racional. Y con el debilitamiento de este crédulo prejuicio, muchas de las dificultades levantadas contra la posesión demoníaca en el Nuevo Testamento desaparecerán naturalmente.
Los casos de obsesión mencionados en el Nuevo Testamento en términos generales se pueden dividir en dos clases. En el primer grupo se dan algunos hechos que, aún prescindiendo del uso del término endemoniado o algún otro término equivalente, podría bastar para mostrar que es un caso real de posesión demoníaca. Tales son los casos del "hombre con un espíritu inmundo" en la sinagoga en Cafarnaúm (Mc. 1) y el endemoniado de Gerasa (Lc. 11). En ambos casos, tenemos evidencia de la presencia de un espíritu malo que muestra conocimientos más allá del alcance de la persona poseída o (en el segundo caso) manifiesta su poder en otro lugar después que ha sido expulsado.
En el segundo grupo se pueden colocar aquellos casos en los que no se nos dan los claros e inconfundibles signos de la verdadera posesión demoníaca, por ejemplo, la mujer que tenía un espíritu de enfermedad (Lc. 13,11). Aquí, aparte de las palabras, espíritu y “a la que un espíritu tenía enferma”, aparentemente no hay nada para distinguir el caso de la curación normal de una enfermedad. Una cuidadosa consideración del aspecto médico de la posesión demoníaca, ha sido asociado muchas veces con una negación de la agencia demoníaca. Pero esto no es necesario de ningún modo, y, correctamente entendido, la evidencia médica podría incluso ayudar a establecer la verdad del hecho. Esto fue hecho por el Dr. W. Menzies Alexander en su "Demonic Possession in the New Testament: Its Relations, Historical, Medical and Theological" (Edimburgo, 1902). En su opinión, los registros evangélicos acerca de los principales casos de posesión demoníaca, exhiben todos los síntomas de enfermedades tales como la epilepsia, manía aguda, etc, con tal exactitud de detalles que la narrativa puede sólo deber su origen a un informe fiel de los hechos verdaderos. Al mismo tiempo el Dr. Alexander queda igualmente impresionado por la fuerza de la evidencia de verdadera posesión demoníaca por lo menos en estos casos. Aún esos lectores que son incapaces de aceptar sus conclusiones---y respecto a casos posteriores de obsesión, somos incapaces de seguirlo---encontrará el libro útil y sugestivo y puede ser encomendado a la atención de los teólogos católicos.
Fuente: Kent, William. "Demoniacs." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/04711a.htm>.
Traducido por Alonso Teullet, L H M.
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