La
guerra no es solamente un hecho humano que plantea problemas de moral.
Gracias a su presencia en el mundo bíblico puede la revelación expresar,
a partir de una experiencia común, un aspecto esencial del drama de la
humanidad, en el que está en juego su salvación: el combate espiritual
entre Dios y Satán. Es cierto que el designio de Dios tiene por objetivo
la paz; pero esta misma paz supone una victoria alcanzada a costa de
combate..,
AT.
I. GUERRAS HUMANAS Y COMBATES DE DIOS.
1.
En todos los tiempos es la guerra un elemento importante de la condición
humana. En el antiguo Oriente era un hecho endémico: al comenzar cada
año los reyes “se ponían en campaña” (2Sa 11,1). En vano los imperios,
en los períodos de gran civilización, firmaban tratados de “paz
perpetua”: la evolución de los hechos no tardaba en romper aquellos
frágiles contratos. La historia de Israel, encuadrada en este marco,
implicará, pues, una experiencia, unas veces exaltadora y otras cruel,
de los combates humanos. Pero esta experiencia, introducida en la
perspectiva del designio de Dios, adquiere un alcance específicamente
religioso: la guerra se revela aquí a la vez como una realidad
permanente de este mundo y como un mal.
2.
Sin embargo, el antiguo Oriente, trasponiendo al dominio religioso los
resultados de su experiencia social, no descuidaba introducir también la
guerra en su representación del mundo divino. Fácilmente imaginaba en el
tiempo primordial una guerra de los dioses, de la que todas las guerras
humanas eran como prolongaciones e imitaciones terrestres. Israel, aun
descartando decididamente el politeísmo supuesto por tales imágenes,
conserva, no obstante, la de un Dios combatiente (Sal 74,13ss; 89,10s);
pero la transforma para adaptarla al monoteísmo y para asignarle un
puesto en la realización terrenal del designio de Dios.
II. ISRAEL AL SERVICIO DE LAS GUERRAS DE YAHVEH.
1.
Las perspectivas abiertas por la alianza sinaítica no son en modo alguno
de paz, sino de combate: Dios da una patria a su pueblo, pero éste debe
conquistarla (Éx 23,27-33). Guerra ofensiva, que es sagrada y que se
justifica en la perspectiva del AT: Canaán, con su civilización
corrompida acompañada de un culto tributado a las fuerzas de la
naturaleza, constituye una asechanza para Israel (Dt 7,3s); así Dios
sanciona su exterminio (Dt 7,1s); las guerras nacionales de Israel
serán, pues, las “guerras de Yahveh”. Más aún: al hacer Dios nacer a
Israel a la historia, instaura su propio reinado acá abajo, gracias a un
pueblo que le rinde culto y que observa su ley. Israel, defendiendo su
independencia contra los agresores de fuera, defiende por lo mismo la
causa de Dios: todo combate defensivo es además una “guerra de Yahveh”.
2.
Así a lo largo de los siglos hace Israel la experiencia de una vida de
combate, en la que el dinamismo nacional se pone al servicio de una
causa religiosa. Guerras ofensivas contra Sihón y Og (Núm 21.21-35; Dt
2,26-3,17), luego conquista de Canaán (Jos 6-12). Guerras defensivas
contra Madián (Núm 31) y contra los opresores de la época de los jueces
(Jue 3-12). Guerra de liberación nacional, con Saúl y David (1Sa 11-17;
28-30; 2Sa 5: 8; 10). En este conjunto de acontecimientos aparece Israel
como el heraldo de Dios acá en la tierra; su rey es el lugarteniente de
Yahveh en la historia. El ardor de la fe requiere proezas, militares,
que sostienen la certeza de la ayuda divina y la esperanza de una
victoria a la vez política y religiosa (cf. Sal 2; 45,4ss; 60,7-14;
110). Pero será grande la tentación de confundir la causa de Dios con la
prosperidad terrestre de Israel.
III. LOS COMBATES DE YAHVEH EN LA HISTORIA.
1. Yahveh combate por su pueblo.
Las
guerras de Yahveh emprendidas por Israel no son, sin embargo, más que un
aspecto de los combates emprendidos por Dios en la historia humana.
Desde los orígenes está personalmente en lucha contra fuerzas malignas
que se oponen a sus designios. El hecho se pone de relieve en la
historia de su pueblo cuando diversos enemigos tratan de contener su
auge. Entonces Dios, afirmando su dominio de los acontecimientos,
interviene con su acción soberana, e Israel pasa por la experiencia de
liberaciones maravillosas: en el momento del Éxodo combate Yahveh contra
Egipto, hiriéndole con prodigios de todas clases (Éx 3,20), hiriéndole
en sus primogénitos (Éx 11, 4...) y en su jefe (Éx 14,18...); en Canaán
sostiene los ejércitos de Israel (Jue 5,4.20; Jos 5,13s; 10,10-14; 2Sa
5,24); a lo largo de los siglos asiste a los reyes (Sal 20; 21) y libera
su ciudad santa (Sal 48,4-8; 2Re 19,32-36...). Todos estos hechos
muestran que las luchas humanas no llegan a su término sino por la
fuerza de él: los hombres combaten, pero sólo Dios da la victoria (Sal
118, 10-14; 121,2; 124).
2. Dios combate contra los pecadores.
Ahora bien, los combates de Dios en la tierra no tienen por fin último
el triunfo temporal de Israel. Su gloria es de otra naturaleza; su
reino, de otro orden. Lo que él quiere es el establecimiento de un reino
de prosperidad y de justicia, tal como lo define su ley. Israel tiene la
misión de realizarlo, pero si falta a ella, deberá Dios combatir a su
pueblo pecador con el mismo título con que combate a las potencias
paganas. Por esta razón Israel, a consecuencia de sus infidelidades,
pasa también por la experiencia de los reveses militares: en la época
del desierto (Núm 14,39-44), de Josué (los 7,2...), de los jueces (1Sa
4), de Saúl (1Sa 31). En la época de los reyes se repite el hecho
periódicamente, y después de los estragos de múltiples invasiones,
Israel y Judá acabarán por conocer incluso una ruina nacional completa.
A los ojos de los profetas es esto el resultado de los juicios divinos:
Yahveh hiere a su pueblo pecador (Is 1,4-9); él mismo expide a los
invasores encargados de castigarlo (Jer 4,5-5,17; 6; Is 5,26-30). Los
ejércitos de Babilonia están a sus órdenes (Jer 25,14-38) y
Nabucodonosor es su servidor (Jer 27,6ss).
A
través de estos acontecimientos terribles comprende ahora Israel que la
guerra es fundamentalmente un tunal. Resultado del odio fratricida entre
los hombres (cf. Gén 4), está ligada al destino de una raza pecadora.
Azote de Dios, no desaparecerá, por tanto, radicalmente de acá abajo,
sino una vez que haya desaparecido también el pecado (Sal 46.10; Ez
39,9s). Por eso todas las promesas escatológicas de los profetas acaban
con una maravillosa visión de paz universal (Is 2,4; 11,6-9, etc.). Tal
es la salvación auténtica a que debe aspirar Israel, más bien que a
guerras santas de conquista y de destrucción.
IV. LAS COMBATES ESCATOLÓGICOS.
1. El asalto de las fuerzas enemigas.
Sin
embargo, esta salvación no llegará sin combate. Pero esta vez el
carácter esencialmente religioso de la lucha se desprenderá de sus
incidencias temporales mucho mejor que en el pasado. Cierto que su
evocación anticipada tiene todavía el aire de un asalto militar de los
paganos contra Jerusalén (Ez 38; Zac 14,1-3; Jdt 1-7). Pero en el
apocalipsis de Daniel, escrito durante la persecución sangrienta que
desencadenó el emperador Antíoco, es claro que la potencia enemiga,
representada con los rasgos de bestias monstruosas, tiene como primer
designio “hacer la guerra a los santos” y de habérselas incluso con Dios
mismo (Dan 7,19-25; 11,40-45; cf. Jdt 3,8). Tras el combate político se
puede así discernir el combate espiritual de Satán y de sus aliados
contra Dios.
2. La réplica de Dios.
En
presencia de este asalto que entrega a su fe a un imperio pagano
totalitario, el judaísmo puede, sí, reaccionar todavía con una
sublevación militar que enlaza con las tradiciones de la guerra santa
(1Mac 2,4; 2Mac 8-10). En realidad, se siente empeñado en una lucha más
alta, para la que debe contar primero con la ayuda de Dios (cf. 2Mac
15,22ss; Jdt 9): Yahveh es quien, en el momento prefijado, decretará la
muerte de la bestia (Dan 7,11.26) y destruirá su poder (Dan 8, 25;
11,45). Esta perspectiva desborda el plano de las guerras temporales.
Desemboca en el combate celestial, por el que Dios coronará a todos los
que ha sostenido ya en la historia (cf. Is 59-15-20; 63,1-6), a todos
los que sostiene actualmente para defender a los justos contra sus
enemigos (Sal 35,1ss). Ese combate tendrá por marco el juicio final.
Pondrá fin acá abajo a toda iniquidad (Sab 5,17-23) y preludiará así
directamente el reinado de Dios sobre la tierra. Por esta razón irá
seguido de una paz eterna, en la que tendrán parte todos los justos (Dan
12,1ss; Sab 4,7ss; 5,15s).
NT.
El NT cumple estas promesas.
En
él se libra la guerra escatológica en un terreno triple: el de la vida
terrena de Jesús, el de la historia de su Iglesia, el de la consumación
final.
I. Jesús.
En
Jesús se revela plenamente la naturaleza profunda del combate
escatológico: no es un combate temporal por un reino de este mundo (Lc
22,50s; Jn 18,38); Jesús rechaza toda violencia humana para defenderlo
(Mt 26,52; Jn 18,11). Es un combate espiritual contra Satán, contra el
mundo, contra el mal. Jesús es el fuerte que viene a derrocar al
príncipe de este mundo (Mt 4,1-11 p; 12,27ss p; Lc 11,18ss). Y así éste
reacciona intentando contra él un último asalto: la entrega de Jesús a
la muerte es su última intentona (Lc 22,3; Jn 13,2.27; 14, 30); él es el
que suscita la acción de las potencias terrestres ligadas contra el
ungido del Señor (Hech 4, 25-28; cf. Sal 2). Pero haciendo esto
precipita su derrota. En efecto, en forma paradójica, la cruz de Jesús
garantiza su victoria (Jn 12,31): cuando resucita, los poderes hostiles,
malos, despojados de su señorío, figuran en su cortejo triunfal (Col
2,15). Vencedor del mundo por su muerte misma (Jn 16,33), posee ya la
regencia de la historia (Ap 5); pero el combate que ha librado
personalmente se prolongará a través de los siglos en la vida de su
Iglesia.
II. LA IGLESIA DE JESÚS.
1. La Iglesia militante.
La
Iglesia no es una magnitud de orden temporal, como lo era todavía el
antiguo pueblo de Israel; las guerras humanas no son, pues, ya de su
esfera. Pero en su propio plano está para siempre en estado militante.
Lo que Jesús aporta por ella a los hombres es, sí, en cierto respecto la
paz con Dios y la paz entre ellos (Lc 2,14; Jn 14,27; 16,33). Pero tal
paz no es de este mundo. Así los hombres que creen en él estarán siempre
expuestos al odio del mundo (Jn 15,18-21): en el plano temporal no les
ha aportado Jesús la paz, sino la espada (Mt 10, 34 p), pues el reino de
Dios es blanco de la violencia (Mt 11,12 p). Individualmente, cada
cristiano deberá librar un combate, no contra adversarios de carne y de
sangre, sino contra Satán y sus aliados (Ef 6,10ss; 1Pe 5,8s).
Colectivamente, la Iglesia será entregada a los asaltos de los poderes
de este mundo, que se harán aliados de Satán: así la Roma imperial, la
nueva Babilonia (Ap 12,17-13,10; 17).
2. Los ejércitos cristianos.
En
este combate la Iglesia y sus miembros no se sirven ya de armas
temporales, sino de las que ha legado Jesús. Las virtudes cristianas son
las armas de luz de que se reviste el soldado de Cristo (1Tes 5,8; Ef 6,
11.13-17); la fe en Cristo es la que vence al maligno y al mundo (1Jn
2,14; 4,4; 5,4s). En apariencia, el mundo puede triunfar de los
cristianos cuando los persigue y les quita la vida (Ap 11,7-10);
victoria precaria, que preludia una transformación radical de la
situación, como la cruz de Cristo preparaba su resurrección en gloria
(Ap 11,11:15-18). El cordero fue vencedor del diablo por su muerte;
asimismo sus compañeros triunfan de él por el martirio (Ap. 12,11;
14,1-5). El heroísmo de tales combates rebasa con mucho al de las
antiguas guerras de Yahveh y no exige menor valentía.
III. EL COMBATE FINAL.
1. Pródromos.
Los
“últimos tiempos” inaugurados por Jesús adoptan así el aspecto de una
guerra a muerte entre dos campos: el de Cristo y el del anticristo. Sin
duda alguna la lucha ha de aumentar en sutileza, en brutalidad, en
intensidad a medida que la historia se vaya acercando a su consumación.
Pero el mundo maligno, el mundo de pecado sufre las consecuencias de una
condenación divina, con la que está marcado ya su destino. Aquí es donde
las guerras humanas revelan la plenitud de su sentido. En el centro de
la experiencia temporal de los hombres inscriben los signos de juicio
venidero (Mt 24,6 p; Ap 6,1-4; 9,1-11). Revelan las oposiciones internas
a que está condenada la humanidad pecadora en la medida en que no acepte
la paz de Cristo.
2. Imágenes del último combate.
En
efecto, el tiempo se desliza indefectiblemente hacia su fin Si por una
parte Cristo reúne poco a poco en su Iglesia a todos los hijos de Dios
dispersos (Jn 11,52), por otra parte Satán, que le remeda, se esfuerza
también por unir a los que ha seducido. El Apocalipsis nos lo presenta
al fin de los siglos, reunidos bajo su guía para librar su último
combate (Ap 19,19; 20,7ss). Pero esta vez Cristo vencedor hará que
brille visiblemente su señorío, apareciendo como Verbo de Dios en su
gloria en función de exterminador (Ap 19, 11-16.21; cf. Mt 24,30 p). La
fisonomía temporal de los hechos venideros se nos oculta a nosotros tras
esta evocación sobrenatural, que desemboca más allá del tiempo en el
castigo eterno de Satán y de sus satélites (Ap 19,20; 20,10). Después de
esto, una vez superada toda contradicción tanto entre Dios y los hombres
como entre los diversos grupos humanos, la paz perfecta de la nueva
Jerusalén reintroducirá en el paraíso a la humanidad salvada (Ap 21).
Visión de victoria final, que funda la constancia y la confianza de los
santos (Ap 12,10), pues entonces la Iglesia militante se cambiará para
siempre en Iglesia triunfante, reunida en torno a Cristo vencedor (Ap 3,
21s; 7).
HENRI CAZELLES y PIERRE GRELOT
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