viernes, 31 de octubre de 2014

Credo de Nicea: Introducción

En general, los Padres, en su comentarios del Credo o del Símbolo de Nicea no estaban preocupados en saber lo que estos textos querían decir para los contemporáneos de sus autores, sino más bien, estaban preocupados de su significación para aquellos que los escuchaban. Cada cual leía el resumen de la fe a la luz de los problemas de su tiempo.
¿Por qué y cómo recurrir a los comentarios patrísticos del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de Nicea-Constantinopla?

San Atanasio
Hasta donde yo sé, si bien existen han existido innumerables estudios [1] sobre el Símbolo de los Apóstoles, sus orígenes, su sentido, y otros trabajos sobre los orígenes del Credo de Nicea-Constantinopla, no existe todavía ninguna monografía sintética sobre los comentarios que los Padres de la Iglesia nos han dejado de estos dos textos fundamentales. Sin duda en parte porque el interés que había en los orígenes históricos de estos dos resúmenes de la fe cristiana, desvió, de alguna manera, la atención de los comentarios posteriores de los Padres.

San Basilio
Hoy día, nuevas circunstancias favorecen una nueva mirada sobre la manera en la que los Padres comprendieron estas dos profesiones de fe. La mayor parte de las confesiones cristianas, en el seno del movimiento ecuménico, buscan en conjunto el objeto y las condiciones de una profesión de fe común. Las de Occidente, utilizaron todas el Símbolo de los Apóstoles, las de Oriente no lo ignoran pero prefieren recurrir al Credo de Nicea-Constantinopla, igualmente conservado por las liturgias de numerosas Iglesias cristianas de Oriente y de Occidente, desde el siglo VII.

San Juan Damasceno
Recordemos, brevemente, las razones de reconocer una importancia particular a estos dos textos. El Símbolo de los Apóstoles ya no es considerado como un producto directo de los Doce, sino “como el resumen fiel de su fe. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho: es el símbolo que guarda la Iglesia romana, donde Pedro fijó su sede, el primero de los Apóstoles, y a donde llevó la sentencia común”, siguiendo la anotación de San Ambrosio de Milán (Explanatio Symboli 7; CIC 194 [2]).

San Atanasio y San Cirilo de Alejandría
Mientras que “el Símbolo llamado de Nicea Constantinopla conserva su gran autoridad por el hecho de haber emanado de los primeros concilios ecuménicos (325 y 381). Permanece común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente” (CEC 195).

San Agustín
Por este motivo la comisión Fe y constitución (del concilio ecuménicos de las Iglesias) decidió servirse, a guisa de herramienta teológica y metodológica, del Símbolo de Nicea-Constantinopla de 381 para señalar las afirmaciones fundamentales de la fe apostólica que es necesario explicar” a nuestros contemporáneos: este texto, más que cualquier otro, “fue universalmente reconocido como expresión normativa del contenido de la fe apostólica, forma parte de la herencia histórica del cristianismo contemporáneo, es utilizado en la liturgia desde hace siglos para expresar la fe única de la Iglesia” (Confesar la fe común, Introducción, & 12).

Sesión del Concilio Vaticano II
Este “símbolo conciliar, extensamente aceptado se convirtió en el símbolo ecuménico de la unidad de la Iglesia en la fe. Esta función de Símbolo le fue reconocida a partir de 1927 por Fe y Constitución”, dice también el mismo texto. Los dos Símbolos son, por los demás, largamente convergentes, pero como es comprensible, los Padre latinos comentaron preferentemente – cuando lo hicieron – el símbolo occidental, emanado; los Padres orientales hicieron lo propio con el de Nicea. En ambos casos, lo hicieron en función de la profesión de fe hecha con ocasión del bautismo, articulando las verdades de este Símbolo bautismal “según su referencia a las tres personas de la Santísima Trinidad. El símbolo es, por tanto, dividido en tres partes. Primero se ocupa de la primera persona divina y de la obra admirable de la Creación; enseguida de la segunda persona divina y del misterio de la redención de los hombres [3]; finalmente se ocupa de la tercera persona divina, fuente y principio de nuestra santificación. Estas tres partes distintas, vinculadas entre sí, las llamamos artículos. Tal como en nuestros miembros hay articulaciones que los distinguen y separan, de la misma manera, en esta profesión de fe, se ha dado con precisión y razón el nombre de artículos a las verdades que debemos creer en particular y de una manera distinta” (CEC 189-191).

La Iglesia Universal recita el Credo de Nicea-Constantinopla
Así pues, en armonía con el orden bautismal dado por Cristo (Mt. 28, 19), el Símbolo de los Apóstoles es ante todo un símbolo bautismal de la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, que constituyen – San Ireneo lo decía ya – los tres “artículos y capítulos de la fe cristiana.
Hay que reconocerlo: si numerosos Padres latinos comentaron el Símbolo de los Apóstoles frente a los candidatos al bautismo, a menudo en un lenguaje más alusivo que metódico, pocos Padres griegos han expusieron su manera de comprender el de Nicea. El último de ellos – casi -, San Juan Damasceno, nos ofreció, sin embargo, su tratado de la fe ortodoxa, el cual – subrayaba Jugie [4] - “no es otra cosa que una explicación desarrollada del Símbolo de Nicea- Constantinopla”. La explicación es, por momentos tan técnica que se vuelve incomprensible en varios puntos, incluso para muchos lectores teológicamente cultivados. Salvo que una u otra vez, no la emplearemos muchos, a pesar de la gran admiración que nos inspira.
En general, los Padres, en su comentarios del Credo o del Símbolo de Nicea no estaban preocupados en saber lo que estos textos querían decir para los contemporáneos de sus autores, sino más bien, estaban preocupados de su significación para aquellos que los escuchaban. Cada cual leía el resumen de la fe a la luz de los problemas de su tiempo.
Rainiero Cantalamessa lo comprendió bien y analizó esta evolución histórica de sentidos sucesivos presentados por los artículos del Credo. Siguiendo a Lonergan, subraya que las definiciones dogmáticas de la Iglesia son estructuras abiertas, capaces de acoger las elongaciones que un dogma determinado recibe con el correr de los tiempos, gracias al aumento de la fe de la Iglesia. El dogma se acrecienta con la lectura de la Iglesia.
Pero, ¿en qué consiste esta “lectura espiritual de los dogmas? Dicha lectura considera su sentido permanente, mientras que su lectura crítica, histórica o filosófica tiene en cuenta, sobre todo la diversidad de los horizonte culturales de las épocas de formulación y de interpretación, con el riesgo de ver disolverse al dogma, porque esta relectura crítica hace abstracción de su elemento perdurable: el Espíritu Santo, luz de los dogmas (dice un Padre). Semejante lectura crítica puede ser calificada, a la luz de la oposición paulina entre letra y espíritu – de literal.
La lectura espiritual de los dogmas se diferencia, además, de toda lectura crítica porque no es una obra individual sino eclesial, la obra de la Tradición. Esta lectura espiritual es eclesial. No convierte en inútil la lectura crítica sino la supone y la trasciende. Como la lectura espiritual de la Escritura no anulo son sentido literal, sino que lo preserva y le asegura un valor perdurable, analógicamente la lectura espiritual de los dogmas no destruye su significación original, sino que le garantiza un interés durable.
Estas explicaciones de R. Cantalamessa (Credo in Spiritum Sanctum, Roma, 1983, I, 109-111) juntan a todas luces – a propósito del Credo – la doctrina del Concilio Vaticano II sobre “la Tradición apostólica que se sigue en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo”. (Dei Verbum, § 8, para ser leído) entero, desmenuzando y desarrollando las múltiples conexiones del Credo.
En la actualidad, los comentadores de estos dos Credo, manifiestan la misma preocupación de responder a las dificultades que suscitan en el momento actual. Por tanto, nos pareció que podríamos, sin inconveniente alguno, e incluso con pertinencia para una mejor inteligencia de los pensamientos de los Padres, evocar también las apreciaciones de los comentadores de nuestro tiempo, no sólo católicos, sino también ortodoxos y protestantes. El contraste entre estos puntos de vista antiguos y recientes, permite percibir mejor las orientaciones fundamentales de unos y otros. Así, hemos utilizado y citado: ---el volumen publicado por los autores de una “catequesis ortodoxa” bajo el título Vocabulario de teología ortodoxa, precedida por una carta y bendición del metropolita Meletías (Ed. Cerf, 1985). ---Dos vive, por el P. Cirilo Argenti animador del equipo que dio vida al volumen precedente (Ed. Cerf, 1979); ---Kart Barth, Credo, Ginebra, Labor et Fide, 1969 (2ª edición), traducción francesa del original alemán, aparecida en Zurich en 1936. El Teólogo de Bâle es un poco, para el mundo protestante de hoy, lo que los Padres de la Iglesia son para los católicos y ortodoxos. Igualmente, en 1972, W. Pannenberg nos entregaba Fe de los apóstoles; ---Confesar la fe común. Explicación ecuménica de la fe apostólica tal como es confesada en el Símbolo de Nicea Constantinopla (381), redactada bajo la responsabilidad de la comisión Fe y Constitución del Consejo ecuménico de las Iglesias, con un prefacio de J.- M. R Tillard (Ed. Cerf, 1993). La obra presenta pensamientos que recogieron la adhesión de numerosos teólogos ortodoxos, protestantes y católicos. En general, no hemos retenido, al citar estas obras, sino las opiniones con las que nos sentimos personalmente de acuerdo porque, especialmente, se nos muestran conciliables con las doctrinas de la Iglesia católica.
Igualmente hemos citado abundantemente el Catecismo de la Iglesia católica, porque sigue “el Símbolo de los Apóstoles que constituye, por así decirlo, el más catecismo romano” – lo expuesto `por el CI”está completado por referencias constantes al símbolo de Nicea-Constantinopla, a menudo más explícito y más detallado” (CIC 196; volumen publicado por Mame – Plon, Librería Ed. Vaticana, 1992) – y utilizado también J. Ratzinger, la Fe cristiana ayer y hoy (1968).
De esta manera, esperamos favorecer, en los lectores cristianos la tendencia a una profesión cada vez más común de la fe de los apóstoles.
En otros términos, perseguimos aquí el mismo fin que animó a los sucesores de los apóstoles, los obispos en comunión con la Sede apostólica, durante los siglos III y IV, cuando estaban preocupados por profesar conjuntamente una fe común. Con un matiz; además, deseamos más explícitamente que ellos continuarlo en comunión con todas las comunidades de bautizados, al límite con todos los bautizados.
De ahí nuestro interés particular por los comentarios patrísticos del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de Nicea: fueron precisamente los Padres de la Iglesia los que colaboraron en el génesis mismo del texto definitivo de estos dos símbolos. Los padres del Occidente latino, Ambrosio y Agustín, por ejemplo, comentaron un enunciado del símbolo roano menos completo que nuestro texto actual, el texto recibido, que se remonta a la primera mitad del siglo VIII, trescientos años después. Igualmente, el principal comentador en lengua griega del símbolo de Nicea, el obispo Cirilo de Jerusalén, escribía treinta años antes la edición de este Símbolo Completada por el Concilio de Constantinopla I, en 381.
Los problemas que se presentaron a Cirilo, Ambrosio y Agustín cuando quisieron hacer comprender a sus ovejas cada uno de estos símbolos y la manera como los resolvieron, resultan estimulantes en el horizonte de nuevos esfuerzos orientados hacia una profesión de fe común católica y ecuménica, sea en el contexto de una inteligencia común de estos dos símbolos de parte de las Iglesias y comunidades eclesiales en el seno del Consejo ecuménico de las Iglesias, sea incluso (caso poco probable[5] ) con miras a una redacción nueva.
Además, habría que remarcar que en esos primeros siglos de la Iglesia cristiana, la existencia de una Iglesia “indivisa” (periódicamente perturbada, por lo demás, por rupturas de comunión entre obispos de Constantinopla y Roma) no impedía de ninguna manera grandes divisiones al interior de lo que se llamaría hoy la “cristiandad”. A los ojos de los católicos, como lo han subrayado numerosos Padres, el bautismo dado por los arrianos en el nombre del Padre, del Hijo inferior y del espíritu aún menor es inválido. Sin embargo, ya cuando se preparaba el primer concilio de Constantinopla, poco antes de 381, tendencias “ecuménicas” influenciaron la redacción del tercer artículo del Credo de Nicea-Constantinopla, cuando se evitó, provisionalmente, mencionar explícitamente la divinidad del Espíritu santo, aun cuando el segundo artículo había proclamado tan claramente la del Hijo, en 325. Se había querido luchar contra el arrianismo, se quería ahora depurarse de los semiarrianos, finalmente condenados por el canon I. Il. Los comentarios patrísticos de estos dos símbolos, ambos introducidos en el culto, nos manifiestan la importancia de una “teología transfigurada en doxología”, siguiendo la feliz expresión de Olivier Clemente [6]. Por un lado, para un creyente, conviene que el conocimiento y el reconocimiento de Dios creador y salvador culminen en alabanza amante de Aquel que es nuestro origen y nuestro fin; por otro lado, la admiración respecto de Dios reconciliador debe culminar en una participación en su obra reconciliadora, especialmente entre comunidades de bautizados. A falta de plena comunión en la expresión de la fe y en la celebración de la eucaristía, y con miras a prepararnos y a disponernos, podemos ya decir y repetir juntos [7] credo et credimus, creo, creemos en el padre, en el hijo y en su Espíritu Santo. Creyendo en cada uno de los tres que son uno, les pedimos que nos consuma en la participación de su unidad.
La recitación del Credo, en la esperanza y con amor, nos prepara al martirio. “Porque creo en Dios vivo y en su Cristo cuyo espíritu me imprimió el sello, he aprendido a no temer nada, incluso la muerte”. Tal es, nos lo recuerda el cardenal Henri de Lubac [8] - la declaración por la cual Nicetas de Remesiana, obispo en la Serbia de principios del siglo V, termina su explicación del Credo, exhortando a todos los fieles a hacerla suya, cuando fuesen víctimas de las persecuciones. [9]
Y el teólogo francés de agregar: si es cierto que este símbolo contiene en resumen todo el conjunto del dogma, él mismo se resume en la fórmula sorprendente del signo de la Cruz”: “en el nombre del Padre y del Hijo y del espíritu santo, signo que el cristiano debe siempre trazar sobre él con el más grande respeto.”
El autor: Bertrand de Margerie S.J.
Profesor visitante en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima [1]
Traducido del francés por: José Gálvez Krüger, Director de la Enciclopedia Católica
París, domingo de las Misiones 20 de octubre de 1996.
NOTAS:
[1] La bibliografía está indicada en parte en la Introducción y en parte en las notas década capítulo. Citamos especialmente: P.- Th Camelot, “Profession de foi baptismale et Symbole des Aportes, La Maison-Dieu 134 (1978), 19-30.; J.N.D. Nelly, Early Christian Creeds, Londres, 1960; J. de Ghellinck, Patristique et Moyen Âge, t. I, París, 1946; Holstein, Formules de Symbole dans Irenée, RSR 34 (1947), 457 s.; V. Grossi, Regula Veritatis dans Irenée, Augustinianum 12 (1972) 437-463; D. Van den Eynde, Les normes de l’enseignemenmt chrétien dans la litterature patristique de trois premiers siècles, París 1933; P. Benoît, Les origines du Symbol des Apôtres dans les Nouveau testament, Exégèse et théologie, T. II, París, 1961, 193-211; C. Eichenseer, Das Symb. Apost. Beim Heil. Augustinus, St. Ottilien, 1960
[2] Para las siglas utilizadas, ver p. 179,
[3] En un estudio destacable (The Sitz im Leben of the Old Roman Creed, Studia Patristica XIII, 409-421, TU, Berlín, 1975. P. Smulders piensa haber mostrado que el origen del segundo artículo del Credo se sitúa en Asia Menor, durante el siglo II; según él, el resumen de Evangelio contenido en este segundo artículo, compuesto por siete miembros, se remonta a Melitón y Policarpo; se trata de una secuencia glorificadora”, mediante la cual se confiesa al Padre en tanto que glorifica al Hijo y por Él vendrá a juzgar al mundo: el origen del Símbolo no consiste, pues, en un resumen de enseñanza ni en un texto polémico agnóstico, aunque haya servido después pariambos usos; mostraría la influencia sobre la Iglesia de Roma de una confesión de Cristo señor que circulaba en Asia Menor.
[4] M. Jugie, art. S. Jean Damascène, Dictionnarire de théologie catholique VIII, 1 (1924), 698.
[5] Ver A. de Halleux, “Por una profesión común de la fe según el espíritu de los Padres”, Revue Théologique de Louvaine 15 (1984), 275-296 (especialmente 278-280).
[6] O. Clément, Préface à Dieu est vivant. Cathechisme pour les familles, Paris, ed. du Cerf, 1979, 11.
[7] Ya las antiguas Iglesias orientales, las Iglesias ortodoxas y la Iglesia católica pueden decir conjuntamente, en griego, el Credo de Nicea Constantinopla; el agregado explicativo del Filioque no figura más que en el texto latino.
[8] H de Lubac, La foi chrétienne, Essai sur la structure du Symbole des Apôtres, París, 1969, 78-80
[9] Nicetas de Remesiana, De símbolo 14; ML 52, 874.

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