Sobre
la unicidad y la universalidad salvífica
de Jesucristo y de la Iglesia
de Jesucristo y de la Iglesia
INTRODUCCIÓN
1.
El Señor Jesús, antes de ascender al cielo, confió a sus discípulos
el mandato de anunciar el Evangelio al mundo entero y de bautizar a
todas las naciones: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a
toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se
resista a creer, será condenado» (Mc 16,15-16); «Me ha sido dado
todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo» (Mt 28,18-20; cf. también Lc 24,46-48; Jn 17,18;
20,21; Hch 1,8).
La
misión universal de la Iglesia nace del mandato de Jesucristo y se
cumple en el curso de los siglos en la proclamación del misterio de
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y del misterio de la encarnación
del Hijo, como evento de salvación para toda la humanidad. Es éste
el contenido fundamental de la profesión de fe cristiana: «Creo en
un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador de cielo y tierra [...].
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del
Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con
el Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por
nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa
fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato: padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, y
está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria
para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el
Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que
con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que
habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica
y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de
los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del
mundo futuro».1
2.
La Iglesia, en el curso de los siglos, ha proclamado y testimoniado
con fidelidad el Evangelio de Jesús. Al final del segundo milenio,
sin embargo, esta misión está todavía lejos de su cumplimiento.
2 Por eso, hoy más que nunca, es actual el grito del apóstol
Pablo sobre el compromiso misionero de cada bautizado: «Predicar el
Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un
deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1
Co 9,16). Eso explica la particular atención que el Magisterio ha
dedicado a motivar y a sostener la misión evangelizadora de la
Iglesia, sobre todo en relación con las tradiciones religiosas del
mundo. 3
Teniendo
en cuenta los valores que éstas testimonian y ofrecen a la humanidad,
con una actitud abierta y positiva, la Declaración conciliar sobre la
relación de la Iglesia con las religiones no cristianas afirma: «La
Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de
santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y
de vivir, los preceptos y las doctrinas, que, por más que discrepen
en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un
destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres».4
Prosiguiendo en esta línea, el compromiso eclesial de anunciar a
Jesucristo, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), se sirve hoy
también de la práctica del diálogo interreligioso, que ciertamente
no sustituye sino que acompaña la missio ad gentes, en virtud de
aquel «misterio de unidad», del cual «deriva que todos los hombres
y mujeres que son salvados participan, aunque en modos diferentes, del
mismo misterio de salvación en Jesucristo por medio de su Espíritu».5
Dicho diálogo, que forma parte de la misión evangelizadora de la
Iglesia, 6 comporta una actitud de comprensión y una
relación de conocimiento recíproco y de mutuo enriquecimiento, en la
obediencia a la verdad y en el respeto de la libertad.
7
3.
En la práctica y profundización teórica del diálogo entre la fe
cristiana y las otras tradiciones religiosas surgen cuestiones nuevas,
las cuales se trata de afrontar recorriendo nuevas pistas de búsqueda,
adelantando propuestas y sugiriendo comportamientos, que necesitan un
cuidadoso discernimiento. En esta búsqueda, la presente Declaración
interviene para llamar la atención de los Obispos, de los teólogos y
de todos los fieles católicos sobre algunos contenidos doctrinales
imprescindibles, que puedan ayudar a que la reflexión teológica
madure soluciones conformes al dato de la fe, que respondan a las
urgencias culturales contemporáneas.
El
lenguaje expositivo de la Declaración responde a su finalidad, que no
es la de tratar en modo orgánico la problemática relativa a la
unicidad y universalidad salvífica del misterio de Jesucristo y de la
Iglesia, ni el proponer soluciones a las cuestiones teológicas
libremente disputadas, sino la de exponer nuevamente la doctrina de la
fe católica al respecto. Al mismo tiempo la Declaración quiere
indicar algunos problemas fundamentales que quedan abiertos para
ulteriores profundizaciones, y confutar determinadas posiciones erróneas
o ambiguas. Por eso el texto retoma la doctrina enseñada en
documentos precedentes del Magisterio, con la intención de corroborar
las verdades que forman parte del patrimonio de la fe de la Iglesia.
4.
El perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro
por teorías de tipo relativistas, que tratan de justificar el
pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de
principio). En consecuencia, se retienen superadas, por ejemplo,
verdades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación
de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a la
creencia en las otra religiones, el carácter inspirado de los libros
de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y
Jesús de Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y
del Espíritu Santo, la unicidad y la universalidad salvífica del
misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la
Iglesia, la inseparabilidad —aun en la distinción— entre el Reino
de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la
Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo.
Las
raíces de estas afirmaciones hay que buscarlas en algunos
presupuestos, ya sean de naturaleza filosófica o teológica, que
obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada. Se
pueden señalar algunos: la convicción de la inaferrablilidad y la
inefabilidad de la verdad divina, ni siquiera por parte de la revelación
cristiana; la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud
de lo cual aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la
contraposición radical entre la mentalidad lógica atribuida a
Occidente y la mentalidad simbólica atribuida a Oriente; el
subjetivismo de quien, considerando la razón como única fuente de
conocimiento, se hace «incapaz de levantar la mirada hacia lo alto
para atreverse a alcanzar la verdad del ser»;8 la
dificultad de comprender y acoger en la historia la presencia de
eventos definitivos y escatológicos; el vaciamiento metafísico del
evento de la encarnación histórica del Logos eterno, reducido a un
mero aparecer de Dios en la historia; el eclecticismo de quien, en la
búsqueda teológica, asume ideas derivadas de diferentes contextos
filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su coherencia y conexión
sistemática, ni de su compatibilidad con la verdad cristiana; la
tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura fuera de
la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.
Sobre
la base de tales presupuestos, que se presentan con matices diversos,
unas veces como afirmaciones y otras como hipótesis, se elaboran
algunas propuestas teológicas en las cuales la revelación cristiana
y el misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su carácter de
verdad absoluta y de universalidad salvífica, o al menos se arroja
sobre ellos la sombra de la duda y de la inseguridad.
I.
PLENITUD Y DEFINITIVIDAD
DE LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO
DE LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO
5.
Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez más
difundida, es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y
completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser, en efecto,
firmemente creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo,
el Hijo de Dios encarnado, el cual es «el camino, la verdad y la vida»
(cf. Jn 14,6), se da la revelación de la plenitud de la verdad
divina: «Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le
conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar» (Mt 11,27). «A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único,
que está en el seno del Padre, él lo ha revelado» (Jn 1,18); «porque
en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col
2,9-10).
Fiel
a la palabra de Dios, el Concilio Vaticano II enseña: «La verdad íntima
acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por
la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de
toda la revelación».9 Y confirma: «Jesucristo, el Verbo
hecho carne, "hombre enviado a los hombres", habla palabras
de Dios (Jn 3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre
le confió (cf. Jn 5,36; 17,4). Por tanto, Jesucristo —ver al cual
es ver al Padre (cf. Jn 14,9)—, con su total presencia y manifestación,
con palabras y obras, señales y milagros, sobre todo con su muerte y
resurrección gloriosa de entre los muertos, y finalmente, con el envío
del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la
confirma con el testimonio divino [...]. La economía cristiana, como
la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que esperar ya
ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de
nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tm 6,14; Tit 2,13)».10
Por
esto la encíclica Redemptoris missio propone nuevamente a la Iglesia
la tarea de proclamar el Evangelio, como plenitud de la verdad: «En
esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer
del modo más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta
autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el
que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de
proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios
nos ha dado a conocer sobre sí mismo».11 Sólo la
revelación de Jesucristo, por lo tanto, «introduce en nuestra
historia una verdad universal y última que induce a la mente del
hombre a no pararse nunca».12
6.
Es, por lo tanto, contraria a la fe de la Iglesia la tesis del carácter
limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, que
sería complementaria a la presente en las otras religiones. La razón
que está a la base de esta aserción pretendería fundarse sobre el
hecho de que la verdad acerca de Dios no podría ser acogida y
manifestada en su globalidad y plenitud por ninguna religión histórica,
por lo tanto, tampoco por el cristianismo ni por Jesucristo.
Esta
posición contradice radicalmente las precedentes afirmaciones de fe,
según las cuales en Jesucristo se da la plena y completa revelación
del misterio salvífico de Dios. Por lo tanto, las palabras, las obras
y la totalidad del evento histórico de Jesús, aun siendo limitados
en cuanto realidades humanas, sin embargo, tienen como fuente la
Persona divina del Verbo encarnado, «verdadero Dios y verdadero
hombre»13 y por eso llevan en sí la definitividad y la
plenitud de la revelación de las vías salvíficas de Dios, aunque la
profundidad del misterio divino en sí mismo siga siendo trascendente
e inagotable. La verdad sobre Dios no es abolida o reducida porque sea
dicha en lenguaje humano. Ella, en cambio, sigue siendo única, plena
y completa porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios encarnado.
Por esto la fe exige que se profese que el Verbo hecho carne, en todo
su misterio, que va desde la encarnación a la glorificación, es la
fuente, participada mas real, y el cumplimiento de toda la revelación
salvífica de Dios a la humanidad, 14 y que el Espíritu
Santo, que es el Espíritu de Cristo, enseña a los Apóstoles, y por
medio de ellos a toda la Iglesia de todos los tiempos, «la verdad
completa» (Jn 16,13).
7.
La respuesta adecuada a la revelación de Dios es «la obediencia de
la fe (Rm 1,5: Cf. Rm 16,26; 2 Co 10,5-6), por la que el hombre se
confía libre y totalmente a Dios, prestando "a Dios revelador el
homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asistiendo
voluntariamente a la revelación hecha por Él».15 La fe
es un don de la gracia: «Para profesar esta fe es necesaria la gracia
de Dios, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu
Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos
de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la
verdad"».16
La
obediencia de la fe conduce a la acogida de la verdad de la revelación
de Cristo, garantizada por Dios, quien es la Verdad misma; 17
«La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al
mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad
que Dios ha revelado».18 La fe, por lo tanto, «don de
Dios» y «virtud sobrenatural infundida por Él»,19
implica una doble adhesión: a Dios que revela y a la verdad revelada
por él, en virtud de la confianza que se le concede a la persona que
la afirma. Por esto «no debemos creer en ningún otro que no sea
Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo».20
Debe
ser, por lo tanto, firmemente retenida la distinción entre la fe
teologal y la creencia en las otras religiones. Si la fe es la acogida
en la gracia de la verdad revelada, que «permite penetrar en el
misterio, favoreciendo su comprensión coherente»,21 la
creencia en las otras religiones es esa totalidad de experiencia y
pensamiento que constituyen los tesoros humanos de sabiduría y
religiosidad, que el hombre, en su búsqueda de la verdad, ha ideado y
creado en su referencia a lo Divino y al Absoluto.
22
Non
siempre tal distinción es tenida en consideración en la reflexión
actual, por lo cual a menudo se identifica la fe teologal, que es la
acogida de la verdad revelada por Dios Uno y Trino, y la creencia en
las otras religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda
de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que
se revela. Este es uno de los motivos por los cuales se tiende a
reducir, y a veces incluso a anular, las diferencias entre el
cristianismo y las otras religiones.
8.
Se propone también la hipótesis acerca del valor inspirado de los
textos sagrados de otras religiones. Ciertamente es necesario
reconocer que tales textos contienen elementos gracias a los cuales
multitud de personas a través de los siglos han podido y todavía hoy
pueden alimentar y conservar su relación religiosa con Dios. Por
esto, considerando tanto los modos de actuar como los preceptos y las
doctrinas de las otras religiones, el Concilio Vaticano II —como se
ha recordado antes— afirma que «por más que discrepen en mucho de
lo que ella [la Iglesia] profesa y enseña, no pocas veces reflejan un
destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres».23
La
tradición de la Iglesia, sin embargo, reserva la calificación de
textos inspirados a los libros canónicos del Antiguo y Nuevo
Testamento, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo. 24
Recogiendo esta tradición, la Constitución dogmática sobre la
divina Revelación del Concilio Vaticano II enseña: «La santa Madre
Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los
libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes,
porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,
31; 2 Tm 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor y como
tales se le han entregado a la misma Iglesia».25 Esos
libros «enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que
Dios quiso consignar en las sagradas letras de nuestra salvación».26
Sin
embargo, queriendo llamar a sí a todas las gentes en Cristo y
comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor, Dios no deja
de hacerse presente en muchos modos «no sólo en cada individuo, sino
también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya
expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan
"lagunas, insuficiencias y errores"».27 Por lo
tanto, los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan
y guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de
Cristo aquellos elementos de bondad y gracia que están en ellos
presentes.
II.
EL LOGOS ENCARNADOY EL ESPÍRITU SANTO
EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN
EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN
9.
En la reflexión teológica contemporánea a menudo emerge un
acercamiento a Jesús de Nazaret como si fuese una figura histórica
particular y finita, que revela lo divino de manera no exclusiva sino
complementaria a otras presencias reveladoras y salvíficas. El
Infinito, el Absoluto, el Misterio último de Dios se manifestaría así
a la humanidad en modos diversos y en diversas figuras históricas:
Jesús de Nazaret sería una de esas. Más concretamente, para algunos
él sería uno de los tantos rostros que el Logos habría asumido en
el curso del tiempo para comunicarse salvíficamente con la humanidad.
Además,
para justificar por una parte la universalidad de la salvación
cristiana y por otra el hecho del pluralismo religioso, se proponen
contemporaneamente una economía del Verbo eterno válida también
fuera de la Iglesia y sin relación a ella, y una economía del Verbo
encarnado. La primera tendría una plusvalía de universalidad
respecto a la segunda, limitada solamente a los cristianos, aunque si
bien en ella la presencia de Dios sería más plena.
10.
Estas tesis contrastan profundamente con la fe cristiana. Debe ser, en
efecto, firmemente creída la doctrina de fe que proclama que Jesús
de Nazaret, hijo de María, y solamente él, es el Hijo y Verbo del
Padre. El Verbo, que «estaba en el principio con Dios» (Jn 1,2), es
el mismo que «se hizo carne» (Jn 1,14). En Jesús «el Cristo, el
Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16) «reside toda la Plenitud de la
Divinidad corporalmente» (Col 2,9). Él es «el Hijo único, que está
en el seno del Padre» (Jn 1,18), el «Hijo de su amor, en quien
tenemos la redención [...]. Dios tuvo a bien hacer residir en él
toda la plenitud, y reconciliar con él y para él todas las cosas,
pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y
en los cielos» (Col 1,13-14.19-20).
Fiel
a las Sagradas Escrituras y refutando interpretaciones erróneas y
reductoras, el primer Concilio de Nicea definió solemnemente su fe en
«Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de
la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de
Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por
quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que
hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación
descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al
tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y
a los muertos».28 Siguiendo las enseñanzas de los Padres,
también el Concilio de Calcedonia profesó que «uno solo y el mismo
Hijo, nuestro Señor Jesucristo, es él mismo perfecto en divinidad y
perfecto en humanidad, Dios verdaderamente, y verdaderamente hombre
[...], consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y
consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad [...], engendrado
por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo,
en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación,
engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad».29
Por
esto, el Concilio Vaticano II afirma que Cristo «nuevo Adán», «imagen
de Dios invisible» (Col 1,15), «es también el hombre perfecto, que
ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada
por el primer pecado [...]. Cordero inocente, con la entrega libérrima
de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo
y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado,
por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo
de Dios "me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal
2,20)».30
Al
respecto Juan Pablo II ha declarado explícitamente: «Es contrario a
la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y
Jesucristo [...]: Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e
inseparable [...]. Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el
Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos [...]. Mientras
vamos descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo
las riquezas espirituales que Dios ha concedido a cada pueblo, no
podemos disociarlos de Jesucristo, centro del plan divino de salvación».31
Es
también contrario a la fe católica introducir una separación entre
la acción salvífica del Logos en cuanto tal, y la del Verbo hecho
carne. Con la encarnación, todas las acciones salvíficas del Verbo
de Dios, se hacen siempre en unión con la naturaleza humana que él
ha asumido para la salvación de todos los hombres. El único sujeto
que obra en las dos naturalezas, divina y humana, es la única persona
del Verbo. 32
Por
lo tanto no es compatible con la doctrina de la Iglesia la teoría que
atribuye una actividad salvífica al Logos como tal en su divinidad,
que se ejercitaría «más allá» de la humanidad de Cristo, también
después de la encarnación.
33
11.
Igualmente, debe ser firmemente creída la doctrina de fe sobre la
unicidad de la economía salvífica querida por Dios Uno y Trino, cuya
fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo, mediador
de la gracia divina en el plan de la creación y de la redención (cf.
Col 1,15-20), recapitulador de todas las cosas (cf. Ef 1,10), «al
cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia,
santificación y redención» (1 Co 1,30). En efecto, el misterio de
Cristo tiene una unidad intrínseca, que se extiende desde la elección
eterna en Dios hasta la parusía: «[Dios] nos ha elegido en él antes
de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su
presencia, en el amor» (Ef 1,4); En él «por quien entramos en
herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que
realiza todo conforme a la decisión de su voluntad» (Ef 1,11); «Pues
a los que de antemano conoció [el Padre], también los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito
entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los
justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó» (Rm
8,29-30).
El
Magisterio de la Iglesia, fiel a la revelación divina, reitera que
Jesucristo es el mediador y el redentor universal: «El Verbo de Dios,
por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto,
salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor [...] es
aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha,
constituyéndolo juez de vivos y de muertos».34 Esta
mediación salvífica también implica la unicidad del sacrificio
redentor de Cristo, sumo y eterno sacerdote (cf. Eb 6,20; 9,11;
10,12-14).
12.
Hay también quien propone la hipótesis de una economía del Espíritu
Santo con un carácter más universal que la del Verbo encarnado,
crucificado y resucitado. También esta afirmación es contraria a la
fe católica, que, en cambio, considera la encarnación salvífica del
Verbo como un evento trinitario. En el Nuevo Testamento el misterio de
Jesús, Verbo encarnado, constituye el lugar de la presencia del Espíritu
Santo y la razón de su efusión a la humanidad, no sólo en los
tiempos mesiánicos (cf. Hch 2,32‑36; Jn 20,20; 7,39; 1 Co
15,45), sino también antes de su venida en la historia (cf. 1 Co
10,4; 1 Pe 1,10-12).
El
Concilio Vaticano II ha llamado la atención de la conciencia de fe de
la Iglesia sobre esta verdad fundamental. Cuando expone el plan salvífico
del Padre para toda la humanidad, el Concilio conecta estrechamente
desde el inicio el misterio de Cristo con el del Espíritu. 35
Toda la obra de edificación de la Iglesia a través de los siglos se
ve como una realización de Jesucristo Cabeza en comunión con su Espíritu.
36
Además,
la acción salvífica de Jesucristo, con y por medio de su Espíritu,
se extiende más allá de los confines visibles de la Iglesia y
alcanza a toda la humanidad. Hablando del misterio pascual, en el cual
Cristo asocia vitalmente al creyente a sí mismo en el Espíritu
Santo, y le da la esperanza de la resurrección, el Concilio afirma:
«Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos
los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo
invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre
en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos
creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en
la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual».37
Queda
claro, por lo tanto, el vínculo entre el misterio salvífico del
Verbo encarnado y el del Espíritu Santo, que actúa el influjo salvífico
del Hijo hecho hombre en la vida de todos los hombres, llamados por
Dios a una única meta, ya sea que hayan precedido históricamente al
Verbo hecho hombre, o que vivan después de su venida en la historia:
de todos ellos es animador el Espíritu del Padre, que el Hijo del
hombre dona libremente (cf. Jn 3,34).
Por
eso el Magisterio reciente de la Iglesia ha llamado la atención con
firmeza y claridad sobre la verdad de una única economía divina: «La
presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los
individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos,
a las culturas y a las religiones [...]. Cristo resucitado obra ya por
la virtud de su Espíritu [...]. Es también el Espíritu quien
esparce "las semillas de la Palabra" presentes en los ritos
y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo».38
Aun reconociendo la función histórico-salvífica del Espíritu en
todo el universo y en la historia de la humanidad, 39 sin
embargo confirma: «Este Espíritu es el mismo que se ha hecho
presente en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección de Jesús
y que actúa en la Iglesia. No es, por consiguiente, algo alternativo
a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da
por hipótesis, que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu
obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las
culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica, y
no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu,
"para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas
las cosas"».40
En
conclusión, la acción del Espíritu no está fuera o al lado de la
acción de Cristo. Se trata de una sola economía salvífica de Dios
Uno y Trino, realizada en el misterio de la encarnación, muerte y
resurrección del Hijo de Dios, llevada a cabo con la cooperación del
Espíritu Santo y extendida en su alcance salvífico a toda la
humanidad y a todo el universo: «Los hombres, pues, no pueden entrar
en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción
del Espíritu».41
III.
UNICIDAD Y UNIVERSALIDAD
DEL MISTERIO SALVÍFICO DE JESUCRISTO
DEL MISTERIO SALVÍFICO DE JESUCRISTO
13.
Es también frecuente la tesis que niega la unicidad y la
universalidad salvífica del misterio de Jesucristo. Esta posición no
tiene ningún fundamento bíblico. En efecto, debe ser firmemente creída,
como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de
Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento
de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la
historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro.
Los
testimonios neotestamentarios lo certifican con claridad: «El Padre
envió a su Hijo, como salvador del mundo» (1 Jn 4,14); «He aquí el
cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). En su
discurso ante el sanedrín, Pedro, para justificar la curación del
tullido de nacimiento realizada en el nombre de Jesús (cf. Hch
3,1-8), proclama: «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los
hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12). El mismo
apóstol añade además que «Jesucristo es el Señor de todos»; «está
constituido por Dios juez de vivos y muertos»; por lo cual «todo el
que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados» (Hch
10,36.42.43).
Pablo,
dirigiéndose a la comunidad de Corinto, escribe: «Pues aun cuando se
les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de
forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más
que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para
el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las
cosas y por el cual somos nosotros» (1 Co 8,5-6). También el apóstol
Juan afirma: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al
mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). En el
Nuevo Testamento, la voluntad salvífica universal de Dios está
estrechamente conectada con la única mediación de Cristo: «[Dios]
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno
de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador
entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se
entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2,4-6).
Basados
en esta conciencia del don de la salvación, único y universal,
ofrecido por el Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo (cf.
Ef 1,3-14), los primeros cristianos se dirigieron a Israel mostrando
que el cumplimiento de la salvación iba más allá de la Ley, y
afrontaron después al mundo pagano de entonces, que aspiraba a la
salvación a través de una pluralidad de dioses salvadores. Este
patrimonio de la fe ha sido propuesto una vez más por el Magisterio
de la Iglesia: «Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por
todos (cf. 2 Co 5,15), da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu
Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha
sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea
posible salvarse (cf. Hch 4,12). Igualmente cree que la clave, el
centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y
Maestro».42
14.
Debe ser, por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe católica
que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y
cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación,
muerte y resurrección del Hijo de Dios.
Teniendo
en cuenta este dato de fe, y meditando sobre la presencia de otras
experiencias religiosas no cristianas y sobre su significado en el
plan salvífico de Dios, la teología está hoy invitada a explorar si
es posible, y en qué medida, que también figuras y elementos
positivos de otras religiones puedan entrar en el plan divino de la
salvación. En esta tarea de reflexión la investigación teológica
tiene ante sí un extenso campo de trabajo bajo la guía del
Magisterio de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, en efecto, afirmó
que «la única mediación del Redentor no excluye, sino suscita en
sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única».43
Se debe profundizar el contenido de esta mediación participada,
siempre bajo la norma del principio de la única mediación de Cristo:
«Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y
orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por
la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y
complementarias».44 No obstante, serían contrarias a la
fe cristiana y católica aquellas propuestas de solución que
contemplen una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación
de Cristo.
15.
No pocas veces algunos proponen que en teología se eviten términos
como «unicidad», «universalidad», «absolutez», cuyo uso daría
la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico
de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con
este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado,
pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe. Desde el
inicio, en efecto, la comunidad de los creyentes ha reconocido que
Jesucristo posee una tal valencia salvífica, que Él sólo, como Hijo
de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión
recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el
objetivo de donar la revelación (cf. Mt 11,27) y la vida divina (cf.
Jn 1,12; 5,25-26; 17,2) a toda la humanidad y a cada hombre.
En
este sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género
humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo
de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto,
el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos. Recogiendo
esta conciencia de fe, el Concilio Vaticano II enseña: «El Verbo de
Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto,
salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin
de la historia humana, "punto de convergencia hacia el cual
tienden los deseos de la historia y de la civilización", centro
de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus
aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó
a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos».45
«Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le
confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras
está en la historia, es el centro y el fin de la misma: "Yo soy
el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el
Fin" (Ap 22,13)».46
IV.
UNICIDAD Y UNIDAD DE LA IGLESIA
16.
El Señor Jesús, único salvador, no estableció una simple comunidad
de discípulos, sino que constituyó a la Iglesia como misterio salvífico:
Él mismo está en la Iglesia y la Iglesia está en Él (cf. Jn
15,1ss; Ga 3,28; Ef 4,15-16; Hch 9,5); por eso, la plenitud del
misterio salvífico de Cristo pertenece también a la Iglesia,
inseparablemente unida a su Señor. Jesucristo, en efecto, continúa
su presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la
Iglesia (cf. Col 1,24-27), 47 que es su cuerpo (cf. 1 Co
12, 12-13.27; Col 1,18). 48 Y así como la cabeza y los
miembros de un cuerpo vivo aunque no se identifiquen son inseparables,
Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y
constituyen un único «Cristo total».49 Esta misma
inseparabilidad se expresa también en el Nuevo Testamento mediante la
analogía de la Iglesia como Esposa de Cristo (cf. 2 Cor 11,2; Ef
5,25-29; Ap 21,2.9). 50
Por
eso, en conexión con la unicidad y la universalidad de la mediación
salvífica de Jesucristo, debe ser firmemente creída como verdad de
fe católica la unicidad de la Iglesia por él fundada. Así como hay
un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su Esposa: «una
sola Iglesia católica y apostólica».51 Además, las
promesas del Señor de no abandonar jamás a su Iglesia (cf. Mt 16,18;
28,20) y de guiarla con su Espíritu (cf. Jn 16,13) implican que, según
la fe católica, la unicidad y la unidad, como todo lo que pertenece a
la integridad de la Iglesia, nunca faltaran.
52
Los
fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica
—radicada en la sucesión apostólica—53 entre la
Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica: «Esta es la única
Iglesia de Cristo [...] que nuestro Salvador confió después de su
resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24,17), confiándole
a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt
28,18ss.), y la erigió para siempre como «columna y fundamento de la
verdad» (1 Tm 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este
mundo como una sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica,
gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con
él».54 Con la expresión «subsitit in», el Concilio
Vaticano II quiere armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado
que la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los
cristianos, sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica,
y por otro lado que «fuera de su estructura visible pueden
encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad»,55
ya sea en las Iglesias que en las Comunidades eclesiales separadas de
la Iglesia católica. 56 Sin embargo, respecto a estas últimas,
es necesario afirmar que su eficacia «deriva de la misma plenitud de
gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica».57
17.
Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la
Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos
en comunión con él. 58 Las Iglesias que no están en
perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen unidas a
ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica
y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderas iglesias
particulares. 59 Por eso, también en estas Iglesias está
presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falte la plena
comunión con la Iglesia católica al rehusar la doctrina católica
del Primado, que por voluntad de Dios posee y ejercita objetivamente
sobre toda la Iglesia el Obispo de Roma.
60
Por
el contrario, las Comunidades eclesiales que no han conservado el
Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio
eucarístico, 61 no son Iglesia en sentido propio; sin
embargo, los bautizados en estas Comunidades, por el Bautismo han sido
incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión,
si bien imperfecta, con la Iglesia. 62 En efecto, el
Bautismo en sí tiende al completo desarrollo de la vida en Cristo
mediante la íntegra profesión de fe, la Eucaristía y la plena
comunión en la Iglesia. 63
«Por
lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la
suma —diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo— de
las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar
que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo
tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y
Comunidades».64 En efecto, «los elementos de esta Iglesia
ya dada existen juntos y en plenitud en la Iglesia católica, y sin
esta plenitud en las otras Comunidades».65 «Por
consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y Comunidades separadas
tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en
el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha
rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud
deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió
a la Iglesia».66
La
falta de unidad entre los cristianos es ciertamente una herida para la
Iglesiad; no en el sentido de quedar privada de su unidad, sino «en
cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la
historia».67
V.
IGLESIA, REINO DE DIOS Y REINO DE CRISTO
18.
La misión de la Iglesia es «anunciar el Reino de Cristo y de Dios,
establecerlo en medio de todas las gentes; [la Iglesia] constituye en
la tierra el germen y el principio de este Reino».68 Por
un lado la Iglesia es «sacramento, esto es, signo e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»;69
ella es, por lo tanto, signo e instrumento del Reino: llamada a
anunciarlo y a instaurarlo. Por otro lado, la Iglesia es el «pueblo
reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»;70
ella es, por lo tanto, el «reino de Cristo, presente ya en el
misterio»,71 constituyendo, así, su germen e inicio. El
Reino de Dios tiene, en efecto, una dimensión escatológica: Es una
realidad presente en el tiempo, pero su definitiva realización llegará
con el fin y el cumplimiento de la historia.
72
De
los textos bíblicos y de los testimonios patrísticos, así como de
los documentos del Magisterio de la Iglesia no se deducen significados
unívocos para las expresiones Reino de los Cielos, Reino de Dios y
Reino de Cristo, ni de la relación de los mismos con la Iglesia, ella
misma misterio que no puede ser totalmente encerrado en un concepto
humano. Pueden existir, por lo tanto, diversas explicaciones teológicas
sobre estos argumentos. Sin embargo, ninguna de estas posibles
explicaciones puede negar o vaciar de contenido en modo alguno la íntima
conexión entre Cristo, el Reino y la Iglesia. En efecto, «el Reino
de Dios que conocemos por la Revelación, no puede ser separado ni de
Cristo ni de la Iglesia... Si se separa el Reino de la persona de Jesús,
no es éste ya el Reino de Dios revelado por él, y se termina por
distorsionar tanto el significado del Reino —que corre el riesgo de
transformarse en un objetivo puramente humano e ideológico— como la
identidad de Cristo, que no aparece como el Señor, al cual debe
someterse todo (cf. 1 Co 15,27); asimismo, el Reino no puede ser
separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es un fin en sí misma,
ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e
instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del
Reino, está indisolublemente unida a ambos».73
19.
Afirmar la relación indivisible que existe entre la Iglesia y el
Reino no implica olvidar que el Reino de Dios —si bien considerado
en su fase histórica— no se identifica con la Iglesia en su
realidad visible y social. En efecto, no se debe excluir «la obra de
Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la
Iglesia».74 Por lo tanto, se debe también tener en cuenta
que «el Reino interesa a todos: a las personas, a la sociedad, al
mundo entero. Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer
el dinamismo divino, que está presente en la historia humana y la
transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación
del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la
manifestación y la realización de su designio de salvación en toda
su plenitud».75
Al
considerar la relación entre Reino de Dios, Reino de Cristo e Iglesia
es necesario, de todas maneras, evitar acentuaciones unilaterales,
como en el caso de «determinadas concepciones que intencionadamente
ponen el acento sobre el Reino y se presentan como "reinocéntricas",
las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en sí
misma, sino que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una
"Iglesia para los demás" —se dice— como "Cristo es
el hombre para los demás"... Junto a unos aspectos positivos,
estas concepciones manifiestan a menudo otros negativos. Ante todo,
dejan en silencio a Cristo: El Reino, del que hablan, se basa en un
"teocentrismo", porque Cristo —dicen— no puede ser
comprendido por quien no profesa la fe cristiana, mientras que
pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única
realidad divina, cualquiera que sea su nombre. Por el mismo motivo,
conceden privilegio al misterio de la creación, que se refleja en la
diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el
misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden,
termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un
supuesto "eclesiocentrismo" del pasado y porque consideran a
la Iglesia misma sólo un signo, por lo demás no exento de ambigüedad».76
Estas tesis son contrarias a la fe católica porque niegan la unicidad
de la relación que Cristo y la Iglesia tienen con el Reino de Dios.
VI.
LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES
EN RELACIÓN CON LA SALVACIÓN
EN RELACIÓN CON LA SALVACIÓN
20.
De todo lo que ha sido antes recordado, derivan también algunos
puntos necesarios para el curso que debe seguir la reflexión teológica
en la profundización de la relación de la Iglesia y de las
religiones con la salvación.
Ante
todo, debe ser firmemente creído que la «Iglesia peregrinante es
necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el
camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la
Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del
bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de
la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una
puerta».77 Esta doctrina no se contrapone a la voluntad
salvífica universal de Dios (cf. 1 Tm 2,4); por lo tanto, «es
necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la
posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y
la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación».78
La
Iglesia es «sacramento universal de salvación»79 porque,
siempre unida de modo misterioso y subordinada a Jesucristo el
Salvador, su Cabeza, en el diseño de Dios, tiene una relación
indispensable con la salvación de cada hombre. 80 Para
aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, «la
salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun
teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce
formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su
situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es
fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo».81
Ella está relacionada con la Iglesia, la cual «procede de la misión
del Hijo y la misión del Espíritu Santo»,82 según el
diseño de Dios Padre.
21.
Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada
siempre por medio de Cristo en el Espíritu y tiene una misteriosa
relación con la Iglesia, llega a los individuos no cristianos, el
Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona «por
caminos que Él sabe».83 La Teología está tratando de
profundizar este argumento, ya que es sin duda útil para el
crecimiento de la compresión de los designios salvíficos de Dios y
de los caminos de su realización. Sin embargo, de todo lo que hasta
ahora ha sido recordado sobre la mediación de Jesucristo y sobre las
«relaciones singulares y únicas»84 que la Iglesia tiene
con el Reino de Dios entre los hombres —que substancialmente es el
Reino de Cristo, salvador universal—, queda claro que sería
contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino de
salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones.
Éstas serían complementarias a la Iglesia, o incluso
substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella
en pos del Reino escatológico de Dios.
Ciertamente,
las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de
religiosidad, que proceden de Dios, 85 y que forman parte
de «todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de
los pueblos, así como en las culturas y religiones».86 De
hecho algunas oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación
evangélica, en cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los
corazones de los hombres son estimulados a abrirse a la acción de
Dios. 87 A ellas, sin embargo no se les puede atribuir un
origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es
propia de los sacramentos cristianos. 88
Por
otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en
cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. 1 Co
10,20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación.
89
22.
Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia
para la salvación de todos los hombres (cf. Hch 17,30-31). 90
Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera
las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo
excluye esa mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo
religioso que termina por pensar que "una religión es tan buena
como otra"».91 Si bien es cierto que los no
cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que
objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria si se
compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de
los medios salvíficos. 92 Sin embargo es necesario
recordar a «los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no
deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de
Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y
las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad».93
Se entiende, por lo tanto, que, siguiendo el mandamiento de Señor (cf.
Mt 28,19-20) y como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia
«anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo,
que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6), en quien los
hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios
reconcilió consigo todas las cosas».94
La
misión ad gentes, también en el diálogo interreligioso, «conserva
íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad».95
«En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2,4). Dios quiere la
salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se
encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de
verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a
quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la
buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de
salvación, la Iglesia debe ser misionera».96 Por ello el
diálogo, no obstante forme parte de la misión evangelizadora,
constituye sólo una de las acciones de la Iglesia en su misión ad
gentes. 97 La paridad, que es presupuesto del diálogo, se
refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los
contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo —que es el mismo
Dios hecho hombre— comparado con los fundadores de las otras
religiones. De hecho, la Iglesia, guiada por la caridad y el respeto
de la libertad, 98 debe empeñarse primariamente en
anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el
Señor, y a proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la
adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos,
para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal
de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio
de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo.
CONCLUSIÓN
23.
La presente Declaración, reproponiendo y clarificando algunas
verdades de fe, ha querido seguir el ejemplo del Apóstol Pablo a los
fieles de Corinto: «Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez
recibí» (1 Co 15,3). Frente a propuestas problemáticas o incluso
erróneas, la reflexión teológica está llamada a confirmar de nuevo
la fe de la Iglesia y a dar razón de su esperanza en modo convincente
y eficaz.
Los
Padres del Concilio Vaticano II, al tratar el tema de la verdadera
religión, han afirmado: «Creemos que esta única religión verdadera
subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor
Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres,
diciendo a los Apóstoles: "Id, pues, y enseñad a todas las
gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado" (Mt
28,19-20). Por su parte todos los hombres están obligados a buscar la
verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez
conocida, a abrazarla y practicarla».99
La
revelación de Cristo continuará a ser en la historia la verdadera
estrella que orienta a toda la humanidad: 100 «La verdad,
que es Cristo, se impone como autoridad universal». 101 El
misterio cristiano supera de hecho las barreras del tiempo y del
espacio, y realiza la unidad de la familia humana: «Desde lugares y
tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en
la unidad de la familia de los hijos de Dios [...]. Jesús derriba los
muros de la división y realiza la unificación de forma original y
suprema mediante la participación en su misterio. Esta unidad es tan
profunda que la Iglesia puede decir con san Pablo: «Ya no sois extraños
ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios»
(Ef 2,19)». 102
El
Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la Audiencia del día 16 de junio de
2000, concedida al infrascrito Cardenal Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica,
ha ratificado y confirmado esta Declaración decidida en la Sesión
Plenaria, y ha ordenado su publicación.
Dado
en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el
6 de agosto de 2000, Fiesta de la Transfiguración del Señor.
Joseph
Card. Ratzinger
Prefecto
Prefecto
Tarcisio
Bertone, S.D.B.
Arzobispo emérito de Vercelli
Secretario
Arzobispo emérito de Vercelli
Secretario
Notas
(1) Conc. de Constantinopla I, Symbolum Costantinopolitanum: DS 150.
(2) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 1: AAS 83 (1991) 249-340.
(3) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes y Decl. Nostra aetate; cf. también Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio.
(4) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetate, 2.
(5) Pont. Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 29; cf. Conc.Ecum. Vat II, Const. past. Gaudium et spes, 22.
(6) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
(7) Cf. Pont.Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 9: AAS 84 (1992) 414-446.
(8) Juan Pablo II,Enc. Fides et ratio, 5: AAS 91 (1999) 5‑88.
(9) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 2.
(10) Ibíd., 4.
(11) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.
(12) Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14.
(13) Conc. Ecum. de Calcedonia, DS 301. Cf. S. Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54,3: SC 199,458.
(14) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 4
(15) Ibíd., 5.
(16) Ibíd.
(17) 3 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 144.
(18) Ibíd., 150.
(19) Ibíd., 153.
(20) Ibíd., 178.
(21) Juan Pablo II, Enc. Fides et Ratio, 13.
(22) Cf. ibíd., 31-32.
(23) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetae, 2. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 9, donde se habla de todo lo bueno presente «en los ritos y en las culturas de los pueblos»; Const. dogm. Lumen gentium, 16, donde se indica todo lo bueno y lo verdadero presente entre los no cristianos, que pueden ser considerados como una preparación a la acogida del Evangelio.
(24) Cf. Conc. de Trento, Decr. de libris sacris et de traditionibus recipiendis: DS 1501; Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm.Dei Filius, cap. 2: DS 3006.
(25) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 11.
(26) Ibíd.
(27) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; cf. también 56. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 53.
(28) Conc. Ecum. de Nicea I, DS 125.
(29) Conc. Ecum de Calcedonia, DS 301.
(30) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Gaudium et spes, 22.
(31) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.
(32) Cf. San León Magno, Tomus ad Flavianum: DS 269.
(33) Cf. San León Magno, Carta «Promisisse me memini» ad Leonem I imp: DS 318: «In tantam unitatem ab ipso conceptu Virginis deitate et humanitate conserta, ut nec sine homine divina, nec sine Dio agerentur humana». Cf. también ibíd.: DS 317.
(34) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. Cf. también Conc. de Trento, Decr. De peccato originali, 3: DS 1513.
(35) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3-4.
(36) Cf. ibíd., 7.Cf. San Ireneo, el cual afirmaba que en la Iglesia «ha sido depositada la comunión con Cristo, o sea, el Espíritu Santo» (Adversus Haereses III, 24, 1: SC 211, 472).
(37) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22.
(38) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 28.Acerca de «las semillas del Verbo» cf. también San Justino, 2 Apologia, 8,1-2,1-3; 13, 3-6: ed. E. J. Goodspeed, 84; 85; 88-89.
(39) Cf. ibíd., 28-29.
(40) Ibíd., 29.
(41) 3 Ibíd., 5.
(42) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.Gaudium et spes, 10; cf. San Agustín, cuando afirma que fuera de Cristo, «camino universal de salvación que nunca ha faltado al género humano, nadie ha sido liberado, nadie es liberado, nadie será liberado»: De Civitate Dei 10, 32, 2: CCSL 47, 312.
(43) Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 62.
(44) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.
(45) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. La necesidad y absoluta singularidad de Cristo en la historia humana está bien expresada por San Ireneo cuando contempla la preeminencia de Jesús como Primogénito: «En los cielos como primogénito del pensamiento del Padre, el Verbo perfecto dirige personalmente todas las cosas y legisla; sobre la tierra como primogénito de la Virgen, hombre justo y santo, siervo de Dios, bueno, aceptable a Dios, perfecto en todo; finalmente salvando de los infiernos a todos aquellos que lo siguen, como primogénito de los muertos es cabeza y fuente de la vida divina» (Demostratio, 39: SC 406, 138).
(46) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.
(47) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
(48) Cf. ibíd., 7.
(49) Cf. San Agustín, Enarrat.In Psalmos, Ps 90, Sermo 2,1: CCSL 39, 1266; San Gregorio Magno, Moralia in Iob, Praefatio, 6, 14: PL 75, 525; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologicae, III, q. 48, a. 2 ad 1.
(50) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, 6.
(51) Símbolo de la fe: DS 48.Cf. Bonifacio VIII, Bula Unam Sanctam: DS 870-872; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
(52) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 4; Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 11: AAS 87 (1995) 921-982.
(53) 3 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 20; cf. también San Ireneo, Adversus Haereses, III, 3, 1-3: SC 211, 20-44; San Cipriano, Epist. 33, 1: CCSL 3B, 164-165; San Agustín, Contra advers. legis et prophet., 1, 20, 39: CCSL 49, 70.
(54) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
(55) Ibíd., Cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 13. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 15, y Decr.Unitatis redintegratio, 3.
(56) Es, por lo tanto, contraria al significado auténtico del texto conciliar la interpretación de quienes deducen de la fórmula subsistit in la tesis según la cual la única Iglesia de Cristo podría también subsistir en otras iglesias cristianas. «El Concilio había escogido la palabra "subsistit" precisamente para aclarar que existe una sola "subsistencia" de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen sólo "elementa Ecclesiae", los cuales —siendo elementos de la misma Iglesia— tienden y conducen a la Iglesia católica» (Congr. para la Doctrina de la Fe, Notificación sobre el volumen «Iglesia: carisma y poder» del P. Leonardo Boff, 11-III-1985: AAS 77 (1985) 756-762).
(57) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 3.
(58) Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, n. 1: AAS 65 (1973) 396-408.
(59) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 14 y 15; Congr. para Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17 AAS 85 (1993) 838-850.
(60) Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. Pastor aeternus: DS 3053-3064; Conc. Ecum. Vat. II, Const dogm. Lumen gentium, 22.
(61) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 22.
(62) Cf. ibíd., 3.
(63) Cf. ibíd., 22.
(64) Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 1.
(65) Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 14.
(66) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 3.
(67) Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17.Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
(68) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 5.
(69) 3 Ibíd., 1.
(70) 3 Ibíd., 4. Cf. San Cipriano, De Dominica oratione 23: CCSL 3A, 105.
(71) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3.
(72) Cf. ibíd., 9. Cf. También la oración dirigida a Dios, que se encuentra en la Didaché 9, 4: SC 248, 176: «Se reúna tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino», e ibíd., 10, 5: SC 248, 180: «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia... y, santificada, reúnela desde los cuatro vientos en tu reino que para ella has preparado».
(73) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18; cf. Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 6-XI-1999, 17: L'Osservatore Romano, 7-XI-1999. El Reino es tan inseparable de Cristo que, en cierta forma, se identifica con él (cf. Orígenes, In Mt. Hom., 14, 7: PG 13, 1197; Tertuliano, Adversus Marcionem, IV, 33, 8: CCSL 1, 634.
(74) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18.
(75) Ibíd., 15.
(76) Ibíd., 17.
(77) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14. Cf. Decr. Ad gentes, 7; Decr. Unitatis redintegratio, 3.
(78) Juan Pablo II,Enc. Redemptoris missio, 9. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 846‑847.
(79) 3 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm., Lumen gentium, 48.
(80) Cf. San Cipriano, De catholicae ecclesiae unitate, 6: CCSL 3, 253-254; San Ireneo, Adversus Haereses, III, 24, 1: SC 211, 472-474.
(81) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 10.
(82) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2. La conocida fórmula extra Ecclesiam nullus omnino salvatur debe ser interpretada en el sentido aquí explicado (cf. Conc.Ecum. Lateranense IV, Cap. 1. De fide catholica: DS 802). Cf. también la Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston: DS 3866-3872.
(83) Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Ad gentes, 7.
(84) 3 Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 18.
(85) Son las semillas del Verbo divino (semina Verbi), que la Iglesia reconoce con gozo y respeto (cf. Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 11, Decl. Nostra aetate, 2).
(86) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 29.
(87) Cf. Ibíd.; Catecismo de la Iglesia Católica, 843.
(88) Cf. Conc. de Trento, Decr. De sacramentis, can. 8 de sacramentis in genere: DS 1608.
(89) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
(90) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 17; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 11.
(91) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 36.
(92) Cf. Pío XII, Enc. Myisticis corporis, DS 3821.
(93) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
(94) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 2.
(95) Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 7.
(96) Catecismo de la Iglesia Católica, 851; cf. también, 849-856.
(97) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 31, 6-XI-1999.
(98) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 1.
(99) Ibíd.
(100) Cf. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 15.
(101) Ibid., 92.
(102) Ibíd., 70.
(1) Conc. de Constantinopla I, Symbolum Costantinopolitanum: DS 150.
(2) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 1: AAS 83 (1991) 249-340.
(3) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes y Decl. Nostra aetate; cf. también Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio.
(4) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetate, 2.
(5) Pont. Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 29; cf. Conc.Ecum. Vat II, Const. past. Gaudium et spes, 22.
(6) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
(7) Cf. Pont.Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 9: AAS 84 (1992) 414-446.
(8) Juan Pablo II,Enc. Fides et ratio, 5: AAS 91 (1999) 5‑88.
(9) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 2.
(10) Ibíd., 4.
(11) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.
(12) Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14.
(13) Conc. Ecum. de Calcedonia, DS 301. Cf. S. Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54,3: SC 199,458.
(14) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 4
(15) Ibíd., 5.
(16) Ibíd.
(17) 3 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 144.
(18) Ibíd., 150.
(19) Ibíd., 153.
(20) Ibíd., 178.
(21) Juan Pablo II, Enc. Fides et Ratio, 13.
(22) Cf. ibíd., 31-32.
(23) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetae, 2. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 9, donde se habla de todo lo bueno presente «en los ritos y en las culturas de los pueblos»; Const. dogm. Lumen gentium, 16, donde se indica todo lo bueno y lo verdadero presente entre los no cristianos, que pueden ser considerados como una preparación a la acogida del Evangelio.
(24) Cf. Conc. de Trento, Decr. de libris sacris et de traditionibus recipiendis: DS 1501; Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm.Dei Filius, cap. 2: DS 3006.
(25) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 11.
(26) Ibíd.
(27) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; cf. también 56. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 53.
(28) Conc. Ecum. de Nicea I, DS 125.
(29) Conc. Ecum de Calcedonia, DS 301.
(30) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Gaudium et spes, 22.
(31) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.
(32) Cf. San León Magno, Tomus ad Flavianum: DS 269.
(33) Cf. San León Magno, Carta «Promisisse me memini» ad Leonem I imp: DS 318: «In tantam unitatem ab ipso conceptu Virginis deitate et humanitate conserta, ut nec sine homine divina, nec sine Dio agerentur humana». Cf. también ibíd.: DS 317.
(34) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. Cf. también Conc. de Trento, Decr. De peccato originali, 3: DS 1513.
(35) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3-4.
(36) Cf. ibíd., 7.Cf. San Ireneo, el cual afirmaba que en la Iglesia «ha sido depositada la comunión con Cristo, o sea, el Espíritu Santo» (Adversus Haereses III, 24, 1: SC 211, 472).
(37) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22.
(38) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 28.Acerca de «las semillas del Verbo» cf. también San Justino, 2 Apologia, 8,1-2,1-3; 13, 3-6: ed. E. J. Goodspeed, 84; 85; 88-89.
(39) Cf. ibíd., 28-29.
(40) Ibíd., 29.
(41) 3 Ibíd., 5.
(42) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.Gaudium et spes, 10; cf. San Agustín, cuando afirma que fuera de Cristo, «camino universal de salvación que nunca ha faltado al género humano, nadie ha sido liberado, nadie es liberado, nadie será liberado»: De Civitate Dei 10, 32, 2: CCSL 47, 312.
(43) Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 62.
(44) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.
(45) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. La necesidad y absoluta singularidad de Cristo en la historia humana está bien expresada por San Ireneo cuando contempla la preeminencia de Jesús como Primogénito: «En los cielos como primogénito del pensamiento del Padre, el Verbo perfecto dirige personalmente todas las cosas y legisla; sobre la tierra como primogénito de la Virgen, hombre justo y santo, siervo de Dios, bueno, aceptable a Dios, perfecto en todo; finalmente salvando de los infiernos a todos aquellos que lo siguen, como primogénito de los muertos es cabeza y fuente de la vida divina» (Demostratio, 39: SC 406, 138).
(46) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.
(47) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
(48) Cf. ibíd., 7.
(49) Cf. San Agustín, Enarrat.In Psalmos, Ps 90, Sermo 2,1: CCSL 39, 1266; San Gregorio Magno, Moralia in Iob, Praefatio, 6, 14: PL 75, 525; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologicae, III, q. 48, a. 2 ad 1.
(50) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, 6.
(51) Símbolo de la fe: DS 48.Cf. Bonifacio VIII, Bula Unam Sanctam: DS 870-872; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
(52) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 4; Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 11: AAS 87 (1995) 921-982.
(53) 3 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 20; cf. también San Ireneo, Adversus Haereses, III, 3, 1-3: SC 211, 20-44; San Cipriano, Epist. 33, 1: CCSL 3B, 164-165; San Agustín, Contra advers. legis et prophet., 1, 20, 39: CCSL 49, 70.
(54) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
(55) Ibíd., Cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 13. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 15, y Decr.Unitatis redintegratio, 3.
(56) Es, por lo tanto, contraria al significado auténtico del texto conciliar la interpretación de quienes deducen de la fórmula subsistit in la tesis según la cual la única Iglesia de Cristo podría también subsistir en otras iglesias cristianas. «El Concilio había escogido la palabra "subsistit" precisamente para aclarar que existe una sola "subsistencia" de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen sólo "elementa Ecclesiae", los cuales —siendo elementos de la misma Iglesia— tienden y conducen a la Iglesia católica» (Congr. para la Doctrina de la Fe, Notificación sobre el volumen «Iglesia: carisma y poder» del P. Leonardo Boff, 11-III-1985: AAS 77 (1985) 756-762).
(57) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 3.
(58) Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, n. 1: AAS 65 (1973) 396-408.
(59) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 14 y 15; Congr. para Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17 AAS 85 (1993) 838-850.
(60) Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. Pastor aeternus: DS 3053-3064; Conc. Ecum. Vat. II, Const dogm. Lumen gentium, 22.
(61) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 22.
(62) Cf. ibíd., 3.
(63) Cf. ibíd., 22.
(64) Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 1.
(65) Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 14.
(66) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 3.
(67) Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17.Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
(68) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 5.
(69) 3 Ibíd., 1.
(70) 3 Ibíd., 4. Cf. San Cipriano, De Dominica oratione 23: CCSL 3A, 105.
(71) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3.
(72) Cf. ibíd., 9. Cf. También la oración dirigida a Dios, que se encuentra en la Didaché 9, 4: SC 248, 176: «Se reúna tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino», e ibíd., 10, 5: SC 248, 180: «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia... y, santificada, reúnela desde los cuatro vientos en tu reino que para ella has preparado».
(73) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18; cf. Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 6-XI-1999, 17: L'Osservatore Romano, 7-XI-1999. El Reino es tan inseparable de Cristo que, en cierta forma, se identifica con él (cf. Orígenes, In Mt. Hom., 14, 7: PG 13, 1197; Tertuliano, Adversus Marcionem, IV, 33, 8: CCSL 1, 634.
(74) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18.
(75) Ibíd., 15.
(76) Ibíd., 17.
(77) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14. Cf. Decr. Ad gentes, 7; Decr. Unitatis redintegratio, 3.
(78) Juan Pablo II,Enc. Redemptoris missio, 9. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 846‑847.
(79) 3 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm., Lumen gentium, 48.
(80) Cf. San Cipriano, De catholicae ecclesiae unitate, 6: CCSL 3, 253-254; San Ireneo, Adversus Haereses, III, 24, 1: SC 211, 472-474.
(81) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 10.
(82) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2. La conocida fórmula extra Ecclesiam nullus omnino salvatur debe ser interpretada en el sentido aquí explicado (cf. Conc.Ecum. Lateranense IV, Cap. 1. De fide catholica: DS 802). Cf. también la Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston: DS 3866-3872.
(83) Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Ad gentes, 7.
(84) 3 Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 18.
(85) Son las semillas del Verbo divino (semina Verbi), que la Iglesia reconoce con gozo y respeto (cf. Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 11, Decl. Nostra aetate, 2).
(86) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 29.
(87) Cf. Ibíd.; Catecismo de la Iglesia Católica, 843.
(88) Cf. Conc. de Trento, Decr. De sacramentis, can. 8 de sacramentis in genere: DS 1608.
(89) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
(90) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 17; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 11.
(91) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 36.
(92) Cf. Pío XII, Enc. Myisticis corporis, DS 3821.
(93) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
(94) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 2.
(95) Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 7.
(96) Catecismo de la Iglesia Católica, 851; cf. también, 849-856.
(97) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 31, 6-XI-1999.
(98) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 1.
(99) Ibíd.
(100) Cf. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 15.
(101) Ibid., 92.
(102) Ibíd., 70.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.