Andrea Tornielli
Cfr. Andrea Tornielli, Benedicto XVI. El custodio
de la Fe, Aguilar, Madrid 2005, pp. 167-178
Uno de los gestos más significativos pero también
controvertidos y discutidos del Gran Jubileo del año 2000 fue sin duda la
solicitud de perdón ante los errores cometidos por los cristianos a lo largo de
los siglos, que el Papa presidió en San Pedro, el domingo 12 de marzo.
El día 7 de marzo, el Vaticano debía dar a conocer
un documento titulado Memoria e riconciliazione. La Chiesa e gli errori del
passato, fruto del trabajo de la Comisión Teológica Internacional presidida
por el cardenal Ratzinger. Un texto en el que trabajó también el teólogo
italiano Bruno Forte, que constituye la base para el gesto del mea culpa
papal. El texto es publicado por sorpresa anticipadamente en Francia, por el
editor Cerf, el 1 de marzo [1].
El documento, largo y articulado, enfrenta las
objeciones según las cuales en algunos contextos históricos y culturales «la
simple admisión de culpas cometidas por los hijos de la Iglesia puede asumir el
significado de ceder frente a las acusaciones de quien es prejuiciosamente
hostil a ella». Como es obvio, se precisa que «el pecado es siempre personal» y
que «la imputabilidad de una culpa no puede ser ampliada propiamente más allá
del grupo de personas que voluntariamente lo han permitido, mediante acciones u
omisiones, o por negligencia» [2].
«La dificultad que se perfila es la de definir las
culpas pasadas, a causa ante todo del juicio histórico que eso exige, porque en
lo que ha ocurrido se distingue siempre la responsabilidad o la culpa atribuible
a los miembros de la Iglesia en cuanto creyentes, de la culpa imputable a la
sociedad de los siglos llamados "de cristiandad" o a las estructuras de poder en
las cuales lo temporal y lo espiritual estaban entonces estrechamente mezclados.
Una hermenéutica histórica es, pues, muy necesaria para hacer una adecuada
distinción entre la acción de la Iglesia como comunidad de fe y la de la
sociedad en los tiempos de ósmosis. La identificación de las culpas del pasado
de las que hay que hacer enmiendas implica ante todo un correcto juicio
histórico, que constituye la base también de la evaluación teológica.
Debemos preguntamos: ¿qué ocurrió concretamente?
¿Qué se dijo y qué se hizo exactamente? Sólo cuando se haya dado una respuesta
adecuada a estas preguntas, fruto de un riguroso juicio histórico, nos podremos
preguntar también si lo que ocurrió, lo que se dijo o realizó puede
interpretarse como conforme o no al Evangelio, y, ,en el caso de que no lo
fuese, si los hijos de la Iglesia que actuaron así podrían haberse dado cuenta a
partir del contexto en que operaban. Sólo cuando se llega a la certeza moral de
que cuanto se ha hecho en contra del Evangelio por algunos hijos de la Iglesia y
en su nombre podría haber sido entendido como tal y evitado, puede tener
significado para la Iglesia de hoy hacer enmienda de culpas del pasado».
Los teólogos y los historiadores que trabajaron bajo
la dirección de Ratzinger proporcionan el cuadro para la iniciativa papal pero
ponen también ?como se desprende bien de los pasajes citados? señales
interpretativas, sugiriéndole al Papa que no se adentre en casos específicos que
podrían resultar históricamente controvertidos, aun poniendo ejemplos generales,
como las divisiones de los cristianos, el recurso a la violencia para el
servicio a la verdad, el trato reservado a los judíos a lo largo de los siglos,
la responsabilidad de los cristianos en los males de la sociedad de hoy.
Una intervención «improvisada»
Durante la conferencia de prensa de presentación del
documento vaticano, que se realiza en Roma la mañana del 7 de marzo de 2000, el
cardenal Joseph Ratzinger pronuncia una intervención hablando improvisadamente.
«La Iglesia del Señor ?dice el
purpurado? que vino a buscar los pecados y comió en la mesa de los
pecadores deliberadamente, no puede ser una Iglesia fuera de la realidad del
pecado, sino que es la Iglesia en la que hay cizaña y grano, hay peces de todo
tipo. Para resumir esta primera figura, yo diría que tres cosas son
importantes: el yo confiesa, pero en comunión con los demás, y conociendo esta
comunión, se confiesa delante de Dios, pero suplica a los hermanos y hermanas
que recen por mí, es decir busca, en esta confesión común delante de Dios, la
común reconciliación» [3].
En su discurso, el prefecto demuestra la existencia
de una historia permanente de mea culpa en la tradición cristiana.
«Algo, no obstante, ha cambiado en el inicio de la
época moderna, cuando el protestantismo creó una nueva historiografía de la
Iglesia con el fin de mostrar que la Iglesia católica no sólo está manchada de
pecados, como siempre sabía y decía, sino que está totalmente corrompida y
destruida, ya no es Iglesia de Cristo, sino al contrario es instrumento del
Anticristo... Había nacido, pues ?agrega Ratzinger?, una historiografía católica
contrapuesta a la protestante, que se veía obligada a la apologética, "a mostrar
que se ha quedado la santidad en la Iglesia" y se había "atenuado la voz de la
confesión de los pecados de la Iglesia". Hoy ?explica de nuevo el cardenal?
estamos en una situación nueva en la que con mayor libertad la Iglesia puede
regresar a la confesión de los pecados y así también invitar a los demás a su
confesión y, en consecuencia, a una profunda reconciliación».
Por último, Ratzinger resume tres criterios para
entender el gesto de la petición de perdón.
«El primero: aunque en el mea culpa están
contenidos los pecados del pasado necesariamente, porque sin los pecados del
pasado no podemos entender la situación de hoy, la Iglesia del presente no puede
constituirse como un tribunal que sentencia sobre las generaciones pasadas. La
Iglesia no puede y no debe vivir con arrogancia en el presente, sentirse exenta
del pecado e identificar como fuente del mal los pecados de los demás, del
pasado. La confesión del pecado de los demás no exime de reconocer los pecados
del presente, sirve para despertar la propia conciencia y para abrir el camino a
la conversión para todos nosotros.
Segundo criterio: confesar significa, según San
Agustín, "hacer verdad", por ello implica sobre todo la disciplina y la humildad
de la verdad, no negar de ningún modo todo el mal cometido en la Iglesia, pero
también no atribuirse en una falsa humildad pecados, o no cometidos, o sobre los
cuales aún no existe una certeza histórica.
Tercer criterio: siguiendo una vez más a San
Agustín, debemos decir que una confessio peccati cristiana se acompañará
de una confessio laudis. En un sincero examen de conciencia, vemos que
por nuestra parte hemos hecho muy mal en todas las generaciones, pero vemos
también que Dios purifica y renueva siempre, no obstante nuestros pecados, a la
Iglesia y opera cosas grandes por medios diversos. Y quien no puede ver, por
ejemplo, cuánto bien fue creado en estos dos últimos siglos devastados por las
crueldades de los ateísmos, por nuevas congregaciones religiosas, por
movimientos laicos, en el sector de la educación, en el sector social, en el
sector del compromiso con los débiles, los enfermos, los pobres. Sería una falta
de sinceridad ver sólo nuestro mal y no ver el bien hecho por Dios a través de
los creyentes, a pesar de sus pecados».
Respondiendo a la pregunta de un periodista, el
cardenal cita la aventura de un purpurado en los tiempos de la invasión
napoleónica: «¿Miedo a Bonaparte? Si no consiguieron los cardenales, hasta
ahora, destruir la Iglesia.. .».
El «sí» de Ratzinger al gesto del mea culpa
es definido por algunos como «una obra maestra del Papa» [4]. y durante la
celebración de la Jomada Jubilar, Juan Pablo II ofrecerá una disculpa por los
errores cometidos por parte de los hijos de la Iglesia a lo largo de los siglos;
al mismo tiempo que ofrecerá el perdón de la Iglesia por los errores sufridos y
exaltará también el papel de los santos y de los mártires.
La declaración «bomba»
Dos días después de la solemne ceremonia de
beatificación que vio subir al mismo tiempo a los altares a dos papas muy
distintos entre sí, Pío IX y Juan XXIII, para calentar aún más el clima eclesial
y el debate internacional, llega una nueva declaración de la Congregación para
la Doctrina de la Fe, que confirma la unicidad salvadora de Jesucristo y se
considera una ducha fría en el camino del diálogo ecuménico e interreligioso. Es
el documento del ex Santo Oficio más criticado de los últimos años, el que
registrará sorprendentes y clamorosos distanciamientos incluso en el nivel
eclesial, incluso por parte de cardenales y obispos en el interior de la Curia
Romana.
La declaración Dominus Iesus no se presenta
como un tratado orgánico «de la problemática relativa a la unicidad y
universalidad salvadora del misterio de Jesucristo y de la Iglesia», sino que
pretende volver a proponer, en síntesis, la doctrina católica. El texto pretende
contrastar las ideas de algunas corrientes teológicas, sobre todo asiáticas. Y
lo hace citando casi exclusivamente los textos del Vaticano II. Confirma como
«actual más que nunca el grito del apóstol Pablo sobre el compromiso misionero
de cada bautizado»; reafirma, con el Concilio, que la Iglesia católica «nada
rechaza de cuanto es verdadero y santo» en las otras religiones. Mas advierte:
«Sobre teorías relativistas que pretenden justificar el pluralismo religioso, no
sólo de facto sino incluso de iure (o de principio) [5]. En
consecuencia, critica las posiciones de cuantos consideran superadas verdades
como, por ejemplo, el carácter definitivo y completo de la revelación de
Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana respecto a la creencia en las otras
religiones, el carácter inspirado de los libros de las Sagradas Escrituras, la
unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret... la mediación
salvadora universal de la Iglesia, la inseparabilidad, incluso en la distinción,
entre el Reino de Dios, Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la
Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo».
Relativismo y eclecticismo teológico, prosigue la
declaración, son la base para propuestas «en que la revelación cristiana y el
misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su carácter de verdad absoluta y
de universalidad salvadora, o por lo menos se arroja sobre ellos una sombra de
duda y de incertidumbre».
Dominus Iesus afirma que: «Es contraria a la
fe de la Iglesia la tesis acerca del carácter limitado, incompleto e imperfecto
de la revelación de Jesucristo, que sería complementario a la presente en las
demás religiones. La razón de fondo de esta aseveración pretendería fundarse en
el hecho de que la verdad sobre Dios no podría ser concebida y manifestada en su
globalidad y completada por ninguna religión histórica, por lo tanto tampoco por
el cristianismo, y mucho menos por Jesucristo. Esta posición contradice
radicalmente las anteriores confirmaciones de fe, según las cuales en Jesucristo
se da la plena y completa revelación del misterio salvador de Dios».
La declaración condena además cualquier separación
entre Jesús de Nazaret, entre el Cristo histórico y el Logos.
«Nos salvamos por medio de Cristo y de su Iglesia»
El documento continúa con la afirmación de que
«existe una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica» y que
«la plenitud del misterio salvador de Cristo pertenece también a la Iglesia,
inseparablemente unida a su Señor». La afirmación de la unicidad salvadora de
Cristo no significa empero que sólo quien es formal y visiblemente miembro de la
Iglesia se salva, sino que cualquiera se salva, se salva por medio de Cristo y
de su Iglesia, que tiene límites de acción invisibles más allá de los conocidos.
«Para aquellos que no están formal y visiblemente en
la Iglesia ?se lee en el documento? la salvación de Cristo es accesible en
virtud de una gracia que, aunque tiene una misteriosa relación con la Iglesia,
no los introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada a
su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo, es fruto de
su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo [6]. Se relaciona con la
Iglesia, la cual "tiene origen en la misión del Hijo y en la misión del Espíritu
Santo, según el designio de Dios Padre" [7]. Acerca del modo en que la gracia
salvadora de Dios, que es siempre dada por medio de Cristo en el Espíritu Santo
y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos no
cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios da "a través de
vías por él conocidas". Es claro que sería contrario a la fe católica ?precisa
la declaración? considerar a la Iglesia como una vía de salvación junto a
aquellas constituidas por las demás religiones, las cuales serían
complementarias a la Iglesia, es más, sustancialmente equivalentes a ella,
aunque convergentes con ésta hacia el Reino de Dios escatológico. No obstante,
confirmando un profundo respeto por las demás religiones, el documento observa:
"No se puede ignorar que otros ritos, en cuanto dependientes de supersticiones o
de otros errores, constituyen más bien un obstáculo para la salvación". Con la
venida deJesucristo el Salvador, Dios ha querido que la Iglesia por Él fundada
fuese el instrumento para la salvación de toda la humanidad. Esta verdad de fe
nada le quita al hecho de que la Iglesia considere las religiones del mundo con
sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye radicalmente esa mentalidad
indiferenttista con las huellas de un relativismo religioso que lleva a
considerar que "una religión es tan válida como otra"».
Dominus Iesus ?se lee al pie del documento,
antes de las firmas de Ratzinger y del arzobispo Tarcisio Bertone? ha sido
ratificada por Juan Pablo II «con cierta ciencia y con su autoridad apostólica».
Una avalancha de críticas
El mes jubilar de septiembre, que apenas había
dejado atrás semanas de discusiones sobre Pío IX, debe registrar así un nuevo
resurgir de la polémica. Se lanzan contra la declaración de la Congregación los
cristianos de las otras iglesias y comunidades, los judíos, los representantes
de las otras religiones. El paso doctrinal es juzgado como un retorno al pasado,
en la señal de la «restauración». Un retorno al tiempo anterior al Concilio.
El presidente de la Iglesia evangélica en Alemania,
Manfred Dock, habla de «retroceso para la cooperación ecuménica»; Hans Küng
juzga la bula como «una mezcla de retroceso medieval y megalomanía vaticana».
Las explicaciones de quien hace notar que Dominus Iesus está llena de
citas tomadas precisamente de los textos del Vaticano II no se aceptan. Incluso
el presidente de la rama europea de la Trilateral, el abogado madrileño Antonio
Garrigues Walker, desde las columnas del International Herald Tribune del
23 de octubre se lanza contra el documento vaticano, sosteniendo que usa un
«lenguaje ofensivo para los creyentes en otras religiones» y agrega: «Todas las
religiones son presentadas a los seguidores como religiones verdaderas. Pero
pocas lo han hecho con tan frío cálculo de los detalles y convicción intelectual
como la Dominus Iesus» [8].
Diversas y fidedignas son también las posiciones
distantes de parte de altos eclesiásticos, preocupados más por el tono de la
declaración que por sus contenidos. El obispo de Maguncia y presidente de la
Conferencia Episcopal Alemana, Kart Lehmann, afirma públicamente que habría
deseado «un texto redactado en el estilo de los grandes textos conciliares». El
cardenal Carlo Maria Marini, al presentar su carta pastoral, dice que ciertas
formulaciones del documento vaticano pueden ser mal interpretadas, aunque se
declara seguro de que «poco a poco las cosas se aclararán y resultará evidente
que la voluntad de diálogo de la Iglesia sigue intacta». Suscitan clamor, luego,
las palabras pronunciadas por el cardenal australiano Edward Idris Cassidy,
presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos y de la
Comisión para el diálogo con el judaísmo, quien desde Lisboa, donde se encuentra
para participar en un mitin religioso organizado por la Comunidad de San Egidio,
critica el lenguaje de la declaración. El problema, explica, es que se trataba
de un documento «para la Iglesia y para nuestros teólogos, y no un documento
dirigido al mundo ecuménico».
«Mucho ?agregó Cassidy? depende de la prioridad que
se tiene al preparar un texto. Nosotros, en la práctica ecuménica que tenemos,
poseemos un oído sensible que se da cuenta de si se está atropellando algo.
Ellos, en cambio ?dijo refiriéndose a la Congregación para la Doctrina de la
Fe?, tienen un modo muy escolar para decir "esto es cierto, esto no es cierto"»
[9].
A la pregunta de si estaban equivocados los tiempos
y el lenguaje de la declaración, el purpurado respondió: «Sí, y el modo de
presentar el texto creó equívocos y ahora nosotros debemos tratar de evitar
interpretaciones no acertadas». Por último, Cassidy hizo notar que Dominus
Iesus no era un documento firmado por el Papa, como en cambio sí lo era la
encíclica ecuménica Ut unum sint.
El obispo Walter Kasper, por entonces secretario del
Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos (llegaría a ser el
presidente en lugar de Cassidy pocos meses después, tras la creación
cardenalicia en el consistorio de febrero de 2001), habla de un «problema de
comunicación».
La respuesta del Papa y de Ratzinger
En muchos comentarios que siguieron a la publicación
de la declaración, a la cabeza se encuentra la idea de que quien deseaba esta
toma de posición doctrinal había sido la congregación, la curia «retrógrada» y «frenante»,
y no el Papa «ecuménico», que, antes bien, la suma. Afirmaciones absolutamente
poco generosas y falsas. Dominus Iesus, en efecto, fue una declaración
que Juan Pablo II quiso abiertamente, pues siguió muy de cerca su redacción. Por
lo demás, en el apartamento papal se escuchan con sorpresa, dolor y un tanto de
rabia las declaraciones portuguesas del cardenal Cassidy.
Es raro encontrar precedentes de tomas de distancia
públicas y tan claras de un cardenal inscrito a pleno título en la Curia Romana
por un documento publicado por el ex Santo Oficio.
Así, el domingo 1 de octubre de 2000, sale al
descubierto directamente el Pontífice. Al término de la ceremonia de
canonización de 120 mártires chinos en el día en que la Iglesia festeja a Santa
Teresita del Niño Jesús, patrona de las misiones, Wojtyla explica que Dominus
Iesus fue deseada como síntesis cristológica del año jubilar y que fue
«aprobada por él mismo de manera especial» para invitar a los cristianos «a
renovar su fe en Cristo en la felicidad de la fe». El Papa subraya
deliberadamente cuán importante le resulta la declaración, precisamente para
desmentir a quien afirmó que él no compartía plenamente su contenido ni su
exposición. Sosteniendo que «sólo en Cristo hay salvación», dice, «no se les
niega la salvación a los no cristianos».
Algunos días antes del breve discurso papal en el
Ángelus, el mismo Ratzinger respondió a las principales objeciones, con una
larga entrevista en el diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung. Un
texto considerado importante, traducido y reproducido casi íntegramente en
L?Osservatore Romano del 8 de octubre de 2000.
«Ante todo ?ataca Ratzinger? debo expresar mi
tristeza y mi desilusión por el hecho de que las reacciones públicas, con
excepción de algunos loables casos, ignoraron el tema verdadero de la
declaración. El documento comienza con las palabras Dominus Iesus; se
trata de una breve fórmula de fe contenida en la Primera Epístola a los
Corintios, versículo 12,3, en que Pablo ha resumido la esencia del cristianismo:
Jesús es el Señor. Con esta declaración, cuya redacción ha seguido fase por fase
con mucha atención, el Papa quiso ofrecerle al mundo un grande y solemne
reconocimiento a Jesucristo como Señor en el momento culminante del Año Santo,
llevando así con firmeza lo esencial al centro de, esta ocasión, siempre sujeta
a exteriorizaciones. Me gustaría que no hubiese necesidad de precisar ?explica
el cardenal en un pasaje sucesivo de la entrevista? que la declaración de la
Congregación para la Doctrina de la Fe sólo ha hecho suyos los textos
conciliares y los documentos posconciliares, sin agregar o quitar nada».
Iluminante por su claridad es también la respuesta a
la pregunta lo relativa a las críticas del cardenal Cassidyy del obispo Lehmann.
Ratzinger precisa, en efecto, que el dicasterio para el diálogo con los demás
cristianos había participado en la redacción de la declaración.
«En cuanto a la colaboración con las demás
autoridades de la Curia, el presidente y el secretario del Consejo para la
Unidad de los Cristianos, el cardenal Cassidy y el obispo Kasper, son miembros
de nuestra Congregación ?explica el prefecto?, así como el presidente del
Consejo para el diálogo interreligioso, el cardenal Arinze. Todos ellos tienen
voz en el capítulo de la Congregación como yo. De hecho, el prefecto es sólo el
primero entre pares y tiene la responsabilidad del desarrollo ordenado del
trabajo. Los tres miembros de la Congregación que he citado han participado
activamente en la redacción del documento que tantas veces fue presentado en la
reunión ordinaria de los cardenales y una vez en la reunión plenaria, en la cual
participan todos nuestros miembros extranjeros. Por desgracia ?sigue diciendo
Ratzinger? el cardenal Cassidy y el obispo Kasper, a causa de compromisos
concomitantes, no pudieron tomar parte en algunas sesiones, cuyas fechas pese a
todo les habían sido comunicadas con mucha antelación. Como quiera que sea,
recibieron toda la documentación y sus votos escritos detallados fueron
comunicados a los participantes, y discutidos profundamente... Casi todas las
propuestas de ambas personas en cuestión fueron recibidas, porque naturalmente
en el tratado de esta materia para nosotros era muy importante la opinión del
Consejo para la Unidad de los Cristianos. La verdad es siempre molesta e
incómoda. Las palabras de Jesús a menudo son terriblemente duras y formuladas
sin tanto tacto diplomático. Walter Kasper ha dicho con razón que el asombro que
el documento ha suscitado esconde un problema de comunicación porque el lenguaje
doctrinal clásico, tal como se utiliza en nuestro documento por continuidad con
los textos del Concilio Vaticano II, es completamente distinto del de los
periódicos y los medios de comunicación social. Pero entonces el texto se
traduce, no se desprecia».
Notas
[1] Algo semejante había ocurrido ocho años atrás
con el nuevo Catecismo, publicado antes en Francia que en Italia.
[2] En el consistorio de abril de 1994, durante la
discusión a puerta cerrada, el cardenal Giacomo Biffi, arzobispo de Bolonia,
advirtió sobre el riesgo que, según él, el mea culpa implicaba. Biffi
volvió públicamente al tema en la carta pastoral Christus hodie (EDB,
1996) Y en el libro La spos chiacchierata Gaca Book, 1999). También el
obispo de Como, Alessandro Maggiolini, quiso precisar los términos de esta
solicitud de perdón, con un libro titulado Perché la Chiesa chiede perdono
(Edizioni Piemme, 2000). En una entrevista con el periodista Michele
Brambilla, publicada en el Corriere della Sera el 18 de marzo de 2000,
Maggiolini explicará que la iniciativa no tiene precedentes «porque los
cristianos siempre han pedido perdón por sus pecados, no por los de los demás».
También el escritor Vittorio Messori hará críticas al gesto del Papa y sobre
todo al modo en que fue interpretado, desde las columnas del Corriere della
Sera, «Domande al Papa penitente», publicado en la primera página el 12 de
marzo de 2000. Una precisión sobre la necesidad de un «atento examen de los
hechos» históricos antes de cualquier lamento aparece también en el libro
Memoria e pentimento (San Paolo Edizioni, 2000), del dominico Georges
Cottier, teólogo de la Casa pontificia.
[3] Las cursivas corresponden al texto publicado en
L?Osservatore Romano del 9 de marzo de 2000, p. 8.
[4] Luigi Accattoli, «Il "si" di Ratzinger, un
capolavoro del Papa», en Corriere della Sera, 9 de marzo de 2000.
[5] En la declaración conciliar Dignitatis
humanae, el problema había sido afrontado en el nivel puramente práctico:
todo hombre tiene derecho a la libertad religiosa, es decir, tiene derecho a no
ser ni obligado ni impedido en materia de religión. Estas afirmaciones no
menoscababan para nada la doctrina de la unicidad salvadora de Jesucristo.
[6] La cita está tomada de la encíclica
Redemptoris missio, de Juan Pablo II, publicada en 1991, núm. 10.
[7] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto Ad
gentes, núm. 2.
[8] Antonio Garrigues Walker, «Il dogma della Chiesa
danneggia la ricerca di una pace globale», en 1nternational Herald Tribune,
23 de octubre de 2000.
[9] Andrea Tornielli, «Cassidy: sbagliato il
documento di Ratzinger», en Il Giornale, 26 de septiembre de 2000.
[10] La entrevista fue realizada por Christian Geyer.
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