miércoles, 21 de octubre de 2015

DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO
Introducción.
I. Cambio social contemporáneo y evolución de la ética social:
1. 
Las dinámicas del cambio social en la sociedad industrial: 
    a) 
Teorías interpretativas del cambio social, 
    b) 
Características del cambio social contemporáneo;
2. Elementos de antropología y de ética de lo "social" hoy: 
    a) 
Antropología filosófica y antropología teológica, 
    b) 
Perspectivas de una ética social inspirada cristianamente.
II. Posibilidades y límites de la "doctrina social" de la Iglesia:
1. 
La "doctrina social" de la Iglesia, a discusión: 
    a) 
Críticas provenientes del área marxista, 
    b) 
Críticas formuladas en el frente liberal-burgués,
    c) Críticas expresadas en el interior del propio mundo cristiano;
2. El camino histórico de la doctrina social" de la Iglesia: 
    a) 
La categoría de "justicia social",
    b) La relación de la persona con los bienes económicos,
    c) El ordenamiento social y político, 
    d) 
Problemas relativos al trabajo y a la vida económica;
3. Criterios para una hermenéutica del magisterio social: 
    a) 
Las grandes categorías de la historia de la salvación, 
    b) 
El campo de la responsabilidad histórica de las personas en el
        marco de las estructuras sociales,
    c) Juicio de las situaciones históricas; 
    d) 
Sugerencias concretas en el plano operativo.
III. Orientaciones para una redefinición de las perspectivas de intervención de la Iglesia en materia social: 1. Modelos predominantes en el magisterio social del pasado:
   a) Oferta de un magisterio doctrinal, 
    b) 
Apoyo espiritual a una ideología existente,
    c) Aproximación a la realidad social en el terreno
        antropológico-ético;
2. Hacia un nuevo modelo de magisterio social: 
    a) 
Una actitud más críticoprofética, 
    b) 
Una articulación más pluralista.

Introducción
Las intervenciones de la Iglesia en el campo de la realidad social se han sucedido ininterrumpidamente desde los primeros siglos del cristianismo hasta nuestros días. El impacto del evangelio con las diversas culturas y los diversos modelos de sociedad ha ido impulsando a las comunidades cristianas a medirse con los complejos problemas vinculados ala estructuración de la convivencia humana y a tomar postura ante las ideologías y las instituciones por cuyo medio se articula la vida social.
Durante mucho tiempo, sin embargo, las tornas de postura de la Iglesia han revestido un carácter extemporáneo y fragmentario, en el sentido de ir dictadas más al filo de la problemática particular que se debía afrontar que por la preocupación de elaborar de manera orgánica un proyecto específico de presencia y de participación de los creyentes en la construcción de la ciudad terrestre.
A justificar esta perspectiva han contribuido históricamente, por un lado, el estatismo consustancial al tejido social y, por otro, el contexto fuertemente "sacralizado", con la consiguiente mezcla de lo religioso y lo político.
Sólo en la época moderna, gracias al advenimiento de la sociedad industrial, se pone en marcha una formulación más completa del "magisterio social", con el nacimiento de la denominada "doctrina social" de la Iglesia. En otros términos, la Iglesia no se contenta únicamente con ofrecer una plataforma formal de valores y con afrontar en el terreno ético cuestiones críticas de particular relevancia, sino que tiende a producir un auténtico corpus de principios doctrinales y de orientaciones operativas para guía del comportamiento de los cristianos y de las comunidades cristianas en los diversos sectores de la vida asociada; es decir, tiende a articular una visión global propia de la sociedad, suministrando al mismo tiempo las directrices concretas para poder llevarla a cabo.
De manera un tanto convencional se suele hacer remontar este nuevo curso a la promulgación de la Rerum novarum de León XIII (1891), a pesar de la existencia al respecto de antecedentes históricos de notable interés en el magisterio precedente, tanto de la Iglesia universal como de las Iglesias particulares.
I. Cambio social contemporáneo y evolución de la ética social
Resulta, con todo, interesante indicar que este corpus, que junto con los documentos papales abarca gran cantidad de intervenciones de obispos particulares y de conferencias episcopales nacionales, ha experimentado en el arco de apenas un siglo un proceso de honda transformación, sobre todo a causa del rápido desarrollo de la situación social y cultural del mundo contemporáneo.
1. LAS DINÁMICAS DEL CAMBIO SOCIAL EN LA SOCIEDAD INDUSTRIAL. Para esclarecer adecuadamente la génesis de la "doctrina social" y captar al mismo tiempo las razones de su evolución resulta necesario ante todo reflexionar en profundidad sobre las dinámicas del cambio social tal y como se ha ido produciendo en el ámbito de la sociedad industrial. Lo "social", en efecto, se puede definir, en su acepción más amplia, como el complejo fenómeno de las relaciones interhumanas en su incesante devenir, ligado al cambio de las situaciones históricas y de la cultura, a través de la cual se interpreta y sistematiza el hecho de las relaciones. El cambio, por lo tanto, no debe considerarse como un acontecimiento nuevo y exclusivamente moderno; pertenece más bien constitutivamente a lo "social" en su estructura originaria y, consiguientemente, se halla presente -aunque en grados y formas diversas- en todo el arco de la experiencia histórica del hombre en cuanto experiencia de vida asociada.
Lo que sí parece caracterizar a la situación actual, modificando, no sólo en sentido cuantitativo, sino cualitativo sobre todo, las connotaciones del cambio es la rapidez con que éste acontece y la amplitud cada vez mayor que asume, hasta el punto de afectar a todos los sectores de la vida y de Involucrar a toda la humanidad, convertida en un único sistema. Aparte de que, mientras en el pasado el cambio era predominantemente fruto de acontecimientos naturales, hoy es cada vez más resultado de procesos culturales protagonizados por el hombre, con un aumento considerable de las posibilidades de programación por parte de éste gracias a los instrumentos científico-técnicos de que dispone.
a) Teorías interpretativas del cambio social. No se puede realizar un análisis serio del cambio social sin un conocimiento previo de las diversas teorías interpretativas elaboradas con base científica. La lectura del cambio no es nunca del todo aséptica y neutral; pasa siempre, de alguna manera, por el filtro de la concepción que se tiene del hombre y de la historia y, en consecuencia, por el juicio que se da implícitamente del "progreso".
- La primera de estas teorías en orden temporal es la evolucionista. Se puede hacer remontar a A. Comte, para quien la sociedad se ha desarrollado históricamente de acuerdo con tres estadios sucesivos: el "teológico", en el que la explicación de los hechos sociales se hacía a partir de un principio sobrenatural; el "metafísico", en el que predominaba el pensamiento abstracto, y, por último, el "positivo", en el que se tiende a ordenar y explicar tanto la naturaleza como la sociedad sobre la base del conocimiento científico.
La teoría evolucionista conoció una época de enorme éxito en el siglo pasado, como consecuencia del afianzamiento de la revolucionaria hipóteis darwiniana acerca de la evolución de las especies. Diversos sociólogos y antropólogos culturales -entre los que figuran Morgan, Tyler y Spencer- creyeron, en efecto, poder aplicar los criterios evolutivos, elaborados en el ámbito del microcosmos biológico, a la sociedad considerada como un macro-organismo, y lograr de este modo dar razón de los cambios y de las diferencias existentes en ella.
No tardaron, sin embargo, en aflorar los límites de esta interpretación al caer en la cuenta de la imposibilidad de ordenar un acuerdo con los diversos estadios de una escala única sociedades tan diversas; pero, sobre todo, porque el análisis de las culturas concurrió a evidenciar el carácter no lineal de los procesos de transformación en el interior de las mismas.
- A partir de comienzos de nuestro siglo, la teoría evolucionista fue sustituyéndose por la teoría funcionalista. Basándose, en el plano teórico, en una lectura estructuralista de la realidad -véanse las aportaciones de Radcliffe-Brown y de Malinowski-, esta teoría cree poder establecer que los distintos tipos de cultura, y consiguientemente los distintos comportamientos sociales, únicamente pueden estudiarse y comprenderse dentro de su contexto originario, y no a través del intento inútil de definir la aparición de los mismos en clave evolutiva. Toda sociedad y toda cultura es un sistema global, en el que los elementos individuales constituyen otras tantas partes integradas en él. Se rechaza, por tanto, la idea de la posibilidad de supervivencia de una forma no funcional, sustituyéndose por la que afirma que las formas únicamente sobreviven si están vinculadas al funcionamiento de todo el sistema.
No tardó en aparecer la crítica al funcionalismo, sobre todo en lo referente a la hipótesis de la integración de los sistemas sociales en todas sus partes (lo que es, debe ser). En todos los sistemas sociales, en efecto, y particularmente en los más complejos y de dimensiones más consistentes, se encuentran elementos potencialmente discordantes. Es como decir que la relación entre un elemento y el sistema del que forma parte no es necesariamente "eufuncional", hasta el punto de contribuir a la supervivencia y a la continuidad del sistema, sino que puede ser también "disfuncional" y contribuir, consiguientemente, a poner en crisis al sistema.
Con todo, el equívoco fundamental del funcionalismo es el de proponer una interpretación sustancialmente estática, sincrónica y conservadora de la sociedad, incapaz, por tanto, de justificar de alguna manera el cambio. El concepto de "sistema social en equilibrio" como ideal e instrumento de análisis de la sociedad prevé una única dirección del cambio: la que refiere el sistema a las condiciones de estabilidad.
- La teoría, por último, que parece prevalecer hoy y que está en condiciones de interpretar mejor la actual situación de complejidad social es la denominada teoría de la dinámica. Concibe la sociedad como un sistema de control de las tensiones y de los conflictos, que son "normales" en el contexto de las diversas culturas y a los que resulta posible remitir para explicar el cambio (cf W. MOORE, 1979). La evolución de los sistemas sociales no tiene, pues, lugar necesariamente ni bajo el signo de la restauración de un equilibrio preexistente ni en la dirección de la consecución de un nuevo equilibrio. La salida, de hecho, del cambio social puede ser tanto una reducción como un aumento de los conflictos. El control ejercido por la sociedad no debe, en efecto, pensarse únicamente en términos positivos y de éxito, ni puede barajarse la hipótesis de que ese control pueda tener una duración tal que nos permita hablar de "transiciones" de un sistema a otro. Existen casos, no infrecuentes, en los que el control lleva a la destrucción del sistema y a la aparición de un sistema alternativo. Esto explica el diverso desarrollo que, en el curso de la historia, han tenido las distintas culturas, desarrollo que comprende a menudo desde su crecimiento progresivo hasta su destrucción.
b) Características del cambio social contemporáneo. El cambio social es un fenómeno universal, vinculable aun conjunto de factores presentes en todas las culturas. Estos factores son los siguientes: ciclo vital, relación mortalidad-natalidad, relación de la persona con el ambiente circunstante, equilibrio entre orden social y orden moral, desigualdades económico-sociales y procesos de aculturación. Estos diversos factores se hallan en el origen de los conflictos, en cuanto que provocan formas diversas de socialización, fluctuaciones y adaptaciones tanto en el terreno económico-social como en el de los valores y las normas de conducta.
El cambio social contemporáneo, aun estando condicionado también por las causas mencionadas, reviste, sin embargo, características propias y específicas en relación con el afianzamiento del proceso de modernización. El fenómeno al que asistimos es el de la completa unificación del mundo, es decir, del paso de una sociedad tradicionalmente cerrada y estática a una sociedad abierta y dinámica, caracterizada por nuevas y complejas formas de organización y por una transformación generalizada de las condiciones de vida. La modernización no afecta sólo a la estructura externa de la sociedad, sino, más radicalmente, a los modelos mismos de comportamiento y a las modalidades de existencia.
A la raíz del proceso todavía en curso se encuentra sin duda la industrialización del sector económicoproductivo, con la creación de nuevas formas de intercambio y de una amplia movilidad social, pero sobre todo con la modificación de instituciones tradicionales -familia, propiedad, trabajo- y el desarrollo de nuevas reglas y procedimientos a nivel político.
Aunque sea brevemente, es importante señalar a este respecto los aspectos más significativos del cambio operado.
El El dato que emerge con inmediatez en el terreno estructural es la articulación en términos totalmente diferentes de la organización económica. El sector de la subsistencia ha quedado, en efecto, incorporado en el sistema de mercado de la economía nacional e internacional, mientras se asiste paralelamente a una reducción de la población directamente ocupada de la producción agrícola y a una transferencia de mano de obra a la industria y a los servicios auxiliares. Esto implica, por una parte, un aumento muy considerable de los niveles de especialización y, por otra, la exigencia de reinversión de los beneficios, tanto por la iniciativa privada como por la intervención directa del Estado. La extensión y la comercialización generalizadas de los bienes de consumo produce, además, la tendencia a una expansión cada vez mayor de las operaciones económicas y favorece un amplio aumento de la renta per cápita, con el consiguiente desarrollo del consumo y el aumento de los gastos por los servicios.
- Estrechamente vinculada con esta profunda transformación del sistema económico se encuentra la renovación de la estructura demográfica y ecológica. La disminución de la tasa de mortalidad, gracias a las nuevas técnicas sanitarias y a una mayor asistencia médica, sobrepasa a la tasa de natalidad. Se da lugar así a un difícil período de transición, caracterizado por fenómenos de empobrecimiento. La reducción de la mortalidad infantil y el hecho de que la planificación de los nacimientos se ponga en práctica antes en los centros urbanos de renta media y superior acrecienta el desfase entre poblaciones ricas y poblaciones pobres.
La expansión de la población y su distribución se producen de manera extremadamente irregular, a impulsos de las dinámicas de la industrialización. La población tiende a concentrarse en los grandes centros de ocupación, dando lugar al surgimiento de fenómenos como la emigración y el urbanismo, que crean ingentes problemas al equilibrio del territorio y a las posibilidades de expresión efectiva de los particulares. A las incomodidades inherentes a las dificultades de inserción de poblaciones erradicadas de su hábitat originario, y por lo mismo de su cultura y de sus tradiciones, se añaden dificultades, no menos graves, debidas a las limitadas posibilidades de acogida a nivel de servicios, y sobre todo a la devastación del medio como resultado de un crecimiento tecnológico guiado por lógicas meramente productivas.
El El conjunto de estos datos estructurales concurre evidentemente a producir una radical transformación en la organización de la vida asociada. La gran movilidad geográfica y social pone en crisis los sistemas de parentesco amplio y determina el desarrollo de un modelo de familia restringida (o nuclear), marcada por la pérdida creciente de las funciones económicas y sociales. El contexto predominante de la gran ciudad, con la mezcolanza de población y de culturas, favorece el debilitamiento de los controles sociales informales y hace necesario el surgimiento de controles formales cada vez más rígidos para el mantenimiento del orden. El debilitamiento de los lazos íntimos con las personas queridas, y el anonimato debido a la masificación determinan actitudes de apatía y de anomía, pero generan sobre todo soledad y alienación subjetiva.
La formación académica adopta perfiles cada vez más especializados, sobre todo en el campo técnico-científico, mientras que la cultura se transforma en cultura de masas, contribuyendo a la uniformidad de los estilos de vida y de los modelos de comportamiento sobre la base de parámetros ampliamente influenciados por los intereses del poder económico y político. La división entre trabajo y tiempo libre alimenta la exigencia de participación en agrupaciones variopintas y eg manifestaciones culturales y recreativas de interés vario, mientras que las diferenciaciones sociales, muy acentuadas en una primera fase, se atenúan gradualmente por la aparición de una variada gama de posiciones intermedias.
La misma estructura política experimenta esta transformación. Se hacen, en efecto, necesarias formas amplias de participación y una seria renovación del modelo administrativo, en una óptica de mayor racionalización basada en la división técnica del traba] o.
La dinámica de desarrollo de la sociedad se caracteriza por un crecimiento constante del ritmo de cambio en todos los sectores de la vida. Esto no excluye, naturalmente, la existencia de frecuentes oscilaciones en los procesos por cuyo medio tiene lugar el desarrollo. Existen, en efecto, procesos que toman una dirección irreversible, mientras que otros sufren pesados contragolpes, llegándose a producir auténticas inversiones de tendencia. Y así, mientras la especialización tiende cada vez más a ampliarse, tanto a nivel del papel jugado por el individuo como a nivel de organización del trabajo y de la colectividad social, debido ello también a la innovación tecnológica, el estándar de consumo y la cultura popular adquieren una homogeneidad consistente. Más aún: mientras la racionalidad tecnológica favorece el crecimiento de actitudes secularizantes, persisten -e incluso parecen aumentar- formas de supervivencia religiosa vinculadas a un estado de disgusto existencial, casi de malestar ontológico, y a la imposibilidad de racionalizar algunos ámbitos de la vida, especialmente los que tradicionalmente determinan la pregunta por el sentido.
El proceso mismo de adquisición y de elaboración de valores ha experimentado profundas variaciones, según las etapas en las que ha ido articulándose el cambio social: desde la primera industrialización hasta la actual fase de germinación de la denominada sociedad posindustrial. La productividad como centro de interés, que favorecía valores como el trabajo y el ahorro, ha sido sustituida por el consumo con tendencia a valorar las necesidades subjetivas -a menudo incluidas también las inducidas y, consiguientemente, alienantes-, y con ellas el deseo de felicidad y de autorrealización. Además, la informatización actualmente en curso, que marca el tránsito hacia la sociedad posindustrial, introduce nuevas variables culturales y de valor, de difícil interpretación aún, y que, sin embargo, parecen favorecer el desarrollo de un lenguaje lógico-matemático destituido de la capacidad de valoración ética de la realidad y de la posibilidad de dar respuesta a las preguntas por el sentido.
El cambio en curso incide, pues, globalmente en la vida de la persona, a nivel individual y social, en el terreno estructural al igual que en el de la conciencia y de la producción de valores. El alcance y la profundidad de los fenómenos relacionados con él reclama responsabilidades no sólo de orden político, sino sobre todo de orden antropológico y ético.
2. ELEMENTOS DE ANTROPOLOGÍA Y DE ÉTICA DE LO "SOCIAL" HOY. La reflexión antropológica y ética sobre lo "social" ha adquirido en este período -en concomitancia con el cambio producido- un desarrollo cada vez más amplio. La cuestión de la relación interhumana ha acabado por ocupar un papel central en el marco de la búsqueda filosófica y teológica.
a) Antropología filosófica y antropología teológica. Las filosofías modernas -del marxismo al personalismo- han centrado cada vez con más insistencia la atención en el carácter social de la persona, aun evidenciando en ello aspectos diversos e incluso opuestos. Se debe a Marx el afianzamiento de lo "social" como parte constitutiva de la esencia de la persona, hasta el punto de que el individuo sólo es concebible y definible dentro de la comunidad humana, en cuanto comunidad estructurada bajo la guía de las leyes económicas.
No resulta del todo diferente la perspectiva de Dilthey, para quien, por un lado, ningún ser humano es concebible al margen de todas las determinaciones sociales que en él confluyen y, por otro, cada ser humano individual es un elemento modificador de la sociedad en la que vive.
Por su parte, la fenomenología y el existencialismo (Husserl, Heidegger, Jaspers y Sartre), al indicar que el individuo únicamente se autocomprende y actúa en relación con lo que se le presenta como lo otro distinto de él, ponen el acento en el hecho de que, en el interior de este horizonte que incluye todo el mundo de lo otro, aparecen determinados otros como sujetos con los que es posible entablar una relación personal. Esto equivale a decir que el Dasein (ser aquí) de la persona se define por un conjunto de objetos y de seres humanos; pero que, al mismo tiempo, la relación interhumana se califica por una precisa especificidad, por el hecho de que lospartner son ambos a dos sujetos, y por lo mismo irreducibles el uno al otro como instrumento. Esta relación intersubjetiva resulta, además, indispensable para la toma de conciencia de sí por parte de cada sujeto; o, si se prefiere, constituye un momento irrenunciable del proceso de realización de la propia esencia.
En la recogida de estas preciosas sugerencias y en su introducción en un sistema más amplio condensa su aportación el personalismo social de inspiración cristiana -basta recordar a J. Maritain y E. Mounier-, aportación tendente a recuperar el carácter esencial de la relación interpersonal y social en torno a algunos goznes, que se pueden sintetizar de la siguiente manera:
- el individuo no sólo no puede desarrollarse, sino que ni siquiera puede comprenderse al margen de la relación yo-tú. El auténtico perfeccionamiento de la persona esta vinculado al establecimiento y profundización de la relación intersubjetiva;
- la relación interhumana existe en la medida en que los diversos partner puedan todos ellos expresarse como sujetos (sin convertirse en objetos), es decir, cuando tenga lugar una auténtica relación entre personas. Esto significa que la relación debe vivirse bajo el signo del respeto de la alteridad propia y del otro, y no bajo el signo de la alienación o de la identificación;
- toda relación social, por lo tanto, se debe medir sobre la base de las posibilidades de realización interpersonal que ella permite. La relación social será tanto más positiva cuanto más favorezca el desarrollo de relaciones humanas auténticas y haga crecer el grado de la interpersonalidad;
- la relación interhumana, por último, está siempre mediada de alguna manera por las estructuras sociales y culturales, las cuales inciden de forma determinante en la vida de los sujetos individuales y en el desarrollo de las relaciones, sean éstas restringidas o amplias. Esta incidencia es hoy tanto más fuerte cuando son más extensos, en términos cuantitativos, los órdenes institucionales, y en razón también de la complejidad social y de la interdependencia de los diversos sectores de la convivencia humana. Aun sin aceptar el resultado del análisis marxista, para el que existe una primacía "metafísica" de la estructura sobre la persona, se puede hablar tal vez de una primacía "histórica", sobre todo si se piensa en la gran influencia que sociedad y cultura ejercen en los sujetos individuales y en las opciones personales;
- la cuestión central es, por tanto, la de las relaciones entre interpersonalidad y eficiencia. Grado de interpersonalidad y grado de eficiencia se presentan en la relación social como dos realidades no directamente proporcionales; incluso pueden parecer a primera vista antitéticas. Se impone, sin embargo, elaborar la relación entre ellas, teniendo presente su respectiva necesidad. Si, por una parte, la interpersonalidad es el valor fundamental, al que queda subordinada la eficacia, por otra, no se puede negar que la desatención a la eficiencia comporta la renuncia a hacer concreta la interpersonalidad en el plano histórico. Presentando la eficiencia como valor en sí, deslizándose, en otras palabras, hacia posiciones de eficacia -la tentación es muy fuerte en una época como la actual, dominada por el desarrollo de un modelo tecnocrático de gestión de la vida social-, se corre el riesgo de llegar a una inversión grave en la escala de valores, pagando el precio de reducir la persona a fines instrumentales; pero, por otra parte, renunciando por completo a la eficiencia en el campo social, además de convertirse en improductivos, se incurre en el peligro de despertar nostalgias autoritarias, que tienen consecuencias extremadamente graves para la vida de los individuos y de la colectividad. El equilibrio entre interpersonalidad y eficiencia es, pues, la cuestión de fondo que la antropología plantea a la ética.
Provocada por el intenso cambio social y por las sugerencias de la antropología filosófica, también la búsqueda teológica ha operado en estos años una revisión de los datos fundamentales del mensaje revelado, recuperando sobre todo el valor comunitario y social. En esta línea han ido desplegándose las líneas esenciales de una auténtica "teología de lo social", que ahonda sus raíces en el corazón mismo del evangelio.
En la base de esta teología hay que colocar al misterio trinitario, visto en su dimensión tanto ontológica como histórico-salvífica. La esencia misma de Dios se presenta en este marco como el resultado de una relación interpersonal, que tiene lugar en la reciprocidad de la donación. El Dios de la revelación cristiana no es un ser solitario, sino un Dios que vive en comunión de personas -Padre, Hijo y Espíritu Santo-, que se constituyen dándose. La naturaleza de Dios es, pues, una naturaleza en relación, más radicalmente aún, es la naturaleza de un ser cuya esencia es, en definitiva, donación interpersonal. La oración de Jesús "que sean todos uno, como tú, Padre, estás conmigo y yo contigo" (Jn 17,21) pone de manifiesto que el tipo de unidad interpersonal existente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu.es el tipo de unidad que Jesús desea para los humanos. La vida eterna, a la que estamos llamados y de la que ya somos partícipes, es, en otras palabras, la vida de Dios como donación interpersonal.
De esta vida, Jesús es el modelo histórico para los hombres. La encarnación y la pascua de Cristo son el testimonio de la posibilidad que tiene Dios de expresarse en una vida humana concreta, en cuanto caracterizada por la donación de sí mismo. Jesús es plenamente consciente de que, en la donación total que él hace de sí mismo al hombre, compartiendo la condición humana y ofreciéndose como víctima para la salvación de la humanidad, él da cumplimiento a la misión de revelador del Padre. La vida cristiana asume las connotaciones de seguimiento de Jesús, en el sentido de participación profunda en sus misterios y de imitación de su estilo de existencia, cuyo motivo dominante es el amor.
La caridad es, pues, el principio ético fundamental, en torno al cual gira la existencia cristiana. La vida del creyente es vida de amor como donación de sí mismo al otro (Rom 13,9-10; Un 4,20). Dándose totalmente a los hombres, Dios solicita de ellos la respuesta de una donación igualmente total (Mt 25,31-46). Por lo dicho resulta evidente que la caridad, entendida como donación de sí mismo al prójimo, no es sólo una virtud por cuyo medio se consigue la vida eterna, sino que es ya participación en esa vida y en el misterio de Dios, aunque parcialmente y en la imperfección de la actual situación (1Cor 13). De ello se deriva el que la transformación de toda relación entre personas en relación interpersonal, caracterizada por la donación de sí mismos, constituye el deber moral supremo del cristiano. El fundamento de una ética social cristiana deberá, pues, buscarse en la capacidad de virar toda relación humana como relación de amor, es decir, en la apertura constante a una interpersonalidad cada vez mayor, la cual sólo tiene lugar en la medida en que las relaciones humanas tienden a la totalidad de la donación recíproca.
b) Perspectivas de una ética social inspirada cristianamente. No resulta difícil, a la luz de las premisas dadas, individuar las líneas maestras de una ética social inspirada en el cristianismo. El núcleo preliminar e ineludible es, ante todo, la relación justicia-caridad. Si es, en efecto, verdad que la caridad representa lo "específico" de la ética social cristiana, lo es igualmente que la caridad no puede encarnarse concretamente sin una referencia bien delimitada a la justicia, la cual define los ámbitos del compromiso humano en la ópticade un marco de derechos que hay que salvaguardar absolutamente.
La parábola histórica recorrida por el cristianismo en el curso de su desarrollo dentro de la cultura occidental no ha sido siempre lineal al respecto. La tradición de los orígenes, caracterizada por una fuerte atención a la justicia social -piénsese en el pensamiento patrístico y en el medieval-, fue sustituida en época moderna por la tendencia a privilegiar la justicia privada o individual. Los tratados de moral, que se desarrollaron sobre todo a partir del siglo xvn con el nacimiento del tratado De iustitia et jure, se han caracterizado por una visión de la justicia exclusivamente conmutativa y distributiva. A acentuar esta orientación han contribuido de manera decisiva el afianzamiento de la ideología liberal y del sistema capitalista-burgués en concomitancia con el crecimiento de la sociedad industrial. La práctica de la justicia parece reducirse a la relación entre individuos, no vistos como solidarios entre sí, y el contenido de la misma remite de hecho a la medición objetiva de las prestaciones, sin atención alguna al aspecto subjetivo.
Esta perspectiva, sin embargo, no se corresponde con la línea más genuina de la tradición cristiana, para la que la justicia, entendida como justicia social, constituye la primera forma de la caridad, en cuanto que por medio de ella se afianza la exigencia de construir la sociedad sobre la base de la tutela y promoción de algunas instancias humanas fundamentales. Justicia social y caridad no pueden, pues, concebirse como virtudes paralelas o, menos aún, como competidoras, sino como dos momentos igualmente necesarios de un proceso tendente a la promoción humana global. La caridad no puede prescindir de la justicia como punto de partida, como referente esencial e ineludible; si bien es cierto que después la caridad termina por trascender a ,ajusticia, en cuanto que, más allá de la atención a la salvaguarda de los derechos humanos esenciales, introduce una atención más intensa a las exigencias, nunca objetivables del todo, de las personas individuales e impulsa a quien la practica a renunciar incluso al propio derecho a fin de afianzar el del otro de acuerdo a la lógica de la donación total. En otras palabras: la justicia es la respuesta a las necesidades de la persona, mientras que la caridad tiene como objetivo más radical el de acoger el deseo inexpresado y darle después satisfacción. La justicia, además, tiende por su naturaleza al afianzamiento de los derechos recíprocos; la caridad, ala realización de una economía de la donación recíproca. No existe, pues, caridad sin justicia, pero la cardad es mayor que la justicia, pues por medio de ella el hombre entra plenamente en el horizonte del misterio divino y es capaz de traducir eficazmente su sentido en la vida cotidiana.
El dinamismo de justicia-caridad, que constituye el marco formal en el que quedan insertas las opciones de carácter social del creyente y de las comunidades cristianas, debe traducirse en una serie de orientaciones históricamente situadas en estrecha relación con el análisis de la realidad actual, y por ello mismo de las demandas y de los estímulos que de ella derivan. La cultura de nuestro tiempo se caracteriza en este punto por la superación de una concepción fatalista de la sociedad, es decir, por la toma de conciencia de que las estructuras e instituciones en que se articula la convivencia humana no son datos ineluctables, sino que están vinculadas a opciones precisas de individuos y de grupos. El proceso de secularización ha contribuido positivamente a enfocar la constante interacción dialéctica existente entre opciones humanas y estructura social, acrecentando la percepción de la responsabilidad de cada uno hacia los demás y, consiguientemente, el deber moral de la participación. Resulta cada vez más claro que nadie puede substraerse al compromiso de construcción de la vida social y que no existe al respecto la posibilidad de adoptar una actitud de neutralidad, ya que incluso la no-opción constituye ya de hecho una opción en la dirección del mantenimiento de lo existente.
Pero el aspecto de mayor novedad en la actual fase histórica lo constituye la interdependencia cada vez más estrecha entre los diversos sectores de la actividad humana y, más en general, entre los diversos pueblos de la tierra. Ningún sector de la sociedad puede aislarse de los demás, ya que las modificaciones que se verifican en su interior tienen repercusiones inmediatas en el entero articulado de la vida asociada. Además, la posibilidad técnica de comunicación y colaboración entre todos los hombres distribuidos en cualquier parte del mundo, unida a la complejidad de los bienes requeridos, hace que la actividad de cualquier sector tienda a adoptar formas de relación y de incidencia que superan cualquier confín de Estado y de bloques. Esto comporta, por un lado, el hecho de que la familia humana viva en un sistema de equilibrio caracterizado por entendimientos manifiestos o escondidos y, por otro, que exista la posibilidad de que pocos centros de poder real estén en condiciones de dominar todo el arco de la vida colectiva a nivel internacional.
Surge así la exigencia de examinar toda opción que se desarrolle en un sector de la actividad humana dentro del marco unitario de todos los sectores y, en términos más amplios, de verificar las opciones de una nación en relación con los reflejos que tengan en las otras. Si es verdad, como lo es, que no existen ya Estados ni bloques de Estados enteramente autónomos, sino que toda opción de un Estado está condicionada por las opciones previas de otros Estados y, a su vez, condiciona las opciones futuras de éstos, es preciso entonces reconocer que las situaciones de opresión en que viven pueblos enteros de la tierra -los del sur del mundo- son el fruto de decisiones económicas, políticas y militares tomadas en otra parte, es decir, en el área del norte del mundo.
El carácter, pues, global de la situación de la familia humana comporta el riesgo de la /ideología; en otras palabras, la tentación de que el bien social se teorice a cargo de un sistema coherente de principios y valores que expresen un ideal de convivencia humana elaborado por un grupo y convertido por él en objeto de la propuesta política propia. La necesidad de una ordenación para la vida asociada parece evidente, sobre todo hoy; pero existe el peligro de que nazca en el interior de una cultura particular y de un determinado contexto social -el históricamente hegemónico- y que tienda a imponerse como absoluta y exclusiva, olvidando la insuficiencia y la contingencia propias. Por otra parte, no es menos censurable la posición contraria, que va afianzándose cada vez más como reacción a este estado de cosas: el rechazo radical de las ideologías que, a su vez, se constituye en ideología negativa. Detrás de esta postura se esconde, en efecto, una total ausencia de valores e ideales comunes y, consiguientemente, la tendencia a concebir la acción social como pura defensa de intereses particulares sin una decidida orientación al bien de la colectividad.
Por todo ello, el principio de la justicia-caridad, que es el principioguía de la vida social del creyente, adquiere una clara tonalidad política.
La superación de una visión sacralizada de la sociedad y de sus instituciones conduce a un ahondamiento en la conciencia política, a la vez que el conocimiento de la interdependencia de las estructuras y de los pueblos, es decir, del ensanchamiento del universo de las relaciones, dilata indefinidamente el campo. La justicia social se transforma en justicia internacional, y la caridad no puede menos de hacer suyas las mismas connotaciones universales, abriéndose a las exigencias de todos los hombres y aceptando realísticamente las mediaciones estructurales, sin por ello faltar a su identidad originaria de virtud caracterizada por la atención al misterio de cada persona y por la tendencia a la donación total.
Por otra parte, insertándose en la vida de los actuales procesos de cambios, la inspiración cristiana se convierte en elemento crítico de enorme importancia para reaccionar tanto a la tentación de la totalidad ideológica como al peligro, no menos grave, del abandono de toda referencia ideal. El mensaje evangélico, en efecto, sale al paso, en nombre de la esperanza escatológica de la pretensión de cualquier ideología y de cualquier sistema social de erigirse en un absoluto; pero, al mismo tiempo, proclama que es posible una continua liberación humana, a condición de que el esfuerzo de transformación de la vida social se construya en la óptica de la adhesión a un marco de valores irrenunciables, que tienen su fundamentación en la lógica del reino ya presente en la historia.
La ética social encuentra así sus raíces y su dinamismo y resulta ser momento esencial de la producción de orientaciones de sentido que garanticen a la vida asociada un desarrollo coherente y eficaz, transformándola en espacio real de promoción de toda la persona y de todas las personas.
II. Posibilidades y límites de la "doctrina social" de la Iglesia
El cambio social descrito y el desarrollo de la reflexión antropológica y ética sobre "lo social" constituyen el contexto en el que hay que situar el magisterio social desarrollado en el curso de este último siglo. La forma que ha asumido este magisterio es, como ya ha quedado dicho, la de la "doctrina social", cuyo modelo no obedece, sin embargo, a una versión unívoca y homogénea, sino que presenta caracteres diversos según los distintos momentos históricos en que se elabora. La "doctrina social" sigue, en efecto, los pasos de las consistentes y rápidas modificaciones de la sociedad en sus diversas etapas. Ello comporta no sólo una diversa acentuación de los contenidos expresados, sino también un profundo cambio de la estructura formal y, más en general, del modo de aproximarse a la realidad social.
I . LA "DOCTRINA SOCIAL" DE LA IGLESIA, A DISCUSIÓN. El análisis de la "doctrina social" no puede prescindir de la atención a las críticas que se le han hecho, tanto en el ámbito de la cultura laica como dentro del propio mundo cristiano.
a) Críticas provenientes del área marxista. Entre las posturas de la cultura laica merecen un puesto particular las provenientes del área marxista, la cual tiende a considerar la doctrina social cristiana como una amalgama de principios diversos, mediante los cuales la Iglesia busca de hecho la defensa de la ideología burguesa. Lo que principalmente evidencia el mundo marxista es la finalidad utilitarista que mueve a las intervenciones de la Iglesia, es decir, el hecho de que estas intervenciones estarían dictadas por el miedo a perder terreno respecto a algunas categorías sociales y a algunas regiones del mundo, que corren el riesgo, en sus movimientos hacia adelante, de escapar al control eclesial. Este sentimiento interesado explicaría la aparición tardía de las intervenciones -estimuladas por la cada vez mayor influencia del marxismo en algunas áreas de la realidad social- y, sobre todo, la ausencia de posturas radicales. La propuesta elaborada no tomaría, en efecto, nunca en serio la posibilidad de eliminar el orden existente, sino que se limitaría a denunciar sus abusos, vistos como datos accidentales, y a individuar eventuales formas de perfeccionamiento de las estructuras sociales mediante la mejora de las relaciones intersubjetivas, es decir, a través del camino de la moralización. Por otro lado, la justificación del orden establecido encontraría su última razón de ser, a nivel teórico, en la lectura de la sociedad hecha mediante la referencia a la categoría de l ley natural, categoría que legitimaría una interpretación estática y conservadora de la realidad.
Aun reconociendo el salto cualitativo que la Iglesia ha dado a partir del Vat. II, sobre todo en lo concerniente a sus posturas en materia social, la cultura marxista no reduce sus críticas. La categoría de los "signos del tiempo", que introduce en el análisis del hecho social una clave interpretativa de carácter histórico en sustitución de la clave de carácter naturalista del pasado, estaría en realidad, al decir de los marxistas, viciada de entrada por una precomprensión de orden teológico. La historia, en efecto, no estaría reconocida en su originaria y radical autonomía, sino que estaría subordinada a exigencias y valores de orden trascendente; las tensiones y desórdenes existentes no estarían, por tanto, científicamente interpretados como efecto de estructuras sociales objetivamente injustas, sino que se explicarían más bien recurriendo al egoísmo humano, fruto del pecado.
Este planteamiento explicaría el contraste que aflora a menudo en las posturas magisteriales (siempre al decir de los marxistas) entre los valientes enunciados doctrinales y las insignificantes sugerencias operativas, contraste apreciable incluso en documentos que el mundo marxista considera de gran interés, como la Gaudium et spes y la Populorum progressio. A la solemne afirmación de la primacía de la justicia social y de la igualdad entre los hombres no se equipararía una condena igualmente severa de las desigualdades económicas y sociales existentes; al diagnóstico puntual y dramático de los graves conflictos existentes en el mundo actual no se correspondería una denuncia igualmente valiente de las causas que los producen, es decir, del sistema capitalista, al que, más que refutársele, se le pediría sólo introducir algunos correctivos. Lo que faltaría, en definitiva, a la doctrina social, sea en su elaboración originaria como en la más actualizada del posconcilio, sería la coherencia de las deducciones, coherencia que estaría ausente sobre todo por el fuerte prejuicio antimarxista derivado de la rígida vinculación que la Iglesia habría establecido siempre entre lectura materialista de la sociedad y ateísmo.
b) Más recientes, aunque no menos duras, son las críticas formuladas al planteamiento de la "doctrina social" en el frente liberal-burgués. La contestación al respecto se apoya a menudo en el presunto carácter atrasado del análisis social del mundo católico, al que se le acusa de formular la condena misma del capitalismo en base a un modelo abstracto e históricamente inexistente.
Pero el nivel más radical de la crítica atañe directamente al presupuesto al que desde siempre ha remitido la doctrina de la Iglesia para intervenir en el campo de la vida económica y social: la legitimidad de un juicio ético en relación con los procesos que tienen lugar en esos ámbitos. La ideología liberal-burguesa reivindica, en efecto, en términos cada vez más radicales la autonomía de las leyes económicas, las cuales tienen fines propios y racionales que corresponden al acrecentamiento de la riqueza mediante la producción de bienes y servicios, y no fines sociales irracionales, que guardan relación con la repartición de la riqueza. Emblemático al respecto ha sido el movido debate sobre el tema de lo "superfluo" (no sólo individual, sino sobre todo de las naciones), abierto en el ámbito de la opinión pública occidental como consecuencia de la promulgación de la Populorum progressio. El variopinto abanico de opiniones formuladas, que van desde la negación pura y simple de la existencia misma de lo superfluo entre las naciones hasta consideraciones de carácter más estrictamente económico -como las relativas a la necesidad de equilibrio en la balanza de pagos con el exterior para salvaguardar el sistema monetario- y otras de carácter más directamente moral acerca de las responsabilidades de los pueblos destinatarios, deja entrever que en la raíz de todas ellas se encuentra la reivindicación de una absoluta autonomía de lo económico y de lo social frente a cualquier intromisión externa, y por lo tanto el rechazo de la doctrina de la Iglesia, ya que, por su naturaleza, la Iglesia reivindica espacio para un juicio superior dado en nombre de valores irrenunciables y de una visión global del bien humano.
c) , Más articuladas y merecedoras de atenta consideración son las criticas hechas a la "doctrina social" de la Iglesia en su concreta sedimentación histórica dentro del propio mundo cristiano. Formuladas originariamente en términos más drásticos por los ambientes protestantes, estas críticas han pasado progresivamente a algunos sectores del mundo católico, concurriendo a poner en tela de juicio la expresión misma de "doctrina social".
Lo que en este caso se cuestiona es la posibilidad de construcción por la iglesia de un proyecto social coherente, capaz de mediar entre los grandes valores contenidos en la palabra de Dios y las decisiones de carácter técnico concernientes a la regulación de la sociedad industrial. Se dice al respecto que la Iglesia ha intentado de hecho esta mediación a través de la elaboración de una reflexión que se mueve en tres niveles: el nivel de la ética bíblica, es decir, de la organización de sugerencias de valor provenientes de la revelación, vetero y neotestamentaria, que guardan relación con la vida de la sociedad; el nivel de la mediación filosófica, para el que se utilizan categorías de filosofía social, tomadas de modo particular de la tradición aristotélico-tomista; por último, el nivel de la crítica de las ideologías existentes (liberalismo capitalista y colectivismo marxista), valorando sus propuestas a la luz de los presupuestos precedentes. Analizando en detalle estos tres niveles de intervención se observa, sin embargo -manifiestan los exponentes de esta crítica- que tal construcción, en apariencia coherente, no siempre tiene un fundamento sólido.
O La exégesis bíblica, que en estos últimos años ha adquirido un corte rigurosamente científico y que se ha abierto sobre todo a las aportaciones de la hermenéutica histórica, evidencia el carácter problemático de la utilización de categorías como la de la revelación para interpretar las situaciones actuales. Si es verdad, como lo es, que se encuentran a menudo en el AT tomas de postura de carácter social, encaminadas a condenar la injusticia y a defender la condición de los pobres -piénsese en particular en la literatura profética-, no lo es menos que tales enseñanzas se insertan en un contexto profundamente diferente y difícilmente comparable con el actual, y que, además, la actitud de fondo de la que parten los textos veterotestamentarios es una actitud exquisitamente religiosa. Conceptos bíblicos como el de "justicia", que tiene una clara referencia teologal y que se desarrolla en una situación particular -la situación de un pueblo de orientación teocrática, en el que las alianzas políticas son enjuiciadas en base al querer divino-, no pueden ser recuperados sin un proceso serio de reinterpretación y, sobre todo, no pueden ser cargados con el mismo significado que han adquirido en nuestros días.
Análogamente, las afirmaciones del NT que contienen referencias a "lo social" presuponen la presencia de un marco cultural decididamente diverso del actual. La predicación del reino hecha por Jesús evidencia la estrecha vinculación existente entre la situación escatológica y la conversión moral, pero no busca resolver directamente los problemas concretos de la realidad económica y social. Jesús se sitúa por encima y más allá de las instancias de carácter inmediatamente político-social, para las que, por lo demás, remite al orden de la creación, que sigue manteniendo valor en sí mismo (cf Mc 10,2-9; Mt 5,43-45).
La actitud de Pablo se presenta en este aspecto todavía más enigmática, e incluso contradictoria. Unas veces, en efecto, parece violentamente anticonformista (Rom 12,2), mientras que otras parece adoptar posturas de exasperante conformismo, sobre todo cuando afronta cuestiones relativas al orden social. Piénsese en su modo de afrontar temas como el respeto a la autoridad (Rom 13), la lealtad política (Flp 3,20), la aceptación de la propia condición (1Cor 7,17-24). Su preocupación fundamental no es la modificación del orden establecido, es decir, de los modelos sociológicos imperantes, sino la transformación interior de la persona y de las relaciones interhumanas. Sus consejos morales están tomados de la sabiduría de la época, y no pueden, por tanto, ser generalizados. El impulso proveniente del mensaje paulino es a vivir hasta sus últimas consecuencias la novedad evangélica como novedad interior, sabiendo que esto comportará como consecuencia un cuestionamiento desde dentro de las lógicas subyacentes a las estructuras y a las instituciones de la sociedad, y que favorecerá el cambio.
Resulta, pues, difícil encontrar en la revelación indicaciones precisas para la solución de los actuales conflictos sociales. Lo que de ella se puede extraer es el estímulo a una continua renovación, cuya trayectoria, sin embargo, deberá buscarse por medio de la elaboración de mediaciones culturales precisas, vinculadas a la capacidad de lectura y de interpretación de la situación presente.
- No resulta diferente, sino incluso más arduo, el problema relativo a las categorías filosóficas y, más en general, antropológicas utilizadas para elaborar la "doctrina social". Las dificultades que surgen en este campo son atribuibles por un lado, a la progresiva pérdida de significado de las categorías tradicionales, tomadas del sistema aristotélico-tomista, como incapaces de interpretar la actual situación de complejidad social; por otro, a la imposibilidad de dar con formas de pensamiento válidas para todos los contextos en un mundo heterogéneo y pluralista como en el que vivimos. Surge así la sospecha de que la "doctrina social" de la Iglesia no es otra cosa que un sistema ideológico, análogo al de las otras ideologías sociales, con una angulación determinada de lectura de la realidad y con la pretensión de dar curso a una práctica de intervención política según criterios antropológicos y culturales que nada tienen que ver con una inspiración cristiana.
- La crítica de las ideologías, por último, parece convalidar lo que se acaba de decir. La Iglesia ha concebido de hecho la "doctrina social" como una especie de vía intermedia o de "tercera vía", de marchamo personalista y comunitario, tendente a rechazar los dos extremos opuestos del liberalismo y del colectivismo. Resulta legítimo preguntarse al respecto si este planteamiento no peca de abstracción; es decir, si se ha demostrado históricamente capaz de proponer un sistema concreto o si, más bien, no se ha limitado a áridos enunciados de principio, condescendiendo con afirmaciones viciadas por un estéril moralismo carente de salidas operativas. Más aún: resulta legítimo preguntarse si la propuesta de la Iglesia no se ha convertido en realidad en prerrogativa de una política particular, suministrando protección y posibilidades de expansión a grupos, movimientos y partidos transformados peligrosamente en instituciones cristianas.
No se puede, por otra parte, desconocer que las ideologías tradicionales -marxismo y liberalismo- han experimentado una notable transformación, y que las comunidades cristianas viven hoy en sistemas ideológicos diversos, con los que se ven obligadas a establecer formas de confrontación y de diálogo. Esto impone a la Iglesia una aproximación a las ideologías caracterizada por una mayor cautela y por un juicio más articulado; en otros términos, impone la formulación de una postura crítica, dirigida más a desmitificar las pretensiones de totalidad de las ideologías que a cuestionar sus contenidos particularizados.
Las críticas expuestas, aunque de naturaleza y de valor diversos, adquieren una importancia determinante en la valoración general de los modelos históricos mediante los cuales ha producido la Iglesia su "doctrina social"; y revisten un gran significado para la redifinición de los presupuestos en base a los cuales repensar la intervención del magisterio en materia social.
2. EL CAMINO HISTÓRICO DE LA "DOCTRINA SOCIAL" DE LA IGLESIA. Es esencial, al respecto, reconstruir en perspectiva histórica los elementos fundamentales que constituyen la plataforma en la que ha basado la Iglesia su intervención en el campo social. La "doctrina social" de la Iglesia está contenida en un conjunto de documentos, que van de la Rerum novarum, de León XIII (1891), a la Centesimus annus, de Juan Pablo II (1991).
Entre ellos merecen ser recordados además de los dos citados, la encíclica Quadrogesimo anno, de Pío XI (1931); el radiomensaje de pentecostés de Pío XII (1951); las encíclicas Mater el magistra (1961) y Pacem in terris (1963), de Juan XXIII; la constitución pastoralGaudium el spes, del Vat. II (1965); la encíclica Populorum progressio (1967) y la carta apostólica Octogesima adveniens (1971), de Pablo VI; el documento del sínodo de los obispos Justicia en el mundo (1971), y, por último, la Laborem exercens (1981) y la Sollicitudo re¡ socialis (1988), de Juan Pablo II.
A través del conjunto de estos documentos ha ido tomando cuerpo un sistema de aproximación a la realidad social, centrada en determinadas categorías interpretativas, que se han visto sometidas a un notable proceso de transformación interna.
a) La categoría central, que sirve de fondo a todas las intervenciones y constituye el horizonte en el que se enmarcan el juicio de la Iglesia sobre "lo social" y su propuesta de cambio, es la de justicia social. Desde este punto de vista, la "doctrina social" de la Iglesia ha representado desde el comienzo un importante momento de innovación. El afianzamiento del liberalismo en el campo económico y social había, en efecto, conducido a la producción de un falso concepto de justicia, reducido tendencialmente a la justicia conmutativa, entendida como relación de igualdad objetiva de prestaciones mutuas entre sujetos no solidarios. Los manuales morales tradicionales, apartándose en esto de la doctrina tomista, acabaron asumiendo este planteamiento. Las encíclicas sociales, a partir de la Rerum novarum, recuperan el puesto central del concepto de "justicia social", eliminando los prejuicios al uso, que veían en la justicia social una justicia de segunda clase, cuyas obligaciones se añadían alas de la justicia conmutativa -la verdadera justicia-, y no gozaban, por tanto, de la misma fuerza de obligación.
El magisterio de la Iglesia invirtió esta óptica, afirmando la primacía de la justicia social y de sus exigencias, que deben jugar un papel concreto en la determinación del contenido de las relaciones de justicia particular, sea ésta conmutativa o distributiva. Objeto, en efecto, de la justicia social es conjuntamente el bien de todos y de cada uno, porque ella tiende, en términos directos e inmediatos, al bien común humano, y en términos mediatos, al bien particular de cada persona. Esto equivale a decir que la justicia social puede ser identificada pura y simplemente con la justicia, de la que las diversas formas de justicia párticular son únicamente especificaciones.
Esta perspectiva, presente en todo el desarrollo de la "doctrina social", ha ido, sin embargo, profundizándose gradualmente en las diversas intervenciones. La Mater et magistra, sustituyendo la expresión ` justicia social" por "justicia y equidad" (cf nn. 21, 24 33, 75, 77), que tiene resonancias bíblicas (cf Col 4,1) y patrísticas, trata sobre todo de poner el acento en la concreción de la justicia. La fórmula fue, en efecto, muy usada por los padres de la Iglesia (Lactancio, Jerónimo, Basilio, Juan Crisóstomo, Agustín) para significar la participación de todos en una misma suerte, y la retomó Juan XXIII para resaltar con fuerza las exigencias reales de la justicia en el marco de las relaciones económico-sociales. La equidad pertenece constitutivamente a la justicia social, pero indica al mismo tiempo el modo concreto como ésta debe adecuarse a la variedad de situaciones, tendiendo a conjugar indivisiblemente y a respetar armónicamente los aspectos personales y los aspectos sociales. La relación entre justicia particular y justicia social adquiere en este contexto una ulterior clarificación en orden a la inseparabilidad de ambas. La persona es por esencia un ser social; pero es al mismo tiempo fin, y no medio, de la vida social. Esto significa que el verdadero bien de la comunidad humana debe ser referido trascendentalmente al bien de las personas que la componen, las cuales, a su vez, están ontológicamente ligadas por vínculos de comunión solidaria anteriores a toda organización social concreta.
En la Populorum progressio se encuentra una ulterior elaboración del concepto de "justicia social", al ponérsele en estrecha relación con la visión del "humanismo total", que se halla en la base de toda la reflexión de la encíclica, para la que el desarrollo debe involucrar a "toda la persona" y a "todas las personas". Las exigencias de la justicia social deben medirse, pues, en relación con la promoción integral de cada persona en todas sus dimensiones, es decir, en el respeto a la globalidad de sus dones y de su vocación, y, al mismo tiempo en relación con la promoción global de toda la humanidad.
La cuestión social no puede ya limitarse a las relaciones entre las clases dentro de una nación, sino que tiene que mirar a las relaciones entre los pueblos, prestando particular atención a los más pobres y menos desarrollados del tercer mundo. El concepto de justicia social se amplia así a nivel internacional y mundial y tiende a identificarse con el concepto de desarrollo de los pueblos, condición necesaria para la realización de la paz. La posibilidad de traducción operativa de la justicia social está, además, ligada a su estrecha vinculación a la caridad, de la que no se puede separar nunca (n. 22).
En la misma perspectiva se mueve la Sollicitudo re¡ socialis. Partiendo del análisis de la estrecha interconexión existente entre los males del subdesarrollo y los males del superdesarrollo (nn. 17-20), Juan Pablo II pone de manifiesto la necesidad de superar el actual modelo de desarrollo, basado en la pretensión iluminista de un progreso ilimitado y vinculado a una concepción economicista de la vida. El camino indicado es el de la finalización del desarrollo en la persona mediante la adopción de un "parámetro interior" que permita la promoción de la persona en su totalidad y garantice al mismo tiempo el respeto de la fundamental igualdad de las personas y de los pueblos (mi. 27-33).
La visión humanista del desarrollo elaborada por Juan Pablo II -toda la persona y todas las personas- queda plenamente asumida e integrada en un marco más amplio, debido a que se subraya la necesaria atención a prestar a la relación persona-medio ambiente, con la mirada puesta sobre todo en la posibilidad de auténtico crecimiento humano para las generaciones futuras (n. 34). El concepto de "justicia social" se amplía así ulteriormente, incluyendo la dimensión cósmica del bien humano, la cual representa un elemento constitutivo de la persona como ser-en-el-mundo.
b) Con la categoría de "justicia social" se relaciona directamente la interpretación que la "doctrina social" ha venido formulando sobre larelación de la persona con los bienes económicos. Hay que reconocer al respecto que los documentos del magisterio manifiestan una clara y sorprendente evolución interna. La preocupación inicial de la intervención de la Iglesia es sobre todo la defensa del principio de la l propiedad privada. Frente a la amenaza del colectivismo totalitario, la Rerum novarum, influenciada en parte por las concepciones liberales de la época, reivindica la necesidad natural y la inviolabilidad absoluta del derecho de propiedad (n. 19). Una posición análoga se encuentra en la Quadragesimo anuo, en la que empieza, por otra parte, a abrirse camino la distinción entre derecho y ejercicio del derecho. Se condenan moralmente el abuso y el no uso de la propiedad en nombre de la función social esencial que ella tiene, sin que pueda, sin embargo, hablarse de extinción del derecho.
Un significativo paso adelante se encuentra en cambio, en el radiomensaje de pentecostés de Pío XII. En él se establece claramente la existencia de una precisa jerarquía de valores entre el derecho prioritario de todas las personas al uso de los medios necesarios para la vida y el derecho de propiedad. Por otra parte, considerando a la propiedad privada un instrumento esencial para la tutela y expansión de la libertad de la persona y de la familia, el pontífice propugna el acceso de todos a ella y resalta la exigencia de la intervención del Estado a fin de favorecer una equitativa distribución de la misma.
Las profundas transformaciones de la estructura y organización sociales acaecidas en época más reciente estimulan después a la Mater el magistra a redefinir el concepto mismo de propiedad. Ésta, en efecto, no sólo no puede ser ya identificada con la propiedad agraria, como acontecía en el marco de una sociedad rural, sino que ni siquiera coincide ya, en sentido total, con la posesión de los medios de producción. La disociación creada, sobre todo en la gran empresa, entre posesión de los medios y responsabilidades directivas, obliga a sustituir cada vez más la noción de propiedad por la de poder de disposición sobre los bienes, es decir, de dominio efectivo en relación a éstos. Este cambio de significado va acompañado, por otra parte, por la pérdida de valor de la propiedad como baluarte de la autonomía de la persona, debido a que la evolución del "estado social" crea espacios para el surgimiento de otras posibles garantías, como los seguros y la previsión social, la participación en la renta nacional y las capacidades profesionales.
Una posición análoga se expresa en la Gaudium el spes (nn. 69-71), en la que se omite significativamente el empleo de la categoría de "derecho natural" para definir el derecho de propiedad y en la que el concepto mismo de propiedad queda enmarcado en el concepto más amplio de "poder sobre los bienes".
El punto de llegada de este proceso, que conduce a una auténtica inversión de la perspectiva según la cual el magisterio social había formulado originariamente la relación de la persona con los bienes económicos, lo constituye la Populorum progressio. Apelando a una concepción humanista del desarrollo centrada en la primacía del ser, y redefiniendo en dimensión planetaria el sentido de la solidaridad entre las personas, Pablo VI establece ante todo el principio del destino universal de los bienes (n. 22). Los bienes materiales han sido creados por Dios y puestos a disposición de la persona para que ésta pueda realizar su fin, es decir, vivir y alcanzar la plena -promoción humana. Si esto es así, resulta entonces evidente que toda persona tiene el derecho de obtener de los recursos de la tierra todo lo necesario para la satisfacción de sus propias necesidades.
Este principio, que debe formar parte de los fundamentos de cualquier ordenamiento económico-social, pertenece al mismo orden de cosas querido por Dios, y comporta, por consiguiente, una equitativa distribución de los bienes de la tierra según criterios de justicia y de caridad. Se sigue de él que "la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto" (n. 23), es decir, que las exigencias de la misma están subordinadas a las exigencias más generales y de valor prioritario constituidas por la posibilidad que deben tener todos de una realización plenamente humana. Esto equivale a decir que la propiedad privada debe ser considerada medio, y no fin, y que debe ser relativizada, tanto en lo que respecta a sus formas históricas como a su significado. La óptica adoptada por la Populorum progressio, que, por otra parte, recupera la más genuina enseñanza de la revelación y de la tradición cristiana -véanse las constantes referencias a las fuentes patrísticas-, lleva a la admisión explícita del derecho de expropiación por parte del Estado (nn. 24 y 33; cf también GS 75) en nombre de restablecimiento de la armonía entre exigencias individuales y exigencias comunitarias, armonía que no puede ser resultado del juego espontáneo de las leyes económicas; y lleva sobre todo a resaltar que el uso de los beneficios debe hacerse según criterios caracterizados no por la búsqueda exclusiva del interés propio, sino del de la colectividad, es decir, debe tener en cuenta la totalidad de las exigencias de la familia humana, evitando despilfarros y alienaciones de capitales, que terminan por dañar alas capas más débiles y de la población (mi. 24, 48-49).
Es interesante indicar que este planteamiento determina un vuelco radical en el modo tradicional de plantear la pregunta sobre lo "superfluo". No es ya, en efecto, posible preguntarse a partir de qué cantidad de mis legítimos haberes estoy obligado a distribuir lo que me resulta superfluo, sino que hay que reformular la pregunta en los siguientes términos: ¿hasta qué punto puedo yo apropiarme y reservar para uso exclusivo mío determinados bienes otorgados primordialmente para uso de todos? En el primer caso, la premisa subyacente es la intangibilidad absoluta del derecho de propiedad; en el segundo, en cambio, es el principio del destino universal de los bienes. Lo "superfluo" no es, pues, únicamente lo "de más" a distribuir, sino más bien todo aquello de lo que uno no debe apropiarse, habida cuenta de la situación total en que se encuentra la humanidad.
c) Se intuye fácilmente que el concepto de ` justicia social" y la interpretación que el magisterio de la Iglesia ha dado de la relación de la persona con los bienes económicos constituyen el presupuesto en el que se basa la visión del ordenamiento social y político mismo. El principio originariamente formulado al respecto por la "doctrina social" ha sido el de "subsidiariedad", por el cual la intervención del Estado y de las instituciones públicas en general se legitimaba únicamente como auxiliar, es decir, como integración de la actuación de los grupos sociales intermedios allí donde surgen exigencias de bien común más general.
Enunciado por primera vez por la Quadragesimo anuo y retomado por la Summi pontificatus, el principio ha contribuido sin duda a la defensa del individuo y de las sociedades intermedias frente al superpoder del Estado absoluto. Pero es innegable que su radicalización justificada incluso en el plano histórico por el conflicto entre Estado e Iglesia, característico de la época modernadeja entrever el influjo de la ideología liberal, siendo, por ello mismo, producto de una visión excesivamente individualista de la persona y de la vida social.
Resulta, por tanto, lógico que se asista en el desarrollo de la "doctrina social" a una integración del mismo en un principio más amplio y más determinante: el de "solidaridad". En otras palabras, el principio de subsidiaridad, aun conservando una validez indiscutible, es considerado cada vez menos como el principio constitutivo de la doctrina de la Iglesia y es utilizado justamente como un principio, por caerse en la cuenta de que la defensa, ciertamente legítima, del individuo frente al poder político no puede constituir el criterio último promotor y justificante del asociacionismo humano. Se está afianzando, pues, como principio inspirador de la vida social el principio de l solidaridad, para el cual todo ser humano es corresponsable del bien de cualquier otro ser humano y de las formas asociativas por cuyo medio se realiza ese bien.
Este principio, que recupera su puesto central en la Gaudium et spes, tiene su expresión plena en la Populorum progressio. La afirmación de la primacía de la persona humana, considerada como fin de todo auténtico desarrollo (n. 14), en contraste tanto con la concepción capitalista como con la marxista, comporta prestar atención a su promoción integral y universal (nn. 17 y 43). Esto significa que el bien humano es el bien de toda la persona, realizado mediante el desarrollo armónico de todos los aspectos de su personalidad, y es al mismo tiempo el bien de toda la humanidad considerada como una única familia. La economía, la técnica y la política deben tener su remate en este proyecto de promoción integral y plena, según una lógica que privilegia el ser de las personas y considera el tener y el dar como medios, no olvidando su connatural ambivalencia o, dicho en otras palabras, la posibilidad de que los bienes económicos sean producidos y distribuidos según criterios de pura ganancia o de voluntad de poder (nn. 6 y 58).
El principio de solidaridad entre las personas, apoyado en una correcta concepción del desarrollo, se convierte en este marco en el presupuesto fundamental (en el sentido de fundamento) de todo el orden social. En calidad de tal, no puede quedar reducido a una actitud facultativa, sino que debe ser considerado como un estricto y preciso deber que compete a todo ser humano y en base al cual vienen regulados tanto las relaciones entre las categorías sociales como las relaciones mismas entre los pueblos de la tierra (nn. 59-61).
En este principio de solidaridad, en su vertiente ética y teológica, ahonda Juan Pablo II en la Sollicitudo re¡ socialis. La constatación de la interdependencia económica, cultural, política y religiosa, que vincula entre sí a los pueblos de la tierra -interdependencia que es el sistema determinante de las relaciones en el mundo contemporáneo- impone la necesidad de desarrollar en el terreno moral y social la actitud de la solidaridad universal, entendida como responsabilidad de todos para con todos y como creación de un sistema mundial de colaboración entre los pueblos (nn. 38-39). Esta solidaridad encuentra su más profunda justificación y su más decisiva orientación a la luz de la fe. La conciencia de la común paternidad de Dios, de la fraternidad de todos los seres humanos en Cristo y de la presencia y acción vivificadora .del Espíritu presenta, en efecto, a los creyentes un modelo nuevo de unidad del género humano y les confiere un criterio para interpretar la realidad del mundo. La solidaridad tiende así a superar la pura vertiente ética, revistiendo las dimensiones de la gratuidad total, del perdón y de la reconciliación, y transformándose en esta "comunión" que tiene su fuente en el misterio tnnitario y que la Iglesia está llamada a vivir en la historia para hacerse "sacramento" de salvación de toda la humanidad (n. 40).
d) No se puede, por último, olvidar la influencia que han tenido las categorías expuestas y las orientaciones señaladas en la definición de los problemas relativos al trabajo y a la vida económica. La defensa de la actividad laboral y de los derechos fundamentales de los trabajadores es una constante de toda la "doctrina social". Frente al trabajo como mercancía, fruto del sistema capitalistaburgués, y a la alienación del sujeto humano, expropiado de su dignidad, la Iglesia ha reaccionado siempre con energía, proponiendo una y otra vez soluciones tendentes a salvaguardar a la persona en sentido global. Es, sin embargo, innegable que la reflexión eclesial ha estado sujeta, también en este caso, a una progresiva maduración. El modelo predominante en las primeras encíclicas -véansela Rerum novarum y la Quadragesimo anuo- está, en efecto, ampliamente caracterizado por un esquema defensivo y fundamentalmente moralista. El interés de la Iglesia era entonces la tutela del salario justo -individual primero, y familiar después-, la libertad de asociación de los trabajadores, la tutela de su integridad física y moral y su posibilidad de inserción de pleno derecho en la vida social. Se prestaba, en cambio, menor atención alas posibilidades de autorrealización de la persona a través de la actividad laboral y, sobre todo, a las carencias estructurales del sistema económico, el cual se encuentra a menudo en la raíz de las formas de alienación. Este planteamiento se basa todavía en una visión del trabajo -alimentada, por otra parte, por una fuerte tradición desarrollada en la Iglesia (y no sólo en ella)- según la cual éste es considerado principalmente en sus aspectos de "penalidad" (fruto del pecado) de "imposición", lo que lleva entonces no ya a cuestionar el sistema económico represivo, sino, más modestamente, a solicitar algunas formas de moralización externa. Se diría que el magisterio de la Iglesia, más que preocuparse del trabajo en sí, de su significado liberador para la persona, se limita más bien a pedir la salvaguardia de algunas condiciones, cuya ausencia terminaría por contradecir gravemente la dignidad de la persona.
Sólo con la promulgación de la Gaudium et spes se abre camino una postura nueva y más decididamente positiva, fruto de una renovada reflexión teológica y de una más marcada atención al contexto socio-cultural. Haciendo suyos los estímulos de la búsqueda teológica -en particular de la teología de las "realidades terrestres", desarrollada a partir de los años cincuenta-, esta constitución del Vat. II recupera una visión más optimista del trabajo centrada en las grandes categorías de la historia de la salvación. El trabajo es redefmido en sus significados como prolongación de la actividad creadora, como participación en el misterio redentor de Cristo y como instrumento esencial de edificación de "los nuevos cielos" y "la nueva tierra", que constituyen el signo de la escatología ya en curso, hasta su definitivo cumplimiento al final de los tiempos. Simultáneamente, la Gaudium et spes acentúa con fuerza la situación histórico-concreta de la actividad laboral, vinculada al sistema económico predominante, denunciando con valentía los aspectos estructurales causantes de la alienación. La perspectiva que surge es la de un compromiso para la humanización del trabajo, que exige una profunda renovación de la acción política, es decir, de la voluntad de tender hacia un nuevo modelo de desarrollo.
La Laborem exercens, por último, adopta una toma de postura más explícita. Juan Pablo II, en efecto, considera el trabajo, o mejor, al trabajador, como el eje sustentador de toda la cuestión social, revisada desde la perspectiva del puesto central de la persona. Oponiéndose radicalmente al economicismo, que es el presupuesto de fondo en torno al que giran tanto el sistema capitalista como el marxista, el papa destaca la primacía del aspecto subjetivo de la actividad laboral, por ser ésta la actividad en la que se pone de manifiesto la vocación fundamental de la persona. El dato antropológico queda asumido por el teológico por mediación del misterio de la encarnación, que hace del trabajo humano una actividad teándrica. La verdad más honda del "evangelio del trabajo" consiste en que, además de continuar el misterio de la creación como servicio a las personas y al mundo, el trabajo se convierte en participación en la actividad divina misma en su concreto acontecer histórico, que alcanza su momento culminante en el misterio pascual. Esta gran nobleza del trabajo impone sobre todo el deber de humanizarlo, cuestionando las lógicas de una sociedad que hace de él una mercancía y expropia a la persona de la posibilidad de autorrealizarse. De aquí la necesidad de redefinir el estatuto de los derechos del trabajador -el primero de los cuales es sin duda el derecho al trabajo- y de crear las condiciones para el desarrollo de una solidaridad extensa, que no puede ser sólo fruto de un esfuerzo dentro del mundo de la empresa, sino que debe comprometer, en sentido más amplio, a la sociedad toda, y de manera particular a la responsabilidad del gestor de los asuntos públicos (dador de trabajo indirecto).
Pero este esfuerzo resultaría insuficiente si no estuviera acompañado de la elaboración de una espiritualidad propia del trabajador, centrada en una honda valoración del trabajo como actividad en la que él vive la búsqueda de una participación plena en la historia de la salvación, transformando el mundo según el proyecto de Dios y convirtiéndose, a su vez, en imagen del Señor a través de su adhesión total al misterio redentor de Cristo.
Los contenidos del mensaje social del magisterio de la Iglesia, codificados a través de distintos documentos, evidencian, por una parte, la profunda homogeneidad de las líneas maestras y, por otra, la evolución de las perspectivas de aproximación a la realidad, evolución dictada tanto por el rápido cambio social acaecido en este último siglo cuanto por la reelaboración de las categorías teológicas mismas, tomadas de la revelación y de la tradición cristiana.
El resultado más maduro de esta evolución parece estar concentrado sobre todo en dos intervenciones de Pablo VI, la Evangelii nuntiandi y la Octogesima adveniens, respectivamente, y en la encíclica Sollicitudo re¡ socialis, de Juan Pablo II. En el primer documento de Pablo VI se define admirablemente, a la luz de las adquisiciones de la teología contemporánea, la relación de continuidad y al mismo tiempo de discontinuidad entre evangelización y promoción humana; en el segundo, mediante el recurso a la "utopía" evangélica, se delinea con precisión la tarea de los creyentes y de las comunidades cristianas en el marco de una realidad social caracterizada por el pluralismo de las situaciones históricas y de las ideologías. La "utopía" evangélica impulsa, por un lado, a someter constantemente a crítica las formas históricas de la vida social y los sistemas doctrinales, y ofrece, por otro, sugerencias precisas para la liberación humana y la humanización del mundo. La Sollicitudo re¡ socialis, subrayando el carácter de continuidad y al mismo tiempo de constante renovación de la "doctrina social" (n. 3), evidencia el significado fundamentalmente teológico-ético de la misma, resaltando la función que le incumbe de denunciar las situaciones de injusticia presentes en el mundo, pero sobre todo de anunciar la posibilidad de superación de las mismas a través del llamamiento a algunas instancias irrenunciables, como la opción preferencia¡ por los pobres y la puesta en práctica del principio del destino universal de los bienes (nn. 41-42).
El carácter histórico-evolutivo de la "doctrina social", aun dentro de un núcleo irrenunciable de valores que califican el horizonte de fondo, da razón de la imposibilidad de concebirla como un bloque cerrado y monolítico, y de la necesidad de acceder a ella desde una óptica abierta y dinámica, a fin de captar las grandes orientaciones y las directrices esenciales.
3. CRITERIOS PARA UNA HERMENÉUTICA DEL MAGISTERIO SOCIAL. A la luz de las reflexiones precedentes resulta posible llegar a la elaboración de algunos criterios hermenéuticos que permitan una correcta interpretación de la "doctrina social" y ofrezcan los instrumentos indispensables para una valoración articulada de las diversas afirmaciones contenidas en ella.
Es preciso reconocer que la situación en la que se encuentra hoy la Iglesia es en muchos aspectos paradójica. Por un lado, se le pide que tome una postura definida ante los grandes conflictos sociales de nuestro tiempo; por otro, tiene fuertes motivos para dudar, bien sea por el riesgo de una ideologización del mensaje en un tiempo en el que la política remin= dica su propia autonomía, bien sea por la situación de pluralismo ideológico y social del mundo en que vivimos.
Las líneas de reflexión que aquí se proponen quieren tener en cuenta este estado de precariedad y ambivalencia; se limitan, por tanto, a sugerir algunas pistas de análisis del magisterio del pasado de cara a la individuación de posibles perspectivas para el futuro. Las afirmaciones contenidas en los documentos del magisterio social, sobre todo en los más recientes, pueden clasificarse en cuatro niveles diferentes eón valor teológico diverso.
a) Afirmaciones directamente relacionadas con las grandes categorías de la historia de la salvación. El contenido fundamental de la revelación, sobre todo del NT, es el anuncio del reino de Dios y la invitación a la conversión. Este anuncio constituye el criterio último de interpretación de la realidad social y del compromiso del cristiano en ella. El reino entra, en efecto, en la historia humana a través de la persona de Jesús. El hecho de compartir plenamente la condición humana, que él lleva a cabo en el misterio de la encarnación, es el presupuesto para la superación de toda diferencia entre personas. A través del misterio de su muerte y su resurrección, nos restituye la salvación como participación en la vida de Dios.
Cristo se convierte de esta manera en el horizonte y el modelo de reconciliación de toda la humanidad, por cuanto que en él se fundamenta con carácter definitivo la dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios y redimida en la sangre deLHijo. Las relaciones humanas, que constituyen la base de la vida social, adquieren así el significado de relaciones entre hermanos que hay que desarrollar según la lógica de la vida trinitaria, que es la lógica de la comunión interpersonal, caracterizada por la reciprocidad de la donación.
Es preciso añadir que la revelación, cuyo objetivo es la salvación de las personas, es esencialmente histórica. Ella nos impulsa, pues, a tomar conciencia de la importancia que reviste la historia en el plan de Dios y a asumir nuestras responsabilidades en ella; pero al mismo tiempo nos impulsa a relativizar las diversas posturas que se van tomando, superando la presunción de tenerlas por respuestas exhaustivas y definitivas a los problemas humanos. El compromiso social, que el creyente está llamado a tener de forma concreta en la historia, es en definitiva compromiso tendente a promover caminos eficaces de liberación humana, en el respeto de la singularidad de las personas y en la atención a la universalidad de la familia humana.
b) Afirmaciones que iluminan el campo de la responsabilidad histórica de la persona en el marco de las estructuras sociales. La vida social se articula en estructuras precisas -familia, organización política, sistema económico-, que juegan un papel decisivo en orden al crecimiento humano. La revelación proyecta, sin duda, un haz de luz sobre esas realidades, posibilitándonos captar el profundo significado que tienen en el plan de salvación. El misterio de la encarnación representa la más radical valoración' de lo humano en sí y de la mundanidad misma del mundo, mientras que el misterio pascual define las bases de sustentación de la solidaridad humana y la lógica por la que debe desarrollarse. En esta perspectiva resulta evidente, por un lado, la necesidad de un juicio de moralidad que presida todas las opciones económicas, sociales y políticas y, por otro, la imposibilidad de reducirlo todo al juicio moral, no respetando la legítima autonomía de las leyes propias de las estructuras en las que se articula la convivencia humana. En su desplegarse histórico concreto en el marco de las estructuras sociales, la vida del mundo tiene ya en sí misma valor teologal, colabora por sí misma en la construcción del reino. El descubrimiento de la autonomía de los valores humanos, lejos de debilitar el misterio cristiano, amplía su horizonte de significado. El creyente sabe, en efecto, que esos valores, releídos en el contexto del plan de salvación, es decir, según una intencionalidad de fe, adquieren dimensiones nuevas y más profundas, porque se convierten en instrumento irrenunciable y camino obligado para una liberación humana total.
c) Afirmaciones tendentes a enjuiciar las situaciones históricas. Es tarea de los creyentes y de las comunidades cristianas ejercer de forma concreta el discernimiento de las situaciones históricas a la luz del evangelio. El ejercicio de esta tarea se realiza mediante la denuncia de los estados de opresión existentes y mediante la indicación de las instancias que hay que privilegiar para conseguir su superación. Piénsese, en el contexto actual, en el creciente desequilibrio entre norte y sur del mundo, en las situaciones de miseria y subdesarrollo, en los riesgos vinculados al crecimiento salvaje de la tecnocracia y a la difusión del consumismo. Las intervenciones del magisterio en este nivel, aun siendo absolutamente indispensables en una Iglesia que no quiera estar fuera del mundo, tienen un carácter exquisitamente pastoral. Su validez debe, pues, medirse por la capacidad de inserción vital de las comunidades cristianas en la historia, así como por la disponibilidad para el empleo de los instrumentos de análisis e interpretación de la realidad suministrados por las ciencias humanas; en otras palabras, por el rigor de la metodología científica adoptada. Pero debe medirse sobre todo por la capacidad de la Iglesia para dejarse impregnar por la fuerza del Espíritu, que la impulsa a formular con valentía valoraciones críticas del presente y a tener audacia para anunciar proféticamente desde la sencillez el cambio posible.
d) Afirmaciones, por último, tendentes a ofrecer sugerencias concretas en el plano operativo. No se puede negar a la Iglesia, como institución que vive en el mundo, la posibilidad de presentar propuestas operativas en orden a la transformación de la realidad social. Es evidente que, en casos así, se trata de indicaciones con valor ejemplarizante y tendentes a estimular la creatividad de todos -en particular de quienes tienen responsabilidades socio-económicas y políticas precisas- para buscar soluciones adecuadas a los problemas de la familia humana. El carácter exquisitamente técnico de tales propuestas hace que su atendibilidad y eficacia deba ser valorada en el terreno propiamente político. La Iglesia no, posee, en efecto, instrumentos propios al respecto, no pudiendo recabar directamente de la revelación y de la tradición respuestas inmediatas a problemas que presuponen una competencia específica y autónoma.
La panorámica ofrecida permite expresar un juicio ponderado sobre la "doctrina social", ayudándonos a captar las posibilidades de expresión y los límites históricos de su desarrollo concreto. Lo que en definitiva emerge, aunque con acentos diversos según los diversos períodos, es el esfuerzo hecho por la Iglesia para acompañar las profundas y rápidas transformaciones acaecidas en época moderna señalando los peligros y mostrando las pistas que ha de recorrer una positiva utilización de las mismas al servicio de las personas.
III. Orientaciones para una redefinición de las perspectivas de intervención de la Iglesia en materia social
La reflexión sobre el magisterio social correría el riesgo de ser incompleta si no intentase la individuación de las perspectivas según las cuales debe moverse hoy ese magisterio para poder responder correctamente a las preguntas emergentes del contexto social en plena sintonía con los datos de la revelación y de la tradición. Para ello resulta ante todo necesario examinar críticamente los modelos en los que se ha expresado históricamente el magisterio social en el pasado, a fin de extraer de esa lectura las posibles orientaciones para el futuro.
1. MODELOS PREDOMINANTES EN EL MAGISTERIO SOCIAL DEL PASADO. La delimitación de los modelos que han caracterizado en el pasado al magisterio social no pretende obviamente encasillar en ellos los diversos documentos, cuyas partes por separado presentan a menudo grandes oscilaciones de uno a otro. Se trata únicamente de individuar las líneas de tendencia predominantes, sin olvidarse de que toda sistematización, por necesaria que sea, es reductora por naturaleza.
a) El primer modelo, que es también el más difundido y más tradicional, es el de aproximación a la problemática de la realidad social en términos de ofrecimiento de un magisterio doctrinal. La Iglesia ha concebido durante mucho tiempo su intervención en lo "social" como construcción de una doctrina autónoma, es decir, como producción de un proyecto propio de la sociedad, basado en las grandes indicaciones de la Biblia y en categorías filosóficas como "ley natural" y "bien común" (cf Rerum novarum y Quadragesimo anno). Con ese proyecto intentaba, por un lado, oponerse al liberalismo, reivindicando la existencia de un orden objetivo capaz de servir de base al bien común más allá del consenso de las voluntades subjetivas y, por otro, al colectivismo marxista, afirmando la primacía de la persona sobre la estructura social.
La crisis de este planteamiento se ha ido haciendo sentir progresivamente, debido a una serie de fenómenos sociales y culturales que han caracterizado a nuestro tiempo. El proceso de secularización, en efecto, ha concurrido a echar por tierra las pretensiones de totalidad de las ideologías tradicionales, hasta determinar una profunda modificación de las mismas, mientras que, al mismo tiempo, ha erosionado las bases de una presencia institucional del mundo católico en campo político. Por otra parte, la creciente diversificación de los problemas y de las situaciones, unida a la cada vez más compleja tecnicización de la realidad, hacen más extremadamente problemática la hipótesis de una unificación doctrinal, y menos seguras ciertas convicciones tradicionales, no suficientemente apoyadas en conocimientos científicos adecuados. La posibilidad de llegar a una síntesis doctrinal única, por actualizada que ésta sea, se presenta, pues, cada vez más lejana, e incluso impracticable. Sin olvidar que tal síntesis terminaría por comportar graves riesgos, el primero de todos el de una tendencia a la ideologización del mensaje cristiano, puesto que la "doctrina social" se configuraría -y de hecho así ha sido en parte históricamente- como una especie de "ideología cristiana por vía de deducción", es decir, un sistema cerrado, que determina una "tercera vía" alternativa respecto a los proyectos políticos de las demás ideologías.
b) El segundo modelo, que ha encontrado su codificación en algunos documentos de época conciliar preferentemente (cf Mater et magistra y Populorum progressio), se puede definir como el modelo caracterizado por el apoyo espiritual de la Iglesia a una ideología existente. La toma de conciencia de la imposibilidad de pensar en un orden social y político cristianos (dado que del evangelio no se puede extraer inmediatamente, por vía deductiva, una propuesta de ese género), y, por otra parte, la verificación de la existencia en la revelación de instancias éticas precisas que atañen también al ordenamiento social, ha impulsado a la Iglesia a moverse en la dirección de una lectura histórica de la realidad, tamizando con los instrumentos críticos a disposición -conocimientos históricos y sociológicos- las ideologías existentes y asumiendo como vía de mediación de las instancias evangélicas aquella que, en las circunstancias actuales, se ajusta mejor a los valores fundamentales del cristianismo. En este planteamiento, la fe es considerada como una realidad metaética, un punto de vista escatológico, al que hay que hacer referencia primariamente, incluso en el campo de las opciones sociales; por otra parte, y desde que estas opciones implican también una participación concreta en la realidad de los creyentes y de las comunidades cristianas mediante un compromiso eficaz que debe traducirse en decisiones operativas, resulta necesario hacer uso de una ideología histórica -de hecho, la del personalismo-, aun a sabiendas de sus limitaciones, es decir, de su carácter parcial y provisional.
Aun reconociendo el salto cualitativo que supone este planteamiento respecto al precedente, no puede pasarse por alto el peligro existente en él de la sacralización de una ideología histórica. La tentación es, en efecto, la de pasar de una ideología cristiana por deducción a una ideología cristiana por inducción o por designación, con la consecuencia de transformar de hecho a la Iglesia en sostén de un sistema social, al que tiende a vincularse perdiendo la propia autonomía esencial y la propia fuerza crítica.
c) El tercer modelo centra, en cambio, la aproximación de la Iglesia a la realidad social en el terreno antropológico-ético. Es el modelo que parece reflejar sobre todo la Gaudium et spes, así como gran parte de los documentos del magisterio social de Pablo VI, y que tiene su expresión plena en la Laborem exercens. El interés de la Iglesia en la elaboración de la "doctrina social" no parece orientarse ya deforma predominante hacia el ofrecimiento de un sistema autónomo, sino más bien hacia la indicación de algunos valores irrenunciables que todo sistema social debe adquirir e integrar en su propio proyecto si quiere contribuir a una humanización efectiva. En otras palabras, la fe inspiraría una visión precisa de la persona; de esa visión se siguen inmediatamente algunas instancias fundamentales, que representan los criterios esenciales en base a los cuales valorar los procesos históricos y sugerir las perspectivas en las que moverse para dar a la vida social un impulso constructivo en la línea de una liberación humana auténtica. En este marco hay que situar las referencias constantes que hace Juan Pablo II a la temática de los "derechos humanos" como momento esencial del desarrollo de la acción social y política.
Resulta evidente la actualidad y la fecundidad de este planteamiento en una fase histórica como la actual, caracterizada por una grave crisis de valores y, más radicalmente, por una crisis de la persona. El declinar de la política, en efecto, está estrechamente vinculado a un descenso de tensión moral, a la puesta entre paréntesis de la reflexión sobre los valores, para apuntar exclusivamente a criterios de eficiencia y de crecimiento del consenso social. La lógica predominante parece ser la de la mediación entre intereses corporativos, con el grave peligro de privilegiar las categorías fuertes y de penalizar las débiles o, más incluso, de favorecer el afianzamiento de sistemas autoritarios. Por otra parte, queda fuera de duda que, en el marco de la revelación cristiana, la experiencia de fe debe traducirse en experiencia ética, es decir, determina una visión global de la realidad -comprendida la propia vida social- de acuerdo con una óptica centrada en modelos de comportamiento y estilos de vida que configuran un auténtico ethos personal y comunitario. Hay que añadir que el nivel ético constituye el punto de posible encuentro, y consiguientemente de confrontación y de diálogo, entre las instancias racionales de humanización derivadas de una interpretación "laica" de la realidad -la ética, en efecto, goza en su estructuración de una relativa autonomía- y las instancias derivadas del mensaje cristiano. Resulta emblemática al respecto la cuestión de los ! derechos de la persona, cuyo contenido histórico-concreto, desarrollado en el mundo laico, ha sido asumido y radicalizado por los creyentes mediante la inserción de los mismos en el horizonte de la concepción de la persona y de la vida propias de la revelación.
Es necesario, sin embargo, formular también alguna reserva a este modelo, sobre todo cuando tiende a erigirse en canon exclusivo de lectura de la realidad social en perspectiva cristiana. Sin querer infravalorar la aportación de la revelación y de la tradición eclesial en campo antropológico, hay que admitir que esa aportación se limita por tendencia a ofrecer algunas constantes o líneas maestras que, por muy importantes que sean, revisten, sin embargo, un carácter predominantemente formal. El paso de esas constantes a la producción de los contenidos más específicos de una antropología completa se ha realizado, incluso en el marco de la Biblia, a través de la elaboración de mediaciones históricas determinadas, sobre las que pesan de forma determinante los condicionamientos de las diversas culturas y de los diversos sistemas sociales. Por eso es posible detectar la presencia de diversas antropologías en la tradición cristiana. Análogo proceso se verifica, con mayor razón y como consecuencia, en el campo de la ética, en el paso del nivel metaético -delineación del cuadro de valores- a nivel ético-normativo o prescriptivo.
Los peligros existentes en el modelo descrito son, por consiguiente, el de la abstracción, es decir, de la escasa incidencia en la realidad social, en el caso de mantenerse en el plano de puro enunciado de orientaciones antropológicas y éticas generales de carácter eminentemente formal, o bien el de la absolutización de una antropología y una ética particulares, indebidamente identificadas con la antropología y la ética cristianas sin más y presentadas como alternativas a otras antropologías y a otras éticas presentes en la sociedad. Terminaría así por volver a aflorar, aunque bajo otro aspecto, el riesgo de la ideología, es decir, la presunción de poder deducir de la revelación una imagen global y temática definida del hombre y un sistema absoluto de normas éticas aplicables a la vida social, eludiendo la confrontación con las ciencias humanas y con las diversas propuestas históricas; renunciando, en otras palabras, al esfuerzo fatigoso, pero necesario, de la mediación.
La acentuación, por otra parte, de la perspectiva antropológico-ética puede conducir (y de hecho conduce a menudo) a la atenuación, e incluso la supresión, del fuerte carácter contestario de la fe, la cual, aun conjugándose estrechamente con el momento ético, no es, sin embargo, reducible a él, sino que contiene recursos mucho más fecundos, de los que es posible extraer un juicio de crítica permanente frente a lo existente y de anuncio de lo diverso.
2. HACIA UN NUEVO MODELO DE MAGISTERIO SOCIAL. LOS modelos descritos no existen obviamente "en estado puro", sino que a veces se encuentran mezclados en los diversos documentos del magisterio, sobre todo si se los analiza en perspectiva hermenéutica, es decir, considerando el diverso valor de las diversas afirmaciones. Resulta, por tanto, posible formular la hipótesis de una inserción profunda de los mismos en un modelo que responda mejor a las sugerencias de la teología conciliar y posconciliar y a las propias demandas emergentes de la actual situación de extrema complejidad social.
El problema de la intervención de la Iglesia en materia social ha recibido, en efecto, una nueva iluminación de la reflexión éclesiológica del Vat. II. El retorno de la Iglesia a su interior mediante una esmerada revisión de sus estructuras y de la esencial relación con el territorio en que vive -piénsese en el redescubrimiento de la Iglesia local- y, más aún, la maduración en ella de una fuerte autoconciencia histórica y, por lo mismo, de su engranaje constitutivo con el mundo, se tenía que reflejar también en un serio replanteamiento de la relación con la realidad social, dando lugar, por tanto, a una reelaboración de la perspectiva de intervención del magisterio en este ámbito. El plano en el que se tiende a plantear el problema no es ya, pues, el ético, sino más bien el teológico o, para ser más exactos, el eclesiológico. En otras palabras, se trata de repensar el sentido y la óptica del magisterio de la Iglesia a partir de su naturaleza y de su modo concreto y peculiar de ser en la historia de los hombres.
a) Una actitud más crítico profética. La relación Iglesia-mundo la ha definido autorizadamente el Vat. II (cf sobre todo Gaudium et spes)como una relación de continuidad y, al mismo tiempo, de discontinuidad. La Iglesia no puede prescindir del mundo, en el cual está radicalmente inmersa hasta el punto de que su misma autoconciencia se desarrolla históricamente en el interior del mismo y es deudora, aunque parcialmente, de él; pero, al mismo tiempo, la Iglesia no se identifica totalmente con el mundo, sino que emerge de él como portadora de un mensaje que trasciende el tiempo y, sobre todo, como "signo e instrumento de salvación" para todo el género humano.
Se produce así la superación de las formas históricas de dualismo, tanto de oposición como de extrañamiento, que durante mucho tiempo han caracterizado las relaciones Iglesiamundo, y se abre camino la exigencia de un diálogo recíproco, sin que ello comporte la supresión de la identidad eclesial y, por lo mismo, la atenuación de la aportación específica que la Iglesia está llamada a ofrecer a la vida asociada, tanto en el terreno del testimonio vivido como en el del anuncio.
Las teologías posconciliares, en particular la "teología política", se han esforzado por redeflnir el sentido y las orientaciones de esta aportación. Partiendo de la constatación de la necesidad de "desprivatizar" el mensaje cristiano, es decir, de sustraerlo a la fuerte hipoteca intimista que ha caracterizado la formulación histórica del mismo en la época moderna, y temiendo el peligro de una recaída en la ideología, la "teología política" subraya la necesidad de que la Iglesia evite proponer una "doctrina social" sistemática propia y se presente, en cambio, como institución crítico-profética, que enjuicie la realidad social en nombre de la "reserva escatológica" del evangelio. Esta actitud permite a la Iglesia, por una parta, el estar profundamente arraigada en la realidad histórica y el hacer suyas las instancias de liberación presentes en esa realidad y, por otra, el no'sujetarse a ninguna ideología social y política, porque los contenidos de la "promesa" no pueden nunca ser identificados con ninguna estructura social y con ningún sistema político, sino que tienen la tarea de subrayar el carácter provisional de todo estatuto histórico de la sociedad. Esto equivale a decir que la Iglesia, debido a la experiencia de la paz escatológica, está en condiciones de enjuiciar radicalmente las diversas situaciones históricas, denunciando con valentía los límites en ellas existentes y suscitando el deseo de su superación, pero estimulando en particular a los creyentes y a todas las personas de buena voluntad a buscar los caminos y los medios idóneos para conseguirlo. La postura dialéctico-crítica no se resuelve, pues, exclusivamente en una aproximación negativa a la realidad social, sino que la denuncia del mal existente está en función de un compromiso renovado de los creyentes y de las comunidades cristianas para promover en el interior de la historia caminos nuevos de liberación humana. La eficacia del magisterio social es, pues, proporcional a la capacidad de la Iglesia para estar presente en el mundo como institución pobre y libre, ajena a cualquier objetivo de poder y preocupada sólo de anunciar la verdad del evangelio, dando razón concreta a través de su vida de la importancia que revisten los valores del reino para la promoción de la persona.
b) Una articulación más pluralista. El magisterio social de la Iglesia se ha expresado históricamente, de manera predominante, como magisterio de la Iglesia universal, con la tendencia a ofrecer orientaciones de principio y sugerencias operativas válidas para todas las situaciones. La diversidad de contextos sociales y culturales y la rapidez de los cambios operados en el interior de los mismos, así como la dificultad de encontrar informaciones precisas dada la complejidad de los procesos históricos y la acentuación de las especializaciones en campo científico-técnico, hacen cada vez más difícil el ejercicio de una función de tal manera dilatada. La revalorización, por otra parte, de la Iglesia local, puesta en marcha por el Vat. II, evidencia el espacio de autonomía que debe dejarse a las Iglesias particulares en la elaboración de un magisterio más encarnado y, por ello mismo, más capaz de responder a las exigencias de cada situación. Razones de naturaleza sociológica y, sobre todo, razones de naturaleza eclesiológica imponen, por lo tanto, el paso de una doctrina monolítica y única a la articulación de una reflexión teológico-pastoral sobre "lo social" que se exprese a partir de la vida de las diversas Iglesias, utilizando la competencia específica de personas directamente involucradas en el territorio.
Esto significa que hay que llegar a la aceptación de un necesario pluralismo de posturas y al reconocimiento de una cierta relatividad de las intervenciones en materia social. El horizonte en el que se mueven las Iglesias particulares es, en efecto, diverso. Lo cual comporta necesariamente una diversidad de perspectivas de aproximación a la realidad y un diverso planteamiento de las soluciones. Así pues, lo que cuenta sobre todo es que cada Iglesia tenga conciencia de la relatividad del diagnóstico y de los juicios históricos, es decir, conciencia del riesgo y de la provisionalidad de toda intervención y disponibilidad para la confrontación crítica con las demás Iglesias, llegando así a una visión más global y más madura.
El magisterio de la Iglesia universal, por otra parte, lejos de perder su significado, adquiere en este marco una función más importante todavía y un papel irrenunciable. Además de la tarea de evocar las grandes sugerencias de la revelación y de la tradición eclesial que iluminan el campo de la responsabilidad humana en orden a la vida asociada, él tiene la tarea, y así se le pide cada vez más, de identificar las grandes cuestiones mundiales que escapan a la directa competencia de las Iglesias particulares y de proyectar un cuadro global de intervención, relacionando entre sí las diversas situaciones y evitando de esta manera el peligro de la sectorialidad y de la fragmentación.
Pero la articulación pluralista del magisterio social, en el respeto de la fisonomía propia de las diversas Iglesias, sólo podrá realizarse correcta y eficazmente en la medida en que cada Iglesia acepte renovarse en su interior según el espíritu del Vat. II, es decir, en la medida en que todas las Iglesias adquieran conciencia siempre mayor de su ser pueblo de Dios en camino, comunidad que vive en la historia y que crece en la comunión, entendida no como homogeneidad lisa y plana o como pura uniformidad, sino como unidad que es preciso realizar de manera siempre nueva, a través del respeto y la valoración de todos los carismas y de todos los ministerios, a través de la utilización de todas las competencias, las primeras de todas, en nuestro caso, las de quienes trabajan directamente en el campo de la vida social y política y de los que afrontan en el plano científico estos problemas.
El modelo delineado -caracterizado por una aproximación a la realidad social según una perspectiva crítico-profética y pluralista- no es, por lo demás, extraño a la tradición magisterial. Refleja la tendencia de muchas intervenciones patrísticas y también de algunos documentos recientes, entre los que merece ser recordada la carta apostólica Octogesima adveniens, de Pablo VI, y la encíclica Sollicitudo re¡ socialis, de Juan Pablo II. Renunciando al empleo de la expresión "justicia social", ambigua en muchos aspectos por la variedad de significados históricamente asumidos y por su vinculación predominante con el modelo de maEisterio doctrinal, pero sobre todo introduciendo la categoría de "utopía" como saliente crítico frente a las ideologías históricas, Pablo VI ha querido subrayar la exigencia de una actitud nueva de los cristianos y de las Iglesias en el interior de una sociedad caracterizada por una creciente situación de complejidad y por un acentuado pluralismo ideológico y cultural. La perspectiva es, en efecto, la de una Iglesia tendente al anuncio de un mensaje cuya fuerza crítica cuestiona todos los órdenes establecidos y, al mismo tiempo, hace que emerja la posibilidad de lo nuevo y de lo diverso.
Una preocupación análoga, aunque expresada con lenguaje diverso, anima a la encíclica de Juan Pablo II. Se reconoce, por una parte, que la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo; pero al indicar que la cuestión del desarrollo auténtico, por afectar a la dignidad de la persona y de los pueblos, no puede reducirse a cuestión "técnica", se reivindica, por otra, para la Iglesia el derecho a decir su propia palabra acerca de la naturaleza, las condiciones, las exigencias y la finalidad de un verdadero desarrollohumano y de los obstáculos que se oponen al mismo. Se deriva de ello que la "doctrina social", lejos de ser una "tercera vía" o una ideología, representa más bien una categoría en sí, perteneciente al campo de la teología moral. Su finalidad es, en efecto, la de interpretar a la luz de la fe y de la tradición eclesial la compleja realidad de la existencia humana en la sociedad, a fin de captar la conformidad o disconformidad con las líneas de la enseñanza evangélica y orientar consiguientemente el comportamiento cristiano (n. 41).
El nivel rigurosamente teológico, y no meramente antropológico y ético, al que Juan Pablo II hace referencia tanto en el momento del análisis de la situación -piénsese en el empleo de la categoría "estructuras de pecado" (n. 36) y en la reconducción de las dos actitudes viciosas que están en la base de las injusticias existentes (hambre exclusiva de ganancia y sed de poder) a auténticas formas de idolatría- como en el momento de la propuesta de compromiso para el cambio, dejan ver claramente la adopción de un modelo de aproximación a la realidad social inspirado en las premisas eclesiológicas antes señaladas. El ministerio de la evangelización en el campo social es considerado, en efecto, como un aspecto de la función profética de la Iglesia, que se ejerce en forma de una denuncia de los males, pero sobre todo como anuncio de la plena liberación humana (n. 41). En calidad de portadora de esta buena noticia, que se traduce en la defensa y promoción de valores irrenunciables para el crecimiento humano, la Iglesia es signo y anticipación del reino, cuya plenitud espera el creyente al final de la historia, cuando el Señor vuelva (n. 48).
El magisterio social del futuro deberá ir cada vez más por este camino, en la convicción de que sólo así puede ser el evangelio elemento inquietante de contestación de la historia e instrumento constructivo de crecimiento del orden social en armonía con la plena liberación humana.
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G. Piano

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